XXII

Chrysostome no se olvidaba de las palabras que oyó de niño al párroco de Britancourt.

—La limpieza es la mayor de las virtudes —explicó el párroco a los niños que se habían encontrado con un sifilítico en una de las cuevas del pueblo—. El cristiano que se mantiene limpio por dentro y por fuera se hace de hierro, y no hay espada enemiga que lo pueda vencer.

El párroco era un hombre enjuto que durante muchos años había ejercido de capellán militar, y sus contundentes palabras causaron una gran impresión a todos. Mientras las pronunciaba, a Chrysostome le pareció que el párroco le miraba con insistencia, como si hablara especialmente para él. Se sintió orgulloso de ello, y su satisfacción creció cuando al terminar le pidió que se quedara.

—No soy un profeta como Daniel, pero me atrevo a decir que un día serás soldado —le dijo el párroco—. Escucha, Chrysostome: si te mantienes limpio, si prescindes de la bebida y del tabaco, serás un tirador fabuloso, un fusilero comparable a los de la guardia de Napoleón. Has demostrado con la honda una puntería que es la admiración de todos. Pero si quieres ser un auténtico David, y derrotar al gigante Goliat, has de cuidar ese don y permitirle crecer.

Las palabras del párroco encontraron un cobijo dulce, suave y cálido en su corazón, comparable metafóricamente al que encuentran los huevecitos de los pájaros en su nido. Hasta entonces no había en su vida otra particularidad que la de ser pobre y huérfano de madre, por haber muerto ella al poco de nacer él, y no se sentía nadie. Y de pronto, ¡el párroco le anunciaba que sería un fusilero tan bueno como los de la guardia de Napoleón!

Al cabo de unos días, cuando el párroco le ató al cuello la cinta azul de la Virgen, se prometió a sí mismo que, efectivamente, un día se haría soldado, y que se convertiría en un tirador excelente, de pulso fuerte y vista prodigiosa. Siempre se mantendría limpio. Nunca enfermaría de sífilis ni de ninguna infección parecida.

La cinta azul selló la promesa.

Chrysostome trabajaba en una granja de Britancourt desde la mañana hasta la noche, y los brazos y las piernas se le fueron fortaleciendo de tanto tirar de los bueyes y empujar el arado. Con doce años tenía los músculos de un joven de quince; con quince, los de uno de dieciocho. Cuando los otros chicos del pueblo se peleaban con él y le lanzaban un golpe, sus puños se encontraban con unas carnes tan duras que parecían hechas del hierro que había anunciado el párroco; se asustaban mucho y entregaban la pelea. Chrysostome derrotaba incluso a los luchadores más entrenados. En cierta ocasión en que un soldado del pueblo vecino le espetó el mismo insulto que circulaba entre cierta gente de Britancourt, a saber, que por algo le brindaba el párroco aquel trato de favor, agarró una piedra, agarró la honda, y dejó al calumniador sin conocimiento y caído de bruces sobre el suelo. En adelante, nadie quiso provocar su enfado, ni siquiera los que poseían la estatura de Goliat, y la gente hablaba bien de él, o se cuidaba de alzar la voz.

Un día, algo cambió. Chrysostome empezó a mostrarse abatido, cabizbajo. Del campo a la granja, de la granja al campo, no levantaba la vista del suelo ni por un instante. El párroco hizo cálculos. El muchacho tenía quince años, pronto cumpliría dieciséis. Por otra parte, llevaba más de un mes sin confesarse, cuando antes no dejaba pasar una semana. Supo entonces que estaba sufriendo el primer ataque serio. No provenía de los otros muchachos de Britancourt, ni de nadie que, por decirlo así, anduviera por los caminos, sino de un enemigo que habitaba en su interior. Fue a buscar a su pupilo y lo trajo a la iglesia.

Primero estuvieron rezando, arrodillados ante la Virgen. Luego fueron a la parte de atrás del altar y, tras cruzar la sacristía principal, pasaron a una segunda, más antigua, que servía de almacén y donde se guardaban las imágenes de los santos para las que no había sitio en la iglesia.

En la vieja sacristía el olor a humedad se mezclaba con el de las flores marchitas. Todos los demás olores, el de los claveles silvestres que crecían en los bordes de los campos, el de las mimosas del huerto, el de las rosas de los jardines, el de aquellas flores y el de todas las demás del mundo, quedaban, igual que el propio mundo, al otro lado de los muros de la iglesia. El párroco y Chrysostome se encontraban solos, rodeados de santos de madera.

El párroco señaló a los dos más cercanos.

—Este de aquí es San Luis Gonzaga. Ese otro, San Sebastián —dijo.

Los dos santos tenían una mirada tierna, y, a diferencia de Chrysostome, miraban al cielo, no al suelo.

Sebastián estaba atado a un árbol y tenía flechas metidas en el cuerpo. Regueros de sangre le atravesaban el torso.

—Tú también sientes el dolor causado por las afiladas puntas de las flechas, ¿no es así, Chrysostome?

Chrysostome continuó con la cabeza baja.

—Pero, claro. Las flechas a ti te vienen de dentro.

El párroco empezó a andar entre los dos santos con los ojos semicerrados y la respiración agitada. A cada paso se oía el frufrú de la sotana. A cada giro se sentía el aire desplazado.

Al final se detuvo, las manos entrecruzadas en el pecho. Era la misma postura que la de San Luis Gonzaga, pero con otra expresión. Al párroco, como era de carne, y más delgado que el santo, se le notaban las venas de la frente y las arrugas de las mejillas. Pudo por fin sobreponerse y decir lo que pretendía:

—Dime la verdad. ¿Te masturbas?

Chrysostome se agachó todavía más, y el párroco se quedó esperando la respuesta en aquella postura de San Luis Gonzaga.

La respuesta fue precisa, pero inaudible. Chrysostome dijo que sí con la cabeza. El párroco tomó asiento. También él estaba ahora cabizbajo.

—A veces el comportamiento del Señor es inexplicable, Chrysostome. Nos da vigor, pero algunas de las consecuencias de ese vigor no son de su agrado y las castiga. El vigor empujó a Michel a las mujeres, y luego, vosotros mismos lo pudisteis ver, el desgraciado acabó sus días presa de la locura.

Chrysostome se le quedó mirando. No entendía muy bien.

—Michel era el hombre que visteis en la cueva, el que enfermó de sífilis —le explicó el párroco—. Era miembro de esta parroquia, recibió la sagrada forma de mi mano muchas veces. Luego se fue de soldado, y el vigor lo empujó a esas casas sucias. Y, ya lo ves, el castigo que le envió el Señor fue terrible. Sabrás, supongo, que al poco de verlo vosotros en la cueva lo encontraron ahogado en una poza del río. A estas horas estará en el infierno.

En la sacristía el olor a humedad se hizo más intenso. El silencio también. De no ser por los ojos, Chrysostome habría parecido un santo más de madera. Pero sus ojos tenían un ardor que nunca tiene la madera. En aquel momento eran de hierro candente.

—Espera un momento —le dijo el párroco levantándose.

Empezó a rebuscar en un rincón lleno de trastos hasta dar con un mosquetón envuelto en un capote militar.

—Es un Mauser de 1867, pero se encuentra en muy buen estado. Yo mismo lo probé hace poco. Dile a tu padre que te enseñe a manejarlo.

Chrysostome se quedó mirando el arma con aprensión, sin atreverse a levantarla.

—Lo has adivinado, perteneció al desventurado Michel —dijo el párroco—. Pero no temas. No te contagiará la sífilis. Al contrario, te protegerá del mal. Estando en posesión del arma te acordarás de lo que le ocurrió, y de lo hermoso que es mantenerse puro.

Empezó a sonar la campana que llamaba al rosario. El párroco entregó el mosquetón a Chrysostome indicándole que era hora de marcharse. Las mujeres de Britancourt acudían puntuales a la iglesia y a él le gustaba esperarlas delante del altar.

—Sí, el Señor es raro. Nos da vigor, y luego nos castiga por tenerlo —dijo, como si no hubiera dejado de pensar en ello. En su cara asomó una sonrisa maliciosa—. Pero yo creo que nuestro caso tiene una solución. Y te voy a decir cuál, Chrysostome. La solución son esas… pollutio. Continúa por ese camino. No me atrevería a decírtelo delante de la Virgen, pero estos dos santos, Luis Gonzaga y Sebastián, fueron soldados, y no se van a asustar por estas cosas de hombres.

Al igual que los dos santos, Chrysostome tenía la cabeza levantada. Quería saber más del asunto.

—Siempre es mejor el pecado leve o mediano que el grave. Mejor una pollutio al día que acudir a esas casas sucias. Y mucho más seguro, Chrysostome. No lo olvides. Mucho más seguro. Estamos de acuerdo, ¿verdad?

Chrysostome asintió, y guardó también aquella palabra, pollutio, como un huevecito. Luego, con el mosquetón bajo el brazo, salió de la vieja sacristía tras los pasos del párroco. San Sebastián, San Luis Gonzaga y todos los demás santos de madera volvieron a quedarse solos.

El párroco no volvió a pronunciar la palabra pollutio hasta que a Chrysostome le llegó el momento de decir adiós a Britancourt. Tenía ya para entonces veinte años, y se marchaba a Amberes a recibir la instrucción e incorporarse en la Force Publique. Después de pasar seis meses en el cuartel partiría rumbo a África.

Se encontraban ambos delante de la iglesia, esperando a la diligencia, hablando del mosquetón Mauser que ahora volvía a manos del párroco. Chrysostome no lo iba a necesitar en el cuartel.

—Hice muy bien en dejarte el fusil —dijo el párroco—. ¡La de perdices que hemos comido los curas de Britancourt gracias a ti!

Se oyeron los cascabeles de la diligencia en la calle mayor del pueblo, y el párroco cambió de tono.

—Chrysostome, ¿llevas contigo la cinta azul? —le preguntó.

El joven se desabrochó los botones de la camisa y le mostró el pecho. Allí estaba la cinta azul. El rostro del párroco se llenó de alegría.

—¡Chrysostome! ¡Llévala así, a la vista! ¡Que los otros soldados vean el símbolo de tu pureza! Y en los momentos difíciles recuerda que la Virgen está contigo. ¡Rezaré por ti, Chrysostome!

La diligencia se detuvo frente a ellos. El párroco abrazó al joven. Fuera o no su hijo, lo quería como a tal.

Durante el primer año de estancia en Yangambi a Chrysostome no le faltaron las cartas del párroco. Una vez al mes miraba en su casilla del Club Royal y encontraba un sobre con una única palabra en el remite: Britancourt. En hojas escritas con letra recta y segura el párroco le ponía al corriente de las novedades del pueblo, de los nacimientos y de las defunciones, y de cómo le iban las cosas a su padre —«este año ha recogido bastante remolacha»—; le resumía asimismo los sermones pronunciados en la iglesia y a veces, junto con datos referentes al tiempo, le hablaba de flores —«muchas amapolas este año, algunos prados se ven completamente rojos»—. Las cartas solían ser bastante largas, y Chrysostome las leía poco a poco. Y con cada lectura, las palabras de su niñez se arrebujaban más y más en su corazón: «La limpieza es la mayor de las virtudes. El cristiano que se mantiene limpio por dentro y por fuera se hace de hierro, y no hay espada enemiga que lo pueda vencer». Tampoco olvidaba el consejo del párroco: «La solución son esas… pollutio. Continúa por ese camino».

Gracias a las pollutio pudo mantenerse saludable, puro, de hierro, en un estado muy distinto al de los otros oficiales de la Force Publique destinados a la estación militar de Yangambi. La mayoría de ellos estaban contagiados de alguna sucia enfermedad y se veían obligados a acudir a Livo para que les proporcionara una planta llamada olamuriaki, que tenía el poder de aliviar los dolores y las molestias. Los peores, como siempre, eran Richardson y Van Thiegel. En una ocasión, después de beber mucho, Richardson les había enseñado el miembro exclamando como un loco: «¡No me digáis que no parece real!». A él le pareció asqueroso, todo cubierto de costras y úlceras. Y el caso del teniente, del bocazas de Cocó, era aún peor. Había perdido el pulso, aunque en su caso no se podía saber si era por lo que bebía o por excederse con el olamuriaki. ¡Y él se tenía por un buen tirador! ¡No se daba cuenta de que los otros oficiales le dejaban ganar en las competiciones de tiro! Hasta que vino él. Porque él nunca hacía trampa, nunca se dejaba ganar por nadie. Ni al mismísimo Rey se lo hubiera permitido. El que pretendiera ganarle que mejorara el pulso. Que viviera en la pureza, en la prudencia. Que se pusiera una cinta azul en el cuello.

El capitán Lalande Biran valía más que los otros oficiales. Evitaba el contagio haciendo que le trajeran muchachas vírgenes, asegurando de paso la salud de Donatien, ya que también en eso el asistente le seguía como un perro. Por lo demás, Lalande Biran era un hombre extraño. Le hubiese gustado preguntarle al párroco sobre su persona, pero cuando se ponía delante del papel no conseguía concretar. Le resultaba difícil explicar cómo era. Livo afirmaba que era un muano, un siervo del diablo, y que por eso tenía dos o tres formas de ser al mismo tiempo; que por eso era tan turbio su oimbé. Tal vez tenía razón. El capitán bebía poco, fumaba mucho, le gustaba nadar, dibujar y escribir poesías. Por otra parte, sabía reconocer los méritos ajenos. Le había dicho más de una vez que lo admiraba como tirador, y que cuando regresara a Bruselas lo colocaría al servicio de un duque que ocupaba un importante puesto en la corte y estaba necesitado de protección. Por eso, porque se sentía respetado por el capitán, se había llevado una gran decepción cuando, cediendo ante Van Thiegel, le obligó a ir a la selva a buscarle muchachas, como si fuera un oficial de dos céntimos, del rango de Donatien. Aquella orden fue un duro golpe para él. Pasó de considerarse el mejor soldado de Yangambi a sentirse el último criado. Quiso contárselo al párroco, pero le daba tal vergüenza reconocer la degradación que no pudo completar una línea. Acabó contándoselo a Livo, cuya respuesta fue la de siempre:

—El capitán es un muano. Un gran enemigo.

Livo se llevó los dedos a sus ojos, acordándose de los de Lalande Biran, que eran amarillos y azules, como los del muano.

Chrysostome pudo vivir durante meses sin grandes cambios, manteniendo a buen resguardo, como huevecitos en el fondo del nido, las palabras grabadas en su corazón. Pero, repentinamente, la espada del enemigo empezó a arremeter con fuerza.

Primero, con un poderoso golpe, le arrebató al párroco. Recibió su última carta al poco de resultar vencedor en la competición de tiro contra los mandriles. «El Señor me llama», le decía el párroco con una letra que ya no era ni tan recta ni tan segura. «Te protegeré desde el cielo. Adiós, hijo». Por primera vez, Chrysostome se puso a pensar en su vida, en los veintipocos años que llevaba en el mundo, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. De noche, apretando la medalla de oro de la Virgen entre las manos, rezaba hasta quedarse dormido.

Pocas semanas después, la espada del enemigo le acometió por segunda vez. Fue un ataque en apariencia mucho más dulce que el anterior, y por eso mismo peligroso. Sumamente peligroso.

Un día, en una de las salidas para buscar una muchacha virgen para el capitán, Chrysostome conoció a Bamu. Le llamó la atención al instante. Su piel no era completamente negra, como la de la gente de las tribus próximas a Yangambi, sino del color de la canela. Y tenía los ojos verdes. Y su pelo, pese a que lo llevaba corto, no era prieto y rizado. Pero lo más asombroso, desde su punto de vista de soldado, fue la actitud de la joven. Al verse acorralada, en lugar de bajar dócilmente la cabeza, agarró una lanza con las dos manos y les hizo dar un paso atrás a los askaris que lo acompañaban. Un loro de plumaje gris y rojo se salió de su jaula abierta para subirse a la techumbre de la paillote, y se puso a gritar:

—¡Bamu! ¡Bamu! ¡Bamu!

Chrysostome dio a los askaris la orden de seguir adelante, abandonando el lugar a toda prisa. Pero era demasiado tarde. La flecha, una flecha única pero más poderosa que todas las que le habían lanzado a San Sebastián, había atravesado su corazón. Y su veneno lo había dejado confundido, embriagado, incapaz de ver lo que tenía delante, incapaz de oír lo que le decían los askaris; lo había dejado, en una palabra, enamorado. En su mente oía el grito del pájaro:

—¡Bamu! ¡Bamu! ¡Bamu!

Al regresar a Yangambi intentó arrancarse la flecha, pero el veneno corría ya por sus venas, y nada pudo hacer para detener la transformación que había empezado a obrarse en la selva. Fue donde Livo y le preguntó si conocía una chica de piel no muy negra, de ojos verdes y de cuerpo largo.

—Bamu —respondió Livo.

—¿Está bien de salud? —quiso saber él.

—Es una muchacha.

Chrysostome respiró hondo.

Livo había recorrido mundo, había conocido a muchos hombres blancos, y no se sorprendió ante la pregunta. Lo único que le chocó fue que Chrysostome le pidiera hacer de intermediario, porque quería visitar formalmente a Bamu y necesitaba el consentimiento de sus padres para empezar a tratar con ella. Livo no lo sabía, pero Chrysostome actuaba siguiendo las costumbres de los campesinos de Britancourt, no las de los soldados de Yangambi.

—¿Le va a mandar algún regalo? —preguntó Livo. Él seguía las costumbres africanas.

—Me gustaría, pero no sé qué.

—Mándele una caja de galletas. Ya le diré cuáles son las favoritas de mi hija. Seguro que a Bamu también le gustan.

En su categoría de mejor tirador de Yangambi, Chrysostome no estaba obligado a ir diariamente a vigilar a los caucheros, pues necesitaba tiempo para revisar los rifles de los otros oficiales y ponerlos a punto. Aprovechando los ratos que le quedaban libres, empezó a hacer visitas a Bamu, siempre con una caja de galletas, y así llegó lo que tenía que llegar, primero los besos, luego las caricias. Era tan intenso el efecto del dulce veneno que no se acordaba de la cinta azul que llevaba al cuello ni de las viejas palabras sobre la pureza, relegadas ahora al último pliegue de su corazón.

El número de sus pollutio aumentó. Pero, con eso y con todo, el peligro era cada vez más grande. Un día de aquéllos, habiéndole llevado Chrysostome unos pendientes de esmeraldas, Bamu se le echó encima alegremente abrazándole con brazos y piernas. Chrysostome pasó entonces graves apuros, que sólo consiguió salvar gracias a su condición de commençant.

Pero, como es natural, la Virgen no estaba dispuesta a dar por perdida la batalla, y aquel mismo día, como caída del cielo, se presentó en la playa de Yangambi. Chrysostome la vio desde la canoa cuando volvía del mugini de Bamu, y, olvidado de todo como estaba —de todo menos de la existencia de Bamu—, ni siquiera la reconoció. No se acordaba de que las Navidades estaban cerca; tampoco de que esperaban una delegación de Bruselas. Pero la canoa avanzó unos metros río abajo, se situó más cerca de la playa, y por fin cayó en la cuenta. Era la Virgen, la imagen que iban a colocar en el islote de Samanga.

Vio en aquella aparición la mano del párroco de su pueblo natal. Sin duda había querido cumplir la promesa de su última carta —«te protegeré desde el cielo»—, y le había puesto aquel símbolo de la pureza en la playa, donde mejor podía verse.

Cuando llegó hasta ella se puso de rodillas y oró. Pero incluso en aquel momento de recogimiento la imagen de Bamu no se borró de su mente, y quedó claro que tampoco ella se rendiría jamás. Britancourt haría su trabajo, y la selva el suyo. El párroco le daría buenos consejos; Livo también.

En la lucha que a partir de aquel día empezó a librarse en su interior dominaba a veces la Virgen, lo que había aprendido en Britancourt, las enseñanzas del párroco; pero otras veces triunfaban Bamu, la selva y Livo. Cuando remontaron el río, por ejemplo, y colocaron la imagen en Samanga, y celebraron la misa, pareció que la batalla se decidía a favor del Primer Equipo, pero en cuanto el vapor puso la proa rumbo a Yangambi, el Segundo Equipo —Bamu, la selva, Livo— se impuso con fuerza dentro de él. Además, inesperadamente, Livo se presentó en persona. El Roi du Congo lo tuvo que recoger en una orilla del río, un poco más arriba que la desembocadura del Lomani.

Para cuando el vapor llegó a Yangambi, las fuerzas que competían dentro de él estaban empatadas. El pensar que Bamu estaría en la otra orilla del río esperando su visita lo perturbaba. Pensó hablar con Livo, a quien vio caminar hacia el Club Royal llevando tres cestas colgadas de un palo; pero, al final, no le llamó. Parecía enfermo, y no quería contagiarse.