«La metáfora más hermosa nos la brindó la imagen de la Virgen», escribió Lassalle en su cuaderno. Se disponía a narrar la ceremonia religiosa del islote de Samanga. Una vez terminada la crónica, añadiría dos retratos literarios que ya tenía esbozados, uno sobre Lalande Biran y el otro sobre el oficial Chrysostome, y el reportaje quedaría completo.
«La metáfora más hermosa nos la brindó la imagen de la Virgen», leyó, y miró alrededor a ver si el entorno le sugería algo. Pero el paisaje que se divisaba desde la embarcación era mortalmente aburrido —mortellement ennuyeux—, más monótono aún que el desierto patrullado por la Légion Etrangère. Sólo ofrecía a la vista el río turbio y, en ambas orillas, la primera línea de árboles de la selva, un muro casi negro, inextricable. En un escenario así, hasta el ruido de la pala del barco y el movimiento de las chispas que ascendían junto con el vapor de la chimenea resultaban reconfortantes.
Tampoco los militares de Yangambi le sugerían mucho. En ese aspecto, los miembros de la Force Publique y los de la Légion Étrangère eran iguales. Hombres valientes, capaces de llevar adelante las acciones más peligrosas y de moverse a sus anchas por campos muy cercanos a la muerte, pero vulgares, nada parecidos a Aquiles.
Lalande Biran se lo había hecho notar en la entrevista que mantuvieron mientras remontaban el río: «Recuerde, monsieur Lassalle, de dónde le viene a Aquiles su gran fama. No sólo de su heroísmo. Áyax y muchos otros fueron tan valientes como él. Pero Aquiles era melancólico. Sabía que le aguardaba la muerte. De ahí su melancolía, y de ahí que nos resulte tan atractivo. A su lado, todos los demás héroes son unos ignorantes. Siguen siendo niños pese a todas sus hazañas».
Lalande Biran era un hombre interesante. Tal vez no fuera melancólico, pero sí profundo. Además, escribía poemas. Tenía apuntado en el cuaderno uno que trataba de un duelo entre reyes: «Ambos estaban en su territorio, pero un mismo territorio no puede albergar dos reyes…». Quizás no fuera extraordinario, pero sin duda era un intento digno, y los lectores de Le Soir sabrían apreciarlo. De todas formas, el que más le gustaba a él era el dedicado al cielo de Yangambi: «No es un cielo habitado, sino desierto; no es el que pintara Michelangelo, poblado de ángeles y de santos, con la figura de Dios saludando a Adán…». Intentaría escribir un comentario sobre él para alguna revista especializada en literatura.
El Roi du Congo avanzaba tan lentamente que uno se olvidaba de que iba sobre el agua, descendiendo el río Congo. Tuvo que pensárselo para hacerse cargo de dónde estaba: en el corazón de África, no en Europa. Pero eso era una verdad del cuerpo, no del espíritu. Su espíritu seguía en Europa, y su mayor alegría era que su estancia africana tocaba a su fin.
«La metáfora más hermosa nos la brindó tal vez la imagen de la Virgen». Volvió a concentrarse en el cuaderno. Le estaba costando más que de costumbre encauzar el artículo. África era agotadora. No era como andar por las calles de Bruselas, ni menos aún como pasearse por las playas y jardines de St-Jean-Cap-Ferrat. La subida a la cima de Samanga le había dejado al borde de la extenuación.
«Abandonamos la embarcación y nos internamos todos en el islote —escribió, dando inicio a la crónica—. Formaban la vanguardia los gastadores, franqueando el paso a machetazos, seguidos de cerca por el veterano Richardson, varios oficiales blancos y una veintena de irregulares que aquí llaman askaris. A continuación íbamos nosotros, el obispo con los dos sacerdotes, el capitán Lalande Biran y yo mismo; venían detrás los naturales del país que iban a recibir el bautismo, portando la imagen de la Virgen, y a su zaga, el segundo grupo de askaris. Cerraba la comitiva, guardándonos a todos las espaldas, el mejor tirador del Congo, el oficial Chrysostome Liège».
Alzó la cabeza y buscó a Chrysostome en el barco. Iba bajo techo, mirando a los oficiales que jugaban a las cartas. No entendía bien a aquel joven. Se trataba en parte, como decía Lalande Biran, de un carácter olímpico, de un atleta que vivía concentrado en sus objetivos, y que bien podría ganar una medalla de oro en los próximos Juegos de Londres; pero era también un joven religioso que lucía con orgullo la cinta azul del cuello y las medallas de la Virgen. Lo había estado observando mientras rezaba en la cima de Samanga, durante la misa. Y poco después, al acabar la ceremonia y emprender la comitiva el camino de regreso, lo había visto despidiéndose de la Virgen de piedra, arrodillado ante ella con la cabeza agachada. Tenía, pues, dos lados, el olímpico y el religioso. Con todo, había otro componente menos definido en su personalidad. Había oído decir que era un afeminado. Sin embargo, al plantearle claramente la cuestión a Lalande Biran, el capitán había desestimado el rumor.
Se concentró en el cuaderno y prosiguió con la crónica.
«En un principio pensábamos que los peligros estaban ocultos en la selva. Los gritos de los monos delataban acaso la presencia de los rebeldes. El rugido del león manifestaba el enfado del segundo rey de estas comarcas. El ruido sordo del río subrayaba la soledad del lugar, difícil de sobrellevar para los corazones de quienes estamos habituados a los parques de Bruselas o a las playas del Mediterráneo. No obstante, el mayor peligro lo teníamos mucho más cerca. Encima de nuestras cabezas, para ser exactos. No era otro que el mosquito. ¿He dicho el mosquito? Debería decir “los ejércitos de mosquitos”, pues eran miles y parecían moverse en formación. “A ver si no nos dormimos”, dijo el veterano Richardson haciendo un chiste y preocupándonos aún más. Porque la mosca tse-tsé, a la que aquí denominan oukammba, no es para tomársela a broma. La tse-tsé primero produce sueño, y luego mata. Así, sin más. Tse-tsé es, pues, sinónimo de muerte. Por fortuna, la mayoría nos habíamos untado bien la cara y el cuello con grasa de león. Los nativos aseguran que no hay repelente mejor».
A continuación pasó a describir el desarrollo de los hechos en la cima de Samanga. Antes de la ceremonia religiosa, Lalande Biran había ordenado encender fogatas con ramas y lianas verdes para que el humo ahuyentara los mosquitos, las hormigas rojas y los cientos de insectos que pululaban por allí.
«Cuando el humo se hizo más ligero la ceremonia llegó a su culmen. “Credo in unum Deum!”, exclamó el obispo, y todas las bocas se sumaron a la oración. Tanto los oficiales y los askaris de la Force Publique como los bellos jóvenes yangambianos unieron sus voces para que la oración se impusiera y se difundiera, llevada por la fe, llevada por el aire, a todo el Alto Congo. Los hechiceros, las brujas y los curanderos de la selva recibieron claramente nuestro mensaje: ¡Esta selva sólo tiene un rey! ¡Esta selva sólo tiene un Dios! Credo in unum Deum!…».
Lassalle levantó la cabeza. Chrysostome no se encontraba junto a los jugadores de cartas, sino sentado en la popa del barco. Estaba tomando el sol con la cabeza echada hacia atrás. Las medallas le brillaban en el pecho.
Lassalle anotó en el cuaderno varias de sus frases guía para la crónica: «La escultura de la Virgen queda instalada», «El obispo bendice el río y la selva», «Bautizo de los jóvenes de Yangambi», «Palabras de Lalande Biran en homenaje al explorador Henry Morton Stanley», «Sorpresa: Richardson pide ser bautizado». «Al final repetir el comienzo: la metáfora más hermosa, etcétera».
Se dirigió a la popa del barco y Lalande Biran le hizo un gesto para que fuera a sentarse con él y con el obispo. Él señaló a Chrysostome, queriendo indicar que iba a entrevistarle. Tras excusarse ante el obispo, Lalande Biran fue hasta él.
—Tendrá que ayudarme, capitán. Vamos a ver si este chico nos cuenta algo —le dijo Lassalle, aunque sólo con la boca. Hubiese preferido realizar la entrevista a solas.
Chrysostome se puso en pie cuando los vio acercarse. Lalande Biran le comunicó su propósito.
—¿Por qué no le cuenta lo del día que cazó el rinoceronte? Podríamos empezar por ahí. No creo que los lectores de Le Soir se imaginen cómo embiste un rinoceronte cuando está herido —dijo.
—No fue tan difícil, la verdad sea dicha —dijo Chrysostome sin inmutarse.
—¿No? —se sorprendió Lassalle.
—No.
—He oído decir lo contrario. Que cuando un rinoceronte se enfada es capaz de sacar las tripas a todos los soldados de una compañía antes de que las balas hagan mella en él.
—La verdad sea dicha, lo que más me costó fue arrancarle el cuerno y cargar con él hasta Yangambi —dijo Chrysostome.
—Lo tengo en la Casa de Gobierno —intervino Lalande Biran—. Pienso llevármelo a Europa, y ponerlo en mi casa.
La cinta azul y la cadena de oro resaltaban en el pecho de Chrysostome. La cadena de plata del reloj asomaba en el borde del bolsillo del pantalón.
—Se lo dio el capitán a cambio del cuerno del rinoceronte, ¿no es así? —preguntó Lassalle.
Chrysostome movió la cabeza afirmativamente. No hizo ademán de sacar el reloj para enseñárselo.
—Me gustaría preguntarle ahora sobre la cinta azul —dijo Lassalle, trazando una raya en el cuaderno. No tenía nada que apuntar—. ¿Desde cuándo la tiene? ¿Por qué la lleva? ¿Se siente más seguro con ella al cuello? ¿A salvo de los peligros de la selva?
—Más seguro, no —respondió Chrysostome, sacando tres cartuchos de un bolsillo del pantalón—. Esto es lo que me hace sentir más seguro. A más cartuchos, mayor seguridad.
—La cinta azul se la dio el párroco de Britancourt. Britancourt es su pueblo natal —intervino de nuevo Lalande Biran—. Hace unos meses me acompañó a cazar elefantes, y me contó algunas cosas de su vida. Sus años en Britancourt fueron de una importancia crucial para él.
—¿Es bonito Britancourt? —preguntó Lassalle.
—Para mí sí.
El carácter de Chrysostome y el del paisaje que se divisaba desde el Roi du Congo estaban en consonancia. Su modo de hablar era tan inexpresivo como el ruido de la pala del vapor. «Stupide?». A Lassalle le vino el calificativo a la cabeza, y al instante, como si le hubiera leído el pensamiento, se encontró con la mirada de Chrysostome. Era dura, daba miedo. Se tragó el calificativo, y en su lugar vio claramente el título del retrato que le iba a dedicar: «L'énigme de Chrysostome Liège», «El enigma de Chrysostome Liège».
El vapor redujo su velocidad. Lalande Biran se puso alerta.
—No sé qué está pasando —dijo, asomándose a la borda. Enseguida, lanzó una exclamación de sorpresa—. Pero ¡si es Livo! ¡Qué hace aquí este sirviente!
Al acercarse a la borda, Lassalle vio un hombrecillo de piel muy negra en la orilla. Llevaba un palo en la espalda del que colgaban tres cestas. Lo reconoció cuando se paró el barco. Era el encargado del comedor del Club Royal. No pudo evitar una sonrisa. El tal Livo era más pequeño que él. Incluso más pequeño que Toisonet. Lalande Biran podría llevárselo a su amigo el duque y ofrecérselo como valet. Además, había oído decir que era un hombre inteligente.
Todos los pasajeros se habían acercado al costado, y el timonel les gritó para que volvieran a su sitio porque el barco se estaba inclinando demasiado. Una a una, Livo le pasó las tres cestas de junco trenzado a un askari. Luego, con dificultad, subió a bordo.
Chrysostome se había encaramado al tejadillo del vapor y vigilaba con el Albini-Braendlin en las manos.
—¿Ves algo? —le preguntó Richardson desde abajo.
Chrysostome escudriñaba la selva. Negó con la cabeza. Richardson se dirigió al periodista.
—Puede tratarse de una trampa de los rebeldes.
El vapor volvió a ponerse en marcha. Chrysostome se bajó del tejadillo.
—Como sabe, estoy escribiendo la crónica de este viaje —le dijo Lassalle a Richardson. Había abandonado la idea de entrevistar a Chrysostome—. Por supuesto, hablaré de su bautizo. ¿Por qué esa decisión de abandonar el protestantismo y convertirse al catolicismo? ¿Por qué ahora, y no antes? Ha tenido años para bautizarse. Es usted un veterano.
Richardson se echó a reír, y se llevó al periodista a donde nadie pudiera oírlos.
—Se lo diré, pero no se puede contar. Conoce a Lopes, ¿verdad? Ese oficial joven, el que estuvo en Angola. No sé si se ha dado cuenta de lo bromista que es. Siempre está gastando bromas. Pues resulta que allí arriba, cuando estábamos oyendo misa, se ha puesto detrás de mí. Y al animar el obispo a los que aún estaban sin bautizar a dar un paso al frente, me ha empujado y me ha hecho dar no uno sino dos pasos. He visto que el obispo me miraba sonriente, y ¿qué iba a hacer? ¿Retroceder? ¿Darle un disgusto?
Richardson se rió de nuevo, con el índice levantado.
—Que no salga de aquí.
Lalande Biran se encontraba en la proa, a solas con Livo, y el instinto periodístico empujó a Lassalle hasta ellos. Los dos hombres interrumpieron su conversación cuando lo vieron acercarse.
—El caso de Livo se merece sin duda unas líneas —le dijo Lalande Biran—. A veces le parece que lleva una luminosidad o un vaho alrededor. No como el de la chimenea de este barco, que es siempre blanco, sino de muchos colores. Su oimbé adopta un color u otro dependiendo de su humor. Lo llaman así, oimbé.
—Qué interesante.
No era mentira, porque como periodista le interesaba todo. Pero sabía que lo importante era lo otro, lo que callaban.
—Ferdinand, Livo y yo tenemos un asunto que tratar —le dijo Lalande Biran, confirmando sus sospechas—. Pronto estaremos en Yangambi y, si lo desea, podrá hacerle preguntas sobre el vaho luminoso.
—Muy bien. Le haré una pequeña entrevista, Livo. Si no le importa.
Livo tenía arañazos en la cara y su mirada era esquiva. A él le pareció que ni siquiera lo veía, como si entre ambos se hubiera interpuesto el oimbé al que se había referido Lalande Biran. No hubo ninguna respuesta por su parte.
—Livo tiene un problema en la familia. Por eso está tan abatido —le explicó Lalande Biran—. Los twa son así. Si algo les preocupa se les cae el ánimo. Ha venido a pedirme consejo.
Por primera vez desde su llegada, Lassalle tuvo ganas de alargar su estancia en el Congo. Su olfato periodístico le anunciaba que allí había algo sustancioso. Lo que iba escribiendo no estaba mal, y no le cabía duda de que a los lectores europeos sus artículos les resultarían entretenidos; pero le faltaba el grano de sal, la historia que pasaría de la hoja del periódico a las conversaciones de sobremesa. En su reportaje sobre la Légion Étrangère, esa función la había desempeñado la historia del «soldado bien dotado» que tenía cuatro testículos en el órgano masculino. Fue, sin duda, el grano de sal que le permitió hacerse con el premio.
—Me gustaría hacerle la entrevista en el Club Royal —le dijo a Livo.
—Será mejor que se lo cuente yo, Ferdinand —dijo Lalande Biran—. Ya ve que nuestro hombre no está en su mejor momento. Se lo contaré esta noche durante la cena, si quiere.
—O cualquier otro día. He decidido quedarme más tiempo en Yangambi. Me marcharé en el vapor de la semana próxima.
Se extrañó un poco de lo que acababa de decir. Pero estaba dicho.
—Si a usted no le importa —añadió.
Los ojos d'or et d'azur del capitán adquirieron una intensidad especial.
—Hace usted bien —dijo.
Lassalle se despidió con una discreta reverencia, y volvió a popa. Se acomodó donde había estado recostado Chrysostome. Ya no había sol. Gruesos nubarrones cubrían la mayor parte del cielo.
«La metáfora más hermosa nos la brindó la imagen de la Virgen», leyó en el cuaderno. Luego repasó las notas y tachó la que decía «Sorpresa: Richardson pide ser bautizado».
Las palabras salían ahora fácilmente de su lápiz, por lo que calculó que acabaría la descripción de la ceremonia de Samanga antes de llegar a Yangambi; pero el barco empezó a moverse más, y al levantar los ojos se dio cuenta de que se encontraban ya en la confluencia con el Lomani, iniciando las maniobras para acercarse a la orilla.
El Roi du Congo dejó la corriente principal y, pasando por entre dos islotes, avanzó en dirección al Club Royal y viró hacia el embarcadero. En la playa esperaban unos diez askaris. Algunos de ellos levantaron los rifles en señal de saludo.
Lalande Biran esperó al obispo para bajar los dos juntos, y tras ellos desembarcaron de uno en uno todos los demás miembros de la expedición. La playa se llenó de gente, como siempre que llegaba un barco. Pero aquella vez la excitación fue algo menor. Los oficiales, los askaris, los jóvenes nativos recién bautizados, todos parecían agotados. Además, el Roi du Congo no traía como otras veces cajas de galletas o salami, y mucho menos bebidas alcohólicas. Su cargamento era, por decirlo así, espiritual. Habían logrado poner la Virgen en su sitio.
Livo fue de los primeros en bajar. Puso los pies en tierra con la ayuda de un askari y echó a andar muy despacio hacia el Club Royal, como si casi no le quedaran fuerzas para caminar. En la espalda, colgadas de un palo, llevaba tres cestas de junco.
El último en bajar fue Chrysostome. Agarrando el rifle con una mano, dio un salto limpio y bajó del barco sin mojarse las botas.
L'énigme de Chrysostome Liège. Efectivamente, había algo raro. ¿Cómo era posible que un joven tan vigoroso fuera, según todo el mundo, tan virgen como la imagen que habían dejado en Samanga? Se le ocurrió un buen comienzo para el artículo: «Es como un guepardo, pero va por el mundo con la timidez de un erizo». No estaba mal para empezar. Pero, como en todos los casos enigmáticos, lo más importante era el final.