XIX

La selva siempre era oscura, pero Livo sabía que las tinieblas que le rodeaban se debían a su oimbé y también, seguramente, a que se encontraba a las puertas de la muerte. Rondaba los sesenta años; había formado parte de numerosas expediciones; se había enfrentado, en la etapa de Yangambi y en otras anteriores, a graves amenazas; pero su oimbé nunca se había ennegrecido tanto. Tumbado en el suelo, quiso acurrucarse, pero le fue imposible. Podía subir las rodillas hacia la barbilla, pero no podía bajar la cabeza. El menor movimiento le producía un enorme dolor.

Se quedó dormido, pasó el tiempo. Cuando despertó, incluso antes de abrir los ojos, supo que seguía vivo. Los monos —¡los monos de siempre! ¡Los incansables monos!— gritaban en la selva; los pájaros —¡los pájaros maravillosos! ¡Los pájaros que sabían hacer música!— no paraban de cantar. Algunos de ellos justo encima de él.

Al abrir los ojos notó el color del oimbé algo cambiado. Ya no era negro, sino violeta. Violeta oscuro. Sentía un gran pesar. El inmundo Perro Cuellilargo, el que siempre metía la pata, el que ni siquiera era capaz de hacerse cargo del almacén del Club Royal, el oficial más torpe y holgazán de la Force Publique, había dado con el buen camino. El Mono Borracho se encontraría ya en la paillote de Bamu.

Despacio, se llevó una mano al cuello. Al tocarlo le dolía mucho, pero no creía que tuviera nada roto. Logró ponerse en pie haciendo fuerza con los brazos. A través del oimbé violeta observó miles de pequeñas hojas de color verde vivo. No eran tan corrientes en aquella zona. Por eso llamaron la atención del Perro Cuellilargo. Por eso reconoció el lugar.

Como si le hubiera llamado con el pensamiento, el Perro Cuellilargo apareció detrás de las hojitas verdes. Venía corriendo, agachándose para no chocar con las ramas, y pasó por su lado sin siquiera mirarle. Un poco después vio al Mono Borracho. Venía más despacio, y tropezó al pasar por delante de él.

—¡Hay que esconder a esa chica donde sea! —dijo sin detenerse. Lo vio alejarse al otro lado del oimbé rojo con la pistola en su sitio, pero con toda la ropa desordenada. Livo le escupió, y vio su saliva encima de una piedra. Era doblemente roja: por el color de su oimbé y por la sangre. Se llevó nuevamente la mano al cuello, y lo presionó con más fuerza que antes. Le volvió a doler. Probó a decir algo.

—¡Lulago! —musitó. Era el nombre de su hija, y salió de sus labios con claridad—. ¡Lulago! —volvió a probar más fuerte. No tenía ninguna traba en la garganta. Eso le tranquilizó, y su oimbé, sin perder del todo la tonalidad violeta, se hizo más transparente. Se puso en pie y caminó hacia el sendero.

No había recorrido cien pasos cuando divisó el mugini. No se veía a nadie, y parecía tan abandonado como el que habían dejado atrás. Buscando algo que se moviera, sus ojos avistaron un pájaro de color rojo y gris en la techumbre de la choza. Era un loro, un muk.

No estaba en su sitio, en la jaula de madera con la puerta abierta que colgaba en la entrada de la paillote. Al acercarse, el loro dio unos pasitos, nervioso. Cada vez más alterado por la presencia de Livo, al final se puso a gritar:

—¡Bamu! ¡Bamu! ¡Bamu!

Livo entró en la paillote. El cuerpo de la muchacha yacía en el suelo. Le había crecido un poco el pelo, y se le formaban ondas en torno a las orejas. Tenía los lóbulos ensangrentados.

—¡Bamu! ¡Bamu! ¡Bamu! —llamó el loro desde el otro lado de la techumbre.

Livo se arrodilló junto a la muchacha y le cerró los ojos.

Se alejó del mugini a tropezones. Una hora después se encontraba con su hija.

Lulago no era capaz de distinguir el oimbé de su padre, pero tampoco le hizo falta al verle entrar en la choza. Se encontraba mal. Mal de aspecto, para empezar, como si se hubiera echado encima diez o quince años de golpe. Tenía ojeras, había adelgazado, su cuello estaba hinchado y lleno de moratones. Pero por dentro su estado era aún peor. A Lulago le bastaba fijarse en la forma de mirar de su padre para ver su interior. Estaba muy oscuro. Su padre se sentía al final de su vida.

Livo fue a sentarse al pie de un ocume, y Lulago le dejó tabaco al lado. Pronto apareció un grupo de niños, porque alguien había visto llegar al «anciano que trabaja para los blancos», y querían galletas; pero Lulago no les dejó que se acercaran. Se sentó a la puerta de su choza y estuvo vigilándolo mientras cosía.

Bajo el árbol, su padre parecía un saco que alguien hubiera abandonado allí. No se movía, no la llamaba. Esperó pacientemente, y cuando terminó de coser empezó a preparar el pan de mandioca para la cena. Por fin, cuando se extendieron las primeras sombras del atardecer y el silencio se apoderó de la selva —hora de dormir para los monos, hora de dormir para los pájaros—, atisbo un rastro de humo bajo el ocume. Su padre estaba fumando. Poco a poco, volvía a su ser.

Livo seguía con la vista el humo del tabaco, sus pensamientos se organizaban en torno a él: adonde ir, por dónde, para cuándo. Decidió que tenía que pasar primero por la aldea twa de la orilla del Lomani para hablar con Kadissa, la curandera que cuidaba a su gente desde muchos años atrás; luego seguiría adelante hasta un tramo estrecho del río, donde esperaría hasta que el Roi du Congo regresara de su misión en Samanga. Tenía que hablar con el capitán Lalande Biran antes de que el vapor llegara a Yangambi.

Kadissa no era de la raza twa, sino alta y fuerte como Bamu, con aspecto de batusi. Tenía muchos años, y lo que no podía Lulago, lo que no podía nadie, ella lo hacía sin esfuerzo. Era capaz de ver el oimbé de cualquiera. No sólo era la mejor curandera de aquella región de la selva, sino asimismo la verdadera jefa del pueblo twa de la zona del Lomani. Cazadores, guerreros, todos acudían a pedirle consejo.

Al ver a Livo, cogió un ungüento y le frotó el cuello.

—Esto se te pasará —le dijo—. Pero lo demás, no lo sé. Te veo abatido, oscuro, inquieto, asustado, con deseos de venganza. Sé que eres un hombre de espíritu fuerte, pero son demasiadas cosas a la vez.

Livo se sentó en el suelo, con los pies cruzados. En aquel momento él era un niño, y la mujer que tenía delante, Kadissa, casi dos veces más grande que él, vestida toda de amarillo, era la Madre.

—No te he traído nada. Ni siquiera galletas —dijo Livo.

—Kadissa sabe vivir sin dulces —respondió la Madre.

—Vengo a pedirte algo —dijo Livo. El ungüento le daba calor en el cuello.

—¿Qué ha pasado?

—Todos esos blancos tienen la costumbre de robar mujeres de la selva y gozar con ellas —explicó Livo—. Algunos, como el capitán Lalande Biran, sólo las quieren jóvenes. Pero a la mayoría, al teniente Van Thiegel y a otros como él, les da lo mismo una que otra…

Ante la Madre, Livo abrió su corazón como se abre un pañuelo. Su abatimiento, su oscuridad, su inquietud, su miedo, su deseo de venganza se desplegaron ante ella. Kadissa cogió el pañuelo y, por decirlo con una metáfora, se lo guardó en el pecho. Entonces se levantó y se dirigió sin decir palabra al huerto que había junto a su choza, con Livo siguiéndole los pasos.

Tres cestas de junco trenzado ocupaban un hoyo abierto en la tierra, detrás de unas cañas. Kadissa levantó las tapas para que Livo mirara dentro. Había una mamba en cada una de ellas.

—Esta, la más grande, para el Mono Borracho; esta otra, para el Perro Cuellilargo; ésta, la más joven, para el capitán. Su agonía será más larga, pues tiene el veneno más débil. Pero así debe ser. El capitán es el máximo responsable de Yangambi. Debería haberlo impedido. Que sufra.

Las serpientes se enroscaban sin parar.

—Están hambrientas, y con todo el veneno dentro —añadió Kadissa—. En este momento serían capaces de acometer a un león.

Kadissa le mostró una tenaza hecha con dos palos con la que podría manipular las serpientes sin ningún peligro. Livo le dijo que no le hacía falta, que tenía unas tenazas iguales en Yangambi.

—Al Perro Cuellilargo se la tiraré encima mientras duerme en el almacén del club. Al capitán se la meteré en la cama. Al Mono Borracho, ya veré dónde se la pongo.

—¿Tenéis ratones allí?

—Hay montones en los almacenes y en los graneros.

—De vez en cuando mete unos cuantos en las cestas. Las serpientes tienen que estar hambrientas, pero no muertas de hambre.

—Tengo que irme, Madre.

—Pues vete.

Kadissa pasó un palo por el asa de cada una de las cestas para que pudiera transportarlas fácilmente.

No se podía cruzar a la otra orilla en aquel tramo del Lomani debido a la fuerza de la corriente, y Livo siguió hacia arriba, hasta la siguiente aldea twa.

—Me hubiera gustado traeros unas galletas —les dijo a unos muchachos que estaban junto a una canoa—. Pero como no he podido, os las mandaré con mi hija Lulago. Tengo que pasar a la otra orilla.

—¿Qué comida llevas en esas cestas? —preguntó uno de los muchachos.

—No llevo comida. Llevo la muerte —dijo Livo.

—¿Eres un rebelde? —volvió a preguntar el muchacho.

—No.

—¿Cómo sabemos que mandarás galletas?

—Se lo he prometido a Kadissa.

Todos sonrieron, y empezaron a empujar la canoa.

Las cestas que llevaban la muerte no pesaban mucho, y una vez alcanzada la orilla opuesta Livo no encontró más obstáculos en su camino. Al atardecer ya había llegado al tramo de río que buscaba. Allí pasó la noche.

A la mañana siguiente, se despertó y examinó su oimbé. Nunca se le había mostrado así, negro y al mismo tiempo brillante. En cualquier caso, no le impedía pensar con claridad.

Levantó las tapas de las cestas y miró a las serpientes. Estaban inquietas, levantaban la cabeza, sacaban y metían la lengua intentando captar los olores de aquel lugar nuevo para ellas. Se preguntó cómo actuar para que todo saliera bien. Recordó que un día el Perro Cuellilargo le hizo beber una gota de coñac a un ratón que había atrapado en el almacén del Club Royal, y que el pequeño animal quedó completamente atontado. Quizás no fuera mala idea dejar un ratón borracho sobre los cuerpos de los tres hombres condenados por Kadissa mientras dormían, al tiempo que soltaba las mambas dentro del mosquitero. Las serpientes olerían al ratón, e irían a por él. Al sentir algo, los condenados empezarían a moverse, y entonces la mamba les mordería.

—Yo también tengo hambre —les dijo a las serpientes—. Pero ya comeremos cuando lleguemos. Os daré unos trozos de salami.

Caminó hasta la orilla llevando los tres cestos colgando del palo, y se quedó allí sentado a la espera del Roi du Congo.