XVIII

La canoa estuvo a punto de volcar cuando Van Thiegel dio un salto en la misma proa y, al caer con todo su peso, sus pies fueron a dar en una de las planchas laterales; pero, reaccionando con un nuevo salto, ganó la posición central, donde remaban Livo y Donatien, y la canoa recuperó el equilibrio y pudo seguir su curso.

Van Thiegel se irguió al tiempo que se golpeaba el pecho con los puños.

—¡Madelaine, tu mono ya está aquí! —chilló. Cuando bajó a tierra y alcanzó el sendero, extendió los brazos hacia la selva—. ¡Madelaine! ¡Madelaine! ¡Madelaine!

Volvieron a oír el tam-tam, ahora con más claridad. Los palos golpeaban ininterrumpidamente el cuero de los tambores. Van Thiegel se detuvo. ¿En qué dirección sonaba? Se había puesto las manos detrás de las orejas para oír mejor.

Creyó adivinar de dónde procedía la llamada y, dejando el sendero, se internó en la maleza. Caminaba con determinación; cuando se encontraba con un árbol caído lo salvaba de un salto.

—¡Mi teniente! ¡No es por aquí! —le advirtió Donatien. «Montenantnéspouci».

Livo se ayudaba de un palo que había cogido del suelo, y pegó con él a Donatien en el muslo, sin contemplaciones. Donatien le miró sorprendido. Pero ¡si tenía razón! Lo recordaba bien. El día de su encuentro con la chica alta, ella había huido en dirección a la zona donde se encontraban los mugini más grandes. El teniente no tenía que haber abandonado el sendero. De seguir en aquella dirección acabarían en el mugini donde sonaban los tambores, y se encontrarían con un funeral, no con la chica.

Livo se llevó un dedo a los labios indicándole que se callara. Donatien obedeció, aunque a disgusto. Siempre era así con aquel viejo twa. En cuanto se veía en la selva se volvía arrogante y adoptaba las maneras de un jefe. Ya no parecía el sirviente del Club Royal. El tam-tam sonaba cada vez más fuerte.

—¡Madelaine! ¡Madelaine! ¡Madelaine! —gritó Van Thiegel.

Livo notaba una luminosidad azulada en el contorno de su cuerpo, y con aquel oimbé los pensamientos se le presentaban con precisión. Debía dejar que el Mono Borracho siguiera caminando en dirección al tam-tam, y luego, cuando se diera cuenta de su error, guiarlo de un lado a otro de la selva hasta que le fallaran las piernas o se le pasara la borrachera.

Imaginó el itinerario con todo detalle. El mugini de la muchacha llamada Bamu no quedaba muy lejos del de su hija. Guiaría al Mono Borracho lejos de allí, procurando evitar los encuentros fortuitos. Por desgracia, no podían quitarse de encima a Donatien. El Perro Cuellilargo quería dar con la muchacha a toda costa. No se daba cuenta de las consecuencias.

El tam-tam se calló.

—¡Madelaine! ¡Madelaine! ¡Madelaine! —gritó Van Thiegel. El bullicio de los monos fue esta vez enorme. Una bandada de pájaros se asustó y salió volando.

—¡Ahí es! —le indicó Livo mostrándole un grupo de chozas. Tal como había previsto, allí no había nadie. Los asistentes al funeral habían huido. Se sentó en un tronco. No tenía prisa.

Van Thiegel se movía nervioso de una choza a otra, mientras Donatien le seguía por detrás. Cuando hubo inspeccionado la quinta o la sexta, los dos caminaron hacia donde humeaba un fuego. Un poco más allá, caído de costado, yacía el difunto. Sus allegados habían intentado llevárselo con ellos, pero por falta de tiempo o por alguna otra razón, no habían podido hacerlo.

El Mono Borracho se enfadó al ver el cadáver y se puso a darle patadas. El Perro Cuellilargo se acercó y le dijo algo. Que no habían venido en la buena dirección, seguramente.

Livo observó que ninguno de los dos llevaba rifle. Con las prisas por dar con la muchacha los habían dejado en el club. Tampoco habían cogido los látigos. Pero sí pistolas.

Súbitamente, el halo —el oimbé— que rodeaba su cuerpo cambió de color, pasando del azul al rojo. El Mono Borracho venía derecho hacia él. La funda de pistola que llevaba atada al cinturón le saltaba sobre el muslo a cada paso. De su abertura asomaba el cañón alargado de una Luger.

—¡Me has engañado, maldito pigmeo! —gritó. «Tu m'as trompé, sale pygmée

Livo llevaba ocho años en Yangambi, cinco de ellos como encargado del Club Royal. Conocía bien al Mono Borracho. Pero aun así estaba sorprendido. Sólo en una cabeza como la suya cabía la idea de que el tam-tam había estado sonando justamente para él, sin más objetivo que el de facilitarle el encuentro con Bamu. ¿Cómo podía creer algo así, incluso bajo el efecto de diez licores diferentes? Ahora pretendía echarle la culpa de no haberla encontrado. Y él no podía contestarle con la verdad, mucho menos en aquel instante. El Mono Borracho tenía ya la mano levantada para golpearle.

—La suelen ocultar. Para ellos es la princesa de la selva —dijo rápidamente. Tuvo la impresión de que hablaba desde dentro de una nube roja.

—¡A ver si ese marica va a ser mejor que yo! —bramó el Mono Borracho. Los ojos de Livo se encontraron con los suyos. Era un mono, sin duda, pero con los ojos de una mamba.

—Por eso le permiten estar con Chrysostome —prosiguió Livo—. Porque la muchacha no corre peligro con él y hasta cierto punto la protege. Pero el resto del tiempo la tienen escondida. Dicen que no pasa dos noches seguidas en el mismo mugini.

Aquellas explicaciones dieron que pensar al Mono Borracho. Las manos, la que había levantado para golpear y la otra, las tenía ahora en la cabeza. Intentaba concentrarse.

—Si la encuentras te daré diez paquetes de galletas —dijo al fin.

—¿Y un salami? —preguntó él. A causa del oimbé rojo, no era completamente dueño de sí, y sufría mucho.

Se sentía entre la espada y la pared, asustado por lo que le estaba pasando. Le parecía que si se negaba a conducir al Mono Borracho hasta la muchacha Bamu, lo mataría; de un tiro de pistola, en el mejor de los casos. Pero por otra parte, se imaginaba a Chrysostome con su expresión severa y su rifle Albini-Braendlin en las manos. Si le pasaba algo a la muchacha, los tres podían darse por muertos. No habría perdón para el Mono Borracho, pero tampoco les perdonaría a ellos. Les consideraría cómplices, y les metería sendas balas en la frente.

Vio por el rabillo del ojo a Donatien. Continuaba junto al cadáver, dando vueltas alrededor.

Vislumbró una salida, o la sombra de una salida. La situación del Perro Cuellilargo era distinta. No se encontraba entre la espada y la pared. En realidad, en su caso no había pared, porque el Mono Borracho no le había pedido nada y no lo castigaría por no encontrar a Bamu. La espada, sin embargo, pendía sobre él. Chrysostome no le tenía simpatía. Al contrario. Lo despreciaba; le llamaba sarnoso a la cara.

El Mono Borracho estaba sentado en un tronco, atándose una bota. No acertaba a anudar el lazo.

Donatien se acercó a ellos. Señaló el cadáver.

—No le he visto ningún agujero. Habrá muerto de alguna enfermedad —dijo.

—Se ha extendido una enfermedad en la selva, es verdad —dijo Livo. Pensó que no hubiera estado mal echar mano de aquella mentira desde el principio y contar que Bamu estaba agonizante, pero era demasiado tarde para ello. Además, al Mono Borracho no le hubiera importado.

—¿Es contagiosa? —preguntó Donatien.

Livo no se atrevió a decir que sí.

—No lo sé —respondió.

—¡Átame esta bota! —dijo el Mono Borracho.

Donatien obedeció de inmediato. Tenía los dedos torpes, pero consiguió anudar el lazo.

—Si la enfermedad es contagiosa, mala noticia para nuestro capitán. Y para Chrysostome también. No les gustan nada las enfermedades —dijo a continuación, sentándose junto a Livo.

—El capitán y Chrysostome pronto estarán aquí —comentó Livo, dándole un golpecito con el codo—. Dos días más, tres como mucho, y los tendremos entre nosotros.

Donatien se giró hacia él. Captó de pronto el sentido del comentario y el miedo apareció en sus ojos. Acababa de darse cuenta de las consecuencias de lo que estaban haciendo.

—¡Vamos por la princesa! —gritó el Mono Borracho.

—Será difícil encontrarla —dijo Livo.

Tras el intervalo rojo, su oimbé había recuperado la tonalidad azul, y los pensamientos le llegaban con claridad.

—Eso ya lo has dicho antes. Pensaba que eras mejor guía.

Livo señaló un sendero bastante ancho que partía del otro lado del mugini.

—Es por ahí.

El Mono Borracho se quedó pensativo unos instantes.

—No, volveremos hasta donde hemos dejado la canoa y empezaremos la búsqueda otra vez —dijo, con inesperada sensatez—. Donatien, ¿no decías eso? ¿Que nos estábamos desviando?

—Sí, mi teniente —dijo el Perro Cuellilargo con poca convicción.

Antes incluso de oír la respuesta, el Mono Borracho estaba ya desandando el camino. Llevaba muchos años en Yangambi, y no se movía mal entre los árboles y la maleza. Y no era estúpido. Iba derecho al lugar donde habían amarrado la canoa. No daba saltos, ni tampoco gritaba; pero aún le sobraban fuerzas. Aguantaría sin desfallecer varias horas más de búsqueda. Unas manchas rojas afloraron en el oimbé azul de Livo.

Algún pájaro grande silbó. Pero Livo no oyó nada. Buscaba en su cabeza algo que le indicara qué pasos dar, qué riesgos tomar y cuáles evitar. Llegó a la misma conclusión a la que había llegado poco antes. Era mejor apostar por Chrysostome. Además, salvaría a la muchacha Bamu. No era de los twa, pero su tribu colaboraba con ellos.

El ruido del río era ya audible. Estaban llegando al punto del que habían partido. Aminoró el paso y esperó hasta que Donatien estuvo a su altura.

—Estás muerto —le dijo—. ¿Qué te crees que hará Chrysostome, el mejor tirador del Congo, cuando se entere de todo esto?

La nuez subió y bajó en el cuello de Donatien.

—Nosotros no haremos nada malo. Toda la culpa será de Cocó.

—Te equivocas. Chrysostome derribará a tres hombres con su rifle. Primero a Van Thiegel, luego a ti y a mí.

Donatien empezó a toser. Deseaba decir algo, pero no le salía ninguna palabra.

El Mono Borracho se detuvo.

—¡Llevad al príncipe hasta la princesa!

Fue una orden.

Por decirlo con una metáfora universal, se había abierto la caja de los truenos en la cabeza de Donatien. Al oír las palabras de Livo, todos sus hermanos se habían puesto a vocear y a decirle lo que tenía que hacer. Todos querían dar su opinión, todos querían aconsejarle. El que veía el asunto con más claridad era su hermano asesino. Tenía que ayudar al teniente Van Thiegel a lograr su objetivo, y cuando se tumbara sobre la chica debía matar a los dos golpeándoles la cabeza con una piedra, y recuperar los pendientes de esmeraldas. El riesgo era mínimo, porque un hombre con los pantalones bajados y tirado sobre una mujer se encontraba prácticamente indefenso, aun tratándose de un forzudo como Van Thiegel. A decir verdad el procedimiento tenía sus inconvenientes, por la sangre de las heridas y demás. Pero a la hora de echar la culpa a los nativos la piedra era el arma ideal. ¿Quién le creería si usaba la pistola? Los nativos no sabían manejarlas. «Demasiado difícil —se opuso el hermano listo—. Demasiado difícil para Donatien. Yo en su lugar me olvidaría de los pendientes y me volvería tranquilamente a Yangambi». Intervino una de las hermanas: «Si Chrysostome va a acabar vengándose de todos, ¿qué más da?». «No lo entiendes —contestó el hermano listo—. Se trata de tener o no una oportunidad. Si vuelve con las esmeraldas en el bolsillo, no la tendrá». Otra hermana levantó la voz indignada: «¿Qué respeto se merece alguien que no es capaz de conservar unas esmeraldas? Esas esmeraldas son nuestras, y no de esa negra. No tiene ningún derecho».

—Tampoco es por aquí. Me he vuelto a equivocar, teniente —oyó. Pero no era ninguno de sus hermanos, sino Livo.

—¡Lo haces a propósito, pigmeo! —gritó Van Thiegel. «Tu le fais exprés, pygmée!» Lo agarró del cuello con las dos manos y lo levantó en el aire.

Livo intentó decir algo, pero no podía respirar.

Donatien se fijó en los árboles y en la maleza de los alrededores, y cayó en la cuenta de que era el lugar donde se había perdido la vez anterior. Allá estaban las pequeñas hojas redondas y verdes que, en la penumbra de la selva, él había confundido con las esmeraldas. Igual que entonces, una bandada de pájaros pasó volando por encima. Un mono gritó muy cerca.

Donatien vio una senda. «Es la que conduce al mugini de la chica», oyó dentro de él. Era su hermano listo. «¡No sé qué hacer!», exclamó él, y en el mismo instante su hermano homosexual, el primer dueño de los pendientes, le habló con voz de ultratumba: «Deja los pendientes en paz. No son tuyos, ni de nadie de mi asquerosa familia. Prefiero mil veces que sea la chica la que se quede con ellos, y no una de mis hermanas o la tarada que acepte ser tu mujer». «Si eres capaz de tragar con eso es que eres una mierda», le reprocharon a coro unos diez o doce hermanos.

Tirado en el suelo, Livo estaba tosiendo. Van Thiegel le daba patadas.

—¡Mi teniente! Creo que ya sé dónde vive la chica —exclamó Donatien.

«Alea jacta est», oyó dentro de él. No fue la voz de uno de sus hermanos, sino la de Lalande Biran. El capitán solía repetir mucho aquellas palabras. Decía que era una de las frases favoritas de Napoleón.

Van Thiegel ya había echado a andar por el sendero, y Donatien corrió tras él.