Por una vez, el Roi du Congo no hizo su última escala en Yangambi, sino que continuó río arriba, rumbo al islote de Samanga, llevando a bordo treinta askaris de fez rojo, diez jóvenes nativos que habían escogido ser bautizados, diez gastadores, quince oficiales, un obispo, tres curas y al periodista Ferdinand Lassalle. Antes de partir, en el momento en que el vapor se separaba de la plataforma, Lalande Biran y Van Thiegel se saludaron militarmente, y la cámara Kodak captó el instante: dos hombres blancos, con atuendo militar, uno de espaldas, con su Albini-Braendlin al hombro —el teniente Van Thiegel—, y el otro —el capitán Lalande Biran— de frente, la bandera de la Force Publique ondeando tras él, y bajo la bandera la cabeza de la Virgen, los ojos hacia el cielo, la frente limpia.
Nada más hacer la foto, Lassalle apuntó en su cuaderno el pie que acompañaría a la imagen. Se trataba del supuesto diálogo entre los dos hombres:
—Mantenga el orden mientras estoy ausente, teniente.
—Y usted cuide de la Virgen, y que su protección le permita volver sano y salvo, capitán.
Lassalle garabateó tres o cuatro frases más. «Los peligros de la selva, los leones y los rebeldes», decía la primera. La segunda: «El rey Leopoldo ganará el primer duelo. El pie de la Virgen aplastará la cabeza de la serpiente». Su primer artículo se serviría de aquellos motivos.
El Roi du Congo marchó río arriba, despacio pero seguro, y la figura que se había quedado en la playa de Yangambi fue volviéndose más y más pequeña. Lassalle estuvo observándola hasta que se puso en movimiento. Vio que en lugar de dirigirse hacia la Place du Grand Palmier, donde tenía su despacho, se encaminaba directamente hacia el club. ¡El borracho de Van Thiegel! ¡El grosero que le llamaba Petit Livo!
Lalande Biran le había informado de que aquel sujeto pensaba regresar a Europa, lo cual sería, sin duda, un gran beneficio para la Force Publique; en la misma medida en que la marcha de Lalande Biran sería una gran pérdida. Por fortuna, Chrysostome, aquel tirador tan prodigioso, iba a quedarse en el Congo, y todo indicaba que Lalande Biran lo propondría para ser uno de los mandos de Yangambi. ¡Ojalá fuera así! Chrysostome, con su gran devoción por la Virgen María, era sin duda el oficial más religioso de Yangambi. Su segundo artículo versaría sobre él. La foto la tenía ya escogida. En un primer plano, el joven con la cinta azul y la cadena colgándole del cuello y las medallas a la vista; en un segundo plano, la imagen de la Virgen; al fondo, todo el paisaje que se pudiera captar desde la cima del islote de Samanga.
—¡Ojalá os ahoguéis todos! —exclamó Van Thiegel mientras caminaba hacia el club y sus ojos se ennegrecían como los de una serpiente mamba. El viaje al islote no le hacía especial ilusión, pero saltaba a la vista que habían querido quitárselo de encima. Cualquier oficial hubiera podido ostentar el mando provisional durante aquellos días, y mejor que nadie Richardson, por su veteranía y porque todo aquel asunto de la Virgen lo dejaba frío a causa de su educación protestante; pero Lalande Biran había querido castigarlo apartándolo de todos los beneficios que se podían derivar de la expedición. La ambición de Lalande Biran no tenía fondo: deseaba ver sus poemas publicados en Europa, y que su persona estuviera presente en todas las entrevistas y en todas las fotos. En una palabra, deseaba ser rico y famoso a la vez. A él, en cambio, sólo le habían hecho una foto, la que le acababan de sacar en el momento de ponerse en marcha el Roi du Congo, cogiéndole además de espaldas. Y no había derecho, porque al fin y al cabo, él era el oficial de más responsabilidad de Yangambi, el que restablecía el orden, el que se atrevía a internarse en la selva cuando asomaban los rebeldes, el que organizaba el transporte del caucho y la caoba cuando había que hacer un extra por deseo de monsieur X o de Christine. Pero nadie en Europa sabría de sus méritos, y si en la Academia Militar de Bruselas necesitaban de un profesor para impartir unas lecciones sobre temas africanos nadie se acordaría de él. Lo lamentaba sobre todo por su madre, y también por su sueño de hombre enamorado. Sin fotos ni entrevistas en la prensa, Christine no le valoraría debidamente, y a él le costaría mucho más convertirla en su mujer número 200.
Al acercarse al porche del Club Royal vio un grupo de mandriles al lado del almacén, uno de ellos golpeando la puerta. Se oyó un chillido, y cinco o seis del grupo se le quedaron mirando con la boca abierta y los dientes al aire. Van Thiegel soltó una risita, como una tos. ¡Sólo faltaba que los monos le perdieran el respeto! Tal vez conocían las normas del rey Leopoldo acerca de los cartuchos y creían que no les iba a disparar. Lo que ignoraban era que él se tomaba aquello a su manera, y llevaba años maquillando las cifras de los cartuchos. Las de los cartuchos y también todas las demás, especialmente las de la caoba y el marfil.
Uno de los mandriles se subió descaradamente a una mecedora y estuvo a punto de perder el equilibrio. Van Thiegel agarró el Albini-Braendlin que llevaba en la espalda. El mandril que se había subido a la mecedora y el resto del grupo huyeron hacia la selva.
Abrió la puerta del almacén, y observó durante un rato las provisiones que se amontonaban por todas partes. El almacén estaba verdaderamente lleno. Aparte del anisette y de otras bebidas dulces había decenas de cajas de champagne; tampoco faltaban las cajas de Martell y martini. Vio salchichones y salamis colgando del techo, y sobre una tabla, a medio metro del suelo, una hilera de quesos envueltos en redes. Estaba claro que Lalande Biran había hecho un pedido especial antes de la visita de los curas y del periodista. Lo único que faltaba en aquel almacén era la figura de Donatien. Su rincón estaba vacío.
Caminó hacia la parte alta de Yangambi, y al llegar a la plaza se dio cuenta de un detalle en el que no había reparado hasta entonces. Las cintas de colores que Lalande Biran había hecho colgar de lo alto de la palmera no formaban una coupole, sino más bien una demi-coupole. De hecho, sólo se extendían hasta el tejado de la Casa de Gobierno, y no en la otra dirección, hacia su residencia. Así pues, su marginación no había empezado con la llegada del periodista y de los curas, sino que había sido urdida mucho antes.
—¡Ay, Biran! —exclamó.
Siguió caminando hacia el campo de tiro, y al pasar por delante del matadero la cabeza se le dividió en dos. Se acordó del guepardo tal como lo había visto allí, con su orificio de bala al lado del ojo izquierdo, y al mismo tiempo, pero con la imaginación, vio a Christine paseándose por una calle de París con la estola de piel de guepardo al cuello. A estas dos imágenes pronto se les sumaron otras dos. En la primera vio a Chrysostome tal como entró un día en la aldea, con el cuerno de rinoceronte a la espalda. En la segunda, a Christine sentada en un sillón en su casa de la calle Pont Vieux, y detrás de ella, sujeto en la pared, el cuerno de rinoceronte. Sin duda, Lalande Biran le mentiría a Christine y le diría que tanto el guepardo como el rinoceronte los había cazado él. No era un hombre que reconociera fácilmente los méritos ajenos.
—¡Ay, Biran! —exclamó por segunda vez.
A los casi setecientos caucheros reunidos en el campo de tiro los encontró especialmente mansos, sentados en el suelo y callados, una gran mayoría de ellos comiendo. Los suboficiales negros le saludaron con la fórmula habitual: «¡Sin novedad, mi teniente!». Pero sí había novedades. Salía humo de una veintena de parrillas y el olor a carne de antílope asada impregnaba el aire. Era una escena preparada por Lalande Biran para la cámara Kodak del periodista. Pero al parecer había sobrado carne y el banquete continuaba.
En un extremo del campo de tiro aparecieron dos figuras, una de ellas alargada y con un sombrero blanco y la otra muy pequeña y de pelo cano. Donatien caminaba hacia él, seguido de Livo, que llevaba un cesto en el brazo.
—Nos vamos al club, teniente —le dijo Donatien—. Hemos cogido unos buenos pedazos de carne para asarlos en la barbecue.
Livo levantó la tapa del cesto de junco y le enseñó la carne. Eran dos trozos de la parte cercana al rabo, la más tierna del antílope, y Livo pensaba prepararlos de forma diferente: uno de ellos sin más, une barbecue nórmale, y el otro con salsa de queso. Tenían queso de sobra en el almacén. El capitán lo había hecho traer de Léopoldville.
—Ya lo he visto —dijo Van Thiegel—. Pero aparte del queso nuestro buen capitán ha traído muchas otras cosas exquisitas.
—Azúcar —dijo Livo.
—Sal —dijo Donatien.
Hablaban en broma, silenciando a propósito el champagne y las otras bebidas. Van Thiegel miró hacia delante, más allá de los setecientos caucheros, más allá de las columnas de humo de las parrillas. En sus ojos asomó una chispa de orgullo.
—Cuando era joven, durante mis años en la Academia Militar de Bruselas, los alumnos nos inventamos un juego —dijo, como si estuviera leyendo en el cielo—. Metíamos todas nuestras monedas en una bolsa y hacíamos una ronda por los bares obligándonos a no repetir la misma bebida. Si en un bar bebíamos vino en el siguiente pedíamos cerveza y en el otro ginebra, coñac o anisette. Naturalmente, las bebidas suaves nos las hacíamos servir en vasos grandes y las fuertes en pequeños. Y así pasábamos las horas hasta que los más débiles no eran capaces de sostenerse en pie. Entonces llegaba el momento del amor para aquellos dotados de mayor resistencia. Cogíamos el dinero que quedaba en la bolsa y nos íbamos al barrio de las mujeres.
Donatien y Livo se rieron. Van Thiegel no bajó los ojos del cielo.
—He sabido que muchos estudiantes de ahora mantienen la tradición —dijo—. Eso me alegra.
—Claro que sí —dijo Donatien. La nuez se le movió arriba y abajo en el cuello. Estaba impaciente. No había tenido tiempo de quitarse el uniforme de gala con el que había asistido a la ceremonia de embarque de la Virgen, y le agobiaba. Además, a pesar del sombrero, sentía el calor del sol en la cabeza.
—Si el capitán se atribuye el mérito, no se lo creáis. El juego lo inventamos nosotros, la primera compañía de fusileros de Bruselas —les advirtió Van Thiegel. Ya no miraba al cielo.
Camino del Club Royal, Van Thiegel y Donatien se desviaron para ir a cambiarse de ropa, mientras Livo seguía adelante a fin de ocuparse del asado. Iba serio. No se resignaría a acabar la jornada sin llevarse al mugini dos o tres cajas de galletas; también, quizás, salami y queso. Su hija se lo agradecería, y mucho más los niños de su mugini.
Van Thiegel dio un trago a la ginebra que tenía en la mano.
—El palacio de Bruselas sigue con el pabellón alto —dijo, y sus ojos vieron sonreír a Donatien y a Livo. Tras ellos, diez o doce chimpancés parecían atender sus palabras—. Sí, el palacio de Bruselas sigue con el pabellón alto —repitió—. Sigue siendo la guarida del amante más fogoso que el mundo haya conocido jamás. Así es.
Las imágenes volvían a girar en su cabeza como en una ruleta, pero la lengua no podía seguirlas. La sentía gruesa y torpe dentro de la boca.
—No ha habido otro amante como Leopoldo II, y se necesitarán años para superar su marca. Yo mismo no me he chupado el dedo, y con un poco de suerte pronto conquistaré mi mujer número 200, pero a su lado soy un chiquillo. Y Chrysostome, no digamos. Así es. Chrysostome, no digamos.
Donatien y Livo se rieron al fin. Los chimpancés no. Continuaron atentos, ceñudos, mirando a los tres hombres. Livo sirvió anisette. Por un instante la ruleta le trajo a Van Thiegel la imagen de su padre.
—Mi padre no era partidario del Rey, y a veces en casa se ponía a hablar mal de él mientras cenaba con mi madre y conmigo. Decía que el Rey derrochaba millones con las mujeres. Que le había regalado un broche valorado en 100 000 francos a la bailarina María Montoya. Eso le sacaba de quicio, y en vez de enfadarse con él se enfadaba con nosotros, y a veces nos pegaba. Porque tenía la mano muy larga, y los ojos también, y las orejas lo mismo, y seguramente habría hecho algo grande en este mundo si hubiera sabido controlar la bebida. Beber está bien, pero uno no puede emborracharse todos los días. Así es.
Levantó el brazo y alargó el dedo índice.
—Mi padre me pegaba, que quede claro. De niño, quiero decir. Cuando me alisté en la Academia Militar eso se acabó.
Se echó a reír.
—El día que volví a casa con el primer permiso, mi padre estaba enfadado. No con el Rey, sino con el jefe de estibadores del puerto. Y empezó a meterse conmigo, a decirme que él se cagaba en el uniforme de los fusileros, y que me apartara de su vista. Yo no me moví. Me empujó, tirándome casi al suelo. Llevaba años descargando barcos, y tenía fuerza. Pero yo más. En aquel momento, yo más. Lo agarré del cuello y lo levanté veinte centímetros del suelo. Me miró sorprendido, no se imaginaba que su hijo pudiera tener más fuerza que él. Pero yo hacía halterofilia en el cuartel. Los ojos empezaron a ponérsele rojos. Y la cara la tenía también completamente roja. Cuando lo solté del cuello se pasó al menos diez minutos tosiendo hasta volver a su ser. Así acabaron sus palizas. A mi madre tampoco le volvió a pegar. No era mal hombre, mi padre. Sólo que tenía esa manía de pegar. Así es.
La ruleta giraba demasiado rápido y la figura de su padre le pasaba veloz una y otra vez por la cabeza. Puso su atención en los restos del plato. Cogió un trozo de carne y lo tiró a la playa. Con gran alboroto, los chimpancés se lo disputaron. Los gritos llenaron el aire: los que se habían quedado sin nada protestaban.
—Una vez conocí a un soldado que pertenecía como yo a la Légion Étrangère —prosiguió Van Thiegel. En una parada inesperada, la ruleta le acababa de mostrar a aquel antiguo compañero—. Era el hombre más valeroso que he conocido jamás. Aquí, en Yangambi, se dice de mí que no conozco el miedo, y he oído decir lo mismo de Chrysostome, pero tanto él como yo seríamos unos gallinas a su lado. Y con las mujeres era también impresionante. Se decía que conocía a todas las mujeres del desierto. Pues bien, un día lo hallaron muerto en su tienda. Se habló de envenenamiento. No lo sé. Nunca se supo. Lo que sí se supo fue el secreto de su valentía y de su vigor. Examinaron su cuerpo buscando una herida o una mordedura de serpiente, y dieron con ello. Tenía cuatro huevos en la bolsita colgante. No dos, como la mayoría. Claro, es lo que digo yo, que el Rey a lo mejor tiene tres. No digo cuatro, sería demasiado. Pero tres sí. Así es.
Los chimpancés se habían vuelto a acercar, y estiraban el cuello. Van Thiegel les arrojó el plato con los restos de carne.
—Hay que cambiar, señores —dijo Livo cuando amainó el bullicio de los chimpancés. «Ilfaut changer, messieurs».
Abrió una botella que contenía un líquido verde y llenó los pequeños vasos de cristal.
—Se acerca el momento del amor —dijo Donatien—. Pero como sigamos así vamos a tener que ir a rastras donde las chicas.
—Yo no —replicó Van Thiegel—. Sería la primera vez. Soy hombre de dos huevos, hasta ahí todo normal, pero tengo una gran fuerza en las piernas. Claro que sólo con eso no hago nada. O va todo junto, o se acabó lo que se daba.
Hizo una pausa para intentar entender la última frase que le salió de la boca, pero no lo consiguió.
—¿Qué tal va lo de Chrysostome y su novia? ¿Lo hacen muchas veces? —preguntó.
—Ni muchas ni pocas. No lo hacen —tartamudeó Donatien. «Ilsnelelelefonpa».
Van Thiegel sintió que algo se le movía en la parte central del cuerpo y, al contrario, un parón en la lengua. Quiso decir que al final la realidad acabaría dándole la razón porque, a diferencia de Lalande Biran, él seguía pensando que Chrysostome era marica; pero de sus labios no salió ningún sonido. Hizo otro intento. Quiso preguntarle a Livo si había visto alguna vez a la tal Madelaine de cerca, a ver cómo era su cuerpo.
Por suerte, a Livo no le hicieron falta palabras. Le bastó con la mirada del teniente.
—Bamu es una mujer extraordinaria —dijo—. Es una palmera, esa muchacha.
—¡Una palmera! Tú eres el verdadero poeta de Yangambi, Livo. Mejor que el capitán —quiso decir Van Thiegel. Pero su lengua continuaba agarrotada. Por el contrario, el movimiento de la parte central de su cuerpo se hizo más intenso. Más desagarrotado, por decirlo de otra forma.
—La palmera es hermosa de cintura para abajo —continuó Livo—, y más hermosa si cabe de cintura para arriba. El pelo no lo tiene completamente rizado, sino ondulado. Y sus ojos…
Se calló de golpe y se quedó mirando a la selva. Le pareció de pronto que los miles y miles de árboles guardaban silencio, que el río se había detenido, que el grupo de chimpancés de la playa se había vuelto de piedra. De pronto, el sonido de un tam-tam atravesó el silencio y llegó con claridad hasta el porche del club.
—¡Quién llama así! —exclamó Livo.
Se llevó las manos a la cabeza. No había duda, los vecinos de alguno de los mugini celebraban un funeral al modo tradicional. Lalande Biran se enfadaría mucho porque el ruido del tam-tam se le hacía insufrible y había prohibido su uso en los alrededores de Yangambi. Tal vez tendría que mandar algunos askaris a hacerles callar, ocupándose él mismo de las labores de guía, el trabajo que menos le gustaba.
Respiró aliviado. Lalande Biran no se encontraba en Yangambi, sino a bordo del Roi du Congo viajando hacia el islote de Samanga. La comitiva necesitaría dos o tres días para llevar a la Virgen hasta allí y regresar a casa, y para entonces el funeral habría concluido.
Asomó su oimbé, y quedó a la vista. Un resplandor de color verde oscuro con trazos negros rodeaba todo su cuerpo.
Comprendió, tomó conciencia. Aunque con la mayoría de las botellas se había limitado a fingir que bebía, estaba un poco borracho. Por eso eran tan torpes sus pensamientos; por eso había dicho tantas tonterías en aquel porche, delante de Van Thiegel y Donatien.
No debía haberles hablado de la joven llamada Bamu. Mucho menos como lo había hecho, revelando que era hermosa, como una palmera. Decir aquello al teniente era como enseñarle un salami a un mono.
El oimbé de Livo cambió de color. Ahora era morado. Acababa de ocurrírsele una idea triste. Él también era un mono, y había actuado así, siguiéndole la corriente a Van Thiegel, con la esperanza de obtener algún paquete de galletas. Pero no habría tal. Los borrachos no solían ser generosos, no en Yangambi.
Donatien llenó las copas con un líquido amarillento.
—Dicen que la muchacha tiene las orejas redondísimas —dijo—. Pero yo no se las he visto, porque aquella primera vez no fue más que un momento, y luego el capitán me prohibió acercarme a su mugini. Estoy viendo que al final me voy a quedar sin premio. Y la verdad es que me gustaría mucho recuperar mis esmeraldas. Cuando abramos nuestro club en Amberes me gustaría verlas detrás del mostrador, adornando a mi mujer. Los clientes lo apreciarían. Una de mis hermanas siempre solía decir que a los clientes de ahora les gustan los clubes elegantes, no los antros de la época de nuestros padres. Y, pensándolo bien, podríamos colocar allí a la novia de Chrysostome. Si es tan hermosa sería un buen cebo para atraer clientes.
—¿Por qué no te callas? —le dijo Van Thiegel. Poco a poco, la lengua le iba volviendo a su ser. Aunque torpe, al menos se movía. Miró a Livo—. Si no lo hacen, ¿a qué se dedican? —preguntó.
—Observe, mi teniente —intervino Donatien. Tomó las manos de Livo mirándole con ternura. Luego comenzó a hacerle caricias: en una mejilla, en la otra, en la parte izquierda del pecho, en la parte derecha. Muy despacio, con suavidad.
—¡O sea, que nuestra jovencita es más virgen que esa de piedra que se han llevado a Samanga! —dijo Van Thiegel poniéndose de pie. La manada de chimpancés se internó apresuradamente en la selva—. ¡Vamos! ¡Ha llegado el momento del amor! ¡Madelaine me llama! —gritó.
La brisa trajo los sonidos del tam-tam.