Los días anteriores a la Navidad Van Thiegel bebió mucho coñac y mucho vino de palma, y empezó a sentir que su cabeza se dividía no en dos partes, como era habitual en él, sino en porciones más pequeñas, en ocho, doce o dieciséis casillas. En ellas, la imagen de Christine se confundía con la de Lalande Biran, Livo, Donatien, Chrysostome y la de muchas otras personas. Para mayor confusión, se les sumaban a aquellas imágenes pensamientos sobre su situación económica y su vida sentimental o sexual y, finalmente, partículas inefables que no eran ni imágenes ni pensamientos, y que se deshacían antes de llegar a formarse.
Las imágenes, los pensamientos y las partículas inefables le daban vueltas en la cabeza como impulsados por la rueda de una ruleta, y le entró miedo a enloquecer y acabar como había acabado su padre, con una camisa de fuerza. Trató entonces de no beber tanto y de entretenerse jugando a las cartas, nadando en el río o acostándose con las mujeres que trabajaban en los almacenes de caucho o en los mataderos. Lograba así, en algún que otro momento, que la velocidad de la ruleta se redujera; pero enseguida dejaba aquellas actividades, bebía unas cuantas copas, y la ruleta volvía a girar a más potencia que antes, impidiéndole incluso seguir sensatamente una conversación. Le costaba tomar conciencia de lo que ocurría en torno a él.
Pronto empezó a ver imágenes nuevas. No pertenecían a la ruleta que le giraba en la cabeza, sino, si así puede decirse, a la realidad, a Yangambi. Vio el Petit Prince amarrado en el embarcadero de la playa, y a un grupo de curas con las sotanas negras arremangadas hasta las rodillas bajando en fila del barco. Más adelante —al día siguiente o a los dos días, no estaba seguro—, vio a uno de aquellos curas adornado con una casulla blanca bendiciendo la imagen de la Virgen, y a su lado un hombre pequeño sacándole fotos con una máquina. Vio también a Lalande Biran con su sombrero blanco y su pistola Luger al cinto.
Oyó lo que decía Lalande Biran:
—Señores, acompáñenme al Club Royal. Nos aguardan los mejores manjares de la selva.
Lalande Biran estaba muy elegante con su Luger al cinto. Sus ojos d'or et d'azur brillaban más que nunca. Se dio cuenta de que aquellos ojos le miraban y le mandaban sentarse.
—¿Ha probado usted alguna vez antílope ahumado, señor obispo? —preguntó Lalande Biran.
En lugar de la casulla blanca, el obispo vestía una sotana negra adornada con una faja de seda de color morado. Negó con una sonrisa.
—Y usted, Lassalle, ¿lo ha probado alguna vez? —preguntó Lalande Biran al hombrecillo que había estado sacando fotos a la Virgen.
El hombrecillo dijo que no.
Van Thiegel no se sentía muy cómodo en la mesa. Los formalismos de Lalande Biran le resultaban irritantes. Y el obispo tampoco le gustaba. Y el hombrecillo menos. Por eso bebía vino de palma sin parar. Para olvidarse de sus compañeros de mesa.
Estaban todavía dando cuenta de su ración de antílope cuando algo atrajo su atención. En la mesa se hablaba de un asunto que le sonaba. Aguzó el oído y oyó que el periodista del tamaño de Livo refería al obispo y a Lalande Biran una anécdota del duque Armand Saint-Foix. Aunque no tenía ninguna gana de hablar, ni ninguna intención, sintió que la boca se le abría y se le cerraba como si tuviera vida propia exclamando:
—¡Ah, sí! ¡Claro! ¡Armand! Monsieur X!
Van Thiegel estaba seguro de haber dado en el blanco, porque nada más oír el nombre de Armand la ruleta de la cabeza se había parado en la casilla que precisamente llevaba la X. Enseguida, animada por su acierto, la boca se puso a hablar de las dificultades que entrañaba la tala de las caobas y el transporte de una madera tan dura y pesada; pero interrumpió las explicaciones al ver los dos ojos d'or et d'azur de Lalande Biran, cada cual con su mensaje:
—¡Por qué no te callas, Cocó! —decía el ojo derecho de Lalande Biran.
—¡Cállate o te pego un tiro en la cabeza! —decía el izquierdo.
Todo el mundo sabía en Yangambi que Lalande Biran era algo nervioso con su Luger y que le gustaba disparar a la cabeza. La boca volvió a hablar, pero cambiando de conversación. Dijo:
—¿Has visto alguna vez un león, Petit Livo?
El periodista de Bruselas dijo que no, y la boca de Van Thiegel estuvo hablando del rey de la selva hasta que la ruleta se movió y le mostró la imagen de otro animal. Se asemejaba a un tejón aplanado, y su dentadura era extraordinariamente poderosa.
—Dirán lo que quieran, pero el verdadero rey de la selva no es el león —dijo la boca—. Hay otro animal que es superior a todos. Los negros le llaman kaomo.
La boca dio explicaciones, sin ahorrar detalles. Cuando un león macho veía un kaomo se daba a la fuga con el rabo entre las piernas para poder salvar sus atributos masculinos. Y es que el kaomo tenía dos movimientos principales: con el primero se situaba bajo la panza de su enemigo; con el segundo, le arrancaba todas las partes colgantes del cuerpo. Era un castigo tremendo para cualquier rey, no sólo para el de la selva. Como le dijo alguien alguna vez, el mismo rey Leopoldo hubiese preferido enfrentarse a la guillotina que ser víctima de un kaomo.
Tenía la boca medio riéndose y con unas ganas enormes de seguir dando explicaciones. Pero se topó de nuevo con los dos ojos de Lalande Biran:
—¡Por qué no te callas, Cocó! —decía el ojo derecho.
—¡Mira quién está comiendo a tu lado! —decía el izquierdo.
Concentró su atención en el hombre que estaba sentado a su lado, que no era otro que el obispo que había bendecido la escultura de la Virgen. Era bastante joven y de piel finísima. Tenía indudablemente pinta de marica, y le vino a la mente un nuevo tema de conversación: ¿qué podría sacar en limpio un kaomo de un tipo como aquél? Pero la pregunta no le llegó a la boca. Si Lalande Biran no deseaba hablar de ello, pues no se hablaba. Y punto.
Se levantó para salir afuera, y pasó por delante de la mesa donde estaban comiendo los oficiales jóvenes. Chrysostome era uno de ellos. Permanecía mudo, totalmente concentrado en su ración de antílope; pero llevaba la camisa desabrochada, mostrando descaradamente la cinta azul y la cadena de oro en el pecho plano y sin vello.
—Un soldado no puede ir por ahí enseñando el pecho, mucho menos en presencia de un obispo —dijo su boca—. ¡Átate los botones de la camisa inmediatamente!
A la última frase le siguió otra, que su boca no quiso pronunciar:
—Cuando estás con Madelaine puedes hacer lo que te dé la gana. Pero aquí no.
Madelaine. Él llamaba así a la supuesta novia medio negra y medio blanca de Chrysostome. Pero no convenía mentarla. Aquel pueblerino no debía sospechar que su secreto había sido descubierto hasta que el obispo y el periodista emprendieran el regreso y ellos pudieran poner en marcha su plan. Efectivamente, todo estaba pensado. Apresarían a Madelaine, la traerían a Yangambi y la pondrían a trabajar en el matadero o en los almacenes, a ver cómo se lo tomaba él. Richardson decía que el pueblerino se avergonzaría de sus sentimientos, y que miraría para otro lado, como si el destino de la joven no le importara. En cambio Lalande Biran preveía una reacción fuerte, quizás desmesurada. No podría controlar sus sentimientos, y quedaría en evidencia. No había fuerza equiparable al primer amor. Trastornaba a las personas más que diez botellas de champagne juntas. Sobre todo a los pueblerinos.
Lopes salió en defensa de Chrysostome.
—Mi teniente, Chrysostome cumple las órdenes del capitán, igual que yo. Nos pidió que no ocultáramos nuestra fe.
Llevaba una medalla de la Virgen colgando de una cadena de plata.
—¿Y qué manda nuestra religión? —gritó la boca—. ¿Que nos paseemos enseñando los pezones?
Lopes y otros oficiales jóvenes se echaron a reír. Chrysostome no. Arrugó la frente, y se ató dos botones de la camisa.
—Así mejor —dijo la boca.
Cansadas de estar de pie, sus piernas empezaron a tambalearse, malogrando la seriedad con la que había querido investir sus palabras. Las risas de los oficiales aumentaron, y la arruga en la frente de Chrysostome también. Como pudo, abrió la puerta de cristal y caminó hasta la orilla del río. Aliviarse le hizo bien.
Cuando volvió a la mesa, Lalande Biran hablaba de leones. Les decía a los convidados que había escrito un poema sobre el tema.
—«Ambos estaban en su territorio —recitó de pronto, en voz alta—, pero un mismo territorio no puede albergar dos reyes. No hablo, Calíope, de la lucha entre la rosa blanca y la roja, ni de aquella otra que, tiempo atrás, enfrentó a Aquiles y Héctor, sino de Bélgica y el Congo, de Leopoldo II y el león. Leopoldo ha levantado su fusil, y en la selva sólo queda un rey».
El pequeño periodista de Bruselas copiaba las palabras de Lalande Biran. El obispo estaba con los ojos cerrados; rezando, tal vez.
—Batiéndose en duelo con un kaomo, así es como me gustaría ver a nuestro rey —dijo la boca.
Nadie le hizo caso. El obispo se puso a hablar de una reciente reunión de Leopoldo II y el Papa.
La ruleta que tenía en la cabeza empezó a girar más rápido, mostrándole una tras otra imágenes de personas que no se encontraban en el Club Royal. Vio a Christine igual que en la foto que tenía escondida en su alcoba, toda bañador, toda muslos; a su madre en la casa de Amberes; a su padre en una sala del manicomio de Amberes; a su mujer número 184 en la selva, bajo un ocume; al primer hombre que mató, golpeándolo con una silla, ya cadáver en una taberna de Amberes. Hubo más giros, más personas, y al fin la ruleta se detuvo en la imagen de su madre. Decía: «Tu padre no tiene más que un defecto. Haber nacido en el barrio del puerto». Su madre quería decir que era alcohólico por haber nacido en una zona llena de tabernas, y que por eso andaba siempre a golpes, a veces en la calle, otras veces en casa; a veces con los marineros, otras veces con su mujer o con su hijo.
—Conmigo, quieres decir —dijo la boca de Van Thiegel. Su brazo estaba levantado, su dedo índice también.
Las imágenes que veía eran ahora próximas. Livo dejó en la mesa plátanos fritos y bombones de chocolate adornados con frutos de la selva. Donatien llenó las copas de champagne; el pequeño periodista brindaba por algo; el obispo tenía las mejillas sonrosadas.
—Te veo un poco achispado, señor obispo —dijo su boca—. Hay que andarse con cuidado con el champagne. Pero no te preocupes. No le voy a contar nada al Papa.
Vio los ojos d'or et d'azur de Lalande Biran.
—¿Por qué no te callas? —seguía diciendo el ojo derecho.
—Estás manchando la imagen de la Force Publique —decía el izquierdo.
Van Thiegel vació su copa hasta la mitad y respondió, también él, con los dos ojos.
Dijo el primero:
—Biran, aburres a todo el mundo con tus poemas y tus historias de reyes. Eres más pesado que un mandril. Christine estará preocupada desde que supo que en primavera estarás en París. Pero, tranquilo, yo la consolaré. Será mi mujer número 200.
—Biran, a mí no me mires de ese modo —decía el segundo ojo—. Si no te destrozaré la cabeza con una silla. Así me libré del primer hombre al que maté.
Sin embargo, la boca rehusó traducir el mensaje de los ojos.
—Con su permiso, voy a retirarme —dijo respetuosamente, y al mismo tiempo sus piernas se pusieron en pie y se dirigieron afuera. Al pasar por delante de la mesa de los jóvenes oficiales vio que Chrysostome tenía dos botones de la camisa sueltos, no tres o cuatro como de costumbre, pero tampoco uno solo como él le había ordenado. La boca se abrió para repetir la orden, pero los pies no quisieron detenerse y se lo llevaron hasta la puerta de cristal.
Se puso a contemplar el río con los brazos abiertos y los ojos en la selva.
—¡Madelaine! —gritó.
Los askaris de fez rojo que vigilaban el club permanecieron impasibles. Al volverse, vio a Donatien. La nuez de su cuello parecía desasosegada.
—Teniente —dijo la nuez—. He pensado que puedes quedarte a descansar en el almacén sin molestarte en ir hasta tu habitación.
—Vas a ser un socio estupendo, Donatien. Ya lo verás, vamos a ser dueños del local más popular de Amberes —dijo su boca. Sus pies siguieron los pasos de Donatien.
En el rincón del almacén, debajo del mosquitero, había ahora una alfombra rojiza.
—Se le hará un poco duro, pero se duerme bien. Además, ya lo ve, Livo lo ha decorado.
—¡Qué sitio tan agradable! —dijo la boca. Sus ojos contemplaron las cajas de galletas, las botellas metidas en cajones de madera, los salamis que colgaban del techo, los dulces, los botes de conservas. Sus piernas cedieron a su peso y se tumbaron sobre la alfombra—. ¡Qué movimiento! —exclamó. Sentía que el almacén daba vueltas como si también aquello formara parte de una ruleta. Cuando Donatien cerró la puerta, lo que empezó a girar fue la oscuridad.