Al teniente Van Thiegel la imagen de Christine Saliat de Meilhan se le quedó adherida en las dos partes de su cabeza. Cerraba los ojos y allí estaba ella con el bañador y el pelo mojados, el rizo pegado a la mejilla, el vientre plano, los muslos atléticos. Pronto, la misma mañana en que el capitán salió a la caza del antílope en compañía de Chrysostome y Richardson, una idea envolvió su corazón. O, mejor dicho, con más precisión y metáfora, un deseo se adueñó de su corazón con la violencia de la zarpa que atrapa un pájaro: se haría dueño de aquella mujer. Christine sería suya.
Desde sus tiempos de légionnaire Van Thiegel llevaba un cuaderno que había titulado Mon histoire sentimentale y en el que, en el más puro estilo militar, sin florituras ni circunloquios, anotaba las referencias de todas las mujeres que había conocido: su origen, qué había dado por ellas y dónde se había consumado la unión. Tras acompañar a los cazadores hasta la empalizada, volvió a su despacho y sacó el cuaderno que guardaba en el cajón de su mesa.
La última entrada constataba que habían sido 184 mujeres o niñas: 155 negras y 29 blancas; 159 no remuneradas y 25 remuneradas.
Van Thiegel hizo cálculos. Puesto que pensaba quedarse otros tres o cuatro meses en Yangambi, el número de mujeres ascendería fácilmente a 190. Luego, una vez que se licenciara de la Force Publique y volviera a Europa, necesitaría más o menos un año para llegar hasta la cama de Christine, y mientras tanto haría suyas a otras nueve mujeres, todas prostitutas, para no perder el tiempo. Así pues, si reunía el valor necesario para cumplir rigurosamente sus cálculos, Christine sería su mujer número 200.
Van Thiegel se emocionó. Asignándole un número redondo, Christine parecía más próxima. Pensó que quizás podría hacerla suya en un plazo más corto. Si iba directamente de Yangambi a París sin pasar primero por Amberes, cinco meses podrían ser suficientes. Viviendo en París, coincidir con Christine sería cuestión de semanas. Y a partir de ahí la cosa sería fácil. Un paseo o dos, a lo sumo tres.
El suboficial de guardia se presentó en el despacho para recibir instrucciones. Van Thiegel dejó atrás, no sin dificultad, la ensoñación a la que le habían llevado sus cálculos y le comunicó que había que proceder a la limpieza general de Yangambi. Era hora de hacer un zafarrancho. Las cuadras y los cercados no importaban tanto, pero las inmediaciones del camino principal y especialmente los alrededores de la Place du Grand Palmier tenían que verse relucientes. Pronto recibirían la visita de un obispo, «un gran brujo europeo» —un grand sorcier européen—, y había que recibirlo como se merecía.
—Reúna a todas las mujeres y que se pongan a ello. Si hace falta utilice el chicotte.
—¿Hay que limpiar también esta casa y la del capitán? —preguntó el suboficial. «Est-ce qu'on doit nettoyer aussi cette maison et celle du capitaine?»
Van Thiegel respondió que no. De la Casa de Gobierno se encargaba Donatien. Y en la casa donde se alojaba él no quería a nadie.
El suboficial observó el desorden del despacho, pero no dijo nada.
—También hay que preparar tres paillotes para los visitantes. Escojan tres vacías que estén bien. Dentro de la empalizada, se supone.
Le costaba expresarse. Había movimiento dentro de su cabeza. Una de las partes —la oficial, por decirlo así— le recordaba que la obligación de elegir paillotes para los visitantes era suya; pero en la otra —la rebelde, por llamarla de alguna manera— la imagen de Christine en traje de baño crecía y cobraba vida.
—Si no ordena usted otra cosa… —dijo el suboficial.
—¿Hay más oficiales en Yangambi, o soy yo el único? Ya sé que el capitán, Richardson y Chrysostome se han marchado a cazar, pero ¿Lopes y los demás? —preguntó Van Thiegel.
El suboficial le dijo que era el único, que todos los demás estaban con los caucheros.
—Todos menos Donatien. Él se ha ido a la otra orilla con cuatro askaris —añadió.
—Está bien. Ocúpese de la limpieza —dijo Van Thiegel.
El suboficial saludó militarmente antes de retirarse.
Al quedarse solo, las dos partes de su cabeza se enzarzaron en una discusión. Una de ellas, la rebelde, le empujaba a la Casa de Gobierno. Los oficiales se habían marchado, no habría testigos. La puerta del despacho del capitán estaría abierta, y la carpeta se encontraría en el mismo lugar que la víspera, y la fotografía de Christine también. No le sería nada difícil cogerla y quedársela para él. Sin embargo, la parte oficial estaba en contra. No debía robar la foto. Lalande Biran nunca se lo perdonaría.
—Christine va a ser tu mujer número 200. La foto puede ser un primer paso, una manera de empezar a conquistarla —le animó la parte rebelde.
Fueron palabras decisivas. Salió de su residencia, cruzó la plaza a grandes zancadas y entró en la Casa de Gobierno saludando rutinariamente al askari de fez rojo que estaba de guardia. Abrió la puerta del despacho con naturalidad, igual que siempre, como si esperara encontrar allí al capitán escribiendo cartas o poemas en su mesa o leyendo un libro en la chaise longue. Pero lo único que quedaba de Lalande Biran era el olor a tabaco que impregnaba el aire.
Abrió la carpeta y sacó la fotografía. Ciertamente, Christine Saliat de Meilhan era una mujer hermosa. Comprendió, de pronto, por qué se encontraba en la playa. Era una nadadora, sin duda. Por eso tenía aquel cuerpo tan atlético.
Había un ejemplar de La Gazette de Léopoldville encima de la chaise longue y metió la foto entre sus hojas. El guardia de fez rojo pensaría que había ido a coger el periódico.
La parte oficial de su cabeza le hizo detenerse un momento. Estaba a tiempo. Todavía podía devolver la foto a su sitio, y quedar limpio. Su etapa en África tocaba a su fin; su intachable trayectoria militar de más de veinte años estaba, afortunadamente, a punto de concluir. Y su nueva etapa en Europa la iba a estrenar siendo un hombre rico. ¿Merecía la pena arriesgarse a perderlo todo? Además, ¿para qué necesitaba la foto? ¿No podía guardar la imagen en la memoria?
Pero la argumentación de la parte rebelde resultó más convincente. Lalande Biran perdía cosas continuamente. Uno de los principales cometidos de Donatien consistía en buscar la alianza matrimonial que el capitán dejaba en cualquier sitio. Por lo tanto, en caso de darse cuenta de que faltaba la foto, no sospecharía nada, sino que se echaría la culpa a sí mismo. Además, ¿qué se lograba sin arriesgarse? Nada. Cuando Christine pasara a ser su mujer número 200, podría recordarle aquel momento a la luz de las velas de un restaurant romantique de París: «Me enamoré de ti con tanta fuerza que no dudé en robar tu foto de la Casa de Gobierno». Las mujeres se volvían locas con los amantes atrevidos.
Sintió la tentación de sentarse en uno de los bancos blancos de la plaza para echarle un primer vistazo a la foto. Pero ya estaban allí las mujeres que iban a ocuparse de la limpieza, y prefirió ir a su alcoba. Por primera vez en su vida, sentía lo que no había sentido con las 184 amantes anteriores: el deseo de retirarse y estar a solas. No era todavía el momento de llevar a Christine a un restaurant romantique, ni de rodearla con sus brazos en personne; pero tenía la foto.
La alcoba era una habitación interior de la casa, y encendió el quinqué para buscar un sitio donde ocultar la foto. No era fácil, porque, aparte de la cama, el único mueble era la mesilla de noche, de caoba, con un cajón en la parte de arriba y un compartimento donde guardaba las botellas. Pero el cajón estaba lleno a rebosar con las cartas que su madre le había escrito durante años.
A la luz del quinqué, el cuerpo de Christine parecía cobrar relieve. A Van Thiegel se le hinchó el corazón. «¿Dónde me vas a esperar?», preguntó a la foto. «En la cama», se respondió a sí mismo. Así sería en el futuro. La mujer número 200 le respondería así: «En la cama». Escondió la foto debajo de la almohada y se fue al despacho a escribir una carta a su madre.
«Chère maman: j'espère que cette lettre vous trouvera en bonne santé…» «Querida mamá: espero que al recibir esta carta goce usted de buena salud…»
Van Thiegel envidiaba a Lalande Biran en algunas cosas. Le hubiera gustado escribir como él, rápido y sin faltas, lo mismo un informe para la Force Publique que una carta o un poema. Se daba cuenta —en realidad acababa de darse cuenta— de que su falta de habilidad para la escritura podía ser una desventaja si Christine, además de fuerza y vigor, le pedía frases bonitas, negándose a ser su mujer número 200 si no se las proporcionaba. Pero aquello no tenía remedio. Para él era más dificultoso reflejar sus ideas en un papel que aventurarse en la selva.
«Aujourd'hui je vous écris pour vous dire trois choses», escribió en letras mayúsculas, como si fuera un título. «Hoy le escribo para decirle tres cosas». A continuación lo explicaba todo en tres párrafos. En el primero le comunicaba a su madre que iba a licenciarse en la Force Publique y regresar a Europa, puesto que había ahorrado ya dinero suficiente para llevar una vida más tranquila. En el segundo, que tenía el deseo de comprar una casa en París; en el tercero, que la casa debía estar situada en la calle Pont Vieux o en una calle próxima. «C'est tout à fait nécessaire, j'aime cette rue», subrayaba. «Tiene que ser ahí, me gusta esa calle». No podía confesarle a su madre que lo que quería no era exactamente la calle, sino la mujer que vivía allí, en el número 23, Christine Saliat de Meilhan. Era el número que figuraba en el remite de las cartas que le escribía al capitán: Paris, rue du Pont Vieux 23.
El calendario de los barcos que se detenían en Yangambi le dio una pequeña alegría. El próximo en llegar sería el En Avant. Se dijo que era así como debía actuar en el futuro, siempre en avant, siempre hacia delante.
Por primera vez en muchos años decidió quedarse en su alcoba en lugar de hacer la ronda e inspeccionar el trabajo de los caucheros. Poco después, con el espíritu ligeramente iluminado por efecto del coñac Martell, contempló la foto, cerró los ojos y se vio a sí mismo paseando por la calle Pont Vieux y simulando un encuentro fortuito con Christine. Tal vez no fuera una conquista difícil.
Lalande Biran era un hombre frío, y no parecía estar muy impaciente por ver a su mujer. Además, pasaba mucho tiempo ensimismado, escribiendo poemas o leyendo libros, la mayoría de las veces con expresión sombría; no sería un marido muy divertido. Él, en cambio, ofrecería a Christine diversión, y un poco de aventura. No era un hombre feo. Normalmente sus ojos azules le permitían recorrer la mitad del camino. Y el aspecto vigoroso de su cuerpo también contribuía. Así sería una vez más, cuando regresara a París.