XIII

En cuanto cruzaron a la orilla opuesta, Donatien y los cuatro askaris se encaminaron hacia la zona de los mugini más grandes por un sendero que ni la maleza ni los árboles lograban borrar del todo. No habían recorrido doscientos metros cuando el chillido de un mono rompió el silencio y una bandada de pájaros echó a volar alborotadamente. Los cuatro askaris se pusieron alerta.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Donatien.

Los cuatro askaris levantaron el rifle. Donatien se colocó detrás de ellos. Volvieron a oírse ruidos, esta vez de gente.

Je crois que ce sont des enfants —dijo un askari bajando un poco el arma, «creo que son niños». Todos aguzaron el oído, y le dieron la razón. Las voces eran livianas.

Por entre la maleza surgieron tres niñas de ocho o nueve años y una muchacha muy alta de unos quince que por su piel clara no parecía de aquella región de África. Venían alegres, como contándose cosas graciosas. La muchacha alta se detuvo de golpe, y las niñas siguieron adelante, concentradas en su conversación.

Donatien abrió bien los ojos. La muchacha alta de piel clara llevaba pendientes. Eran verdes. Parecían esmeraldas. Levantó el rifle y disparó.

La muchacha alta gritó, y un mono repitió el grito. Todos echaron a correr y desaparecieron en la espesura. Con el cuello a punto de reventar, Donatien dio la orden:

—¡Coged a la chica!

Corría, como los demás, hacia el interior de la selva. Delante, a unos cuantos metros, asomaba la cabeza de la muchacha por encima de la maleza, y en la cabeza una oreja, y en la oreja el destello de una esmeralda. Disparó por segunda vez.

La cabeza que corría por encima de la maleza torció hacia una parte más oscura de la selva, y Donatien tomó la misma dirección. A veces dejaba de verla durante unos segundos, pero enseguida vislumbraba el destello verde de la esmeralda, a veces un destello y a veces dos, y redoblaba sus esfuerzos, agachando aquí y allá la cabeza para no chocar con las lianas. La muchacha alta corría bien; él, no tanto. Se reprochó a sí mismo el ser tan mal tirador. De haber tenido la cuarta parte de la puntería de Chrysostome los pendientes se encontrarían ya en su bolsillo.

Los destellos verdes se hicieron más numerosos, como si tuviera delante veinte cabezas y cuarenta pendientes, y aminoró el paso. Las señales continuaron multiplicándose. Pronto fueron cincuenta cabezas y cien pendientes, y un instante después cien cabezas y doscientos pendientes.

Se detuvo del todo, jadeante. Ante él se extendían miles de destellos verdes. Pero no eran pendientes de esmeraldas, sino las hojas redondas y diminutas de una planta. Se oyó el chillido de un mono, bastante lejos. Miró a su alrededor, y no reconoció los árboles. No eran caobas, no eran tecas, ni tenían largas lianas colgando como los hules de los que se extraía el caucho. Estaba perdido.

Llamó a los askaris. Pero únicamente recibió la respuesta de los monos. Levantó el rifle para disparar, porque todavía le quedaban diez cartuchos, pero no llegó a hacerlo. Lalande Biran le perdonaría los dos cartuchos que había gastado e incluso los diez que le quedaban en el cargador, pues no era muy estricto con la munición, pero, cuando oyeran el disparo, ¿acudirían los askaris a ayudarle? ¿No era más probable que acudieran los rebeldes a ver qué pasaba? Entonces, al verle completamente solo, se le echarían todos encima y se lo llevarían a golpes hasta su guarida. Luego le amputarían las partes con un machete, o le golpearían la cara con un palo hasta reventarle los ojos. Van Thiegel había recomendado a los oficiales jóvenes que, en una situación así, lo mejor era asegurarse un final comparativamente mucho mejor, pegándose un tiro en la boca.

Se orinó en los pantalones. Los latidos del corazón se le salían de la boca. Quiso volver sobre sus pasos, alejándose de la zona de las mil hojitas verdes, pero sus piernas se movían como si fueran de madera.

Un pájaro salió de un árbol y pasó por encima de su cabeza. Alguien se acercaba.

Las piernas de Donatien eran como estacas hundidas en la tierra, y ni siquiera fue capaz de correr a esconderse detrás de un tronco. Los ruidos se hicieron claros: el chasquido de una rama, la pisada en un charco, el machetazo a una rama. Una figura tomó cuerpo entre las hojitas verdes. Esta vez la orina le mojó hasta las rodillas.

Monsieur Donatien, voulez-vous une anisette? —«Señor Donatien, ¿quiere usted un anisette

Tenía delante a Livo, con una sonrisa que le ocupaba toda la cara. A Donatien le brotaron las lágrimas, y sintió el impulso de abrazar a su ayudante del Club Royal. Pero algo le hizo dudar. Él no solía regalarle cajas de galletas, como hacía el teniente Van Thiegel, pero le dejaba andar en el almacén. ¿No era como si le hubiera pagado el favor de antemano? Al final, no se movió de su sitio.

—Estaba en el mugini de mi hija, haciéndole una visita, y he oído los disparos. Por eso me he acercado —dijo Livo—. ¿Qué ha pasado?

—Nada en particular —respondió Donatien.

Estaba todavía muy agitado, y pronunció las palabras casi de manera incomprensible: «Rianparculié».

—Tengo que volver al club —dijo Livo—. Si quiere podemos ir juntos.

Dudó si prometerle una caja de galletas. El favor que le estaba haciendo era grande, y se merecía una recompensa, pero ¿no establecería un precedente? Quien recibía una caja de galletas de regalo pronto pedía otra, y otra, y otra. Era lo que le había pasado a Van Thiegel. Livo no hacía más que pedirle galletas, unas veces para su hija, otras veces para los niños del mugini o para las curanderas que le suministraban las hierbas, y él siempre le consentía. Y eso no estaba bien. Van Thiegel no era responsable del almacén y por eso le daba igual, pero él sabía qué valor tenían las galletas. En Yangambi había muchas cosas, pero no había otro dulce que las bananas azucaradas y el dulce de caña. Por eso eran tan importantes las galletas.

—¿No has visto a los cuatro askaris que venían conmigo? —preguntó.

—Iban hacia la orilla. Le estarán esperando allí —dijo Livo.

—Vamos, entonces.

De regreso, con el corazón latiendo a su ritmo y habiendo recobrado todo su cuerpo la normalidad, volvió a acordarse de la joven alta de piel clara. Le había asombrado tanto verla en posesión de los pendientes de esmeraldas que no sabía por dónde empezar a pensar. Era lo más raro que había visto en Yangambi. ¡Un oficial blanco le había regalado joyas a una nativa! ¡Y el oficial blanco no era cualquiera, era Chrysostome!

El hermano listo se le apareció cuando estaban cruzando el río. Se mostró lacónico.

—Es difícil obtener información, pero aún más difícil reservarla para el momento oportuno. No la dilapides, perro.

Era un buen consejo, pero él no tenía opción. Yangambi era una estación militar, y los superiores, especialmente Lalande Biran, siempre estaban pidiendo novedades. Si se callaba, y luego se descubría que había habido novedades pero que él las había ocultado, iría directamente al calabozo de la Casa de Gobierno o, lo que era peor, sería enviado a la zona del Lomani. Así que lo mejor era contarle la verdad al capitán. Que Chrysostome no era marica. Que tenía una novia en la otra orilla del río, una joven medio negra medio blanca, de la altura de los batusi.

Lalande Biran recibiría la noticia sin aspavientos, según su carácter; pero acto seguido se sentaría en la chaise longue a reflexionar.