XII

El almacén del Club Royal siempre había sido un refugio para Donatien, y también una escuela en la que recibir las lecciones de sus hermanos. A veces, se tumbaba en su rincón y recordaba su manera de comportarse, lo que habían hecho o dejado de hacer; otras, procuraba comunicarse mentalmente con el más listo de ellos, imaginando lo que le habría aconsejado de estar a su lado en Yangambi.

Tras el desembarco de la Virgen, se dedicó con mayor aplicación a la tarea. Preocupado como estaba por no estropear el buen rumbo que habían tomado las cosas tras la prueba de Chrysostome, procuró estar más atento y asimilar mejor las lecciones familiares; estudiar más, en una palabra. No tardó en recordar uno de los dichos favoritos de aquel hermano listo:

—El zorro sabe mucho, pero el erizo sabe más.

No necesitó explicaciones. El mensaje era claro: no debía participar en el revuelo que se había creado en torno a la Virgen. Que sonaran las bocinas, que sonaran las cornetas, que sonara lo que fuese: él no se dejaría ver. Se quedaría en el almacén. En su escuela, en su refugio, como un erizo.

Durante unos días cumplió su plan. Llevaba el desayuno a Lalande Biran, limpiaba rápidamente su despacho y su habitación, y corría a tumbarse en su rincón.

Una semana más tarde, Donatien recordó las palabras exactas de su hermano listo:

—El zorro sabe mucho, pero el erizo sabe más. De todos modos, Donatien, tú eres un perro. Y el perro se parece más al zorro que al erizo.

En lo que a aquel punto se refería, la lección quedó completa. Su hermano tenía razón. La vida de erizo le aburría. No era conveniente dejar el almacén al primer bocinazo, pero dormitar durante casi todo el día tampoco. Lo mejor era buscar un término medio. Distraerse de vez en cuando, tomar el aire, ver qué pasaba alrededor.

Un día —sería el undécimo o el duodécimo desde la llegada de la Virgen—, ya no pudo aguantar más. Salió al porche con un paquete de galletas y se puso a comérselas sentado en la mecedora que solía utilizar Lalande Biran.

—¿Un poco de anisette, monsieur Donatien? —le preguntó Livo, asomándose en la puerta de cristal que daba al porche.

—¿De qué color es hoy tu oimbé, Livo? —preguntó Donatien remedando el saludo de Lalande Biran.

Anisette? ¿Coñac? ¿Martini? —insistió Livo, desoyendo la pregunta.

Donatien se rió, anunciando uno de sus chistes.

—Hoy tomaré un anisette. Mi oimbé está sediento.

Livo desapareció de la puerta con una sonrisa que, por decirlo así, tenía los segundos contados.

A Donatien le daba un poco de miedo su afición al anisette. No se le olvidaba que la mayoría de sus hermanos, ocho o nueve, habían tenido graves problemas con el alcohol, y que las bebidas dulces eran las favoritas de todos ellos. Él hacía lo posible para mantener aquella inclinación a raya: una copita los días normales; los jueves y los domingos, dos o tres. Pero ni una gota más.

Livo regresó con la copa de anisette.

—Livo, tienes que venirte con nosotros a Amberes —le dijo Donatien. Livo le parecía el garçon ideal para el prostíbulo que Cocó y él planeaban abrir en Amberes. Aquel twa, tan pequeño, tan negro, con su pelo rizado y canoso, sería el distintivo perfecto del local. No habría en toda la ciudad nada que se le pudiera comparar.

Livo sonrió, y volvió a meterse en el club.

—No quieres, pero si a Cocó le da la gana tendrás que venirte con nosotros —dijo Donatien, mordiendo una galleta.

Echó una mirada a la Virgen. Estaba donde la habían dejado, en medio de la playa, pero completamente sola. No había sido así durante los días siguientes a su llegada, cuando todos los habitantes de Yangambi, lo mismo los blancos que los negros, habían acudido en tropel a contemplar la obra del nuevo Michelangelo y admirar la expresión de su mirada, o la forma de su nariz, o el extraordinario verismo de los pliegues de su vestido. Pero la efusión de todos aquellos corazones fue breve. La playa comenzó pronto a quedarse vacía de admiradores. Los que pasaban por allí camino del Club Royal le echaban un vistazo, pero sin más, sin dejar de pensar en lo suyo. Luego vino un día tormentoso, con fuertes rachas de viento, y las huellas que los visitantes habían dejado en la arena quedaron borradas. El lugar volvió a su antiguo ser. La imagen de la Virgen no llegó a convertirse en un elemento más del paisaje, semejante a un tronco o a una roca; pero perdió brillo y dejó de ser la estrella de Yangambi.

Donatien se comió tres galletas seguidas. Luego, para empujar las migajas que se le habían quedado en la garganta, bebió un poco de anisette.

Echó otra mirada a la Virgen, y se quedó de pronto como si también él fuera una escultura de piedra. Allí en la playa, con la cabeza agachada, estaba el Mejor Soldado, el nuevo Guillermo Tell, el tirador más admirable de todo el Congo, el hijo de Britancourt. En una palabra, Chrysostome.

No era habitual verle por allí a aquella hora, pues solía ser uno de los últimos en acercarse al club; pero lo menos habitual era su actitud. Chrysostome nunca caminaba con la cabeza agachada. Al contrario, era un oficial más bien tieso, con tendencia a llevar la barbilla levantada. Sabía que era un miembro magnifique de la Force Publique, y hacía ostentación de ello.

Dejó las galletas y el anisette y fue a esconderse en el almacén para que Chrysostome no advirtiera su presencia. Antes de entrar, volvió a mirar furtivamente a la playa. Chrysostome estaba arrodillado ante la Virgen.

Sentado en su rincón, Donatien se puso a pensar.

—La información es un tesoro —oyó en su cabeza. Era otra vez su hermano listo.

Le dio la razón. Era verdad que Yangambi no era Amberes. Era verdad que Chrysostome, como fuente de información, dejaba mucho que desear. Pero de alguna manera intuía que la escena que acababa de presenciar podía resultarle beneficiosa. Aquel hombre de rodillas, a los pies de la Virgen, con la cabeza agachada… no era normal. Tenía que indagar. A la mañana siguiente, nada más terminar sus labores en la Casa de Gobierno, iría corriendo a la playa para inspeccionar el terreno.

Las huellas de Chrysostome formaban líneas casi derechas en la orilla del río, pero torcidas y desiguales junto a la imagen de la Virgen. Parecían encerrar un mensaje.

—Algo le ha sucedido a Chrysostome. Tiene algún problema y está preocupado —opinó el hermano listo, y él estuvo de acuerdo.

Le hubiera gustado encontrarse en las líneas de la playa unas letras claras, y una frase rotunda: «El problema de Chrysostome es tal». Pero, en ese sentido, la playa era muda, una página en blanco. Cuando volvió al almacén del Club Royal y se tumbó en su rincón no pudo conciliar el sueño. La desazón que le producía oler que algo pasaba sin poder identificar qué era ese algo se lo impedía.

Por la noche volvió a sucederle lo mismo que por la mañana, y se pasó casi todo el tiempo en vela. No podía dormir, y al cerrar los ojos, en lugar de una muchacha o de cualquier otra imagen tranquilizadora, se le aparecía la imagen de Chrysostome tal como lo había visto en la playa, de rodillas al pie de la Virgen, con la cabeza agachada.

Pensó que no sería capaz de descifrar el misterio ni tan siquiera con la ayuda de su hermano listo, y que más le valía mencionarle el asunto a Lalande Biran. Pero era más fácil pensarlo que llevarlo a cabo. El primer día lo encontró completamente abstraído, leyendo un libro; el segundo, enfadado porque no encontraba su anillo de matrimonio; el tercero y el cuarto, despachando los asuntos del caucho con Van Thiegel. A la espera del momento oportuno, el tiempo se le hacía largo, y no contaba con más ayuda que las alentadoras palabras de su hermano. A menudo, sentado en el porche del Club Royal, con la copa de anisette en la mano, la voz de su hermano sonaba firme en su cabeza. Siempre le repetía lo mismo:

—Ten paciencia, perro. Pronto sabrás algo más de Chrysostome, y recibirás tu recompensa.

El quinto día, entró en la Casa de Gobierno a fin de ocuparse de la limpieza del despacho, y se encontró con que Richardson y Van Thiegel estaban allí. Sentados en las butacas de mimbre en torno a la mesa redonda, los tres mandos discutían los detalles de la visita del obispo con absoluta seriedad militar. Había que limpiar los caminos y las calles de Yangambi, y preparar tres paillotes: una grande para el obispo, otra para los sacerdotes, y una tercera para el periodista. La bendición de la Virgen tendría lugar, por expreso deseo de Bruselas, el día de Navidad, por lo que les quedaban dos semanas para organizarlo todo.

Donatien quitó el polvo a los muebles y adornos del salón, al cuerno de rinoceronte, al escritorio, a las mecedoras, a los libros de las estanterías, a la foto de la esposa del capitán, Christine Saliat de Meilhan. Finalizada ya la temporada de las lluvias, una vez secado el lodo en Yangambi, el polvo lo invadía todo.

—Este asunto me pone nervioso —dijo Lalande Biran.

—¿A quién no? —dijo Donatien, metiéndose en la conversación.

Sólo una persona tomó en cuenta su observación: el hermano listo. «Paciencia, perro», le aconsejó desde la cabeza.

—Lo que a mí me pone nervioso es esa Virgen en medio de la playa. Nos quitaremos un peso de encima cuando la dejemos en el islote de Samanga —añadió Richardson.

Donatien movió la cabeza afirmativamente.

—Vamos a pasar al siguiente punto. Hablemos del menú —dijo Lalande Biran. Se levantó y empezó a dar vueltas alrededor de la mesa—. He pensado que podríamos empezar con unos wapose ahumados, seguidos de sopa de cabrito, muslos de cabra asados con salsa de boniato y, para acabar, plátanos fritos. El café lo podríamos acompañar de un poco de chocolate. No sé si tenemos chocolate. ¿Tenemos, Donatien?

—Sí, mi capitán. Hay una caja grande en el almacén —respondió Donatien.

Hubo un desacuerdo. Richardson desaprobaba los wapose ahumados. Eran deliciosos, sin duda, pero el problema era su aspecto. No dejaban de ser gusanos, y, con toda seguridad, al obispo le darían asco.

Lalande Biran reflexionó en voz alta. El obispo y el periodista, muy especialmente el periodista, tenían que hacerse cargo de que se hallaban en el Congo, en África. Estaba bien lo de la sopa de cabrito o el muslo de cabra, pero al fin y al cabo eran comidas que uno se podía encontrar en Bruselas o en París. Se necesitaba algún elemento diferenciador, un sabor local. Si no eran los wapose ahumados, algo por el estilo.

—Si se sirve champagne en abundancia no habrá ningún problema. Nuestros visitantes se lo comerán todo. Incluso si les ponemos serpiente a la parrilla —opinó Van Thiegel.

—Se podrían preparar unos filetes de antílope ahumados —dijo Donatien.

Esta vez Lalande Biran prestó atención. Se le quedó mirando con sus ojos d'or et d'azur.

—No es mala idea —dijo.

—Me alegro, mi capitán.

—¿Cuánto tiempo se necesita para limpiar un antílope y ahumarlo como es debido? —preguntó Lalande Biran.

—Alrededor de una semana. Al menos eso dice Livo —respondió Donatien: «UnesmenapepreçamdiLivoquendmem».

Richardson le dio una palmada en la espalda. Lo del antílope era una buena idea.

—Además, en esta época es fácil cazarlos —dijo—. El otro día vi toda una manada mientras estaba con los caucheros.

Lalande Biran recorrió la habitación de lado a lado, pensativo, con los brazos cruzados y sujetándose la barbilla con la mano izquierda. Se detuvo ante el armario y escogió un libro de cocina.

—Yo prepararía el antílope como si fuera ciervo —dijo mientras buscaba la receta—. Tenemos vino, aunque sea de palma, y nuez moscada también. Pero no disponemos de cebolletas francesas, he ahí el problema —concluyó, devolviendo el libro a su sitio y regresando a la mesa.

—Se puede preparar con moras y otras bayas de la selva —propuso Donatien, que había abandonado sus labores y participaba en la conversación como uno más—. Livo lo preparó así una vez. Creo que fue cuando usted estaba cazando elefantes.

La última frase de Donatien rezumaba prudencia.

—Por lo que veo, cuando falto yo es cuando mejor se come aquí —dijo Lalande Biran. Pero no parecía molesto.

—Al menos el champagne que sea francés, Biran. Ese que hace la viuda Clicquot, si puede ser. Seguro que al obispo no le disgusta —dijo Van Thiegel.

Ahora era él quien recorría la habitación. Al llegar al ángulo donde se encontraba el cuerno de rinoceronte, lo levantó como si quisiera tantear su peso.

—Cocó, el obispo no va a ser nuestro visitante más influyente. No estoy preparando el menú para él. Pienso más bien en el periodista y en su Kodak.

—Me pondré así y le pediré que me haga una foto. Luego me haré otra con la viuda de Clicquot —dijo Van Thiegel colocándose el cuerno de rinoceronte encima de la cabeza.

Richardson y Donatien le rieron la gracia. Lalande Biran se limitó a sonreír.

—Nosotros beberemos el champagne de la viuda de Clicquot —dijo—, pero usted tendrá que conformarse con el vino de palma. Así tardará más tiempo en emborracharse.

Richardson y Donatien se rieron otra vez, pero más discretamente.

Al dejar el cuerno de rinoceronte en el suelo, Van Thiegel empujó sin querer una carpeta apoyada en la pared desparramando su contenido. Vio que se trataba de bocetos de muchachas desnudas realizados por Lalande Biran; pero al tirar de una de las cartulinas, que sobresalía por su tamaño, se encontró con algo que le provocó un escalofrío. Era una fotografía de Christine Saliat de Meilhan muy diferente a la que el capitán tenía enmarcada y a la vista de todos cuantos visitaban el despacho. Era de gran tamaño, y había sido tomada en la playa de Biarritz, según constaba en un ángulo. En ella se veía a Christine con el bañador mojado, el pelo igualmente mojado, un rizo pegado a la mejilla, el vientre plano y los muslos, hasta las rodillas, donde se interrumpía la foto, atléticos.

Guardó la foto en su sitio y cerró la carpeta rápidamente. Estaba conmocionado. Era normal que el capitán se hiciera traer muchachitas. No debía de ser fácil llenar el vacío dejado en la cama por una mujer como aquélla.

Se dio cuenta de que tenía las puntas de los dedos manchadas de polvo. Donatien pasaba el trapo por el lado que quedaba a la vista, pero no por detrás. La carpeta llevaba semanas, tal vez meses, apoyada contra la pared sin que nadie la abriera. Era increíble. La fotografía se merecía un lugar más digno que una carpeta polvorienta.

Lalande Biran informaba a Richardson sobre Ferdinand Lassalle. Era un gran periodista, todo un Premio Globe.

—Nadie como él para dar una buena imagen nuestra en Europa. Por eso quiero cuidar los detalles.

Richardson se tapó la cara con ambas manos.

—Me pondré así si pretende hacerme una foto. Hace muchos años que di esquinazo a mi mujer, pero si me ve en el periódico es capaz de presentarse en Yangambi. Y de eso nada, señores. De eso nada.

Esta vez se rieron todos, Van Thiegel más fuerte que nadie.

—Señores, mañana mismo iré a cazar ese antílope con el que vamos a impresionar a nuestros invitados. Le pediré a Chrysostome que me acompañe —anunció Lalande Biran.

—Permítame ir con usted, Biran —dijo Richardson—. Ya sabe, a los viejos nos conviene hacer ejercicio.

—Yo me quedaré aquí —dijo Van Thiegel—. Empezaré a organizar la limpieza. No va a ser fácil adecentarlo todo. Especialmente el barrio africano. Hay demasiado ganado para que resulte presentable.

Tenía la cabeza dividida en dos partes, y en las dos veía la misma imagen: Christine Sailat de Meilhan con el bañador mojado en la playa de Biarritz.

—Disculpe, mi capitán, pero mañana es jueves —intervino Donatien.

Lalande Biran le miró con sus ojos d'or et d'azur.

—Quiero decir que Chrysostome tiene que ir conmigo a por la muchacha —explicó: «JevedirqueCriomedoallermoipourcherunefille».

—Irás tú solo —respondió Lalande Biran—. A Chrysostome lo necesito para ir a cazar el antílope.

—Bien —dijo Donatien. Pero su nuez no estuvo de acuerdo. Se le hundió en el cuello de golpe.

Van Thiegel levantó el brazo como quien pide la palabra en una reunión numerosa.

—A propósito de Chrysostome, Biran, hace tiempo que se lo quería comentar. Ese marica anda a vueltas con las jovencitas, pero no se le ha visto ningún cambio. Deberíamos cambiar de estrategia.

Donatien negó con la cabeza: se equivocaban, Chrysostome había cambiado mucho. Sintió deseos de contar lo que había visto desde el porche del Club Royal, pero estaba enfadado con el capitán y no quiso facilitarle información. ¿Por qué no le invitaba a él a cazar? ¿Por qué quería mandarlo a por la muchacha sin la ayuda de Chrysostome? Parte de la culpa era suya, por hablar demasiado. La idea de incluir el antílope en el menú se le había ocurrido a él. Pero otra parte de la culpa era de Livo. A Livo le gustaba mucho la carne de antílope, estaba harto de oírselo. Cuando él le llevaba los ratones que había pillado en el almacén, Livo siempre le repetía: «Je préférerais une antílope», «preferiría un antílope».

—Tenemos cuestiones más urgentes —respondió Lalande Biran dirigiéndose a Van Thiegel—. Hay que brindar un buen recibimiento a los visitantes. Hay que llevar a la Virgen a Samanga.

—Samanga es un buen sitio para esa escultura —dijo Richardson.

—A mí lo que me preocupa es que algún rebelde la haya visto en la playa —dijo Van Thiegel. Quería librarse de la imagen de Christine, que se le había quedado pegada en las dos partes de la cabeza impidiéndole concentrarse en la conversación—. Si la han visto, estarán esperando acontecimientos. Y, claro, si se enteran de que va a venir un periodista, harán todo lo posible por atacar. Sería una propaganda estupenda para ellos.

—Yo también estoy nervioso, cada vez más —dijo Donatien.

Llevaba muchas semanas sin meterse en la selva a por las muchachas, y de pronto le resultó increíble haber sido capaz de recorrer los mugini acompañado únicamente por cuatro askaris.

—Mi capitán, le pido permiso para ir a ocuparme de su habitación —dijo, y abandonó el despacho sin acordarse del saludo militar.

En lugar de ir al dormitorio fue directamente al jardín. No se percibía nada en la selva. Ni rastros de humo ni ruidos de tam-tam. Los chillidos de los monos de cuando en cuando, y nada más. Pero los monos tenían poco cerebro, chillaban por cualquier cosa, mientras que los rebeldes acechaban sigilosamente, agazapados en la oscuridad que reinaba bajo los árboles y la maleza.