XI

Donatien pasó muy mala noche cuando le comunicaron la noticia de que, al menos hasta Navidades, Chrysostome lo acompañaría en sus incursiones a los mugini en busca de muchachitas. Al parecer, Chrysostome estaba perdiendo su competición más importante, la de la hombría. Lo había dicho Richardson: «Con uno de los rifles tira bien, pero con el otro no sabe ni apuntar».

Tras las palabras vinieron las risas de Van Thiegel y Lalande Biran, y él sospechó enseguida que allí había algo raro y que seguramente pretendían burlarse de Chrysostome en lugar de ayudarle, como decían. En cualquier caso, los mandos de Yangambi estaban totalmente equivocados. Chrysostome no era marica. Él lo sabía mejor que nadie porque un hermano suyo lo había sido, y no hacía falta ser muy listo para ver que el comportamiento de su hermano, un verdadero pédé, y el de Chrysostome no se parecían en nada. Su hermano no había conocido, hasta el día de su suicidio, un momento de paz, porque todo el mundo le pegaba; le pegaba su padre, le pegaban sus hermanos y cualquiera que se tropezaba con él. En cambio con Chrysostome sucedía lo contrario. Todos temían a Chrysostome. Incluso Cocó. A Cocó se le veía muy ufano delante de los oficiales o de los askaris, pero si Chrysostome andaba cerca, por mucho que intentara disimular, le entraba miedo. Se le movía la nuez, como a él. En Yangambi todos sabían a qué atenerse con Chrysostome. No le gustaba que le buscasen las cosquillas, y a la hora de disparar lo mismo le daba un blanco que un negro. Él también sabía de aquello, porque otro de sus hermanos era asesino y esa clase de gente no tenía secretos para él.

Donatien tomó una decisión. Trataría a Chrysostome con respeto, como a un oficial del rango de Lalande Biran, pero no haría esfuerzos por trabar amistad con él. No se le olvidaban los días que había pasado junto a su hermano asesino, siempre temiendo ser víctima de un ataque, y tampoco se le olvidaba el triste destino de otro hermano que se había ganado la confianza del asesino. Tras haber sido ambos uña y carne, auténticos dueños y señores de la casa y del barrio, el insensato había acabado con una cuchillada en la barriga. Era malo perderle el respeto a un asesino, pero hacerse su amigo era aún peor.

Todos los jueves por la mañana, Chrysostome y Donatien subían a bordo de una canoa y partían en busca de una muchachita acompañados de cuatro askaris. Era la parte más fácil del trabajo porque tanto las rutas a los mugini como el procedimiento estaban ya establecidos. Los nativos conocían perfectamente cuáles eran sus opciones: o entregaban a la muchacha o el jefe de la aldea se exponía a recibir cuarenta latigazos, y si alguien oponía resistencia se le cortaba un dedo, o la mano entera, y ahí se acababan los problemas. Por otra parte, Chrysostome y él cumplían su misión sin dirigirse la palabra, y eso era lo mejor. Respeto, sí; amistad, no.

Los problemas comenzaban tras el regreso a Yangambi. Lalande Biran le había dejado bien claro que a la fille, la muchacha, debía lavarla Chrysostome y que también debía ser él quien le hiciera la prueba de virginidad. Pero la orden resultaba imposible de cumplir. Todo iba según lo previsto hasta que llegaban al pequeño puerto de las canoas. Entonces él se alejaba un momento para traer el jabón y la toalla del almacén del Club Royal y a la vuelta se encontraba con que Chrysostome había desaparecido dejando solos a los cuatro askaris y a la nativa de turno. La jugada se repetía todas las semanas. Llegado el momento, Chrysostome se esfumaba.

Un jueves, escuchando el informe que estaba obligado a dar, Lalande Biran se sorprendió mucho cuando, en vez de mentir sencillamente como otras veces, adornó la mentira diciendo que Chrysostome lavaba y hacía la prueba a la chica mucho mejor que él, como un verdadero profesional.

—Me gustaría ver ese milagro —había dicho Lalande Biran—, el próximo jueves bajaré al club con el teniente y con Richardson. Nos sentaremos en el porche para admirar de cerca los progresos de nuestro pupilo.

Donatien se sintió atrapado. Acudió corriendo a la paillote de Chrysostome.

—Amigo Liège, dice Lalande Biran que… —comenzó.

—¿Qué dicen Lalande Biran, Van Thiegel y Richardson? —preguntó Chrysostome.

—Creo que el jueves que viene deberías ocuparte tú de la chica. De lo contrario…

No pudo continuar, porque vio los ojos de Chrysostome y encontró en ellos una mirada idéntica a la de su hermano asesino. Regresó a su paillote muy asustado, con la nuez clavada a la garganta.

Aquella noche, la preocupación le impidió conciliar el sueño. Lalande Biran se enfadaría mucho al enterarse de que se habían incumplido sus órdenes y de que además le había mentido una semana sí y otra también, ocultando con falsas explicaciones la negativa de Chrysostome a ocuparse de la muchacha. «Eres un perro, Donatien. Un perro mentiroso», le diría el capitán, o algo semejante, y lo mandaría a limpiar las habitaciones de la Casa de Gobierno con una sonrisa, como si nada hubiera pasado. Pero al cabo de una semana, o de un mes, o incluso más adelante, él sabría que sí había pasado algo, y se encontraría en la selva por orden suya. No en cualquier punto de la selva, sino en los alrededores del río Lomani, infestado de rebeldes. Allí acabarían sus días de la peor manera posible, porque los rebeldes eran crueles con sus enemigos, y quemaban a los prisioneros, los despellejaban, eran capaces de cualquier barbaridad.

Pensando en la muerte que le aguardaba, Donatien sintió los latidos de su nuez, que en realidad provenían del corazón, y se dijo que Lalande Biran no podía hacerle aquello por una falta leve, que llevaban seis años juntos, seis años en los que él no había hecho más que servirle fielmente. Pero no logró tranquilizarse. Él conocía bien la forma de ser de Lalande Biran porque otro hermano suyo, el mayor, era idéntico, más parecido a un cocodrilo que a un mono rabioso. No la clase de persona que por nada saca el cuchillo y ataca, sino alguien que sabe esperar hasta el momento en que puede hacer más daño.

Donatien tuvo que levantarse de la cama y recorrer una y otra vez su paillote para ver si conseguía ahuyentar los malos pensamientos y apaciguar los latidos de su nuez. Pero no pudo, y sintió ganas de llorar. Toda la culpa era suya. El primer día que Chrysostome se negó a lavar a la muchacha, él tuvo la intención de dejar el jabón y la toalla en el almacén del Club Royal y correr a la Casa de Gobierno para informar del hecho. Pero vio a la joven desnuda, metida en el agua hasta las rodillas —coincidió que se trataba de una muchacha robusta, del tipo que a él más le gustaba—, y no pudo resistirlo. Le resultaba muy agradable deslizar su mano por los cuerpos enjabonados. De jovencito, con diez o doce años, aquel trabajo le desagradaba, y sus hermanas mayores tenían que darle unas monedas a cambio de sus frotamientos; pero con el tiempo había aprendido a disfrutar, y en el pequeño puerto de las canoas se lo pasaba casi tan bien como en la cama.

Donatien volvió a sentir ganas de llorar al darse cuenta de todo lo que perdería por su mal comportamiento. No habría más muchachas en su vida, ni podría entregarse a dormir y a descansar. Derramó unas lágrimas: estaba arrepentido, arrepentido, arrepentido; no lo haría nunca más, siempre le diría la verdad a su capitán.

Su arrepentimiento era sincero, y acaso por eso se le iluminó de pronto la mente y descubrió una vía de salvación; un sendero en la impenetrable selva, una luz en las tinieblas, por decirlo con una metáfora doble. Se acordó de nuevo de su hermano homosexual, y de la prontitud con la que él actuó el día de su suicidio. No bien se enteró de la noticia, había corrido a registrar la habitación del pequeño hotel donde vivía aquél. El esfuerzo había tenido su premio. Aparte del dinero, halló una cajita de nácar al fondo de un baúl de ropa, y dentro de la cajita unos pendientes verdes, de esmeraldas. Cuando volvió a casa, sus hermanos consiguieron arrebatarle parte del dinero, pero no así la caja con los pendientes, que él había escondido bajo tierra. Le pegaron, su hermano asesino le sacó el cuchillo, pero él, jugando como sólo saben jugar los mejores, logró guardar el secreto.

Durante todo el tiempo en que los pendientes de esmeraldas permanecieron bajo tierra, él albergó en su corazón la ilusión de que alguna vez se casaría, y de que aquellas piedras preciosas serían el regalo de boda para su novia; pero la llamada de la Force Publique había llegado antes de cumplirse su sueño, de modo que, al abandonar su hogar y salir para África, las había sacado de su escondite para guardarlas en el fondo de su petate. Seis años más tarde, seguían allí.

Enjugándose las lágrimas con la manga de la camisa, cogió el petate de un rincón de la paillote y recuperó la cajita de nácar. Estaba algo deteriorada por los golpes sufridos durante tantos años; pero las esmeraldas relucían como el primer día, límpidas, intensamente verdes. Incluso a la mortecina luz del quinqué, los ojos las distinguían enseguida del resto de objetos comunes y se quedaban hipnotizados ante ellas.

Chrysostome no era pédé, pero le gustaban las joyas. Le encantaban. Él lo sabía bien porque muchas veces lo espiaba por una hendidura de su paillote y lo veía sacando brillo al reloj o a la cadena de oro. Sin duda, en ese aspecto Chrysostome era como otro de sus hermanos, que se negaba a vender las piezas que había robado, y que con los años llevó su manía hasta tal extremo que cuando lo apresó la policía y registró su habitación se encontraron con un auténtico botín; «la cueva de Alí Baba», lo llamó el jefe de policía.

Le propondría un trato a Chrysostome. Él le regalaría los pendientes de esmeraldas; a cambio Chrysostome tendría que ocuparse de lavar a la muchacha el siguiente jueves y todos los jueves venideros. No era una decisión fácil. Su ilusión por casarse perduraba en su mente tan íntegra e intacta como las dos esmeraldas engarzadas en los pendientes, y le dolía que las piedras preciosas no pudieran finalmente ser propiedad de la soñada mademoiselle que se convertiría en su esposa.

La ilusión quedó arrinconada en su interior. Por muy hermosa que fuera, carecía del peso suficiente para equilibrar una balanza en la que, como contrapeso, figuraba el castigo de Lalande Biran. No deseaba ser enviado a la zona del Lomani y morir quemado o despellejado por los rebeldes. Tampoco de otra manera, pero mucho menos así. Los pendientes debían ser para Chrysostome.

Existía un riesgo, indudablemente. Podía suceder que Chrysostome se apoderara de la caja de los pendientes y luego, mostrando un cartucho, le amenazara: «Como denuncies que te los he quitado te meto esto en la cabeza». Pero no era probable. Por regla general, los asesinos no solían ser ladrones, y viceversa. Al menos en su familia siempre había sido así.

Despuntaba el alba cuando abandonó su paillote con la cajita de nácar. El momento era grave, y la nuez de su garganta subía y bajaba sin parar. Instantes después, cuando se reunió con Chrysostome y vio que se le iluminaban los ojos, comprendió con alivio que su plan iba a tener éxito.

La vida de Donatien cambió para bien después de que Chrysostome superara la prueba ante Lalande Biran, Van Thiegel y Richardson. Chrysostome lavó perfectamente bien a la muchacha, haciéndole la prueba de virginidad que exigía el capitán con la ayuda de unos guantes de caucho, y los tres mandos se marcharon convencidos de que su plan se estaba cumpliendo a rajatabla. Así pues, no habría castigo para él, no tendría que ir a la zona del Lomani, no correría el peligro de que los rebeldes, por decirlo así, le cortaran los huevos.

Pero lo mejor estaba por llegar. Ocurrió el siguiente jueves, cuando se reunió con los cuatro askaris y con Chrysostome en el pequeño puerto de las canoas dispuesto a cruzar el río en busca de la muchacha. Chrysostome le puso la mano en el pecho, cerrándole el paso:

—Prefiero ir solo —le dijo.

Al oír aquellas palabras Donatien sintió los golpes del corazón en la nuez, esta vez causados por la alegría. No podía creer que tuviera tan buena suerte.

—¿Estás seguro? —preguntó—. Sé que conoces los caminos para llegar a los mugini, pero el riesgo de perderse es grande en la selva. Yo podría ayudarte, de eso no cabe duda. Pero, en fin, si quieres ir solo, adelante. No seré yo el que se oponga a los deseos de un tipo de Britancourt.

El más listo de sus hermanos le había advertido en una ocasión lo bien que venía conocer los nombres de las personas y los de sus mujeres, hijos, padres, tíos y demás miembros de la familia. «El primer paso para obtener algo de alguien es tratarlo como si fuera un amigo o un viejo conocido», decía su hermano listo. El procuraba seguir aquella directriz, a pesar de que en Yangambi no era tan fácil como en Amberes o en Bruselas, por ser la mayoría de los oficiales muy parcos a la hora de hablar de la familia o de los amigos; pero de todas formas había hecho algunos avances. Van Thiegel, por ejemplo, se portaba mucho mejor con él desde que empezó a preguntarle por su madre: «¿Tiene noticias de Marie-Jeanne?», «¿Qué opina Marie-Jeanne del precio del caucho?». Y el mismo Lalande Biran, siempre tan rígido en cuestiones de tratamiento, admitía a veces que le preguntara por su mujer: «¿Se encuentra bien su esposa, Christine Saliat de Meilhan?». Con Chrysostome todo era más complicado, pero, a falta de más datos, siempre que podía le mencionaba su pueblo natal, Britancourt.

—Regresaremos a las cuatro de la tarde —dijo Chrysostome tras consultar el reloj de plata del bolsillo—. A esa hora quiero verte aquí.

Los términos de su colaboración habían quedado establecidos al cerrar el trato de los pendientes de esmeraldas. En caso de que Lalande Biran o cualquiera de los mandos estuvieran cerca, Chrysostome se ocuparía de lavar a la muchacha; de lo contrario, sería Donatien, como acostumbraba, el encargado. Contaban con el apoyo de Livo y de los demás sirvientes, quienes, a cambio de galletas o de salami, vigilaban los alrededores del club a fin de evitar sorpresas.

Chrysostome y los cuatro askaris se alejaron en la canoa, y Donatien buscó cobijo en el almacén del Club Royal. Disponía allí de un hueco rodeado de cajas de comida y bebida, cubierto con un mosquitero, donde se tumbaba a descansar cuando no le convenía ser visto en los alrededores de la Casa de Gobierno. Y el jueves era el día que menos le convenía.

El almacén tenía poca luz, solamente la que se filtraba por las hendiduras de la techumbre, y por lo general Donatien caía dormido nada más tumbarse. Pero aquel día se sentía demasiado feliz para cerrar los ojos. Estaba en racha, las cartas que le iban llegando eran inmejorables. No era sólo que se libraba de la caminata por la selva, o del riesgo que siempre existía a causa de los parientes de las muchachas, que no se resignaban a que gentes extrañas se las llevaran del mugini; era también que podía seguir saboreando los mejores momentos de la misión: el baño de la muchacha, la mayor parte de los jueves, y todos, absolutamente todos los jueves, la suerte de poder acompañarla a la Casa de Gobierno. Las labores de ayuda de cámara seguían recayendo sobre él.

Despierto, en la penumbra, trató de pensar en su situación, si había en ella algo preocupante, si la calma que percibía no sería pura apariencia. Todo indicaba que no. Sólo había habido un momento peligroso. Mientras Chrysostome hacía la prueba, Van Thiegel había exclamado:

—¡Mirad! ¡Mirad los guantecitos que se ha puesto la nena!

Afortunadamente, el insulto no llegó a oídos de Chrysostome.

Cocó, el teniente Van Thiegel… Le resultaba sorprendente que aquel hombre siguiera vivo. Había conocido hombres así, hombres que vivían llamando al peligro, y por regla general no duraban. Pocas veces sobrevivían más allá de los cuarenta. Por ejemplo, dos de sus hermanos, que eran de esa clase de personas, hacía tiempo que habían sido enterrados, uno antes de los veinte y el otro antes de los treinta. El mismo jueves de la prueba, a saber lo que habría pasado de haberse enterado Chrysostome de que Van Thiegel le estaba llamando marica. Encima sin serlo. Y eso también le llamaba la atención, qué poco se fijaban en las cosas los mandos, lo mismo Lalande Biran que Van Thiegel o Richardson. Si se lo hubieran preguntado a él, les habría dicho la verdad enseguida: «¡Señores, no es lo que parece! ¡Lo que pasa es que tiene miedo a contagiarse! ¡Por eso se pone los guantes! ¡Por eso no le ven con mujeres!». Pero no se lo preguntaban, y la cosa seguía igual.

Él había comprendido lo del miedo al contagio de Chrysostome nada más verle con los guantes de caucho, precisamente porque una de sus hermanas era idéntica y de pequeño le obligaba a ponerse unos guantes como aquéllos antes de frotarla con agua y jabón. Un día que le había preguntado el motivo, ella le había dicho: «No quiero pillar una de esas cochinas enfermedades». Era curioso que Lalande Biran no cayera en la cuenta, siendo él mismo una persona tan preocupada con el contagio. La única diferencia era que el capitán se fiaba de la salud de las vírgenes, y Chrysostome no.

Advirtió una débil luminosidad en la penumbra del almacén. El sol tenía ahora más fuerza y penetraba por los resquicios de la techumbre. Sus pensamientos eran cada vez más placenteros. Todo iba bien, no cabía duda, y en general estaba siendo prudente. Y su futuro también pintaba bien. Si Van Thiegel conseguía salir vivo de Yangambi y cumplía su promesa de asociarse con él, pronto se encontraría dirigiendo su soñado prostíbulo en Amberes, y se haría muy rico. Sería el momento de comprar a su mujer unos pendientes de esmeraldas.

Le pareció que los rayos de luz de la techumbre se ondulaban, moviéndose como serpientes. Cerró los ojos. Existían obstáculos, indudablemente, pero en general todo iba bien.

Lo despertó una bocina, y salió corriendo hacia la plataforma de la playa. Pero no era, como había creído, uno de los barcos habituales, sino un vaporcito que exhibía las siglas AIA de la Association Internationale Africaine. Enseguida se arrepintió de su precipitación. En la cubierta, un grupo de hombres rodeaba un cajón de madera de unos tres metros de altura, moviéndose como si no supieran qué hacer con él. Nadie más había acudido a la llamada de la bocina, ni tan siquiera Livo.

Uno de los hombres le hizo un gesto para que se acercara. Donatien se reprochó su falta de prudencia. No tenía que haber salido del almacén. Los de la AIA necesitaban un ayudante. Para desembarcar la carga, probablemente.

El cajón era realmente pesado, y sólo a duras penas consiguieron moverlo. A Donatien le dolían los brazos.

—¿Qué traen aquí? —preguntó a los hombres. Eran todos veteranos, seguramente llevaban mucho tiempo en África. Pero no los conocía.

—Traemos a la Virgen —respondió el mismo que le había llamado. No vestía de uniforme, pero lucía una insignia de la Force Publique en el cuello de la camisa.

Donatien se quedó callado, esforzándose por comprender. Semanas atrás había oído una conversación entre Lalande Biran y Cocó sobre la conveniencia de traer un león del zoológico de Bruselas para que lo cazara el Rey, y al ver el cajón de madera lo primero que se le ocurrió fue precisamente lo del león. No se esperaba una Virgen.

—Es de mármol. Por eso pesa tanto —le informó el hombre de la insignia.

—Iré a buscar a los sirvientes del club —dijo Donatien—. Aquí se necesitan más brazos.

—Con su ayuda será suficiente —dijo el hombre.

—Pues, adelante. Usted sabrá —farfulló Donatien: «Allezyvousvrrez».

No había vuelta atrás. En vez de dormir apaciblemente en su rincón del almacén tendría que dedicarse a descargar. Y además sin sombrero, porque se lo había dejado en el almacén. El sol le achicharraría la cabeza.

—Buscad más ramas como ésas para bajar a la Virgen —dijo el de la insignia señalando unas ramas de caoba desperdigadas por la playa.

Donatien se sumó a la tripulación de la AIA, y todos empezaron a recoger ramas.

—¿Cuánto tiempo van a quedarse? —preguntó Donatien—. ¿Tendrán un ratito para beber un poco de vino de palma?

Se acababa de acordar de que Chrysostome volvería con la muchacha sobre las cuatro de la tarde. Mejor que no la vieran los forasteros. A Lalande Biran no le gustaban los testigos. En eso era igual que sus hermanos.

—Bajamos la carga a la playa y nos vamos —dijo el de la insignia, y se puso a dar instrucciones a sus hombres. Tenían que poner las ramas junto a la plataforma y dejar caer el cajón sobre ellas. Era la única manera de arrastrarlo sin que se hundiera en la arena.

El hombre demostró saber lo que hacía. Con aquel sistema pudieron llevar fácilmente el cajón hasta la mitad de la playa.

—Aquí se queda. Avise a su superior —dijo el de la insignia. Se subió al barco seguido de toda la tripulación. Era verdad que no tenían tiempo que perder.

—A mi cuenta —dijo Donatien.

Permaneció junto al cajón hasta que el vapor de la AIA desapareció en la distancia. Luego se dirigió tranquilamente hacia la Casa de Gobierno.