X

Los askaris de fez rojo habían atado el primer mandril detrás de un parapeto pintado de blanco, de forma que sólo le asomaba la cabeza. Richardson entrecerró los ojos. Le costaba distinguir la diana.

—¿A cuántos metros se encuentra, capitán? —preguntó.

—A doscientos, poco más o menos.

El parapeto estaba justamente al otro extremo del campo de tiro. Al fondo, la selva.

—Demasiado lejos, Biran. Y la luz no nos va a ayudar —opinó Richardson. El primer sol de la mañana brillaba detrás del parapeto—. Haga la prueba.

Le pasó su rifle.

Tampoco Lalande Biran podía distinguir bien la cabeza del mandril. Era, sencillamente, un borrón negro encima del parapeto blanco. A Donatien, que estaba a cargo de los askaris que se ocupaban del parapeto y de los mandriles, sólo pudo reconocerle por la altura. Sus ojos seguían siendo d'azur et d'or, pero cada vez eran más débiles.

—¡Todos en fila! —ordenó—. ¡Cuarenta pasos al frente!

Los oficiales se pusieron en fila y comenzaron a avanzar contando los pasos: «¡Uno!, ¡dos!, ¡tres!, ¡cuatro!…».

—¡Mejor! —exclamó Richardson al llegar a la nueva posición. También Lalande Biran veía con mayor precisión la diana, el borrón del parapeto tenía el morro de un mandril. Y las cabezas de Donatien y de los askaris tenían orejas.

—Mucho mejor, sin duda —repitió Richardson tras apuntar con el rifle—. Pero sigue estando difícil. Tenemos entretenimiento para todo el día. Lo peor es que, con los disparos, los monos se moverán cada vez más.

Los askaris dejarían sin atar la parte de arriba del cuerpo del mono para que pudiera mover libremente el tronco y la cabeza. Un blanco móvil daría más emoción al juego.

Lalande Biran llamó con un grito a Donatien, y se llevó una mano a la cabeza. El asistente comprendió enseguida, y corrió a ponerle un fez rojo al mandril.

—¡Muchísimo mejor! —exclamó Richardson. Hubo risas entre los oficiales. Alguno aplaudió.

Van Thiegel se sumó a las risas y a los aplausos, pero su atención estaba en otra parte. Todos los oficiales, tanto los jóvenes como los mayores, estaban disfrutando con la fiesta, pero había una excepción: Chrysostome. Se había colocado en el extremo de la fila, al margen del grupo, como en las mesas de juego del Club Royal. No era indiferencia; era arrogancia. Su actitud manifestaba que a él la distancia no le importaba, y que ponerle un fez rojo al mono le parecía una tontería.

Lalande Biran se percató del malestar del teniente.

«Reina la fiesta en el campamento, pero…», pensó para sí, persiguiendo la primera frase de un poema. Miró alrededor en busca de detalles, y vio a los cocineros encendiendo las barbecues para asar la carne de cabra y el humo dispersándose en el aire. La bandera azul con la estrella amarilla se mecía suavemente con la brisa, y sus hombres estaban contentos porque no tenían que adentrarse en la selva para las siempre arduas labores de vigilancia. El único al que no se veía contento era Van Thiegel.

No podía entender la actitud del teniente. Las tres enormes gabarras que habían partido río abajo, cargadas con seiscientos troncos de caoba y doce colmillos de elefante, tardarían menos de un mes en llegar a Léopoldville. Una semana después, el cargamento se encontraría en Matadi. Otros quince días, y ya habría arribado a su destino, el puerto de Amberes. A partir de ese momento, los empleados de Toisonet se encargarían de todo. A mediados de diciembre, el dinero se hallaría a buen recaudo, en las cuentas corrientes de un banco suizo.

«Reina la fiesta en el campamento, y soy casi feliz…», se dijo, volviendo al poema. La frase, con aquel espontáneo «soy casi feliz», le sorprendió, y quiso aferrarse a su tono íntimo, confidencial, y seguir con el poema; pero no había tiempo, la competición debía comenzar. Richardson, Lopes y varios oficiales más se movían nerviosos en las inmediaciones de la posición de tiro.

Lalande Biran se acercó a la fila de oficiales para comunicarles el premio. Consistiría en una foto. El periodista que iba a venir en Navidades se encargaría de retratar al ganador y publicar su foto en los periódicos de Europa.

—Entonces no me conviene ganar —dijo Richardson.

—Ya sabéis, es por miedo a su mujer —explicó Lopes. Tenía muy buen humor, de estilo militar—. En su última carta le contó que se encontraba en Argel, y que regresaría a casa enseguida. Eso fue hace veinte años.

Algunos oficiales se rieron, y Richardson le metió la culata de su Albini-Braendlin en la boca del estómago. Su humor era aún más militar que el de Lopes.

A un gesto de Lalande Biran, uno de los suboficiales negros acudió con un pequeño saco. Los oficiales extrajeron los números: a Richardson le tocó el siete, a Van Thiegel el ocho, a Lopes el trece, a Chrysostome el catorce. Lalande Biran no introdujo su mano en el saco. Como primer mando de Yangambi, le correspondía disparar después de que todos los oficiales lo hubieran hecho.

El primer mandril no se movió mucho con los primeros disparos, pero en cuanto se dio cuenta de lo que pasaba empezó a forcejear para soltarse. Cuando disparó Richardson, la sacudida fue tal que el fez rojo cayó al suelo. El oficial repitió su humorada:

—No me conviene ganar. Por eso no le he dado de lleno.

Lalande Biran le guiñó un ojo.

—Cocó no errará el tiro, ya lo veréis.

Sudoroso, el teniente se enjugó las manos en los pantalones. Apuntó con parsimonia y disparó. La cabeza del mandril desapareció de la vista, pero reapareció a los pocos instantes.

—Le ha dado, teniente, pero no en un punto vital —dijo Lopes. La cabeza del mono se movía frenéticamente en el parapeto—. Creo que ha sido en el hombro —añadió.

—Con eso no adelanto nada —dijo Van Thiegel con una maldición.

Lalande Biran volvió a hacerle un guiño a Richardson. Si arreciaban las maldiciones quería decir que la competición iba por el mejor camino.

—Tranquilo, Cocó, esto no ha hecho más que empezar —dijo Richardson.

De los oficiales que le siguieron, erraron todos: el noveno, el décimo, el undécimo, el duodécimo y el decimotercero, Lopes. Era el turno de Chrysostome.

Van Thiegel miró atentamente hacia el parapeto. El mono se estaba desangrando y cada vez se movía menos a causa de la herida que le había provocado su disparo. Desde luego, no estaba en racha. No conseguía nada, y para colmo allanaba el camino a su mayor contrincante.

Chrysostome disparó enseguida, nada más enderezar el fusil. La cabeza sobre el parapeto desapareció de inmediato, y Donatien agitó la bandera azul con una estrella amarilla de la Force Publique. Los askaris se llevaron a rastras el mandril muerto.

Se hizo un descanso a la hora de la comida, y todos los participantes se sentaron en cuatro círculos en torno a otras tantas bandejas de asado de cabra. Para entonces Chrysostome había derribado tres monos; Lopes y Lalande, uno cada uno; los otros oficiales, ninguno.

Richardson le ofreció a Van Thiegel una vasija llena de vino de palma.

—Si quieres disparar mejor esta tarde, bebe. Es mi consejo. Por la mañana te he visto agarrotado.

El teniente bebió un trago largo. Estaba decidido a emborracharse aun antes de que nadie le animara a ello. Tenía que cambiar su mala racha. Iba a quedar en ridículo.

La bebida, una barrica llena, la habían dejado a la sombra de un cobertizo para que no se recalentara, y los sirvientes, Livo y otros cinco más, se apresuraban de un grupo a otro de oficiales para hacerse cargo de los vasos vacíos. El único que seguía con sus zancadas y su ritmo de siempre era Donatien, encargado de atender al capitán y a los dos oficiales que compartían con él el asado de cabra, Van Thiegel y Richardson.

El sol estaba alto, hacía calor. La mayoría de los hombres comían con apetito. Bebían, además, sin censura ni reservas, porque no les tocaba vigilar a los caucheros en aquella selva oscura donde una imprudencia podía costarles la vida.

Según el programa de la jornada que Lalande Biran había redactado de su puño y letra, y que colgaba en la entrada del Club Royal, el momento que estaban viviendo era un joyeux déjeuner sur l'herbe, una «alegre comida en el campo». Pero la tensión reinante impedía a los hombres disfrutar de la fiesta. La conversación era torpe, a veces áspera; los rifles no se hallaban juntos y sosteniéndose recíprocamente, tal como se acostumbraba en los momentos de descanso, sino cada cual al lado de su dueño; nadie se recostaba en el suelo para echarse una cabezada. El mismo Donatien, al que la competición le daba igual, estaba cada vez más nervioso. No era fácil tomarse un respiro. Van Thiegel y Richardson no paraban de llamarle, bebían vino como agua.

A la novena o décima llamada, Van Thiegel no quiso vino de palma, sino coñac. A Donatien la nuez se le hundió en el cuello. No tenía ninguna botella a mano.

—No te alarmes, Donatien —le dijo Lalande Biran—. Te doy permiso para traer la botella de Martell que encontrarás en mi despacho. Así no tendrás que ir hasta el almacén.

Donatien saludó militarmente y se dirigió hacia la plaza.

—No le verán correr —dijo Lalande Biran siguiendo con la mirada al asistente—. Probablemente sea el miembro más vago de toda la Force Publique, pero por lo demás es como un buen perro, obediente y fiel.

—Obediente, fiel… y bastante corto —dijo Richardson.

—¿Corto? —exclamó Van Thiegel—. ¡Si casi todo lo tiene largo! Se la he visto un par de veces y es larguísima. La primera vez me pareció que llevaba un salami entre las piernas.

Lalande Biran se rió a gusto. Se sentía bien. En parte por la bebida, pero sobre todo por haber acertado a un mono. Había dicho a sus hombres que, diera o no en el blanco, haría sólo un intento. Había quedado, por consiguiente, muy arriba en la clasificación: un cartucho, un mono. Cocó, en cambio, muy abajo: tres tiros y ni un solo mono. Como era de esperar, Chrysostome iba el primero: tres disparos, tres monos. Podía considerársele ganador. Aunque por la tarde todavía les quedaban otros seis disparos a cada uno, sería difícil que nadie igualara la marca de la mañana. Menos que nadie Cocó. Según avanzaba la jornada se le veía más alterado. Cada vez que el nombre de Chrysostome salía en la conversación el semblante se le ensombrecía.

Donatien trajo la botella de Martell, y con ella tres copas de cristal.

—Muy bien, Donatien. Creía que se te olvidarían las copas —le dijo Lalande Biran. No le gustaba beber coñac en vaso—. Puedes marcharte a dormir, si quieres. La competición se reanudará dentro de una hora.

Donatien le dio las gracias, y fue a descansar al cobertizo donde estaba la barrica de vino de palma.

Van Thiegel se había puesto en pie y observaba el grupo del que formaba parte Chrysostome. Eran cinco oficiales, sentados a la sombra de una teca solitaria, a unos quince metros. En aquel momento brindaban con los vasos en alto, cuatro de ellos alzando el brazo y uno, Chrysostome, levantándolo apenas. El muy marica estaba a lo suyo, como siempre.

Se volvió hacia Lalande Biran.

—Antes de vérmelas con el amigo Martell necesito vaciar la vejiga —dijo. Tenía la lengua torpe, y pronunciaba mal las palabras—. Pero por si acaso voy a alejarme un poco —señaló la teca solitaria, y añadió—: Es el mejor lugar de Yangambi para echar una meada, pero no quiero que ese de ahí me la vea.

Richardson quiso reírse, pero se le cerraban los ojos. Se estaba quedando dormido.

—Ya hablaremos luego —dijo Van Thiegel. Se alejó obligándose a caminar erguido, y desapareció detrás de un montículo.

«Reina la fiesta en el campamento, y los guerreros han bebido», pensó Lalande Biran retomando el hilo del poema. «Unos brindan, otros cantan; alguno, el más viejo, no logra resistirse al sueño. Pero no hay paz, no hay hermandad, porque los contrincantes se vigilan…»

Lalande Biran deseaba introducir una cita en ese punto del poema. Se le ocurrió la historia de Caín y Abel, pero la descartó. Toisonet siempre decía que no había que mezclar la poesía con la religión.

Van Thiegel volvió al grupo caminando con bastante naturalidad, pero cuando quiso flexionar las rodillas y sentarse perdió el equilibrio y cayó torpemente al suelo. Se levantó profiriendo una maldición.

Lalande Biran sirvió coñac en dos copas y le ofreció una de ellas a Van Thiegel.

—Cocó, desahóguese. ¿Qué pasa con Chrysostome? Las insinuaciones no llevan a ninguna parte.

No era inusual que Lalande Biran percibiera roces entre sus hombres, pero no solía tomar medidas hasta que, como acostumbraba a decir Napoleón, «las espadas empezaban a desenvainarse». En el caso de Cocó y Chrysostome no había ruido de espadas todavía, pero la antipatía de Van Thiegel era cada vez más agresiva.

—Es marica, Biran. A mí me parece que al rey Leopoldo no le haría ninguna gracia saber que la Force Publique cuenta con gente así. No sé lo que opina usted.

Lalande Biran tenía la copa justo en los labios, y, sin llegar a darle un trago, se echó a reír al estilo de Toisonet, como si le brotara espuma por la boca. Van Thiegel se le quedó mirando. No siempre era fácil comprender las reacciones del capitán.

—Las mujeres no le interesan, eso está claro —dijo Lalande Biran, mirando hacia el grupo de Chrysostome. Casualmente, en el mismo instante, Chrysostome giró la cabeza hacia ellos, como si les estuviera oyendo—. Pero que le gusten los hombres…, eso está por ver. Desde luego yo no tengo ningún motivo para creerlo. Se lo voy a decir bien claro. Pasamos tres semanas enteras en la selva, juntos noche y día, y le aseguro que no observé ningún indicio de lo que usted dice.

Chrysostome seguía con la cabeza vuelta hacia ellos. Levantó la mano y le mostró tres dedos. Tres dedos, tres monos.

Van Thiegel no acababa de entenderlo. No sabía a favor de quién estaba el capitán.

—Como tirador es el número uno, lo admito —dijo—. Con el primer mono ha jugado con ventaja, porque yo lo he dejado tocado, pero con los otros dos no. Se movían como locos, y aun así ha logrado hacer blanco.

Lalande Biran bebió un poco de coñac. Van Thiegel, que había vaciado ya su copa, cogió la botella y se volvió a servir.

—¿Está cansado, Cocó? ¿Aburrido de la vida en Yangambi? —le preguntó Lalande Biran.

—A ratos —respondió Van Thiegel con precaución.

—Yo siento un gran alivio al saber que el año próximo estaré en Europa. No me gustaría acabar como Richardson.

Van Thiegel le miró intrigado. No era habitual que el capitán le confiara sus pensamientos. Luego miró a Richardson. Dormía con la boca abierta, enseñando un par de dientes de oro. Visto de aquella guisa, los años se le notaban más. Tenía aspecto de viejo.

Lalande Biran volvió a tomar la palabra:

—Caerá muerto en algún rincón de la selva y alguien le arrancará los dientes para quedarse con el oro.

—Sin duda es lo que haría Chrysostome —dijo Van Thiegel—. Le encantan las joyas, como a todos los que son como él. No hay más que ver el empeño que pone en lucir sus colgantes.

Se le amontonaba todo lo negativo de Chrysostome en la cabeza. En un lado, su aspecto aseado y limpio, siempre con sus joyas por delante; en el otro, la manera en que le había ofendido nada más llegar a Yangambi, en la competición de Guillermo Tell, y las miradas que le lanzaba de cuando en cuando, siempre con el mismo mensaje: «No sé qué eras antes, pero sí lo que eres ahora: un tirador mediocre». No se lo podía quitar de la cabeza. No lo podía perdonar.

Los malos pensamientos le llegaban a la boca como eructos, y sentía la necesidad de arrojarlos fuera de sí; pero Lalande Biran se llevó un dedo a los labios y le indicó que se callara.

—Tranquilo, Cocó. Ya hablaremos otro día.

El capitán se tumbó y se caló el sombrero blanco hasta los ojos.

—Sigamos el ejemplo de nuestro veterano. Nos vendrá bien descansar un poco. Todavía nos quedan una docena de monos.

Van Thiegel se sintió decepcionado. Ya se sabía que el capitán no era hombre de reacciones rápidas, pero él esperaba algo más. Algunas palabras de desaprobación, la promesa de que tomaría medidas. En lugar de eso, sólo había obtenido unas cuantas palabras de compromiso, es decir, nada.

Con los ojos bajo el sombrero, Lalande Biran se volcó de nuevo en el poema. Estaba decidido a acorralar a su musa, que sólo le proporcionaba comienzos. Pero cuarenta comienzos no hacían un libro. Y él llevaba más de seis años sin publicar.

«Unos brindan, otros cantan; alguno, el más viejo, no logra resistirse al sueño. Pero no hay paz, no hay hermandad, porque los contrincantes se vigilan…»

Volvió a recordar los años que llevaba sin publicar. Más de seis años. Parecía mentira.

«Pero no hay paz porque cada cual esconde un secreto, y los secretos causan…»

Incómodo, cambió de postura y se puso de costado. Una vez más, el poema se negaba a salir a la luz, y pensó que más valía olvidarse de él y considerar las cifras que había visto en el artículo de Le Soir, especialmente las dos que representaban la subida de la caoba y el marfil, 3,3 y 3,7.

Las dos cifras empezaron a transformarse en su mente. Las vio primero flotando en el aire, y luego, inmediatamente, convertidas en pájaros y sobrevolando una extensa pradera verde. «Mon ami, ¿ves esa hierba aplastada?», le preguntó alguien a quien no podía ver, tal vez Toisonet, aunque la voz no sonaba como la de su amigo. Quienquiera que fuera, decía la verdad. La hierba de la pradera estaba aplastada. La voz continuó: «Pues representa una parte de tu vida, los años que has pasado en Yangambi, un tiempo estéril y triste. Esas hierbas jamás volverán a enderezarse; los días echados a perder en este lugar jamás regresarán». Vio otra vez la pradera, y en ella, la sombra de dos pájaros. Pero no eran los pájaros de un momento antes, sino dos murciélagos. «Efectivamente, son murciélagos», le informó la misma voz. «¿Quién eres? ¿Toisonet?», quiso saber él. «No, el Otro», respondió la voz, y los dos murciélagos volaron hacia él chillando frenéticamente y con la clara intención, según le pareció, de devorarle el hígado. Se puso boca abajo, con el cuerpo encogido, y luego de pie. Al abrir los ojos se dio cuenta de que continuaba en Yangambi. El sol seguía en lo alto. Hacía calor. Al otro lado del campo de tiro, los askaris arrastraban un mono hacia el parapeto.

—¿Ha tenido una pesadilla? —preguntó Richardson. Ya despierto, se estaba sirviendo una copa de coñac—. Se ha levantado usted como si el suelo estuviera ardiendo.

—La culpa es del coñac. No estoy tan acostumbrado como ustedes —replicó el capitán.

—En ese caso, vamos a darle un castigo. Lo dejaremos preso aquí —Richardson se palpó la barriga, y bebió la copa de un trago.

—Yo también quiero castigarlo —dijo Van Thiegel con el mismo humor de Richardson. Estaba sentado en el suelo, con el sombrero echado para atrás, y parecía sobrio. Al menos hablaba más claro.

Lalande Biran lo miró con respeto. Físicamente, Van Thiegel era superior a él. Y no era un mal ayudante, en el fondo. El mejor del que podía disponer en Yangambi, seguramente. Su fortaleza le permitía hacerse cargo de todos los trabajos pesados, y en general, al menos hasta entonces, se había llevado bien tanto con los oficiales como con los askaris nativos. Además, tenía aquella madre tan particular que se ocupaba de los negocios y le informaba de aquellas cifras tan importantes, el 3,7 y el 3,3.

—Estaba pensando una cosa, Cocó —dijo de pronto—. Tenemos que buscarle una novia a Chrysostome.

Richardson soltó una carcajada.

—¡Buena idea!

—A mí también me parece buena idea, Biran —dijo Van Thiegel poniéndose bien el sombrero.

—Si mi larga experiencia puede servirles de algo, estoy a su disposición —dijo Richardson.

Lalande Biran habló en un susurro.

—Ya saben que Donatien se encarga de traerme las muchachas de la selva. Pues bien, en adelante le acompañará Chrysostome.

Van Thiegel sonrió, Richardson aplaudió. Era una buena idea, ciertamente.

—Mañana por la tarde en la Casa de Gobierno, señores. Sobre las cuatro. Hay que concretar el plan.

Lalande Biran se despidió de los dos hombres y echó a andar en dirección al parapeto de los monos. El cielo estaba azul, con algunas nubes altas y dispersas; la selva, verde oscura; las tecas diseminadas en el campo, verdes claras; la tierra, marrón amarillenta.

Mientras caminaba, desvió el curso de sus pensamientos hacia el poema que había iniciado en el porche del Club Royal después de leer el artículo de Le Soir —«Le han dicho a Sísifo…»—, y decidió titularlo con las dos cifras —3,3, 3,7—, pero sin confesarle a nadie el motivo, ni siquiera a Toisonet. Cuando se publicara su nuevo libro, diría a los críticos que se trataba de «números cabalísticos» y que prefería dejar en manos de los lectores su interpretación.

«Le han dicho a Sísifo, la roca que llevabas sobre tus espaldas ha sido destruida; siéntate, si así lo deseas, en la orilla del río a contemplar la corriente. Ya no hay peso, no hay obligaciones. Pero, amigos, Sísifo no puede parar. Si lo hace, acuden a él los murciélagos hambrientos. Amigos: no es tan valeroso como Prometeo. Es un niño, y necesita jugar. No le molestéis, os lo ruego».

Al pasar por delante del parapeto el mandril que estaba ya atado le siguió con la mirada, pero él iba concentrado en el poema y no se percató. Sólo volvió a la realidad cuando llegó al cerco donde habían encerrado a los otros mandriles y los askaris empezaron a llamarle. Un mandril macho parecía tener la rabia, y no había manera de dominarlo. Si intentaban ponerle un bozal les mordería.

Lalande Biran echó un vistazo por encima de las planchas de madera. La mayoría de los mandriles tenían aspecto de estar cansados, y le miraron con ojos mansos, pero el macho presuntamente rabioso se le encaró con ojos desorbitados y el morro lleno de dientes. El capitán levantó el rifle y le descerrajó un tiro en la cabeza.

Dos askaris golpearon con palos al mandril para ver si reaccionaba. Pero estaba muerto.

Très bien! Très bien, mon capitaine! —exclamaron.

Lalande Biran se dirigió hacia donde estaban los oficiales, centrándose de nuevo en el poema de Sísifo. Le gustaba mucho la última línea: «… Es un niño, y necesita jugar. No le molestéis, os lo ruego». Sin duda remataba bien el poema.

Se sintió jubiloso. Se conocía bien a sí mismo. Cuando era capaz de concluir un poema, era capaz de concluir otros veinte más. Le escribiría una carta al editor de Bruselas para decirle que el nuevo libro estaba en marcha y pedirle una fecha de publicación.

Se le acercó Donatien y le pidió permiso para volver al parapeto de los monos. Cinco minutos después, el primero de los tiradores dio inicio a la sesión de la tarde. Tres horas más tarde, la competición había concluido con el siguiente resultado: Chrysostome nueve monos, Lopes cuatro, Van Thiegel tres.

Richardson le dio unas palmadas en la espalda al teniente.

—Por la tarde has estado fenomenal. Pero hay que reconocer que los jóvenes vienen pisando fuerte. Hay que dejarles paso.

—Hay que ayudarles, sí. Sobre todo a Chrysostome. A ver si le encontramos esa novia que hemos dicho.

—Estoy seguro de que Donatien le enseñará muchos caminos —dijo Richardson.

Los dos se echaron a reír.