El segundo barracón del Club Royal, donde los oficiales tenían su bar y su salón de juego, era un capricho en medio de la selva africana. Estaba cubierto por un tejado a dos aguas, con una capa aislante hecha de barro y de hojas de palmera, y por dentro todo era de madera noble, de ébano, de teca o de caoba, al estilo de los clubes privados de Bruselas o de París. Contaba en total con nueve mesas, de las cuales tres, redondas y revestidas de fieltro verde, estaban destinadas al juego. En un ángulo de la entrada se encontraba la barra y una estantería para las bebidas; al fondo, más allá de las mesas, el fumoir, con varias butacas dispuestas en círculo y repletas de cojines. También al fondo se había colocado la mayor de las rarezas del club: una puerta toda de cristal, por la que se accedía al barracón que servía de porche.
En la pared que iba desde la barra hasta el fumoir se exhibía una gran foto de Leopoldo II. No había más imágenes en el club.
La mayoría de los oficiales se encontraban sentados en las tres mesas redondas, unos dedicados a jugar y otros a mirar a los jugadores. Van Thiegel reparó en Chrysostome. Como de costumbre, formaba parte de los mirones; de los de la peor clase, de los que no se molestan en abrir la boca ni hacen nada por animar a los jugadores y caldear el ambiente. A aquel marica le bastaba con dejarse ver con la camisa desabrochada y exhibir su cinta azul y sus medallas. Sin duda, su comportamiento no se atenía a la disciplina. Muchos askaris eran castigados por llevar el segundo botón de la camisa sin abrochar, y se pasaban una semana o más en el calabozo. Pero él ya podía llevar tres botones sueltos, o cuatro, que nadie se lo reprochaba. Era un oficial, y además contaba con la protección de Lalande Biran.
El rey Leopoldo miraba con cara de pocos amigos. Van Thiegel estaba seguro de que el Gran Jefe, la máxima autoridad, le hubiera dado la razón. Los maricas le gustaban tanto como a él, es decir, menos que nada.
—¿Un Martell, señor? O si lo desea le puedo preparar un martini. El Roi du Congo ha traído cinco cajas enteras —dijo el encargado de los sirvientes del Club Royal desde la barra. Era un nativo de la tribu twa, de unos sesenta años, que en sus tiempos había sido un guía excelente en la selva. Se decía que fue él quien condujo a Stanley hasta el rincón donde se hallaba Livingstone. De ahí que lo apodaran Livingstone, o Livo, para abreviar.
—Que sea un martini doble —respondió Van Thiegel, antes de seguir hacia las mesas de juego. Se sentó al lado de Chrysostome, dándole la espalda, y pidió cartas.
Lalande Biran se encontraba en una de las butacas del fumoir, justo al lado de la puerta de cristal, con el artículo de Le Soir delante de los ojos y un cigarrillo sin encender en la mano. Pero no podía leer bien, porque el cielo estaba lleno de nubarrones, y ni de los ventanucos ni de la puerta de cristal le llegaba luz suficiente. Salió al porche y se sentó en el borde, lo más cerca posible del río. Su vista era cada vez peor. Pronto necesitaría gafas.
—Su limonade, señor —anunció Livo acudiendo con una bandeja, y dejó la bebida en una mesa. No se trataba de una limonada de verdad, sino del zumo de varias frutas de la selva. Era de color violeta, y de sabor amargo.
—¿De qué color es hoy tu oimbé? ¿De este color? —le preguntó Lalande Biran amistosamente, señalando la bebida.
Livo le había contado en aquel mismo porche que la gente twa veía en determinadas circunstancias un halo de luz alrededor de su cuerpo. Lo llamaban oimbé, y su color cambiaba dependiendo del estado de ánimo de la persona. Era violeta en la tristeza; en la felicidad, azul; negra o verde oscura en la angustia; en el miedo, roja.
—No, violeta no —dijo Livo, sin más explicaciones.
Estaba arrepentido de haberle mencionado al capitán el asunto del oimbé, y siempre respondía con evasivas; pero Lalande Biran insistía, y muchas veces, en lugar de saludarle normalmente, le venía con aquella pregunta: «¿De qué color es hoy tu oimbé?». Incluso había hablado de hacer un poema sobre el tema, titulado «Los hombres twa, habitantes del arco iris».
Lalande Biran se llevó el cigarrillo a la boca, y le pidió fuego a Livo.
—¿Está Donatien en el almacén? —preguntó.
—Voy a mirar, señor.
Livo fue hasta el almacén y abrió la puerta.
—No está, señor —informó al volver.
—Necesito afeitarme —dijo Lalande Biran.
Aparte de ser el encargado del club, Livo hacía en Yangambi las labores de curandero y a veces cortaba el pelo. Pero nunca afeitaba la barba por miedo a hacer un corte a alguno de los oficiales.
—Yo no lo haría bien —se excusó.
—Entonces tendré que esperar a que venga Donatien.
Livo regresó al interior del club.
Lalande Biran dio una calada al cigarrillo. La provisión de tabaco para la partida de caza le había durado menos de lo esperado, y llevaba una semana sin fumar. El humo le mareó un poco.
El artículo de Le Soir era riguroso, y Lalande Biran lo leyó como si fuera un poema, disfrutando con cada una de las líneas. En él se aseguraba que el precio del marfil se había multiplicado por 3,7 en ocho meses; el del ébano, por 2,8; el de la teca, por 3,2; el de la caoba, por 3,3. Conociendo a qué resultado conducían —¡1 500 000 francos!—, los números le llenaban de gozo. Tanto más cuando venían acompañados de frases en las que se afirmaba que los precios seguirían ascendiendo hasta Navidades, y que la demanda de maderas nobles se había triplicado o incluso cuadruplicado.
Terminó su bebida, y permaneció contemplando el río, fumando ahora con caladas más largas. El agua se rizaba en algunos puntos, su movimiento era constante. En el pequeño puerto de delante del almacén las canoas se balanceaban con suavidad y delicadeza. En contraste, la selva parecía inmóvil, como en una pintura.
«Le han dicho a Sísifo —pensó—, la roca que llevabas sobre tus espaldas ha sido destruida; siéntate, si así lo deseas, en la orilla del río a contemplar la corriente. Ya no hay peso, no hay obligaciones».
El poema tendría que continuar en idéntico tono para que quedara reflejado el enorme alivio que sentía. En breve, siguiendo el mismo curso que las aguas del río, viajaría hasta Léopoldville; luego en tren hasta Matadi; por último, un paquebote lo llevaría hasta Europa.
Volvió a tomar en consideración los números del artículo —3,7; 2,8; 3,2; 3,3— y pensó que tal vez debían figurar en el poema como símbolos de la fuerza que destruiría la pesada roca de Sísifo, su vida en Yangambi. Pero era difícil incluir números en un poema. Era algo que nunca se había hecho. ¡Lástima no estar en París para plantear la cuestión ante sus colegas, los poetas de La Bonne Nuit, y someterla a discusión!
Donatien se presentó en el porche a toda prisa, y le dejó tres cartas en la mesa antes de saludar militarmente.
—Ésta viene de la Dirección de la Force Publique. Esta otra es del duque Armand Saint-Foix, y la tercera de su esposa, Christine Saliat de Meilhan —le informó señalando cada carta con el dedo.
Tras tres semanas en la selva, le parecieron pocas.
—Mi capitán, ¿desea que le afeite? —preguntó Donatien.
—Después de que lea las cartas.
Donatien no parecía tener intención de marcharse. La nuez se le movía arriba y abajo en el cuello. Empezaba a decir algo pero se interrumpía, balbuceante.
Lalande Biran levantó la vista.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Hoy es jueves, mi capitán. La muchacha está en la paillote —dijo al fin Donatien, comiéndose las palabras más que de costumbre: «Aujourd'e'jeuimoncatainelafielaupaillote».
Lalande Biran le miró con atención. Donatien no podía controlar su deseo, y, de haber tenido más arrojo, habría corrido a reunirse con la muchacha en su paillote. Él estaba lejos de sentir lo mismo. Las tres semanas en la selva, buscando marfil, no habían despertado en él el menor deseo de poseer a una muchacha. No podía explicarse aquella apatía. Igual que su vista, igual que su afición por la pintura, su deseo carnal era cada vez más débil.
Una sombra atrajo sus ojos a las aguas del río. Pero no eran murciélagos, sino los pájaros llamados waki.
—Métela en algún sitio hasta mañana —dijo. Apagó el cigarrillo en la suela de su bota y echó la colilla en el vaso.
Donatien tenía en su paillote una jaula de la que solía servirse cuando tenía que cuidar de una muchacha durante algún tiempo. Asintió con la cabeza: cumpliría la orden obedientemente. Su nuez se movía despacio, como con tristeza.
—Donatien —le dijo Lalande Biran—. Has visto los mandriles que trajimos, ¿verdad? Están en el campo de tiro. Si no te puedes aguantar las ganas, búscate una hembra. Seguro que encuentras alguna de tu gusto.
Por un momento, Donatien se quedó indeciso. Luego, saludó militarmente y se marchó al almacén.
En la carta de la Dirección de la Force Publique repetían la misma pregunta que le habían formulado cada otoño durante los seis años anteriores. Querían saber si estaba dispuesto a seguir prestando sus servicios en el cuerpo. El rey Leopoldo II le estaría agradecido, pero se veían obligados a comunicarle que un aumento de porcentaje en las ganancias del caucho era en aquel momento imposible dadas las gigantescas inversiones realizadas en el Congo.
Su respuesta a la carta de Bruselas también había sido idéntica los seis años anteriores. Pero aquella vez sería diferente: «Agradezco sinceramente la oferta del Rey, pero para mí ha llegado la hora del retiro…».
Dejó la carta oficial encima de la mesa y cogió la de Toisonet. Antes de empezar a leerla, alzó la cabeza hacia el río. Decenas de pájaros waki revoloteaban en sus alrededores. Surcaban el aire a gran velocidad, como las golondrinas, pero eran de color blanco brillante.
«Moustachu, mon cher ami» —«Moustachu, mi querido amigo»—, decía Toisonet al inicio de la carta, y no, como de costumbre, «Cher Moustachu». A Lalande Biran le chocó el cambio. Algo pasaba.
Línea a línea, el contenido de la carta corroboró la primera impresión del capitán. No iba a venir prácticamente nadie a Yangambi. No vendría él, Toisonet, ni tampoco Mbula Matari. Sólo viajarían la escultura de la Virgen, el obispo que oficiaría la misa y Ferdinand Lassalle, quizás el mejor periodista del momento, ganador de un Premio Globe por sus reportajes sobre la Légion Étrangère.
«Moustachu, procura entablar amistad con Lassalle. No encontrarás un compañero mejor entre los miembros de la comitiva», le recomendaba Toisonet.
También hacía referencia a la casa de St-Jean-Cap-Ferrat. Christine le proporcionaría todos los detalles, pero quería adelantarle que el administrador de aquella zona de la costa estaba al corriente, y que se había comprometido a buscar para ellos una villa en el barrio de La Petite Afrique. Como eran ricos —«ahora más que antes», precisaba Toisonet, subrayando las palabras—, revestirían el salón con madera de caoba.
«Moustachu, mon cher ami», repetía Toisonet al final de la carta. «No rompas nada, no golpees con el látigo al león que hice enviar a Yangambi. Guarda tu rabia y tu látigo para cuando vengas a St-Jean-Cap-Ferrat. Aquí hay tantas criaturas merecedoras del látigo como ahí, o incluso más. Yo mismo, sin ir más lejos, merezco ser castigado. A un amigo del alma no se le hace lo que te he hecho yo. Prometerte un abrazo y no dártelo».
Lalande Biran miró a su alrededor, pero no vio el látigo. Recordó que lo llevaba consigo al ir a nadar. Lo habría dejado en el vestuario, o en el embarcadero de la playa. En un instante, antes de que, por así decir, hubiese cerrado el pensamiento, lo vio en la mano de Van Thiegel.
—Un sirviente lo ha encontrado en el vestuario —dijo el teniente cruzando la puerta de cristal y presentándose en el porche. Vacilaba, no sabía dónde dejarlo.
Lalande Biran lo agarró y lo lanzó hacia una de las estacas donde se amarraban las canoas, pero con tanta fuerza que fue a parar a la orilla. Quedó allí, como una serpiente que hubiese muerto nada más salir del agua.
Van Thiegel se sentó a su lado, con las piernas abiertas, en posición de descanso.
—A mí también me han escrito —dijo, refiriéndose a la carta de la Dirección de la Force Publique—. ¿Cómo es eso que suele decir usted en latín?
—Alea jacta est.
—Eso es. Se acabó. Para mí también.
Los dos hombres permanecieron en silencio, observando el incesante ir y venir de los pájaros waki sobre el agua. Era el atardecer. Aparentemente, el día iba a concluir sin lluvia. De vez en cuando, algunas palabras sueltas de los jugadores del club atravesaban la puerta de cristal. No se oía otro ruido.
—¿Llegó algún león en el vapor?
—¿En el vapor? —Van Thiegel tenía los ojos muy abiertos.
—Es lo que dice monsieur X. Que nos ha mandado un león desde Bruselas. Del zoológico, supongo.
—Que yo sepa no ha llegado ningún león a Yangambi —le dijo a Lalande Biran—. Ni en vapor ni de ninguna otra manera. Tampoco creo que se haya acercado ninguno a los mandriles que ha traído usted.
—Mejor. No necesitamos leones. El que quiera uno que lo busque en la selva y se lo meta por el culo —declaró Lalande Biran.
Van Thiegel se rió. Le gustaban aquellos arrebatos del capitán.
—¿Qué vamos a hacer con esos mandriles? —preguntó.
—Los askaris querrán comérselos, y Richardson también —dijo Lalande Biran—. Supongo que lo mejor será organizar un campeonato de tiro. Dentro de dos o tres días. El domingo, quizás.
Van Thiegel no se lo esperaba.
—¿Tan pronto?
—Sería mejor hacerlo coincidir con las Navidades, sin duda. Pero va a resultar imposible, con el obispo y el periodista rondando por aquí. Además, no habrá tiempo. Hay que colocar una escultura de la Virgen en el islote de Samanga, y eso nos llevará tres o cuatro días.
Van Thiegel apuró el martini de un trago.
—¿En Samanga? No lo entiendo, Biran. Me falta información.
Lalande Biran le proporcionó los datos necesarios. Había habido otro cambio en los planes de Bruselas. No acudiría ninguna delegación real. Sólo un periodista y el obispo que iba a celebrar la misa. Por lo tanto, no merecía la pena viajar hasta las cataratas Stanley. Se le acababa de ocurrir lo de llevar la Virgen a Samanga, pero no le cabía duda de que el islote era el lugar ideal, por estar bastante cerca y por tener la forma de una montañita. Tanto en Europa como en América, acostumbraban a colocar las imágenes en una altura, y así debía ser también en África. La Virgen dominaría el río y muchos kilómetros cuadrados de selva.
—Por lo tanto, estas Navidades nos vamos a Samanga —concluyó—. Pero antes vamos a divertirnos con la competición de tiro.
—Muy buenas ideas las dos —dijo Van Thiegel.
Tenía la cabeza dividida no en dos, sino en tres partes. El capitán —pensó una de las tres partes— volvía a mostrar su estado de ánimo habitual después del arrebato que se había apoderado de él en el vestuario. La canción decía que las cigarras cantaban todo el verano, pero a él la alegría apenas le había durado una hora. Estaba rabioso. El látigo que había lanzado hasta la orilla del río, y que allí seguía, daba prueba de ello.
—¿Qué hay de nuevo en París? ¿Su esposa se encuentra bien? —preguntó desde la segunda parte de su cabeza. Pero la carta de Christine Saliat de Meilhan, se acababa de dar cuenta, estaba sin abrir.
—Lo sabremos inmediatamente —respondió Lalande Biran.
La leyó por encima. Básicamente, su mujer le manifestaba lo mismo que Toisonet. Que serían dueños de una hermosa casa en St-Jean-Cap-Ferrat, que el trato estaba ya cerrado «gracias a la intermediación del duque Armand Saint-Foix».
—Christine está contenta con sus casas —dijo, devolviendo la carta a la mesa—. Y se pondrá aún más contenta cuando le envíe la piel del guepardo. Lo abatimos en el camino de vuelta, y no ha cogido olor.
En la segunda parte de la cabeza de Van Thiegel surgió una pregunta. Dado que los permisos en la Force Publique solían ser pocos y cortos, incluso para los altos cargos…, ¿cómo llevaría Christine lo de su soledad? ¿Le pondría cuernos al capitán? Por un momento, la imagen de la mujer, de la misma Christine que veía en la foto del despacho de su superior, pero con una estola de piel de guepardo en torno al cuello, ocupó toda su cabeza. Unos rizos dorados le caían por encima de la estola. Estaba encantadora.
—Durante todo el tiempo que estuvimos en la selva nadie intentó escapar —dijo, librándose de la imagen de Christine y pasando a la tercera parte de su cabeza—. No he malgastado ni un solo cartucho para traer toda esa madera.
—Estupendo. Así tendremos más munición para los monos —dijo Lalande Biran, poniéndose en pie.
Un malestar se apoderó de la tercera parte de la cabeza de Van Thiegel. Pensó que en la competición de tiro volvería a medirse con Chrysostome, y que si aquel marica volvía a ganarle, su prestigio quedaría por los suelos; su prestigio como cazador, y su buen nombre en general. Era algo que llevaba grabado en la cabeza desde sus tiempos en la Légion Étrangère: si un oficial dejaba ver su punto débil, todos los enemigos acudían a él como mosquitos a una herida.
—¿A qué distancia estará la diana? ¿A cien metros? —dijo, recogiendo el látigo de la orilla y entregándoselo al capitán.
—A doscientos, como mínimo —respondió Lalande Biran—. No se trata de deshacernos de los monos como sea. No ganamos nada con acabar la fiesta en una hora.
—Me parece bien, doscientos metros. Por cierto, Biran, ¿qué pasó con el cuarto negro? En el saco sólo he visto tres manos.
—Se lo llevó la corriente del río. No nos íbamos a parar por una mano —dijo Lalande Biran colocándose el látigo en el cinto.
Van Thiegel intentó despejar la tercera parte de su cabeza. Pero no pudo. La imagen de Chrysostome se negaba a desaparecer.