VIII

La partida regresó la primera semana de octubre, unos días más tarde de lo previsto. Cuando franquearon la empalizada y enfilaron el barrio europeo, Lalande Biran iba en cabeza; a la zaga, Chrysostome con su rifle al hombro; en medio avanzaban los askaris, los gastadores y los porteadores. Traían colmillos de elefante, además de un grupo de mandriles vivos, unidos unos a otros por una soga atada al cuello como si se tratara de una hilera de esclavos.

Antes de llegar a la Place du Grand Palmier, Lalande Biran dio la orden de detenerse, y las mujeres empleadas en los mataderos y en los almacenes corrieron a recibir órdenes. Cinco askaris que estaban de guardia se acercaron también a los miembros de la partida, seguidos de un suboficial negro. Luego se sumaron otros diez askaris. Tras ellos, avanzando a grandes zancadas, se presentó Donatien.

Semioculto entre el matadero y el depósito de víveres se encontraba el barracón de las armas y municiones. Desde uno de sus ventanucos, Van Thiegel observaba la escena e intentaba comprender lo que veía. No había que ser muy listo para darse cuenta de que la expedición había tenido problemas. Aparte del retraso, faltaban dos askaris que habían partido con el grupo y cuatro o cinco porteadores. Pero había algo más. A Lalande Biran se le veía demacrado, como si hubiera perdido cinco o diez kilos de golpe. Además, con la barba de tantos días, y mojado por la lluvia, parecía otra persona, más vieja y estropeada. Por su parte, Chrysostome avanzaba sin la arrogancia del día en que se había paseado por Yangambi con el cuerno de rinoceronte, aunque con el cuello de la camisa igual de desabrochado que siempre, con la cinta azul y la cadena de oro al descubierto. El pelo de la cabeza le había crecido y le bajaba hasta los ojos por debajo del sombrero; pero el del pecho —pensó Van Thiegel con desprecio— seguía sin asomar.

—¡Marica! —exclamó.

Lalande Biran dio una orden, y los askaris que vigilaban el grupo de mandriles la repitieron a gritos, amenazando con los chicotte. Enseguida se acercaron cuatro porteadores agarrando por las patas un guepardo muerto, aparentemente muy pesado. Lalande Biran profirió un grito. Estaba de muy mal humor.

Los porteadores se llevaron el guepardo al matadero, y Van Thiegel esperó a ver lo que pasaba con el grupo de mandriles. Tal vez fueran para carne, aunque los oficiales blancos no eran muy aficionados a ella, salvo Richardson. Pero no los guiaron hacia el matadero, sino hacia el campo de tiro. Al mismo tiempo, los porteadores que se habían encargado del guepardo se reunieron con los que acarreaban los colmillos de elefante, y todos juntos, acompañados de unos diez askaris, tomaron la dirección del río.

Van Thiegel contó doce colmillos de marfil y veintiséis porteadores cuando pasaron por delante del barracón. Como otras veces, la cabeza se le dividió en dos. Pensó que Christine se alegraría de saber que su marido había conseguido tanto marfil, y que su alegría se multiplicaría al enterarse de que él había reunido más de seiscientos troncos de caoba. El pensamiento de la otra parte de su cabeza fue más malévolo. Pensó que los cuatro porteadores que faltaban habrían logrado, quizás, burlar la vigilancia de Chrysostome y darse a la fuga.

El segundo pensamiento le animó un poco. Tal vez fuera ése el motivo del enfado de Lalande Biran, a saber, que a la hora de la verdad, ante la amenaza de la selva real, aquel marica no había resultado tan buen tirador. Era lo que él siempre decía, que no era lo mismo apuntar tranquilamente a una diana en el campo de tiro o en los alrededores de Yangambi que hacerlo en una zona donde acechaba el enemigo. Los rebeldes no eran tan mansos como los caucheros.

Donatien se acercó corriendo al capitán, seguido de un askari con un saco en la mano que hacía gestos de alegría. Van Thiegel comprendió la situación. Habían dado el saco por perdido, y el soldado se alegraba de encontrarlo. Aun y todo, el humor de Lalande Biran no mejoró mucho. Volvió a hacer un gesto brusco, y el askari salió corriendo hacia el matadero. Donatien dijo algo al capitán, señalando la Casa de Gobierno. Van Thiegel conocía el gesto. Quería decir que había café preparado. Siempre que intuía problemas, Donatien ofrecía café. Richardson le llamaba le géant du café, «el gigante del café», por sus dos metros de altura y porque era bastante bueno como camarero. Pero Lalande Biran no hizo caso del ofrecimiento, y siguió hacia el río detrás del grupo.

Van Thiegel se puso el sombrero y abandonó el barracón por la puerta trasera. Quería ver lo que había en el saco antes de reunirse con Lalande Biran, y de paso echar un vistazo al guepardo.

Una de las mujeres que trabajaban en el matadero le mostró la cabeza del animal. Tenía un orificio ensangrentado encima del ojo derecho. Un solo disparo; un solo cartucho. Van Thiegel soltó una maldición.

El saco estaba en un rincón del matadero, junto a un horno de arcilla. Al vaciarlo cayeron al suelo tres manos. Sólo tres. Y el hecho era que faltaban cuatro porteadores, es decir, que uno de ellos se había salido con la suya. El marica era buen tirador, pero un fugitivo, uno de cuatro, suponía el 25%.

Salió del matadero y se encaminó hacia el río. Vio al fondo, cerca del embarcadero, la figura de un nadador. Pensó que sería Lalande Biran.

Un sirviente nativo subía la cuesta, y Van Thiegel le hizo detenerse.

—Donatien me ha ordenado que deje esto en la Casa de Gobierno —dijo el nativo mostrando las dos botellas de coñac Martell que llevaba en las manos.

—Una de las botellas estará mejor en mi despacho. Yo bebo más que el capitán —dijo, riéndose—. Después, nos llevas un par de toallas a la playa. Déjalas encima de uno de los troncos de caoba.

El nativo miró hacia la playa con cara de duda.

—Déjalas donde te dé la gana, pero que se vean. Si las escondes debajo de un tronco no las podremos ver.

Antes de seguir adelante, Van Thiegel hizo con la mano el gesto de espantar un mosquito.

El agua del río bajaba a la velocidad ideal, mansamente. Lalande Biran y Van Thiegel nadaban primero unos cien metros en contra de la corriente hasta donde estaban apilados los troncos de caoba, a la altura del embarcadero, y allí se daban la vuelta para, de espaldas, casi sin esfuerzo, dejarse llevar al punto de partida, enfrente del Club Royal.

Los dos hombres nadaban de forma muy parecida, con movimientos acompasados; los dos sacaban la cabeza y los brazos sincronizadamente, y se daban la vuelta a la vez. Sin embargo, sus pensamientos eran muy diferentes.

Van Thiegel se preguntaba cómo habría conseguido huir el cuarto porteador, y si habría sido culpa de Chrysostome. Por otro lado, con aquella cabeza suya dividida siempre en dos, le preocupaba el estado de ánimo del capitán. No acertaba a comprender por qué estaba de mal humor cuando la caza había ido tan bien —doce colmillos de elefante y el guepardo—, y cuando, además, él había logrado reunir los seiscientos troncos de caoba que ahora podía ver en la playa, desbrozados y perfectamente apilados en la orilla.

Lalande Biran no podía pensar en nada mientras nadaba río arriba. Aunque la corriente era suave, se sentía justo de fuerzas después de las casi tres semanas que había pasado en la selva, y le costaba llegar hasta la altura del embarcadero y los troncos de caoba. Luego, río abajo, con los ojos mirando al cielo, intentaba componer las líneas de un poema: «No es un cielo habitado, sino desierto; no es el que pintara Michelangelo, poblado de ángeles y de santos, con la figura de Dios saludando a Adán…».

Lalande Biran dio un manotazo al agua porque no se sentía inspirado. Van Thiegel giró la cabeza hacia él, pero su gesto no tuvo respuesta.

Como si el ruido del manotazo hubiera despertado a su musa, Lalande Biran supo cómo debía continuar el poema: «Este cielo es una cueva, azul sólo en apariencia, refugio de los murciélagos. De él pende, cabeza abajo, la Esperanza de la que habló el Maestro; de él cuelgan asimismo el Amor y la Juventud…».

No era un desarrollo muy bueno, y Lalande Biran metió la cabeza en el agua y la mantuvo allí un buen rato. Van Thiegel continuó nadando, pero muy despacio, sin alejarse.

—Biran —le dijo—. Si hay algo que le preocupa me gustaría saberlo. Además de ser su segundo, recuerde que soy su amigo.

Estaban delante del Club Royal, junto al pequeño puerto para las canoas. Lalande Biran se puso de pie. El agua le cubría hasta la cintura.

—También es mi socio —dijo—. Permítame felicitarle por su éxito con la caoba.

La respuesta a Van Thiegel no pasó de esas palabras, pero tuvo una continuación —una coda, podría decirse sin mayor metáfora— en el propio Lalande Biran. Se sentía cada vez más enojado con Christine. No paraba de exigir: más marfil, más caoba, más esfuerzo. No contenta con ser la propietaria de seis casas en Francia, entre ellas una villa de Biarritz que había pertenecido a un príncipe ruso, quería una más, la séptima, y la quería precisamente en St-Jean-Cap-Ferrat, uno de los sitios más caros del mundo civilizado. Y el precio era aguantar siete años en el Congo, dos más que los cinco que habían acordado inicialmente. Siete años bajo aquel cielo desierto, siete años oyendo los chillidos de los mandriles y de los chimpancés. Y todavía le quedaba otra partida de caza, tal vez no tan dura como la que acababa de coronar, pero seguro que dificultosa. Las partidas siempre eran arriesgadas, siempre surgían imprevistos, lo mismo en la estación seca que en la lluviosa. Le recordaban, además, que los años no perdonan, que ya no era el mismo de antes, que tres semanas en la selva lo dejaban extenuado. En aquel mismo instante tenía todo el cuerpo lleno de picaduras y de rasguños, y, aunque no se habían topado con la mosca tse-tsé o con la hormiga roja, no podía estar seguro de haber eludido el contagio de una de las infinitas enfermedades que guardaba la selva. Ciertamente, le costaba mucho comprender el empeño de Christine. Y tampoco comprendía muy bien su propia dejación. Por eso no le salían los poemas. Porque la musa no oía ni veía bien en medio de una maraña de malos sentimientos: la inquietud, la rabia, la perturbadora impresión de que estaba siendo demasiado blando con su mujer.

Dejó de lado el poema sobre el cielo de Yangambi y se puso a pensar en otro que le había rondado la cabeza durante la cacería: «Cansado está el cazador, y exhausto cae en cuanto llega al campamento; pero, antes de dormirse, de su cansancio surge la verdad como nace un huevo blanco de un pájaro negro: ya basta, es suficiente, es hora ya de buscar la compañía de los amigos…».

No acababan de convencerle aquellas palabras de su musa, pero le tranquilizaba el recordarlas.

—¿Vamos a echar un vistazo a la madera? —dijo Van Thiegel. Otra vez estaban nadando. Lalande Biran no respondió, pero se dirigió hacia la orilla.

Vistos desde el río, los troncos de caoba apilados a lo largo de la playa parecían los vagones de un tren que se hubiese detenido allí. Por desgracia, el verdadero tren, el que Stanley —Mbula Matari— había ayudado a construir haciendo estallar cientos de rocas con dinamita, sólo llegaba hasta Léopoldville, y el valioso cargamento de Yangambi debía ser transportado hasta allí por río.

—Necesitaremos tres gabarras para bajar todo esto. Pero el cargamento estará en Amberes antes de finales de noviembre —dijo Van Thiegel. Sus ojos se movían de una pila de troncos a otra, buscando las toallas que tenía que haber traído el nativo. Iba desnudo, y se sentía incómodo.

—Es mucha madera —dijo Lalande Biran.

De nuevo, la respuesta fue más larga en su interior. Era mucha madera, desde luego, y también él había traído más marfil del previsto; pero no sería suficiente para Christine. Llegaría una nueva carta y ella insistiría en la séptima casa de Francia reclamando más caoba y más marfil, obligándole a regresar a la selva en busca de más elefantes. Y llegaría el día, quizás en aquella partida, quizás en la siguiente —porque Christine seguiría pidiendo más y más—, en que él no tendría suerte y se quedaría en la selva para siempre, golpeado por un porteador fugitivo con una piedra o malherido por un disparo de los rebeldes, y aplastado luego por una manada de elefantes en estampida, elefantes de 7000 kilos de peso que lo destrozarían dejando sólo sus restos, restos que serían alimento de las alimañas y de los insectos…

Se detuvo a respirar. El olor a caoba era un placer para el olfato; su color, rosáceo o rojo, un placer para la vista. Era una madera benéfica, la caoba. Ayudaba a ahuyentar los malos pensamientos.

—¡Ahí están! —exclamó Van Thiegel. Había dos toallas blancas dobladas en la plataforma del embarcadero—. Le he dicho que las dejara encima de un tronco, pero era demasiado pedir.

Fue a la plataforma y regresó con la toalla anudada en la cintura. Lalande se puso la suya al cuello.

—He pensado que Chrysostome acaso andaba por aquí, y me he sentido incómodo con el culo al aire —dijo Van Thiegel.

Tenía los labios entreabiertos, medio riéndose; pero, bajo los párpados hinchados, su mirada se asemejaba a la de una serpiente mamba. El color azul de las pupilas era oscuro, casi negro.

—Chrysostome se ha quedado con los que están limpiando el marfil. Yo me canso, pero él no.

Lalande Biran introdujo la cabeza en el hueco entre dos troncos de caoba e inhaló profundamente.

—Tengo una buena noticia, Biran —dijo Van Thiegel tras un silencio. Había algo de emoción en su voz—. He estado esperando el momento oportuno para dársela.

Lalande Biran sacó la cabeza de entre los troncos y prestó atención.

—¡Tenemos más de un millón de francos en esta playa, Biran! —gritó Van Thiegel, levantando los brazos—. ¡Sumándole las ganancias del marfil, llegaremos al millón y medio!

Lalande Biran cerró los ojos.

—¿Cuánto ha dicho? —preguntó abriéndolos.

Van Thiegel cogió un palo del suelo y escribió la cifra en la arena: 1 500 000. Sus ojos volvían a estar muy azules.

Una brisa fina procedente del río balanceó las ramas de las palmeras. El aire de Yangambi se llenó de buenos presagios. En un extremo del cielo el sol lucía en toda su redondez, como si la estación de las lluvias hubiera terminado justo en aquel momento. Los mandriles guardaban silencio. No había murciélagos.

—¿Qué ha pasado, Cocó? —preguntó el capitán. Pero barruntaba la respuesta, y no se sorprendió cuando su segundo le explicó lo sucedido en los mercados europeos. Lo que en el anterior cargamento valía 1 ahora valía cerca de 3. Eso en cuanto a la madera noble. La subida del marfil era aún mayor.

—Cuando regresé del Lomani con la caoba tenía una carta de mi madre. Me manda recortes de periódicos. Los tengo en el club, ya se los enseñaré.

—¡Gran noticia! —exclamó Lalande Biran.

—¡Así es, Biran! Hemos tenido un golpe de suerte.

Echaron a andar por la playa camino del Club Royal. Eran dos hombres blancos en África, uno desnudo con la toalla al cuello, el otro medio desnudo con la toalla en la cintura, respirando el olor de una madera noble, oyendo el murmullo del río, sintiendo la presencia de la selva interminable. Vistos de lejos, hubieran podido ser tomados por los personajes de una escena clásica. Pero en la realidad, y por decirlo tiernamente, su corazón palpitaba como el de dos adolescentes. Incluso el de Van Thiegel, porque no era lo mismo tener una información en la cabeza que expresarla en palabras. Al pronunciarla, al verbalizarla —«¡Tenemos más de un millón de francos en esta playa, Biran! ¡Sumándole las ganancias del marfil, llegaremos al millón y medio!»—, su grado de realidad aumentaba y se hacía carne. Tanto más al ver la cifra escrita en la arena: 1 500 000. Era tan excitante que el cuerpo reaccionaba. Ambos tenían en aquel momento la piel de gallina. ¡Millón y medio! ¡1 500 000!

Parecía imposible, y Lalande Biran quiso oírlo de nuevo.

—Vamos a ver si lo he entendido bien. Millón y medio para nosotros, sin contar la parte correspondiente a monsieur X.

Van Thiegel respondió con precisión:

—800 000 francos para usted, 650 000 para mí, 50 000 para gastos.

Lalande Biran sintió una honda emoción. No había que ser muy hábil con los números para comprender el significado de aquella suma. No haría falta otra expedición ni el envío de otro cargamento. Toisonet y él no tendrían que tratar de aquel tema tan vulgar en el futuro. Y, por encima de todo, Christine podría comprarse su séptima casa en la península de St-Jean-Cap-Ferrat y quedarse tranquila una buena temporada.

Entraron en los vestuarios del Club Royal y sacaron la ropa y las botas de las taquillas. Mientras se vestían, Lalande Biran continuó pensando en las consecuencias de la inesperada ganancia. No tendría que quedarse un año más en Yangambi. Después de Navidades, acompañaría a Toisonet a las cataratas Stanley y, una vez colocada allí la figura de la Virgen, pediría a los periodistas que le hicieran una foto con su Kodak, dando así por concluida su contribución en la Force Publique. En primavera, tal vez para mayo, estaría ya instalado en París. En cuanto al verano, si Christine se movía con rapidez y compraba la villa, lo pasarían en St-Jean-Cap-Ferrat, en su séptima casa.

—¡Las cigarras cantan durante todo el verano! —exclamó jubiloso, sentándose en la banqueta del vestuario para calzarse las botas. «Les cigales chantent tout l'été

Aunque se encontraba a su lado, también él vistiéndose las botas, Van Thiegel no se percató del arrebato del capitán. Una preocupación se había hecho dueña no de una, sino de las dos partes de su cabeza. Le chocaba la respuesta —en realidad, la falta de respuesta— de Lalande Biran ante su insinuación sobre la persona de Chrysostome. «He pensado que Chrysostome acaso andaba por aquí, y me he sentido incómodo con el culo al aire», había dicho él, y Lalande Biran había ignorado sus palabras. ¿Sería que lo respetaba como cazador más de lo que él se figuraba, y que estaba dispuesto a perdonarle todo lo demás? Tal posibilidad enfurecía a Van Thiegel, estropeándole aquel momento que, en principio, sólo debía ser de alegría militar y económica.

Lalande Biran continuó cantando mientras se ataba las botas: «La Cigarra, después de cantar durante todo el verano…» —«La Cigale, ayant chanté tout l'été…»—. Esta vez, Van Thiegel cayó en la cuenta. El capitán estaba muy contento. No recordaba haberlo visto tan alegre nunca. Era frecuente, en días de fiesta, que los oficiales rompieran a cantar, animados por el buen ambiente que reinaba en el Club Royal y también por el vino de palma; pero el capitán nunca se sumaba a ellos.

Lalande Biran echó la cabeza hacia atrás y se frotó las mejillas. La barba, sin afeitar durante todo el tiempo de la cacería, le producía picor.

—Yangambi ha tenido una cosa buena, Cocó —dijo al fin—. Cuando vinimos aquí éramos como las cigarras despreocupadas que no se acuerdan del invierno. Ahora nos hemos convertido en hormigas.

Van Thiegel abrió su taquilla y sacó una carta. Sacudió la cabeza.

—Es verdad que en Yangambi me he portado bien y que le he mandado mucho dinero a mi madre —dijo—. Pero no pertenezco a la familia de las hormigas. En cuanto regrese a Europa seré de nuevo una cigarra. Mi madre lo sabe, y guarda todo lo que le envío. Dice que tendré que torturarla si pretendo hacerle confesar en qué banco lo ha metido.

—Dígame, Cocó. ¿Está pensando en regresar? —preguntó Lalande Biran.

—Pasé once años en la Legión, y llevo nueve en la Force Publique. Me parece que ya es suficiente.

Van Thiegel le dio la carta a Lalande Biran.

—¿Adonde le gustaría ir? ¿A Amberes?

—No estoy seguro.

—Para mí también es el último año —confesó Lalande Biran—. Tenía mis dudas, pero se han disipado con la noticia que me acaba de dar. Voy a regresar a Europa.

—Encontrará dentro del sobre los recortes de prensa que explican la subida del marfil y de la caoba.

Lalande Biran miró el remite: Veuve Marie-Jeanne van Thiegel —Viuda Marie-Jeanne van Thiegel—, y una dirección de Amberes. Su letra se inclinaba hacia la derecha, como la de Christine.

—Presumo que mi esposa y su madre se parecen bastante —dijo—. Deberían hacer negocios juntas.

Lalande Biran tenía el montón de recortes en la mano. Van Thiegel eligió uno doblado cuidadosamente.

—Este es el mejor artículo, publicado en Le Soir. Explica muy bien las causas de la subida.

La hoja de periódico desplegada parecía un trozo del fuelle de un acordeón.

«De cuando el marfil y la caoba se convirtieron en oro», decía el titular.