El teniente Van Thiegel se sorprendió al ver a Lalande Biran cruzando la Place du Grand Palmier e intentó apresuradamente disimular el desorden de su despacho ocultando los papeles y las ropas que se amontonaban por todas partes. Tras su vida de légionnaire, después de haber pasado años en el desierto, le bastaba con una tienda de campaña. No necesitaba más: un rincón para dejar las armas, otro para la ropa y uno más para dormir. Se sentía incómodo en cualquier otro lugar, tanto en Amberes, en la casa de su madre, como en la residencia que le habían asignado como segundo mando de Yangambi, y le resultaba imposible controlar el desorden.
Por suerte, Lalande Biran le llamó desde la puerta, sin pasar adentro.
—¿Qué sucede, capitán? —preguntó, saliendo del edificio y saludando militarmente. Le vinieron a la cabeza los rebeldes. Cada vez que se anunciaba una expedición importante, los nativos rebeldes emboscados lograban enterarse e iniciaban los preparativos para dar un golpe. Debían de estar muy excitados con la noticia de la visita del rey Leopoldo y l'américaine.
Lalande Biran volvió a sorprenderle. No se trataba de rebeldes. Se trataba de la suspensión del viaje real. Leopoldo no visitaría el Congo. Y el país tendría que conformarse sin una reina. En compensación, se emplazaría una hermosa imagen de la Virgen, obra de un gran escultor, en las cataratas Stanley. Era el nuevo objetivo: la Virgen del Congo. Acudirían a la ceremonia numerosos periodistas gráficos, con sus recién estrenadas cámaras Kodak. No serían tantos como los que hubiera atraído el Rey, pero sí los suficientes para difundir por todo el mundo la imagen de Yangambi.
Van Thiegel pasó por alto el meollo de la explicación. Se quedó sólo con la primera frase.
—Así que no vienen —dijo—. ¡Menuda mierda!
Empezó a pisotear el suelo de la Place du Grand Palmier como si estuviera aplastando cucarachas. Las botas se le llenaron de salpicaduras de barro.
—Van Thiegel, para hacer ruido ya tenemos a los mandriles —le dijo Lalande Biran, y Van Thiegel volvió a coger el buen paso.
—¡Menuda mierda! —repitió.
—No menosprecie a la gente que va a venir de Bruselas —le reprochó Lalande Biran—. Nuestro porvenir está en manos de uno de ellos.
—¿Se refiere a monsieur X?
Bajo los párpados hinchados, la mirada de Van Thiegel adquirió fijeza.
—Es muy probable que la idea de la Virgen del Congo haya sido suya, y que él mismo haya elegido al artista que va a hacer la talla. De todas formas, no he venido a hablar de eso, sino a darle una buena noticia. A partir de ahora va a corresponderle el 25% de lo que saquemos con los cargamentos de caoba. El porcentaje que tenía hasta ahora era un poco escaso.
Van Thiegel asintió con la cabeza, como si acabara de recibir una orden.
—Con eso y con la regulación del juego de Yangambi, cuando vuelva a Europa seré rico —dijo.
Se sentaron bajo la palmera grande, en uno de los bancos pintados de blanco, y Lalande Biran pasó a explicarle lo que traía en mente. A monsieur X y a su mujer Christine les agradaría mucho recibir otro cargamento de caoba y de marfil lo más pronto posible, antes de Navidad. La lluvia dificultaría las labores de la selva, pero había que intentarlo. Ya tendrían ocasión de organizar una partida más placentera en la estación seca.
—¿Qué opina? ¿Le parece factible? Yo me encargaré del marfil.
Van Thiegel lo comprendió. El jefe le pedía un esfuerzo extra, por eso le había subido el porcentaje.
—Tendría que quitar cincuenta hombres del caucho.
—No veo problema.
A Van Thiegel la cabeza se le dividió en dos. En uno de los lados vio la suma que obtendría si se encargaba de la caoba. Con el nuevo porcentaje, sería como mínimo una operación de 120 000 francos. Sin embargo, en el otro lado de su cabeza —en el lado malo, por así decir— había preocupación. Si reducía en cincuenta hombres el contingente de caucheros, eso supondría en tres semanas un descenso en la producción de 500 kilos. El dato no pasaría desapercibido en el palacio de Bruselas. La falta sería grave.
Lalande Biran le leyó los pensamientos del lado malo de la cabeza.
—Ya he pensado cómo voy a justificar la bajada de producción —dijo—. Contaré a Bruselas que hay que abrir un camino para transportar la imagen de la Virgen hasta las cataratas. Les diré que es posible acercarse por vía fluvial, pero que los últimos tres kilómetros hay que recorrerlos por tierra. Y que se necesitan cincuenta gastadores para ello.
—Está bien pensado —dijo Van Thiegel.
Las embarcaciones podían aproximarse a las cataratas hasta una distancia de cien metros, pero nadie en Bruselas sabía tanto sobre el río Congo.
—Así que reúna cincuenta hombres y prepárese para partir.
—Necesitaré también diez askaris. Los caucheros trabajan agrupados. Pero con la caoba se abarca un espacio más amplio, y ya se sabe lo que pasa cuando los hombres empiezan a dispersarse.
Lalande Biran estuvo de acuerdo, y los dos se encaminaron hacia la orilla del río. Los ojos de Lalande Biran, d'or et d'azur, brillaban. Estaba contento.
Cambió de conversación y se puso a hablar del juego.
—Sé perfectamente, Cocó, que a muchos hombres de Yangambi no les agrada mi orden, y que estarían dispuestos a jugarse no sólo diez francos, o cien, sino el propio cuello. Es comprensible. Un hombre que vive en África, que hoy lucha contra un león, mañana contra una serpiente, pasado mañana contra un rebelde, y que se esfuerza día a día por mantener la tropa askari dentro de la disciplina y por mantener también la producción de caucho en sus niveles más altos…; un hombre así, a la hora de divertirse, no puede comportarse como una solterona de Bruselas. Pero, por otro lado, ¿por qué motivo estamos aquí, Cocó, en esta especie de calabozo húmedo? ¿Cuál es la razón?
Deteniéndose, Lalande Biran dirigió la mirada a lo lejos, al punto en que se unían la selva y el cielo. A más de 10 000 kilómetros se encontraban las ciudades más queridas, París, Amberes y Bruselas.
—Está pensando en las deudas de juego, ¿verdad? —dijo Van Thiegel aminorando el paso pero sin detenerse. Tenía ganas de llegar al club.
—Mi mujer opina que es una locura dedicarse a ganar dinero en Yangambi para acabar gastándolo en el mismo Yangambi. Tiene razón, y no quiero que nadie caiga en la trampa. Por eso puse límites al juego.
—Se lo conté a mi madre, y le pareció bien. Ella insiste para que vuelva a Europa y monte un negocio, pero no sé, no sé… —Van Thiegel sacudió la cabeza—. De todas formas, estoy de acuerdo —continuó—. Además, tenemos a las mujeres. La mayoría aguantamos por ellas. Por eso es tan raro lo de Chrysostome. No me lo explico.
Lalande Biran desoyó el comentario final de Van Thiegel.
—Puesto que ha salido el asunto de las normas —prosiguió—, hay otra que mis hombres se resisten a aceptar. Parece que a nadie le agrada cambiarse de calzado antes de entrar en el club. Pero ¿qué sucedería de no hacerlo? El club estaría siempre embarrado. Y eso es inadmisible. El club ha de ser una isla en Yangambi. Lo que los poetas latinos llamaban un locus amoenus.
Habían llegado a la orilla del río. La playa estaba completamente vacía. Permanecería así otras tres semanas, más o menos. Luego, quinientos troncos de caoba ocuparían la parte que quedaba frente al embarcadero. Los colmillos de los elefantes también se exhibirían allí, bien limpios, blanquísimos.
Entraron en el Club Royal. No era propiamente un edificio, sino un conjunto formado por cuatro barracones militares. El primero se utilizaba como vestuario, y en él se encontraban las taquillas de los oficiales y el casillero para el correo; el segundo correspondía al bar y salón de juego; el tercero, en la misma orilla del río, hacía las veces de porche o de terrasse; el cuarto, que era el más grande y se encontraba algo separado de los demás, servía de almacén de provisiones del club.
—También estoy de acuerdo con esa norma, Biran —dijo Van Thiegel. Se estaba quitando las botas manchadas de barro—. Para mí es un descanso entrar en el club. Es un sitio mucho más agradable que mi despacho.
Lalande entornó los ojos. Era su forma de sonreír.
—Me alegra saberlo, Cocó. Para que una estación militar funcione, ha de existir una sintonía entre los mandos.
—¿Quién más irá a la cacería? —preguntó Van Thiegel.
—Chrysostome. Más vale asegurarse y dejarse acompañar por un buen tirador. ¿Qué opina usted?
Van Thiegel se preguntó si Chrysostome tendría algún porcentaje en las ganancias del marfil. En tal caso, Lalande Biran lo ponía por encima de él. Ir de caza era más emocionante que talar árboles. Cien veces más.
—Es un excelente tirador, no cabe duda —respondió—. ¿Cuántos hombres va a llevar en total?
—Treinta porteadores, diez gastadores y diez askaris para la vigilancia. Está decidido.
Van Thiegel se agachó para atarse los cordones de las botas limpias que acababa de calzarse. Era muchísima gente. No era tan difícil encontrar diez elefantes machos y abatirlos. Y para vigilar a treinta porteadores y diez gastadores bastaba con cinco askaris. Incluso con menos, si se contaba con alguien como Chrysostome para echar una mano. Además, llevarían muchos cartuchos. Conociendo a Lalande Biran, lo menos doscientos.
—Harán falta muchos cartuchos. En la selva, nunca se sabe —dijo.
Lalande Biran se limitó a asentir con la cabeza.
Aquella noche, Van Thiegel se quedó hasta muy tarde en el club. Cuando por fin se levantó, un nuevo rumor había cobrado vida en Yangambi. Giraba en torno a la caza de elefantes, siendo el número de cartuchos el principal motivo de especulación. Se mencionaron varias cifras: que iban a ser doscientos cartuchos, que trescientos cincuenta, que al final se había optado por la increíble cantidad de quinientos. Pasó un día y, como una masa que se ha dejado reposar, la cantidad se consolidó: iban a ser cuatrocientos cartuchos. Un día más, y la vox pópuli de Yangambi dio noticia del reparto: doscientos para el capitán Lalande Biran; cien para Chrysostome; diez para cada uno de los askaris.
El tercer día, cuando Lalande Biran, Chrysostome, los askaris, los gastadores y los porteadores emprendieron la marcha, el rumor circulaba emponzoñado entre los oficiales de Yangambi. Lo del capitán lo podían entender; lo de los askaris también, porque iban a cazar y necesitarían algo más que los dos cartuchos de costumbre; pero que Chrysostome se llevara cien, sencillamente no lo podían digerir. A un buen tirador como él le bastaban veinte cartuchos para matar diez elefantes.
Antes de que la partida desapareciera en la espesura de la selva, una palabra, una serpiente mamba ya bastante crecida, se deslizaba sigilosa de una paillote a otra de Yangambi. Al final, logró encaramarse a todas y cada una de las mesas del Club Royal, no sólo a la de Van Thiegel. Era humillante que semejante privilegio —¡cien cartuchos!— hubiera recaído precisamente en aquel marica, el mayor pédé de toda la Force Publique.