VI

El primer jueves de septiembre, el vapor Roi du Congo trajo ocho cartas para Lalande Biran. Tras recogerlas en el Club Royal, Donatien se las llevó a la Casa de Gobierno junto con una jarra de café.

—Le escribe su esposa, Christine Saliat de Meilhan, y también su amigo Armand Saint-Foix —anunció, dejando las dos cartas encima del escritorio—. Las otras son despachos oficiales, de Bruselas. Se quedan aquí, en la bandeja.

Donatien sirvió el café en una taza y aguardó a que Lalande Biran le hiciera un hueco en la mesa. El escritorio estaba repleto de papeles, la mayoría de ellos a medio escribir, con tachones o con pequeños dibujos. Había unas diez colillas en un platillo, que Donatien se apresuró a retirar.

—¿Ordena usted alguna cosa más, mi capitán? —dijo Donatien después de regresar con el platillo vacío y limpio.

Lalande Biran negó con la cabeza. Había puesto la carta de su mujer encima de todos los demás papeles y la leía mientras daba pequeños sorbos al café.

Antes de salir de la habitación, Donatien recogió los papeles estrujados que había en el suelo y los tiró a la papelera de junco. En todos figuraba el mismo título, escrito con mayúsculas: «Duelo entre reyes».

—Con su permiso, voy a ir a organizar un poco el almacén del club —dijo desde la puerta—. El Roi du Congo ha traído un montón de cosas. Si no me muevo pronto aquello se me llenará de ratones. La verdad, me daría rabia que los ratones probaran el salami antes que nosotros.

—Como no te marches enseguida, te voy a mandar a la habitación de abajo para toda la semana —le amenazó Lalande Biran. La habitación de abajo era el calabozo de la Casa de Gobierno.

Donatien hizo un saludo militar antes de desaparecer de la puerta.

Como en todas las cartas anteriores, el asunto que más preocupaba a su esposa eran las casas; más concretamente, la casa que quería comprar en St-Jean-Cap-Ferrat. El escrito estaba salpicado de números, y al final, encima de la firma, resaltaban estas palabras: Essaie, mon chéri —«inténtalo, querido»—. Estaban escritas con letra más gruesa, como si Christine hubiera empapado bien la pluma en el tintero antes de trazarlas.

Encendió un cigarrillo. El empeño de su mujer le ponía nervioso.

«Recuerda que cuando hablamos en el jardín de Bruselas escogimos el 7 y el 5 como números mágicos: 7 casas en 5 años —escribía Christine. Él podía oír la voz limpia, cristalina de su mujer detrás de sus palabras—. Sabes bien, capitán, que los números han cambiado. Llevas ya 6 años en África, y para ser dueños de la casa de St-Jean harán falta dos partidas más, 10-500 y 10-500. Inténtalo, capitán. Te lo pido yo y te lo pide nuestro amigo Armand. Supondrá, como máximo, un año más, y así los números coincidirán: 7 años, 7 casas. Van Thiegel te ayudará. Habla con él, seguro que está dispuesto a hacer un esfuerzo extra».

Cuando Christine escribía 10-500, quería decir 10 colmillos de elefante y 500 troncos de caoba. Lalande Biran se llevó el cigarrillo a la boca. Era mucho. Christine hablaba de un par de partidas, pero no siempre resultaban exitosas. A veces pasaban días y días sin ver un solo elefante.

Los mandriles gritaban en la selva, nerviosos por el fuerte aguacero que estaba cayendo. Por una vez, el bullicio no le afectó. Estaba preocupado. Tenía en la cabeza una inquietud que le impedía prestar atención a todo lo demás. Se preguntaba por el contenido de la segunda carta que estaba sobre la mesa. Llevaba un sello de la casa real belga y otro del consulado de Léopoldville, y era bastante voluminosa. La letra redondeada de Toisonet recorría el sobre de extremo a extremo. Dejó a un lado la carta de su mujer, y no esperó más para abrirla.

«Ô triste, triste était mon âme, à cause d'une femme». —«Oh, triste, triste estaba mi alma a causa de una mujer».

Interpretó el verso que encabezaba la carta como un mal augurio, y se puso a leerla precipitadamente, saltándose las digresiones de su amigo. Al llegar a la tercera página marchó a su habitación y siguió leyendo sentado al borde de la cama. Cuando acabó, soltó una palabra grosera.

Toisonet contaba en su carta que nada más conocer los planes del Rey había hablado con el famoso periodista Ferdinand Lassalle, y se había retirado a su habitación muy feliz. Tan feliz que se sentó en la terraza de su villa con un cigarro puro y no pudo contener la risa.

«La risa salía de mi boca lentamente, y tenía la placentera sensación de que se derramaba por mi pecho como una espuma. Era disparatadamente maravilloso imaginarse a l'américaine luciendo su corona en pleno Congo, con la bandera azul con la estrella amarilla a su lado. Pero parece ser que estaba jugando demasiado fuerte con el Otro, y decidió, por lo visto, arrebatarme aquella carta de la mano».

El Otro, en el léxico de Toisonet, era Dios.

«La cuestión es que los Rothschild dieron un party la semana siguiente —proseguía la carta—, y que los periodistas se acercaron a la carpa donde se encontraba l'américaine para preguntarle: “¿Cómo se siente al saber que será la futura reina del Congo?”. L'américaine respondió que ella no iría jamás al Congo. “Pero ¡si le dio usted su palabra al rey Leopoldo II!”, le reprochó Ferdinand Lassalle. Ella entonces pronunció una frase memorable, encantadora, digna del mejor representante del Parnaso: “No fui yo, fue la viuda de Clicquot”. Aquella noche, en la terraza, con mi cigarro puro, volví a reír, y más fuerte que la primera vez. No me importaba perder el juego de aquella manera».

En la última página de la carta, Toisonet mencionaba las consecuencias del cambio de opinión de la bailarina de Philadelphia. El Rey tampoco iría, obviamente, y en su lugar viajaría él. De hecho, ya estaban organizando un viaje cuyo objetivo sería llevar hasta las cataratas Stanley la imagen de la Virgen, una talla de mármol blanco encargada por el Rey «a un nuevo Michelangelo». Mbula Matari viajaría probablemente con ellos, pues el gran explorador, consciente de que ya no le quedaban muchas expediciones, quería visitar las tierras que habían sido escenario de sus más grandes aventuras, y despedirse así de su amada África. Naturalmente, el barco se detendría en Yangambi, no en Kisangani, y así podrían cazar el león juntos. «Sobre todo si le han dado antes un poco de morfina —precisaba Toisonet—. Mi espíritu ama los leones somnolientos».

Lalande Biran dejó la carta encima de la mesa y, haciéndose con el chicotte, un látigo de piel de hipopótamo, salió afuera sin importarle la lluvia y arremetió contra los árboles del jardín. Las gotas de lluvia, cayendo con fuerza desde las nubes, lastimaban al hombre en el rostro; el látigo producía dolor a los árboles. Algunos de ellos, sobre todo las palmeras jóvenes, acusaban los golpes y mostraban heridas en su corteza; otros, como la teca y el ocume, aguantaban sin el menor rasguño.

Un chillido le hizo levantar la cabeza. La lluvia y la neblina ocultaban gran parte de la selva. El río venía lleno de lodo, y sus islotes, generalmente verdes, parecían negros. Allí estaban, también negros, los mandriles: tres en la misma playa y unos diez en los alrededores del Club Royal.

Desde el jardín de la Casa de Gobierno había un atajo que bajaba directamente hasta la playa. Echó a correr en aquella dirección. Los chillidos de los asquerosos monos eran lo peor de Yangambi, lo peor del Congo y de toda África, y quería arrancarles la piel con su chicotte, golpearlos hasta dejarlos con los huesos a la vista. Superó a saltos el primer tramo, resbalando en el lodo; luego empezó a reducir el paso. Lo que pretendía hacer era absurdo. No podía matar a una manada de mandriles a golpes de chicotte.

Había oído decir a Donatien que los monos, igual los chimpancés que los mandriles, reconocían el vapor del barco y el ruido de sus palas, y que por eso se acercaban a la playa y al almacén del club, para ver si podían llevarse alguna caja. Al parecer, el olor a salami los excitaba especialmente. De regreso, mientras subía el atajo, Lalande Biran pensó que su ayudante estaba en lo cierto.

Al regresar a la Casa de Gobierno le pareció que el jardín estaba en paz, y que incluso las palmeras jóvenes, las que más habían sufrido los latigazos, se erguían serenas. Apenas llovía ya. La selva era visible otra vez, y los mandriles, aunque seguían gritando, sonaban ahora muy lejos, como si hubieran cruzado el río.

Se cambió la ropa mojada y fue al despacho a recostarse en la chaise longue. Poco a poco, a medida que se tranquilizaba, las imágenes de su interior fueron cobrando fuerza. En la primera de ellas aparecían los mandriles que acababa de ver junto al Club Royal, una escena casi idéntica —pensó de repente, levantando la vista— a la del cuadro que había pintado nada más llegar a Yangambi. En la segunda, la última frase de la carta de Christine: «Essaie, mon chéri». En la tercera, la foto que él había imaginado para el reportaje de la visita real.

Cerró los ojos y se puso a corregir la foto. Borró al rey Leopoldo y a la bailarina de Philadelphia y situó a Mbula Matari en el centro. Él se colocó a la derecha del explorador. A su izquierda, Toisonet. Detrás, como antes, Chrysostome con sus dos fusiles. Y al fondo, los periodistas. Evidentemente, en las nuevas circunstancias no serían diez o doce, como había previsto, sino tres o cuatro, procedentes de Bruselas y del Vaticano. Además, la misión consistiría en trasladar la imagen de la Virgen a las cataratas Stanley, sin perder el tiempo cazando leones.

La imagen le duró poco en la cabeza. La carta le había infligido un duro golpe, y, metafóricamente hablando, su espíritu estaba seriamente tocado. No podía asimilar la noticia de Toisonet. Sin embargo, por mucho que se enfadara, por mucho que golpeara los árboles con el chicotte, nada cambiaría. La realidad era la que era, y el rechazo de l'américaine le condenaba a la realidad de Yangambi.

«Quand la pluie, étalant ses immenses traînées, d'une vaste prison imite les barreaux…» —«Cuando la lluvia, esparciendo sus inmensos regueros, imita los barrotes de una vasta prisión…»—, decía el Maestro en uno de sus poemas. Su sentimiento era idéntico. Los días se le hacían largos en Yangambi, sobre todo en la estación de las lluvias. A veces, siguiendo los consejos de Christine, procuraba buscarse nuevas ocupaciones; pero era inútil. La caza no le gustaba demasiado; al dibujo le encontraba cada vez menos sentido. En su carta, Toisonet mencionaba una broma del «Otro». ¿No estaba siendo también él víctima de una broma que lo condenaba a cumplir cada parte del poema del Maestro palabra por palabra?… «Cuando la tierra se ha convertido en un húmedo calabozo, donde la Esperanza como un murciélago se aleja…»

Conocía aquel sentimiento íntimamente. Muchas tardes, y también muchas noches, en sueños, veía murciélagos revoloteando alrededor de la palmera de la plaza. Sin duda, uno de ellos era la Esperanza.

«Essaie, mon chéri», le instaba Christine, pensando en la casa de St-Jean-Cap-Ferrat. Pero era difícil desviar más caoba y marfil. La ruta de los elefantes estaba lejos de Yangambi, a tres jornadas de marcha como mínimo. En cuanto a la caoba, aunque era abundante en las inmediaciones del río Lomani, requería el trabajo de muchos hombres para talarla y transportarla, sobre todo en la estación de las lluvias; además, siendo Cocó el encargado de dirigir la tala, no le quedaba otro remedio que repartir los beneficios con él. Con todo, eso era sólo una parte del problema. La otra parte era que, cuando se imaginaba a sí mismo en St-Jean-Cap-Ferrat, paseando del brazo con Christine, no sentía ninguna alegría. No era la Esperanza el único murciélago que revoloteaba alrededor de la palmera grande.

Lejos, en el interior de la selva, los monos no paraban de gritar. No se podía distinguir si eran mandriles o chimpancés.

«La selva se lo traga todo, y sólo el grito de los monos devuelve». Se le ocurrió que podía ser el comienzo de un poema. Pero no supo seguir. Al fin y al cabo, no era verdad. La selva también le proporcionaba dinero. Mucho dinero. No menos de 500 000 francos anuales, 100 000 de ellos por la vía regular y unos 400 000 por la extraordinaria.

Se levantó de la chaise longue y se sentó ante el escritorio, con la carta de Christine en la mano. La letra de su mujer se inclinaba de forma exagerada hacia la derecha hasta el punto de que algunas palabras parecían meras rayas, y no era muy clara. Sus ideas, por contra, eran clarísimas: «… para ser dueños de la casa de St-Jean harán falta dos partidas más, 10-500 y 10-500. Inténtalo, capitán. Te lo pido yo y te lo pide nuestro amigo Armand. Supondrá, como máximo, un año más, y así los números coincidirán: 7 años, 7 casas. Van Thiegel te ayudará. Habla con él, seguro que está dispuesto a hacer un esfuerzo extra».

Probablemente, la propuesta de su esposa era digna de consideración. Nunca salía de Yangambi, vivía encerrado. Tal vez era por eso por lo que veía tantos murciélagos. Le convenía hacer ejercicio físico. No a la manera de Cocó. A Cocó le gustaba emplearse a fondo con el hacha y empaparse de sudor talando caobas para controlar su tendencia natural a ganar peso. Ahora bien, ir a cazar elefantes podía resultar agradable. Por otra parte, al ser toda aquella zona de la Riviera propiedad casi exclusiva de Leopoldo II, Toisonet podría ayudarles a conseguir alguna villa a buen precio. Dos partidas, 10-500 y 10-500, una en la estación de las lluvias y otra en la seca, y la cosa podría estar hecha. Y al año siguiente, adiós para siempre a Yangambi.