La noticia que sobre el viaje real publicó La Gazette de Léopoldville causó gran conmoción en Yangambi, y más que en nadie en su primer mando, el capitán Lalande Biran. El duque Armand Saint-Foix y él eran íntimos amigos desde que, años atrás, con motivo de la publicación de Dix poètes belges, el capitán arremetiera contra el autor de la antología y a favor del duque al grito de «o los dos, o ninguno», añadiendo luego con vehemencia: «No conozco personalmente a Saint-Foix, pero conozco sus poemas, y quiero dejar bien claro que, si existen hoy grandes poetas en Bélgica, él es uno de ellos. Saint-Foix está al nivel de cualquier poeta de París. No hay duda, merece ser incluido en la antología».
El elogio era bastante sincero, pues a la sazón Lalande Biran no conocía personalmente a Saint-Foix e ignoraba que se trataba de una persona muy cercana al Rey. Al no estar el duque acostumbrado a los elogios sinceros, el incidente, por decirlo así, rompió su corazón. Además, Lalande Biran no era muy alto. Con las botas militares, a duras penas llegaba a los ciento setenta y cinco centímetros. Daba gusto estar a su lado, admirando de paso sus ojos d'or et d'azur.
La recopilación pasó a llamarse Onze poètes belges, y Saint-Foix y Lalande Biran mezclaron sus poemas y su sangre como dos adolescentes. El tiempo consolidó su amistad. En parte por la metafísica que compartían, por sus gustos poéticos y por su amor al juego; en parte por la física que también compartían. Desde la marcha de Lalande Biran a África, ambos eran socios en el tráfico de la caoba y del marfil, un negocio altamente beneficioso que contribuyó a estrechar aún más sus lazos.
Se trataba de una relación equilibrada. Lalande Biran, que había volado más alto en el campo de la poesía y en el del juego —había publicado más libros y sufrido mayores reveses económicos—, era un artista más completo, dotado también para el dibujo y para la pintura. En cambio, Saint-Foix dominaba el lado no metafísico. Sin su colaboración, hubiera sido imposible introducir clandestinamente en Europa la caoba y el marfil, y Lalande Biran no hubiera podido pagar las deudas contraídas en las mesas de juego ni hacer frente a la compra de las siete casas que su esposa, Christine, anhelaba poseer en Francia.
En sus cartas, Saint-Foix le llamaba Moustachu, por llevar el capitán, en la época en que se habían conocido, un hermoso bigote, rasurado al llegar a África. Por su parte, Lalande Biran llamaba Toisonet a Saint-Foix, por los ciento sesenta centímetros del duque y por la banda Toisón con la que se adornaba en las recepciones oficiales.
El tratamiento que se dispensaban era significativo. En Yangambi, al capitán había que llamarle por su nombre completo, Lalande Biran, o si no por su rango, «capitán»; el mismo Van Thiegel, aun siendo la segunda autoridad, y socio suyo en el difícil negocio de la caoba y del marfil, debía llamarle justamente «capitán» o, en todo caso, durante las cenas o cuando iban juntos a nadar al río, «Biran». A Armand Saint-Foix, por el contrario, cualquiera podía decirle «Armand», porque a él le gustaba oír su nombre en boca de la gente; pero si alguien de la corte le llamaba Toisonet en público, ya podía empezar a hacer las maletas. En Bruselas se comentaba que había ministros que habían perdido su cargo por ese motivo.
Mon cher Toisonet, decían las cartas de Lalande Biran en el encabezamiento. Mon cher Moustachu, decían las de Saint-Foix. Mes a mes, año a año, las cartas fueron formando una cadena, de manera que para 1904, año en que Leopoldo anunció su visita al Congo, ambos se consideraban, más que amigos, hermanos.
Lalande Biran leyó el artículo de La Gazette de Léopoldville en el jardín posterior de la Casa de Gobierno. Su primera reacción fue de sorpresa —Une reine américaine pour le Congo Belge? ¿Una reina americana para el Congo Belga?—; la segunda, de ilusión. ¿Y si hiciesen escala en Yangambi? Si en su viaje hasta las cataratas Stanley el Rey y su séquito se detenían en Yangambi, ¿no sería eso una gran oportunidad para él?
Los ojos se le fueron al paisaje. Ante él se extendían kilómetros y kilómetros de selva divididos por una raya oscura, como una herida. La raya —la herida— se ensanchaba a medida que se aproximaba a Yangambi, mostrando su verdadera naturaleza: era el Gran Río, el mil veces nombrado río Congo.
Lalande Biran siguió con la vista su recorrido. A la altura de Yangambi, al sumársele las aguas del río Lomani, la corriente era más viva en el lado de la selva, más allá de los islotes, y mucho más reposada en el lado de la aldea. Con el paso del tiempo, el agua mansa había acabado formando una playa, donde en tiempos de los primeros colonos de Yangambi se había construido el pequeño embarcadero, la plataforma de madera. Allí atracaban el Princesse Clémentine, el Petit Prince, el Roi du Congo y todos los demás vapores. ¿Por qué no habría de hacer lo mismo la embarcación real? Tenía que proponérselo a Toisonet cuanto antes.
Lalande Biran se vio a sí mismo en aquella playa del río, en posición de firmes, con el brazo preparado para dirigir al Rey un saludo militar. A continuación, vio al Rey erguido en la proa del barco, devolviéndole el saludo. Era un vapor de color blanco, más grande que el Princesse Clémentine y las demás embarcaciones que llegaban a Yangambi, con cinco chimeneas. Una enorme bandera azul con una estrella amarilla ondeaba en su mástil. A intervalos, la brisa la henchía y le daba redondez.
Meciéndose en su silla, Lalande Biran se imaginó el reportaje a toda página de la expedición real en los periódicos de Europa, e imaginó asimismo la gran foto que serviría de ilustración. En medio, la palmera más alta de Bélgica, el rey Leopoldo; a su lado, agarrándole del brazo, la bailarina de Philadelphia; a la izquierda de la dama, en la esquina, él; al otro lado, el explorador Stanley y Toisonet. Vio también el pie de foto: «Cazando leones en plena selva, el rey Leopoldo más feliz que nunca».
No era pura imaginación. Alguien le había dicho —tal vez el propio Toisonet— que Leopoldo II echaba de menos una cabeza de león en su pabellón de caza, y que la falta de dicho trofeo le sumía a veces en la melancolía, cuando no en la envidia. Tenía motivos para ello. Sus primos y otros miembros de la familia, representantes de la nobleza española e inglesa, le superaban ampliamente con sus magníficas colecciones de zorros, lobos y osos. No obstante, si conseguía la cabeza del rey de la selva, él sería el campeón.
Lalande Biran no se manejaba con los números tan bien como el Rey. Le gustaba repetir, medio en broma medio en serio, que él era «demasiado poeta» para esas cosas, y que era su mujer Christine la que se encargaba de llevar las cuentas. A pesar de ello, resultaba clarísimo que, si la comitiva real hacía una parada en Yangambi y el Rey abatía al otro rey, al de la selva, eso le traería un gran beneficio. Acaso un puesto en la corte, junto a Toisonet, o en la administración, en el Ministerio de Cultura. O si no en la embajada de París, como responsable de las actividades culturales, un cargo que le permitiría frecuentar los cafés literarios, su sueño de toda la vida.
Empezó a llover, y entró en la Casa de Gobierno para seguir con sus reflexiones ante el escritorio. La visita real le parecía cada vez más factible. Había algunos problemas, pero se podían solucionar. No sería tan difícil atraer un león a Yangambi si se dejaba carnaza en el sitio conveniente —un par de cabras, o algunos monos— durante los quince días previos a la visita. Naturalmente, convenía que fuera un león viejo, o un ejemplar enfermo, y no uno pletórico de salud; porque uno pletórico de salud, un joven león capaz de dar un salto de diez metros, podía poner en peligro la integridad del Rey, y eso era algo que casi nadie deseaba.
Por la tarde se reunió con Van Thiegel, Richardson y varios oficiales más en el Club Royal. A ellos, la visita de la bailarina de Philadelphia los impresionaba más que la del propio rey Leopoldo. Muy pronto —en lo que se tarda en beber un martini o una copa de Veuve Clicquot—, discutían apasionadamente la edad de la bailarina. Van Thiegel le calculaba treinta años; Richardson, cuarenta.
—¡Os digo que cuarenta! ¡Tan seguro como que yo tengo sesenta! —dijo Richardson.
Sacó del bolsillo una hoja y la desplegó encima de la mesa. Era de una revista de Mónaco, y tenía una foto, un primer plano de la artista, tomada en St-Jean-Cap-Ferrat.
—¡Os digo que cuarenta! —repitió Richardson por tercera vez.
Van Thiegel levantó su martini para brindar.
—¡Qué belleza! —exclamó.
Richardson se volvió hacia Lalande Biran.
—Dicho sea con todos los respetos, capitán, su esposa de usted, Christine, es más hermosa —declaró.
Van Thiegel le dio un empujón que casi lo derribó de la silla.
—¡Más respeto, Richardson!
—No pasa nada —dijo Lalande Biran—. A Christine no le desagradan los cumplidos.
Se puso a leer el artículo que venía en la revista monegasca. El periodista no ahorraba elogios al referirse a la dama: «En la humilde cabaña del Missouri que la vio nacer, ella no era nada más que la llama de una cerilla; la llama es ahora un gran fuego, y alumbra como una estrella. Una estrella semejante a la que adorna la bandera del Congo».
A Lalande Biran le vino a la mente la imagen de Toisonet dictando la frase al periodista.
Aquella noche, ya en su habitación, se tumbó en la cama con la intención de seguir pensando en el Bien que la visita le podía acarrear, o, en su caso —si el león acababa comiéndose al Rey—, en el Mal que eso conllevaría. Pero, por mucho que se empeñara en enfocar el asunto desde un punto de vista pragmático, su cabeza se obstinaba en responder en términos más propios de la poesía. La expresión «duelo entre reyes» se entrometía en su pensamiento, y su instinto literario le decía que podía estar acariciando el título de un poema.
«Duelo entre reyes». El título reclamaba una continuación, y no le dejaba en paz. Finalmente, tras casi una hora entera de lucha, vio con toda nitidez las primeras líneas del poema y se levantó de la cama para ir hasta su escritorio y garabatearlas a la luz del quinqué: «Duelo entre reyes. Ambos estaban en su territorio, pero un mismo territorio no puede albergar dos reyes. No hablo, Calíope, de la lucha entre la rosa blanca y la roja, ni de aquella que, tiempo atrás, enfrentó a Aquiles y Héctor…».
Ya más tranquilo, volvió a tumbarse en la cama y, entre sueños, imaginó nuevamente el reportaje sobre el viaje real que se publicaría en la prensa europea. En la nueva fantasía, la foto era de 20x20 centímetros, y en ella posaban, cada uno con su rifle, los cinco protagonistas: el Rey, la bailarina de Philadelphia, él, Stanley y Toisonet. Detrás del grupo había otra persona, una figura con dos rifles Albini-Braendlin, uno al hombro y otro levantado, listo para disparar. Trató de identificar a aquella sexta persona, pero su sueño pasaba por un momento confuso. Era un joven de cuerpo recio, que miraba a la cámara con la frente arrugada, como queriendo proteger los ojos de la luz del sol. Llevaba los tres primeros botones de la camisa desabrochados. La cinta azul y la gruesa cadena de la Virgen María se le habían enredado en el pecho.
Por fin cayó en la cuenta. Su imaginación había querido que Chrysostome, el mejor tirador de la Force Publique en el Congo, estuviera presente en la foto del periódico. Se removió en la cama. Sin duda, era la solución. Si Chrysostome acompañaba al grupo, uno de los reyes del territorio, el león, corría grave peligro; el otro, prácticamente ninguno.
Cuando despertó estaba lloviendo, así que desechó la idea de bajar al río y comenzar la jornada con una sesión de natación. Como tampoco se podía salir al jardín, fue al despacho y se sentó en la chaise longue dispuesto a esperar a que Donatien viniera con el desayuno.
Cogió La Gazette de Léopoldville para darle un repaso, pero no pudo concentrarse. Quería examinar la habitación y el estado de los muebles.
La chaise longue era muy bonita, pero, tapizada en gris claro —gris claro con flores rosas—, se le notaba mucho la suciedad y el uso. No podía sentar allí al Rey. Ni tampoco a Toisonet. Pero, evidentemente, tendrían que descansar en algún sitio cuando visitaran la Casa de Gobierno. Era un problema serio, porque las otras butacas del despacho, sobre todo aquellas en las que se sentaban Van Thiegel y Richardson en sus reuniones, estaban aún más estropeadas. Por lo demás, la habitación era amplia y luminosa, y no carecía de encanto. Con las estanterías repletas de libros y el escritorio de caoba, parecía el estudio de un poeta consagrado. Y la mesa redonda que utilizaban para las reuniones, también de caoba, tampoco tenía nada que envidiar. Con todo, el problema persistía. Habría estado bien traer asientos autóctonos y ofrecérselos a los visitantes en nombre de los valores tradicionales. Pero la mayor parte de los nativos se sentaban en el suelo. Había que buscar otra solución.
De las paredes del despacho colgaban pinturas y dibujos realizados por él mismo. No podían seguir allí, porque casi todos ellos mostraban muchachas desnudas y ofenderían a los religiosos que vendrían con el Rey y con Toisonet, tanto más siendo las modelos nativas, de piel negra. Eso sí, podía dejar en su sitio el cuadro más grande, una pintura que representaba el porche del Club Royal.
Lalande Biran observó el cuadro. Un mandril estaba sentado en una mecedora. Había también mandriles en la orilla del río y en los alrededores del almacén. Lo había pintado al poco de llegar a Yangambi, y se le notaban las marcas del tiempo. Tenía manchas negras en los bordes. Curiosamente, una de las manchas parecía un mono.
Miró al escritorio. Había una foto de su esposa Christine encima de la mesa. Pensó, medio en broma, que su sonrisa era más abierta que la víspera. Christine amaba la corte y apreciaba mucho la amistad de personas como Toisonet. Soñaba con ser cada vez más rica. Si se producía el viaje real, no se limitaría a sonreír: chillaría de puro gozo.
El cuerno de rinoceronte que había conseguido a cambio del reloj continuaba en un rincón. Tenía que ocuparse de él. Si acertaba a colocarlo en el lugar adecuado causaría un gran efecto. Y si el Rey mostraba interés por él, se lo regalaría.
Vio a Donatien en la puerta. Casi tocaba el marco con la cabeza. Le traía el desayuno en una bandeja: bananas azucaradas, huevos fritos, el pan de mandioca que los nativos llamaban chicuanga y café.
—Será mejor que agarre usted mismo la bandeja, mi capitán —le dijo—. Traigo las botas llenas de barro, y no me gustaría manchar las alfombras. Anoche llovió mucho. No sé hasta cuándo va a durar esto.
Habló atropelladamente, «Ilser'teilleursiv'prenlerecipien», y la nuez se le movió arriba y abajo.
Lalande Biran dejó la bandeja encima de la mesa redonda, y La Gazette de Léopoldville a su lado.
—Yo creo que la visita del Rey va a ser algo grande para el Congo, mi capitán —dijo Donatien desde la puerta del despacho. Se estaba quitando las botas—. Yo no lo he leído, pero, por lo que me han contado, lo pone en el periódico. Dicen que será un día feliz para todos los que estamos aquí.
—Se hará lo posible para que así sea —respondió Lalande Biran.
Donatien continuaba en el umbral de la puerta, descalzo. Observaba al capitán.
—Ayer dejé el anillo donde siempre —dijo—. No sé si lo ha visto usted, mi capitán.
A Lalande Biran le costaba conciliar el sueño si llevaba la alianza matrimonial en el dedo y solía dejarla en una balda antes de acostarse. Pero a veces se le olvidaba y se la quitaba mientras dormía, y desaparecía entre las sábanas o acababa en el suelo. Era una hermosa alianza de oro engastada con brillantes.
Lalande Biran se acercó a una de las estanterías. En un hueco entre los libros, había un cofrecillo de marfil. Donatien solía guardar el anillo allí.
—¿Todavía estás ahí? —dijo el capitán volviéndose hacia su ayudante, sin ponerse el anillo.
Donatien agachó los ojos. La nuez se le hundió en el cuello.
—He mandado a cuatro askaris —dijo.
Todos los jueves Donatien se daba una vuelta por la selva para traer una muchachita a la Casa de Gobierno. Se trataba de una misión en teoría muy fácil, pero bastante ardua en la práctica por la sencilla razón de que Lalande Biran sólo daba su visto bueno a las que eran vírgenes. No quería arriesgarse. La sífilis había llegado a la selva, no era sólo cosa de París o de Amberes.
—Haga el tiempo que haga, tienes que ir tú en persona. Tú eres el responsable. ¡Espero que no se vuelva a repetir!
A Donatien no le gustaba que el capitán se enfadara.
—Cuando la traigan, la lavaré y le haré la prueba —dijo—. Siempre lo hago. Nunca dejo esa parte del trabajo a los askaris —«Jamaisjélescepartd'tyravailauaskari».
—¡Que sea la última vez! —dijo Lalande Biran.
—Sí, mi capitán.
—¡La última vez! —repitió Lalande Biran.
—Le pido permiso para ir a ordenar su habitación, mi capitán —dijo Donatien, desapareciendo de la puerta.
Cuando terminó con las bananas azucaradas y los huevos fritos, Lalande Biran se trasladó al escritorio con una taza de café. Despejó el centro de la mesa, retirando algunos papeles y documentos, encendió un cigarrillo y se puso a escribir la carta que había estado redactando mentalmente durante el desayuno:
«Querido amigo Toisonet, permíteme empezar este mensaje africano con unas palabras del Maestro: “Cuando la tierra se ha convertido en un húmedo calabozo, donde la Esperanza como un murciélago se aleja…”. Créeme que, de haber estado él aquí, no habría visto el murciélago de la Esperanza, sino su espectro. Yangambi es bastante más terrible que París, aunque, según cómo se mire, también puede llegar a ser más hermoso. Lo sabes bien, la belleza es a veces un aspecto de lo terrible. Tú me hablas a menudo de palmeras, de serpientes, de leones, de rinocerontes y de otros habitantes de estas tierras…».
La introducción le quedó un poco larga, porque una vez que adoptaba aquel estilo podía alargarse hasta el infinito. Consiguió, con todo, línea a línea, ir concretando sus ideas. Pedía a Toisonet que hiciera lo posible para que la blanca embarcación real se detuviera en Yangambi, y no en Kisangani o en algún otro lugar próximo a las cataratas Stanley. Él quería recibir al Rey y a la futura reina del Congo en su Casa de Gobierno, y también a Mbula Matari, y también, por supuesto, a él, Toisonet. El problema era que, allá donde se encontraba, en aquel remoto rincón del Congo, él sentía una enorme soledad intelectual. Entre los dieciocho oficiales no había uno solo que conociera a Baudelaire y, por poner un ejemplo, su segundo, el teniente Van Thiegel, le llamaba Baudelaine, y pensaba que era el nombre de una mujer por su parecido con «Madelaine».
Repasó lo que había escrito y le pareció que estaba bien, especialmente aquello de llamar a Henry Morton Stanley por su apodo, Mbula Matari, «el destruye-rocas». Eso impresionaría a Toisonet. El apodo venía de atrás, de cuando el explorador intervino en la construcción del ferrocarril entre Matadi y Léopoldville. Veinticinco años más tarde, muy pocos se acordaban de ello, y los pocos que lo hacían le llamaban Bula Matari. Sin embargo, quedaba mucho más exacto y significativo con la M delante, Mbula, Mbula Matari. Una letra de nada, y sonaba mucho más africano.
Puso fecha a la carta, 12 de julio de 1904, y firmó con su nombre completo: Philippe Marie Lalande Biran.
En la parte inferior del papel quedó espacio suficiente para añadir diez líneas, y decidió ocuparlo con una posdata:
«Estoy trabajando en un nuevo poema. Se titula “Duelo entre reyes”. Te lo enviaré en cuanto lo acabe. Por otra parte, quería pintar un paisaje para ti, tal como me pediste, pero hace más de dos meses que encargué en Léopoldville los lienzos para los óleos y todavía no los he recibido. En su lugar, como hoy voy a tener visita, te enviaré un dibujo a lápiz de la muchacha, a ver si así se ablanda tu corazón y respondes afirmativamente a lo que te pido».
Lalande Biran era consciente de que su superioridad metafísica ante Toisonet no se debía únicamente a sus méritos como poeta, sino que tenía que ver también, acaso en mayor medida, con sus dotes para el dibujo y la pintura. La posdata que acababa de añadir aportaría su grano de arena a la hora de inclinar la balanza en favor de la escala real en Yangambi.
Introdujo las hojas en el sobre y escribió las señas de Toisonet: Monsieur le Duc Armand Saint-Foix. Palais Royal. Bruxelles. Belgique.
Consultó el calendario e hizo cálculos. El vapor pasaría por Yangambi al día siguiente, y por tanto la carta partiría hacia su destino sin ninguna demora. Para principios de agosto estaría en manos de su amigo.
Envuelta en el mosquitero, su cama era como una paillote dentro de la habitación, sólo que semitransparente. Se acostó, y permaneció con los ojos abiertos.
Los hilos de algodón del mosquitero formaban, de nudo en nudo, cuadrados o rectángulos del tamaño de los lienzos que utilizaba para pintar. Pero no eran lienzos, no se podía pintar en ellos. Realmente, era difícil dedicarse a la pintura en Yangambi. Había conseguido terminar bastantes cuadros durante aquellos años, pero el calor y la humedad los habían echado a perder. Con el tiempo, aunque amaba la pintura tanto como la poesía, y la consideraba incluso superior a la hora de sobrellevar las largas horas de la selva, había ido perdiendo las ganas. Hacía dibujos a lápiz una vez a la semana, pero nada más. E incluso aquellos dibujos los realizaba más por motivos sexuales que por un anhelo artístico. Cuando Donatien le traía una muchachita, se dedicaba primero a dibujar su cuerpo. Era una forma de demorar el placer.
Repasó mentalmente la última parte de la carta. «Mbula Matari». A Toisonet no se le pasaría por alto el toque africano que la M daba al apodo de Stanley. En cuanto al poema que le había prometido enviar, seguro que le gustaba, y hasta cabía que lo recitara en alguna de las reuniones del Rey con los poetas belgas.
Su mente dio un pequeño salto y empezó a deleitarse con la imagen de la muchachita que le traería Donatien aquel jueves. Imaginó unos labios gruesos, unos hombros fuertes, unos pechos y unos muslos duros y, por último, la parte central del cuerpo. Muy pronto aquella muchacha, u otra muy parecida, sería suya. Era hermoso poder permitírselo. Era hermoso, sobre todo, porque él sería el primer hombre para la joven. Él no podía arriesgarse a contraer la sífilis como hacían Van Thiegel, Richardson y otros oficiales. Christine no se lo perdonaría nunca. Su esposa era francesa, del mismo París, y más abierta que él en materia sexual; pero lo de la sífilis era otro asunto. A veces le asaltaba el temor de que Donatien se descuidara al hacer la prueba, o de que le mintiera; pero pronto se cumplirían seis años, y hasta la fecha no había habido ningún contratiempo. Donatien era un imbécil, pero se tomaba las amenazas muy en serio. Sabía que si cometía un error lo mandaría Lomani arriba, a la zona donde los rebeldes del Congo cazaban a los blancos y los desollaban.
No quiso seguir pensando en aquel asunto de la enfermedad, y dirigió los ojos hacia uno de los nudos del mosquitero. Volvió a concentrarse en el poema. «No hablo, Calíope, de la lucha entre la rosa blanca y la roja, ni de aquella que, tiempo atrás, enfrentó a Aquiles y Héctor…» Se le acababa de ocurrir una pequeña variación: «No hablo, Calíope, de la lucha entre la rosa blanca y la roja, o de aquella otra que, tú lo sabes, enfrentó a Aquiles y a Héctor…».
Lo venció el sueño mientras buscaba la siguiente línea del poema, y la palabra que poco antes había tenido en mente —sífilis— se le removió en la cabeza mostrándole la imagen del Maestro tal como lo vio de muy joven en París, enfermo, feo, gesticulando de dolor. Pero enseguida, por antojo del sueño, aquella imagen fue sustituida por la de otro enfermo que, sentado en una mecedora a la puerta de la Casa de Gobierno, tenía los ojos levantados hacia la palmera de la plaza. Al principio no cayó en la cuenta, porque aquella figura tenía toda la cara amoratada, pero pronto lo reconoció: era él, el capitán Lalande Biran. Había contraído la sífilis, y los monos le gritaban desde la espesura.
Cuando se despertó, se vio a sí mismo incorporado en la cama. Fuera, en la selva, los monos chillaban de verdad. Y no era el único aspecto real del sueño, lo demás también coincidía; no los detalles, pero sí el sentimiento general. Él no se sentía bien en Yangambi. No podía escuchar música en Yangambi; no había en Yangambi cafés como el que solía frecuentar en París, La Bonne Nuit, con sus mesas cubiertas con manteles blancos; no se podía saborear en Yangambi una soupe de vichyssoise seguida de un mouton à la gourmandise. Toisonet se reía de sus quejas. Una vez le mandó una foto tomada precisamente en La Bonne Nuit donde se le veía delante de una bandeja de mouton à la gourmandise, rodeado de una media docena de poetas parisinos. Sin embargo —era justo recordarlo—, el mismo barco que trajo la foto trajo también una caja de champagne Veuve Clicquot. Toisonet sabía ser bueno y malo al mismo tiempo.
Vio a Donatien al otro lado del mosquitero, y, junto a él, una muchachita de unos quince años. Era fuerte, muy parecida a la joven que se había imaginado. Sus labios eran muy gruesos. Los pechos le abultaban debajo de la sariya. Y sus piernas eran también fuertes. Desprendía olor a limpio, al jabón que usaba Donatien, y un pañuelo blanco, limpísimo, le tapaba los ojos. Todo estaba correcto, tal como a él le gustaba. Acostumbraba a dividir su función de los jueves en varios actos: primero el dibujo, luego los abrazos y las caricias hasta el momento en que le quitaba el pañuelo de los ojos; a continuación, el acto final.
—Donatien —dijo—. Voy a dejar una carta muy importante encima del escritorio del despacho. Metes en el sobre el dibujo que voy a hacer ahora y mañana lo llevas todo al barco y se lo entregas en mano al encargado del correo. No lo dejes en el casillero del club.
Algunos jueves, cuando él se hartaba, daba permiso a su asistente para que se llevara a la ex virgen a su paillote. Donatien aguardaba el permiso. La nuez se movía en su cuello.
—Trae las cosas —le ordenó Lalande Biran.
La nuez se metió y asomó de nuevo en el cuello. Aquel día no habría premio. Al capitán le gustaba que el trabajo lo hiciera él, no los askaris. Por eso le castigaba.
Dejó un cuaderno de dibujo y tres lapiceros sobre la cama del capitán, y, tras despojarla de su vestido, condujo a la muchacha hasta la cama. La muchacha dijo algo, y Donatien respondió con una de las pocas palabras que sabía decir en la lengua lingala: Tsui! ¡Cállate! Le puso la mano en la espalda, y sintió el calor de su piel.
—¡Vete, Donatien! —le ordenó el capitán.
Donatien saludó militarmente antes de marcharse. Había que tomarse las cosas como venían. Si no era posible con aquella nativa, lo sería con la próxima. Lo fundamental era llevarse bien con el capitán, continuar junto a él. Aquel puesto suyo era la envidia de todos los oficiales de la guarnición. Porque los demás oficiales, para, por así decirlo, dar satisfacción a su nuez, estaban obligados a arriesgarse y a pagar sus correrías con uno o varios contagios.