En Yangambi se decía que los cartuchos del rifle Albini-Braendlin eran las joyas más apreciadas de África, y que en las embarcaciones que subían y bajaban por el río Congo era más fácil encontrar un diamante que un cartucho. Se decía también, sin tanta exageración, que el rey Leopoldo en persona llevaba la contabilidad de los cartuchos, exigiendo a los representantes de Léopoldville que le justificaran el uso de cada uno de ellos: cuándo, dónde y cómo se había gastado. Por ello, cuando tras el banquete de Navidad el capitán Lalande Biran nombró a Chrysostome «Soldado del Año», haciéndole entrega del premio, una caja con cien cartuchos, los diecisiete oficiales blancos y las diez sirvientas nativas que atendían las mesas no pudieron contener un suspiro; de envidia, en el caso de unos, de admiración, en el caso de otros.
—¡Es el héroe del año, señores! —exclamó Lalande Biran, invitando a Chrysostome a tomar la palabra.
—Primero tuve doce cartuchos —declaró Chrysostome—. Antes de venir a este banquete, sólo me quedaban cuatro. Ahora tengo ciento cuatro.
No se le movió un solo músculo de la cara, y en vez de mirar a sus compañeros o a una bella sirvienta que estaba a su lado y que era todo sonrisas, dirigió la mirada al río, a la selva, a la lejanía.
Van Thiegel le habló al oído a Lalande Biran:
—Usted intenta complacerle. Pero él no quiere saber nada de nosotros.
Sin embargo, la actitud de Chrysostome no se debía a la arrogancia, ni al desprecio o a la indiferencia hacia sus compañeros de Yangambi. No sólo a eso, al menos. La cuestión era que aquel joven, igual que muchos héroes, igual que el gran Aquiles, tenía un punto débil que le impedía disfrutar de su envidiable posición y que daba a su rostro un aire tenso. Dicho brevemente y sin metáforas, Chrysostome albergaba un gran temor. No se trataba del temor a los congoleños rebeldes que sentían los otros oficiales de la Force Publique, ni tampoco del miedo a los leones, los guepardos, los cocodrilos y las serpientes mamba. Tampoco era un hombre que retrocediera fácilmente ante los peligros naturales, como demostró cuando acudieron a prestar ayuda militar al puesto de Kisangani, y todos pudieron verlo en el borde mismo de las cataratas Stanley apuntando el rifle hacia los enemigos con una serenidad total, como si el mismo Dios le estuviera susurrando al oído:
—Apunta tranquilo, Chrysostome. Ninguna flecha envenenada te ha de alcanzar. Naturalmente, también tú habrás de morir un día, pero no sucederá aquí.
Bastaba, sin embargo, que se le pusiera cerca una mujer para que toda su determinación y su energía se desvanecieran. Ahí asomaba su talón de Aquiles.
Su miedo tenía que ver con un suceso ocurrido cuando él contaba doce años de edad. Un día, mientras jugaba con sus amigos en los alrededores de su pueblo natal, Britancourt, vio salir a un hombre de la boca tenebrosa de una cueva. Primero creyó que se trataba de un cadáver resucitado, y que las llagas putrefactas que mostraba en el rostro eran debidas a que llevaba algún tiempo muerto; luego, dejándose influir por uno de sus compañeros, pensó que era el mismo Jesús, que trataba de emular la reciente aparición de la Virgen María en Lourdes; pero, antes de que pudieran decidirse, el hombre se puso a gritar:
—Todavía pertenezco al mundo de los mortales, ésa es mi pena más grande. ¡Ojalá me llevara Dios con él!
Chrysostome y sus amigos le preguntaron qué le había sucedido.
—He pecado contra el sexto mandamiento —respondió el hombre—. Yo era un hombre bien parecido, de ojos azules, siempre rodeado de mujeres. Al final, han acabado conmigo.
Sus palabras resonaron en la boca de la cueva, y una corriente de aire trajo el olor pestilente de su cuerpo.
Supo más tarde, ya en casa, que el hombre de la cueva padecía una enfermedad llamada sífilis, y a partir de entonces las mujeres dejaron de ser para él un reflejo de su madre, menos aún de la Virgen María, y pasaron a ser las responsables de la desgracia de aquel hombre ulceroso y maloliente. Transcurrieron los meses, y el párroco de su pueblo natal, Britancourt, le ató al cuello una cinta azul, la misma que llevaba el día de su llegada a Yangambi. La cinta representaba la pureza de su corazón; una pureza tan intensa como su temor por las mujeres.
En circunstancias normales, su temor —su pureza de corazón— sólo le habría aportado ventajas en Yangambi, ya que así se ahorraba tener que andar por la selva buscando mujeres, como hacían los otros oficiales, y evitaba contraer la sífilis u otras enfermedades contagiosas. Además, la pureza habría beneficiado otros aspectos de su vida, no sólo el sexual, dejándole por ejemplo un montón de tiempo libre. Sin embargo, pronto se volvió en su contra. Todo empezó nada más convertirse en el «Soldado del Año», el privilegiado ser que guardaba en su paillote cien cartuchos, cien joyas de color dorado. Todos somos vulnerables cuando nos vemos rodeados de envidiosos, de serpientes; tanto más cuando —como Aquiles, cabría decir— hay de por medio un talón frágil.
La mayoría de los oficiales de Yangambi se sintieron celosos del éxito de Chrysostome. Sospechaban que no iba a ser el último, que habría más premios, más cartuchos en liza, y que, por la actitud del capitán Lalande Biran, que parecía tenerle una querencia especial, todos acabarían en manos de aquel commençant. Y no resultaba fácil asumirlo. Convivir con una persona que valía más de cien cartuchos era deprimente, como verse en un espejo que les devolvía la imagen de su mediocridad militar.
De todas maneras, no era algo puramente sentimental. El asunto de los cartuchos tenía un lado práctico importante. Si Chrysostome se encontraba con un gorila podía dispararle tranquilamente; los otros oficiales, no. La cuestión era que si gastaban un cartucho con el gorila, ello implicaba en un segundo momento la utilización del culatazo o del machetazo como forma de reducir y doblegar a los caucheros poco dispuestos a colaborar, viéndose luego, para más inri, forzados a mentir, a informar de que la bala que faltaba —la bala que no era suya, sino propiedad del rey Leopoldo— había quedado alojada en el cuerpo del cauchero. Por suerte, los responsables de Léopoldville no exigían el cadáver entero como prueba, dándose por satisfechos con una mano o incluso con un solo dedo; elementos menores que, una vez ahumados, podían enviarse por correo en un sobre normal y corriente. Pero tener que andar de aquella manera, reprimiéndose y mintiendo, era algo exasperante. ¡Ni siquiera los soldados más veteranos y curtidos de la Force Publique podían dedicarse tranquilamente a la caza! La falta de pureza de su corazón les permitía acceder a otros placeres, a las mujeres, niños y demás; pero para los oficiales de la Force Publique la caza era fundamental. Y no podían disfrutar de ella. Chrysostome, en cambio, sí.
El problema se fue agravando con el tiempo, en parte por culpa del propio Chrysostome. Lejos de regalar o de prestar un cartucho a quien lo necesitara, empezó a usarlos como moneda de cambio, consiguiendo así, por ejemplo, que su compañero Lopes le entregara una cadena de oro con la medalla de la Virgen a cambio de doce cartuchos; un precioso objeto piadoso que inmediatamente pasó a ocupar su lugar junto a la cinta azul. Además, para empeorar las cosas, no supo conducirse con tacto ante el teniente Van Thiegel, Cocó.
Sucedió que, un domingo en que el vino de palma había corrido en abundancia, al teniente se le ocurrió organizar un campeonato de tiro para decidir quién de entre los oficiales se merecía el título de «Guillermo Tell» de Yangambi. Él pondría los cartuchos, de eso no había que preocuparse.
—Ganaré yo —se jactó ante los oficiales.
Lo decía convencido. El alcohol lo volvía fanfarrón, y además, por decirlo con una metáfora, dividía su cabeza en dos. Aquel día, las dos partes eran muy desiguales. En la primera de ellas, los logros de Chrysostome se hallaban reducidos al mínimo; en la otra, los suyos aparecían aumentados y multiplicados, especialmente los que correspondían a su época de légionnaire.
Trajeron unos cuantos niños de un mugini próximo y comenzó la competición con más de una decena de participantes dispuestos a disparar a las manzanas que los niños sostenían en la cabeza. Lopes y otros oficiales evitaron defraudar al teniente, disparando sin demasiado cuidado; pero Chrysostome era incapaz de disimular, y jugó limpio, con honradez, tratando a la segunda autoridad de Yangambi como a un soldado más. Con cinco cartuchos partió cinco manzanas; el teniente, sólo dos.
En un primer momento, el teniente dio muestras de admitir la derrota con el espíritu deportivo que caracteriza a muchos militares, y comentó en tono de broma que era zurdo y que ello suponía cierto handicap a la hora de disparar. Se lo habían dicho muchas veces, sobre todo en sus tiempos de légionnaire, pero nunca lo había visto tan claro como aquel día.
Llegados a aquel punto, Chrysostome pudo haberle seguido la corriente, pero una vez más quiso jugar limpio, con una rectitud acaso excesiva, y antes de que el teniente acabara de hablar —cavando con sus palabras un hoyo en el que ocultar su vergüenza—, hizo un gesto a los nativos para que le pusieran otro niño con su correspondiente manzana en la cabeza y disparó, esta vez en posición zurda. A pesar de un ligero tambaleo del niño, Chrysostome partió la manzana por la mitad.
—Ahora sí que me he quedado sin excusas —dijo el teniente.
Chrysostome cometió entonces un nuevo error: perdió la oportunidad de permanecer callado. Nada le habría costado a un hombre como él, incapaz de pronunciar más de veinticinco palabras al día, guardar silencio; pero en aquel momento le dio por manifestar su pensamiento:
—No se preocupe, mi teniente. Para la edad que tiene dispara usted bastante bien.
¡Ay! ¡La involuntaria crueldad de la juventud! Si al menos hubiera dicho «no te preocupes, Cocó», se hubiera podido interpretar la frase como un comentario en confianza o como una broma; pero aquel «no se preocupe, mi teniente» no dejaba lugar para la duda. Además, ¡se había atrevido a juzgarle, a declarar que disparaba bastante bien!
Fue una humillación, y al teniente le quedó dentro, en una de las dos partes de su cabeza, un resquemor, un poso de odio. En cuanto a Chrysostome, sin pararse a pensar en los problemas que podía acarrearle aquel segundo título, tomó la costumbre de pasearse con los tres o cuatro botones superiores de la camisa desabrochados, exhibiendo su cinta azul y la cadena de oro. Los otros oficiales lo interpretaron como una chulería, como si con su actitud estuviera proclamando:
—Soy uno de los más pequeños de Yangambi en cuanto al tamaño físico, uno de los más jóvenes en cuanto a la edad, pero con el rifle Albini-Braendlin soy el más grande.
El resquemor y el odio que ya habitaban en el corazón del teniente Van Thiegel comenzaron a ser generales en todo Yangambi.
Transcurrieron unas cuantas semanas más, y Chrysostome apareció un día en Yangambi cargando a hombros con algo que, visto de lejos, parecía un madero. Dejó atrás el barrio de los askaris y de los suboficiales negros, atravesó el campo de tiro, recorrió la Place du Grand Palmier hasta su centro, y, en vez de continuar hasta su paillote, acabó sentándose al pie de la palmera, en uno de los bancos pintados de blanco. Era evidente que deseaba mostrar lo que traía.
Se le acercaron los oficiales que andaban por allí y unos veinte askaris, y también algunos sirvientes y sirvientas que trabajaban en los mataderos y en los graneros. Vieron entonces que se trataba de un trofeo de caza: el cuerno de un rinoceronte negro.
—No he querido dispararle entre los ojos por miedo a estropear el cuerno —explicó a los curiosos—. Por eso he necesitado tres cartuchos.
Todos miraron el cuerno. No tenía ninguna mella. Luego todas las miradas se volvieron a Chrysostome. Llevaba los tres primeros botones de la camisa desabrochados, la cinta azul y la cadena de oro que había obtenido de Lopes le lucían en el pecho. Su piel tersa, sin vello, resplandecía de sudor.
—No es mal cazador, este marica —dijo alguien en voz baja, y los que le oyeron guardaron aquella palabra, «marica», como quien guarda un caramelo. La palabra exacta que usaron en francés fue pédé.
Al cabo de unas horas, todo el mundo sabía en Yangambi que Chrysostome había abatido un rinoceronte, y el capitán Lalande Biran lo llamó a la Casa de Gobierno y le dio un reloj de plata a cambio del cuerno. Todos estaban de acuerdo: el rinoceronte era un animal raro en aquella zona del Alto Congo, además de ser una presa muy difícil para el cazador. Que un solo hombre hubiera sido capaz de acabar con él era un hecho extraordinario. Durante muchos días, no hubo otro tema de conversación en el Club Royal.
Sin embargo, por debajo de todas aquellas conversaciones, como la cría de una serpiente mamba bajo la hojarasca, se deslizaba aquella palabra, «marica», pédé. Muy pronto llegó a todos los rincones de Yangambi, y no había velada en el Club Royal en la que alguien no la dejara caer en alguna de las mesas. Una noche, Van Thiegel fue más allá, dio un paso al frente:
—No sé qué le pasa a Chrysostome —dijo en la mitad de una partida de cartas—. Está claro que rehúye la compañía de las mujeres.
Chrysostome no se encontraba en el club en aquel momento, y Van Thiegel hizo el comentario sin bajar la voz. Le extrañaba que un hombre en plena forma física no tuviera contacto alguno con las mujeres, tanto más en un lugar en el que, como decía Richardson, hasta los más flojos las tenían al alcance de su cañón. Sus compañeros de juego celebraron con risitas la cita, pero sin seguirle la corriente. Eran más cautos que el teniente. Recordaban la buena puntería de Chrysostome y su gran provisión de cartuchos, y preferían no destacar.
Con todo, a pesar de los miedos y las precauciones, la suerte estaba echada. Como la cría de la serpiente mamba, que no madura sino lentamente en el cascarón, la palabra «marica» necesitaría, primero, unos meses para crecer y para que su veneno cobrara fuerza, y, segundo, unas circunstancias favorables para la mordedura; pero, al cabo, el ataque tendría lugar. La serpiente —la palabra— sería arrojada contra Chrysostome con el firme propósito de destruirle.
A la primavera del año 1904 le siguió el verano, un verano especialmente bello que trajo un sol redondo al sur de Francia, a toda la Riviera, a la Costa Azul, y, más en concreto, a la pequeña península de St-Jean-Cap-Ferrat. Paradójicamente, las circunstancias que iban a interponerse en el destino de Chrysostome y a materializarse en África, en medio de las tinieblas de la selva, comenzaron a urdirse allí, en uno de los centros del mundo; en el lugar más luminoso, reluciente y maravilloso de la Belle Époque.