La labor de vigilancia que le fue asignada a Chrysostome no era fácil, ya que los recolectores de caucho, todos ellos naturales de la zona, se desenvolvían en la selva a sus anchas y aprovechaban su mejor conocimiento del terreno para darse a la fuga. No obstante, y por decirlo con las palabras de las que se sirvió el propio capitán Lalande Biran, el recién llegado demostró enseguida estar a la altura de Quirón, el centauro amante de la caza, o tal vez incluso más arriba, dado que Chrysostome disponía de un rifle Albini-Braendlin en lugar de un simple arco y unas simples flechas. Eran muy pocos los recolectores que ante su presencia intentaban escaparse, y los que lo hacían nunca llegaban lejos. Su agilidad, su juventud y su cuerpo menudo permitían a Chrysostome abrirse paso por entre la selva más tupida, y además su tiro no erraba nunca. A Lalande Biran le sobraban motivos para felicitarse de que un oficial tan extraordinario hubiera sido destinado a Yangambi.
—Lo que hizo el primer día con el mosquetón no fue puro azar —declaró ante todos los oficiales durante una sobremesa en el club—. Es un tirador excelente, un auténtico campeón. No creo que haya otro mejor en todo el Alto Congo. Ni en el Congo entero. Confieso que ha superado todas las esperanzas que había depositado en él.
Había en Yangambi otros tiradores notables, entre los que destacaban el joven Lopes y el teniente Van Thiegel; pero Chrysostome zanjaba con un solo cartucho lo que ellos habrían zanjado con tres o más.
La fama de Chrysostome no tardó en extenderse a los mugini de la región, como si cien tam-tam hubieran difundido la noticia de su buena puntería por la oscura selva y por las húmedas orillas del río Congo y del río Lomani, y en adelante los recolectores a su cuidado olvidaron sus deseos de huir y se dedicaron al caucho con un empeño y unas ganas que les empujaban a correr de un árbol a otro y de una liana a otra incluso después de cubrir la cantidad mínima que el rey Leopoldo había establecido para cada grupo. Pasaron dos meses, y el capitán Lalande Biran, acordándose una vez más de Quirón, el centauro cazador, y de cómo aquél había enseñado a cazar a los demás semi-dioses y héroes, nombró maestro-instructor de tiro a Chrysostome, animando a los askaris y a los suboficiales negros a que acudieran a él para aprender a sacar el máximo partido a su rifle.
Una mañana de domingo, repitió su recomendación en una alocución destinada a los oficiales blancos:
—Amigos, un soldado no sólo ha de ser valiente ante el enemigo. Ha de ser valiente ante sí mismo. Al fin y al cabo, no es tan difícil gritar «¡a por ellos!» cuando se tiene al enemigo delante; es mucho más difícil luchar contra nuestro propio orgullo. El mismísimo Napoleón, habiendo resultado vencedor en la batalla de Borodino, en la que murieron 50 000 soldados rusos y 30 000 soldados franceses, supo reconocer sus errores, y dijo así: «No soy un general tan bueno, para esta victoria habría bastado con el sacrificio de 20 000 héroes». Por encima de sus victorias de Borodino, Marengo y tantas otras, era esa humildad lo que hacía grande a Napoleón. Hoy quiero animaros a actuar con ese mismo espíritu. Sé que pedir consejo a un commençant para que os instruya en el manejo del Albini-Braendlin hiere vuestro orgullo; pero ¡luchad contra ese sentimiento!
Durante los días siguientes, antes de la puesta de sol, concluidas las labores relacionadas con el caucho y las marchas por la selva, el campo de tiro de Yangambi fue escenario de una actividad inusual. Los askaris de fez rojo, los suboficiales negros, los oficiales blancos, todos se agrupaban en torno a Chrysostome, el cual, acercándose a los alumnos de uno en uno, iba indicándoles cómo colocar el brazo, el cuello o el pie en la forma correcta. Lalande Biran, Van Thiegel y Richardson, los jefes de Yangambi, seguían el desarrollo de las clases desde una plataforma del campo de tiro. Por encima de ellos, la bandera azul con la estrella amarilla de la Force Publique presidía la escena.
Fueron días intensos, diferentes, de gran armonía, dignos, casi, de la época de Napoleón; pero pasó una semana y el número de alumnos descendió a la mitad; pronto, no fueron más de cincuenta; luego, veinte. Pasó un mes, y ya no quedó nadie. Las clases de tiro llegaron a su final.
—No es culpa tuya —dijo Donatien mirando por encima de Chrysostome al campo de tiro vacío—. El capitán pretende que todos seamos como Napoleón. Pero es difícil. Si una mujer como Josephine nos esperara en la cama, puede que llegáramos a algo. Pero, claro, esto es Yangambi.
Era el tercer o cuarto intento de Donatien por arrancar una sonrisa a Chrysostome, pero fue inútil. Lo único que logró fue una respuesta lacónica:
—Da igual. Hay quien nace para ser buen tirador, y hay quien no. Como todo, está en manos de Dios.
Había echado a andar hacia la Place du Grand Palmier rifle en mano, con el paso firme. Alcanzándole, Donatien decidió probar con otro tema de conversación y se puso a hablar de las Navidades. Él estaba impaciente por que llegaran. El capitán Lalande Biran no escatimaba esfuerzos a fin de que sus hombres fueran felices en aquellas fechas tan especiales. Se organizaban auténticos banquetes en los que uno podía comer los peces más ricos del río y carne de cabra hasta hartarse, y además estaba permitido hacer apuestas de hasta cien francos en las partidas del club sin conformarse con los diez francos de siempre. Pero, aunque todo eso estaba bien, lo mejor era que a partir de entonces llovía mucho menos en Yangambi y que casi no había barro. Por eso le gustaban a él las Navidades y el fin de año. Por eso, y por todas las cartas que llegaban a Yangambi con ocasión de aquellas fiestas. Para él eran las únicas cartas del año.
Franquearon la empalizada y entraron en la Place du Grand Palmier. Donatien señaló la Casa de Gobierno:
—El capitán recibe cartas de París o de Bruselas casi todas las semanas. Pero yo no. Yo sólo en Navidades. Aunque peor es lo de Richardson. A Richardson no le escribe nadie, ni siquiera en Navidades.
En la entrada del Club Royal había un casillero para la correspondencia de los oficiales, y algunas semanas Donatien había visto allí una carta para Chrysostome, procedente siempre de Britancourt, siempre de la misma persona a juzgar por la letra. El problema era que aquella persona sólo ponía el nombre del pueblo en el remite, y que no había modo de saber quién era: ¿su madre?, ¿su novia?, ¿un amigo? Donatien quería saberlo.
Chrysostome no mordió el anzuelo.
—El día de Navidad es un gran día —dijo—. Se celebra el nacimiento de Jesús, que nació en Belén, concebido por la inmaculada Virgen María.
Sacó del pecho la medalla que colgaba de la cinta azul y se la mostró a Donatien. No añadió nada acerca de la familia o de los amigos que había dejado en Britancourt.
Era la hora del atardecer, y las palmeras que bordeaban el camino que llevaba al río semejaban dibujos hechos con tinta china; el cielo era una lámina de cristal verdoso; el río Congo, la piel prensada de una serpiente; el Lomani, una cuerda de plata. En la playa del río, un grupo de oficiales fumaban el último cigarrillo antes de cenar y el humo de las chimeneas del club traía olor a pescado asado.