Yvonne no podía creerlo. ¿De veras estaba en el palacio de Buckingham? ¿Era realmente ella la que estaba sentada en la sala de baile, junto con otras esposas o parientes de quienes iban a ser condecorados por la reina? ¿Lo soñaba?
¡Como sueño era delicioso! Acompañado por la agradable música que tocaba la orquesta de la guardia real. En aquel momento tocaban aquello de Una mañana temprano, tonada saltarina y alegre.
No era un sueño, porque había ido acompañada de su querido Martin, quien en aquel momento esperaba en la antesala a que comenzara la ceremonia.
De pronto, silencio. La música paró. El director de la orquesta esperaba con la batuta al aire. Se dio la señal. Las puertas se abrieron y apareció la reina.
La reina, vestida de seda color turquesa, sonreía. Avanzó hacia el centro de la sala, seguida del lord chambelán y del ministro del Interior. Comenzó la ceremonia a la suave música de un vals de Strauss. No se perdió tiempo, la ceremonia se desarrolló a ritmo rápido.
Yvonne grabó todos los detalles en su fabulosa memoria.
Llegó el turno de Martin. Entró, avanzó tres pasos, hizo una reverencia…, se arrodilló en un reclinatorio…, con la rodilla derecha en el reclinatorio y el pie izquierdo en el suelo.
La reina cogió una espada de las manos de un gentilhombre y tocó ligeramente a Martin sobre ambos hombros. Martin se levantó… medio paso a la derecha, uno hacia adelante… De pie, con la cabeza inclinada, y la reina le colgó la cinta roja con la medalla de oro.
La reina intercambiaba unas palabras con cada uno de los condecorados. A Yvonne le pareció que con Martin se detenía un ratito más. Luego: tres pasos hacia atrás, de espaldas y una reverencia. Martin se fue.
Unos minutos después reapareció para sentarse al lado de Yvonne.
—¿Qué te ha dicho? —susurró ella.
—La reina está muy bien informada —fue la respuesta de Martin.
Yvonne estaba segura de que más tarde él se lo contaría todo.
La única decepción de Yvonne fue no ver al príncipe Charles y a la princesa de Gales. Ya le habían dicho que no asistirían a la ceremonia. Pero ella había esperado verlos. Bueno: ya los vería otro día, porque ahora con Martin, todo era posible.
Lo que le molestaba era tener que aceptar ser llamada my lady por la gente de Harlow y de Cambridge. Al portero del colegio de Lucy Cavendish se lo había prohibido, pero él no hacía caso. Bueno: ya se acostumbraría, pensó. Y sonrió al imaginarse a los granjeros llamando al veterinario que cuidaba de sus cerdos y de sus vacas, lady Peat-Smith.
La fiesta que Celia y Andrew dieron en el hotel Dorchester, en honor de sir Martin y de lady Peat-Smith, fue un éxito. Comenzó a la hora del té y se alargó hasta la noche. Fueron más de cien invitados, entre ellos todo el personal de Harlow. Rao Sastri continuó intimando con Lilian y la pareja pareció pasárselo bien. Celia se había enterado de que Rao era un hombre libre, que nunca se había casado, según Martin.
Yvonne estaba muy guapa y radiante. Había adelgazado, gracias al Péptido 7, que finalmente Martin le había administrado.
Durante la fiesta, Celia dijo a Martin que quería hablar con él en privado antes de marchar a Estados Unidos, al día siguiente.
Era ya de noche cuando se reunieron Celia, Andrew, Martin e Yvonne en el hotel Fortyseven Park, a poca distancia del Dorchester.
—Martin —dijo Celia—, iré al grano porque estoy cansada. No sé si sabes que Felding-Roth inaugurará un nuevo departamento de ingeniería genética, en Nueva Jersey, cerca de las nuevas oficinas de Morristown.
—Me han llegado noticias de ello —dijo Martin—. Rumores de que todo va a ser de la mejor calidad.
—Lo que quería preguntarte es lo siguiente: ¿os importaría a Yvonne y a ti trasladaros a Nueva Jersey, y tú Martin ser el vicepresidente y el director de los nuevos laboratorios? Te prometo absoluta libertad en el trabajo. Lo dejaría todo a tu confianza.
Hubo un silencio y por fin Martin murmuró:
—Gracias por la oferta, Celia, pero no, definitivamente no.
—No tienes que contestar ahora —dijo Celia—. Háblalo con Yvonne.
—No, es inútil —insistió Martin—. El motivo es que estoy a punto de dejar el puesto de Harlow.
—¡No puede ser! —exclamó Celia—. ¿No me dirás que has aceptado trabajar para otra compañía?
—No, no te haría una cosa así. Lo que sucede es que regreso junto a un antiguo amor.
—Se refiere a la Universidad de Cambridge —aclaró Yvonne—. No a una mujer.
«A la universidad de donde le saqué yo», se dijo Celia.
La noticia la había cogido desprevenida, pero comprendió en seguida que esta vez sería inútil tratar de disuadirlo. En fin: trece años antes ella había vencido a la universidad, y ahora era la universidad quien vencía a Felding-Roth.
—¿Le nombrarán Máster de algún colegio? —preguntó Andrew.
—No, para eso soy demasiado joven. Cuarenta y seis años en Cambridge es como ser un niño.
—¡Dios mío! —exclamó Celia—. Con la reputación que ya tienes, la fama internacional, los avances científicos… ¿Qué más exigen?
—Cambridge está muy avezada a este tipo de cosas —refirió Martin, sonriendo—. Yo trabajaré en algo llamado «Programa de la Nueva Generación».
Se refería a un plan financiado por el gobierno, en el que a él le habían nombrado ayudante de director de investigación de un carneo muy nuevo en la ciencia. El salario no era excesivo, diez mil libras anuales, de momento. Pero los Peat-Smith contaban con el dinero que les proporcionaba el Péptido 7 y Martin pensaba usar parte de él para costear parte de su trabajo de investigación.
Unos meses antes se había llegado a un acuerdo, entre Martin y Felding-Roth, sobre el aspecto financiero del Péptido 7, El acuerdo había sido de la satisfacción de Celia y de la junta directiva.
Mediante la ley británica, según la ley de patentes de 1977, Martin hubiera podido exigir que un tribunal decretara la suma de dinero que, como compensación por el descubrimiento del Péptido 7, se merecía. Pero había preferido no recurrir a los tribunales y Felding-Roth tampoco. Se había acordado que la compañía depositaría un capital de dos millones de libras en las Bahamas y él recibiría una cantidad de dinero periódicamente. El capital había sido colocado con toda una serie de disposiciones, encaminadas a salvaguardarlo de la rapacidad del sistema de impuestos inglés. En palabras de Celia:
—Que no le quiten a Martin lo que con tanto trabajo ha ganado.
Celia reflexionó que gracias a lo que había ganado, precisamente, podía ahora volver a Cambridge. Pero también se dijo que seguramente hubiera vuelto de todos modos.
Como despedida Celia les dijo:
—Felding-Roth os va a echar de menos. Espero que continuemos en contacto como amigos.
Antes de la partida de los Jordán a América, se dispuso otra componenda. Martin e Yvonne ya se habían ido, y Cena y Andrew se preparaban para acostarse, cuando llamaron a la puerta del apartamento. Era Lilian Hawthorne. Andrew adivinó que Lilian quería hablar a solas con Celia, por lo que desapareció.
—Te agradezco que me hayas persuadido a hacer este viaje —comenzó diciendo Lilian—. Habrás notado que me lo he pasado muy bien.
—Sí, y Rao también… —insinuó Celia.
—Rao y yo hemos descubierto que nos gustamos y que es posible que sea algo más serio. —La mujer vaciló—: Te parecerá ridículo, a mi edad…
—De ningún modo —se apresuró a asegurarle Celia—. Comenzaba a ser hora de que volvieras a disfrutar de la vida, Lilian, y si es con Rao Sastri, pues muy bien.
—Me alegro de que pienses eso, porque quería pedirte un favor.
—Haré lo que pueda para complacerte.
—A Rao le gustaría ir a América. Desde hace tiempo sueña con eso. A mí también me gustaría… Si pudieras darle trabajo en Felding-Roth…
La frase quedó cortada y Celia la terminó:
—… Os haría felices a los dos.
—Eso —asintió Lilian, sonriendo.
—Estoy segura de que habrá un puesto en el laboratorio de genética —dijo Celia—. Dile a Rao que yo se lo garantizo.
—Gracias, Celia —prorrumpió Lilian con la cara encendida—. Se alegrará de veras, era lo que esperaba. Es consciente de que carece de las dotes de líder, como Martin, pero es un buen investigador…
—Ya lo sé y por eso no me cuesta darle trabajo —prosiguió Celia—. Lo hubiera hecho de todos modos, Lilian, por ti, a cambio del gran favor que tú me hiciste hace muchos años. Éste no es nada comparado con aquél.
—¿Te refieres a aquella mañana que viniste a casa a pedirme que convenciera a Sam de que te diera trabajo como vendedora? —preguntó riendo Lilian.
Pero de pronto calló: el nombre de Sam le había evocado ciertos recuerdos.
Temprano, a la mañana siguiente, un coche condujo a Andrew y a Celia al aeropuerto de Heathrow.