CAPÍTULO XV

—¿Dime, cómo es la señora Jordán? —preguntó Yvonne a Martin.

Él reflexionó antes de responder:

—Atractiva. Con fuerza. Inteligente. Muy competente en el trabajo. Directa y franca; con ella siempre sabes qué terreno estás pisando.

—La idea de conocerla me pone nerviosa.

—No tienes por qué —dijo él, riendo—. Simpatizaréis en seguida, ya lo verás.

Era un viernes por la tarde, del mes de julio, y estaban en casa de Martin, en Harlow, en la que Yvonne vivía ya permanentemente. Había dejado su pequeño apartamento hacía un año, para ahorrarse gastos superfluos.

Por el suelo del saloncito estaban desparramados libros y papeles, material de los estudios que Yvonne emprendía al terminar el trabajo, para preparar los exámenes que iba a hacer dentro de seis meses. Hacía un año y medio desde que, aconsejada por Martin, había decidido tomarlos con la esperanza de poder ingresar en la escuela de veterinaria.

Los estudios marchaban bien. Yvonne era más feliz que nunca y su dicha contagiaba la casa y a Martin. Al terminar del instituto de Felding-Roth asistía a clases y Martin la ayudaba a repasar las lecciones en casa, durante los fines de semana.

En el instituto las cosas también marchaban bien. Desde la invasión de los «amantes de los animales», el trabajo de recomponer los datos había progresado con mayor rapidez de la esperada y el Péptido 7 había avanzado hasta el punto que ahora necesitaba ser revisado por la gerencia del sector comercial.

Por eso estaban a punto de llegar Celia y un reducido grupo de empleados de la compañía de Nueva Jersey. Eran esperados el próximo miércoles.

De momento, sin embargo, lo importante era otra cosa. Martin frunció el ceño ante el libro que tenía abierto sobre la falda, Principios de química orgánica, de Murray.

—Es una versión nueva, reescrita desde que lo estudié yo. Muchas de las cosas que han puesto nuevas son muy poco realistas. Las aprendes para olvidarlas luego.

—¿Te refieres al sistema de nomenclatura de las sustancias químicas?

—Por supuesto.

El sistema de Ginebra de nombrar las sustancias químicas había sido establecido por la Unión Internacional de Química pura y aplicada con la idea de que el nombre indicara automáticamente la estructura del componente. Así, por ejemplo, iso-octano se modificó en 2,2, 4-trimetilpentano; el ácido acético, comúnmente vinagre, en ácido etanoico, y la glicerina común, propano-1, 2, 3-triol. Desgraciadamente, los químicos casi nunca usaban esta nomenclatura pero los examinadores la exigían. De ahí que Yvonne tuviera que aprenderse los nuevos nombres para acceder a los exámenes, y los viejos para trabajar en el laboratorio.

—¿No utilizáis estos nombres en tu laboratorio? —preguntó ella.

—Casi nunca. Son demasiado difíciles de recordar; y demasiado difíciles de pronunciar. Bueno: a ver si te los sabes.

—Adelante.

Martin nombró veinte sustancias, a veces usando el nombre antiguo, a veces el nuevo, e Yvonne tenía que dar el otro correspondiente. Cosa que hizo sin equivocarse ni una sola vez.

Martin cerró el libro y observó:

—Tu memoria no cesa de asombrarme. ¡Ojalá la tuviera yo!

—¿Por culpa de mi memoria no me dejas tomar el Péptido 7?

—En parte. Pero es que tampoco quiero que te arriesgues.

Hacía un mes Martin había colgado una nota en la que decía: «Se necesitan voluntarios».

En el cartel se requería a los voluntarios a hacer pruebas con inyecciones de Péptido 7. El cartel llevaba la firma de Martin.

Los primeros en firmar habían sido Rao Sastri e Yvonne. A los pocos días aparecieron catorce firmas más y Martin seleccionó diez de ellas. Excluyó a Yvonne.

—Tal vez más tarde. Ahora no quiero.

El propósito de las pruebas con seres humanos era ver si surgían efectos secundarios de tipo nocivo.

—En Inglaterra está permitido pedir voluntarios por iniciativa propia, mientras que en Estados Unidos es obligatorio solicitar el permiso de Sanidad —había explicado Martin a Yvonne.

A los veinte días de regulares inyecciones de Péptido 7 a los voluntarios seleccionados, no habían surgido efectos de ninguna clase, o que saltasen a la vista.

Martin estaba contento, aunque sabía que las pruebas no eran suficientes.

—Quiero tomar Péptido 7 lo más pronto posible —dijo Yvonne—. Seguramente será la única manera de adelgazar. ¡Ah!, he comprado arenques ahumados para el desayuno de mañana.

—¡Eres un ángel! —exclamó Martin. Arenques ahumados era su desayuno favorito los fines de semana.

Luego se puso serio e indicó:

—Mañana voy a ver a mi madre. He hablado hoy con mi padre y los médicos dicen que no le quedan muchos días de vida.

El proceso de deterioro general de la madre de Martin había sido lento, mientras que el avance de la enfermedad de Alzheimer había sido muy rápido. Desde hacía unos cuantos meses, estaba internada en un asilo de viejos de Cambridge y el padre continuaba viviendo solo en el piso que Martin les había comprado al comenzar a trabajar en Harlow.

—Lo siento —murmuró Yvonne, cogiéndole la mano—. Si no te importa, te acompañaré.

Acordaron que saldrían temprano a la mañana siguiente. Martin quería pasar antes por el instituto.

A la mañana siguiente, en el instituto, mientras Martin miraba el correo y examinaba una hoja que había salido del ordenador la noche anterior, Yvonne estaba en el cuarto de los animales. Martin entró a buscarla.

La encontró de pie, delante una de las jaulas de las ratas y oyó que decía:

—¡Cachondo, más que cachondo!

—¿Con quién hablas? —preguntó Martin, divertido.

Yvonne se dio la vuelta y señaló la jaula.

—Este grupito de animales no paran de follar. Por lo visto les interesa más el sexo que comer, últimamente.

Mientras Martin los observaba, la cobaya macho a la que Yvonne se había referido copulaba sin cansarse con su dócil y sumisa pareja que tenía debajo. En la caja contigua también ocurría lo mismo.

Martin miró las etiquetas de ambas jaulas. Aquellas ratas habían sido recientemente inyectadas del extracto más refinado de Péptido obtenido hasta entonces.

—¿Por qué has dicho que últimamente follan más que comen?

—Pues… me imagino que es desde que se les aplicó la inyección —contestó Yvonne.

—¿Son ratas jóvenes?

—¡Qué va! Si fueran personas, los llamaríamos pensionistas.

—Supongo que es una coincidencia —repuso Martin y en el acto pensó que tal vez no lo era. Yvonne dio la impresión de leerle el pensamiento, porque preguntó:

—¿Qué vas a hacer?

—El lunes quiero que comprueben el índice de crías de las ratas recién inyectadas con Péptido 7. Que me hagan una estimación del promedio.

—No necesito esperar al limes para decírtelo. Te aseguro que crían en cantidades superiores a las normales. Pero hasta ahora no se me había ocurrido conectar ambas cosas.

—¡No conectes nada! —le amonestó Martin—. Asunciones de este tipo conducen a callejones sin salida. Pero mándamelas cifras que obtengas.

—De acuerdo —contestó ella sumisamente.

—Luego agrupa a las ratas más viejas en dos, pero deja que cohabiten. A un grupo se les inyectará el Péptido, y al otro, no. Quiero que el ordenador haga un análisis de las costumbres sexuales de ambos.

—El ordenador no puede decirte cuántas veces… —dijo Yvonne con una risita.

—Me imagino que no. Pero podrá seguir la pista a las crías. Nos guiaremos por ellas.

Ella pareció asentir, pero Martin sospechó que estaba pensando en otra cosa.

—¿En qué piensas?

—En una cosa que pasó ayer. En la tienda donde compraba los arenques. Mickey Yates es uno de los voluntarios, ¿verdad?

—Sí.

Yates, técnico del laboratorio, era el mayor en años de entre los que habían voluntariamente tomado Péptido 7. Desde aquel incidente con la rata guillotinada, en presencia de Celia, se había desvivido por complacer a Martin.

—Me encontré con su mujer en el mercado y me dijo que estaba muy contenta de ver que el nuevo trabajo de Mickey le había rejuvenecido.

—¿Qué quiso decir?

—Se lo pregunté. Y ella se puso colorada y dijo que últimamente Mickey estaba lleno de energía y que en la cama no la dejaba un segundo en paz.

—¿Recientemente sólo?

—Sí.

—¿Antes no?

—Según ella, antes casi nunca.

—Me asombra que hablara de eso.

—No conoces a las mujeres —dijo Yvonne sonriendo.

Martin reflexionó unos segundos y luego decidió:

—Vámonos. Hablaremos en el camino hacia Cambridge.

Los primeros momentos del viaje los dedicaron a escuchar las noticias de la radio, cuya mayor parte fueron de índole política. Gran Bretaña iniciaba un nuevo período de optimismo, a raíz de la elección de la primera mujer como primer ministro, la Dama de Hierro, Margaret Thatcher, capaz de inyectar energía a un país que, desde la segunda guerra mundial, había vivido sumido en la apatía.

Cuando acabaron las noticias, Martin apagó la radio y se dispuso a hablar de otros temas.

—Me preocupa y no quiero que se hable de lo que se nos ha ocurrido esta mañana —explicó—. No digas a nadie lo de las ratas que crían más. Y tampoco lo del nuevo estudio que te he encargado. De momento quiero reservarme los resultados sólo para mí. Y no quiero más historias sobre Mickey Yates y su mujer.

—Descuida —dijo Yvonne—. Pero no veo por qué te preocupas tanto.

—Porque yo espero producir un medicamento serio para luchar contra una enfermedad seria. Si corre el rumor de que además es afrodisíaco, y para colmo que hace adelgazar, cosa que es buena o mala, según, será un desastre. Todo el trabajo que hemos hecho habrá sido inútil y nos harán sentir como si acabáramos de reinventar el ungüento de serpiente.

—Ya entiendo —repuso Yvonne—. Te prometo que no hablaré con nadie del tema. Pero será difícil conseguir que no hablen los otros.

—Ya lo sé, ése es el peligro —añadió lúgubremente Martin.

Llegaron a Cambridge a mediodía. Martin fue directamente al asilo donde estaba su madre. La encontró acostada, tal como pasaba la mayor parte del día. No se acordaba de absolutamente nada, desde hacía años, y no dio señales de reconocer a su hijo.

Martin observó que su madre se apagaba rápidamente. Tenía el cuerpo esquelético, las mejillas hundidas, se había quedado casi calva. En los primeros años de la enfermedad, había conservado vestigios de su antigua belleza, que Celia todavía había podido ver durante su visita a la casa del barrio de Kite. Pero ahora no quedaba nada.

Era como si el mal de Alzheimer no se hubiera contentado con devorar su cerebro, y necesitara también alimentarse de su cuerpo.

—Mi sueño ha sido descubrir un medicamento para prevenir esto, o parte de esto. Pasarán años antes que sepamos si lo hemos conseguido. Pero mi investigación sobre el envejecimiento es tan importante para mí, que no quiero malograrlo con otros descubrimientos afines, de menor importancia.

—Ya te comprendo. Sobre todo ahora —dijo Yvonne.

En ocasiones anteriores en que Yvonne había acompañado a Martin al asilo, la chica había tomado la mano de la anciana entre las suyas y se había sentado, sin decir nada. Aunque no se podía saber con seguridad, Martin había tenido la impresión que su madre sentía algo, y que le aliviaba, en cierta manera. Pero este día, Yvonne sospechó que ni eso ocurría.

Del asilo fueron al piso donde vivía el padre. Estaba cerca del Colegio de Girton, al noroeste de la ciudad, y lo encontraron trabajando en una parcela destinada a trabajos manuales o de reparaciones que había detrás del edificio. Tenía las herramientas de su antiguo oficio desparramadas y él estaba martilleando un pequeño trozo de mármol, con cincel y mazo.

—No sé si sabías que mi padre había sido albañil.

—Sí —contestó Yvonne—. Pero no sabía que aún trabajaba en ello.

—No trabajo —dijo el viejo—. Tengo los dedos anquilosados pero se me ha ocurrido que podría esculpir una lápida para la tumba de mi mujer; es lo último que puedo hacer por ella. ¿Te parece mal que haya comenzado antes de que esté muerta? —preguntó mirando a Martin.

Martin pasó el brazo por los hombros de su padre.

—Me parece muy bien, papá. ¿Necesitas algo?

—Un trozo más grande de mármol. Es muy caro.

—No pienses en el dinero; encarga lo que quieras y que me manden la factura a mí.

Al mirar a Yvonne, Martin vio que lloraba.