Quentin y Celia almorzaron a base de bocadillos y café con leche en los asientos traseros de la limusina que los aguardaba a la puerta del Senado.
—Es más rápido y más íntimo —manifestó Quentin, que era quien lo había organizado.
El automóvil había luego aparcado en una callejuela, Jefferson Drive, no lejos del museo nacional. El chófer uniformado caminaba arriba y abajo en actitud vigilante.
Habían invitado a Vincent Lord, pero éste había declinado la invitación porque tenía otros planes.
—Han conseguido hacerla quedar mal —observó Quentin al cabo de un rato—. ¿Cómo se siente?
Celia hizo una mueca.
—¡Hombre, no muy bien! No me hace ninguna gracia.
—Es una táctica —explicó el abogado, sorbiendo el café—. Este tipo de investigación, al ser un ejercicio esencialmente político, requiere siempre de un malo. Usted representa a la compañía, es el único malo que tienen a mano. Pero podría hacer algo para cambiar la situación, si usted quiere.
—¿Como qué?
—Permítame que le explique un poco el trasfondo del asunto. Donahue y su equipo conocen perfectamente la postura que usted defendió acerca de la Montayne, y su posterior dimisión. Es imposible que no se hayan enterado, son gente que trabaja muy meticulosamente y a fondo. Además también deben de conocer el credo de Felding-Roth y deben de pensar que usted es la autora.
—Entonces cómo se…
—Escuche bien. Y procure comprender su punto de vista. —Quentin saludó con la cabeza a un grupo de turistas que habían mirado al interior del coche y luego prosiguió—: ¿Qué más le da a Donahue y a su gente lo que pueda ocurrir con su personalidad pública? No van a hacer nada por dejarla bien, porque, de hacerlo, no tendrían a nadie en quien descargar los cargos. El máximo responsable es cadáver, a ése ya no se le puede tocar.
—Sí, lo comprendo —asintió Celia—. Comprendo que es un juego político. Pero ¿no importa la verdad?
—Si yo fuera el abogado de la parte contraria, le contestaría lo siguiente —dijo Quentin—. Que la verdad es siempre importante. En cuanto a la Montayne, la verdad está en lo que hizo la compañía, Felding-Roth, porque ella sacó el producto al mercado. Usted, individualmente, bueno, sí, dimitió. Pero luego volvió y, al hacerlo, cargó sobre sus espaldas gran parte de la responsabilidad de lo que ha ocurrido con la Montayne. Claro que no me costaría aducir argumentos para defender lo contrario —concluyó Quentin con un mohín.
—¡Los abogados! —La carcajada de Celia sonó hueca—. ¿Son capaces de creer en algo?
—Lo intentamos. Pero la ambivalencia es uno de los peligros que corre la profesión.
—Ha dicho que podría hacer algo para cambiar la situación. Explíquese.
—En el subcomité —explicó Quentin— hay varios miembros de la minoría que sienten simpatía por la industria farmacéutica, eso me consta. Incluso hay un consejero de la minoría. Ninguno de ellos ha tomado la palabra y probablemente no lo harán, porque defender la industria implicaría, en este caso, defender la Montayne, y esto es insostenible. Pero si yo se lo pidiera como un favor a uno de ellos, estoy seguro que saldría a hacerle una serie de preguntas que usted podría contestar de forma que quedaría mejor que ahora.
—¿Y eso beneficiaría a Felding-Roth?
—No, probablemente todo lo contrario. Celia dijo con voz de resignación:
—En tal caso dejémoslo.
—Si usted se empeña —prosiguió el abogado tristemente—•. Pero se trata de su cabeza, y en ella corre sangre suya.
Vincent Lord se colocó frente al micrófono de los testigos al comenzar de nuevo la sesión.
Urbach volvió a aplazar el interrogatorio para que Lord pudiera hacer una breve exposición del trasfondo científico de la Montayne. Luego el consejero pasó a hacerle una serie de preguntas acerca de la primera fase de la Montayne, a las que Lord contestó con voz tranquila y segura.
A los quince minutos, Urbach preguntó:
—Cuando se acercaba la fecha del lanzamiento de la Montayne al mercado, y llegaron los informes de Australia, Francia y España, ¿recomendó usted aplazar la campaña comercial?
—No.
—¿Por qué no?
—Aplazarlo en fecha tan avanzada era una decisión que sólo podía tomar el sector de la gerencia. Yo, como director de investigación, sólo tenía voz como científico.
—Explíquese.
—Sí, señor. Yo estaba encargado de dar una estimación científica de la información que se encontraba a mano y que nos había llegado de los laboratorios de Gironde-Chimie. Sobre esta base, no existía razón para recomendar un aplazamiento.
Urbach insistió:
—Ha dicho «estimación científica». Pero, aparte de la ciencia, usted hubiera podido presentir algo, intuir algo, ¿no es así? Por primera vez Lord vaciló antes de contestar:
—Es posible que sí.
—¿Es posible que sí o de hecho sí presintió algo?
—En fin: sentí cierta inquietud, pero no era nada científico.
Celia, que hasta entonces había escuchado sin prestar excesiva atención, miró a Lord con cierta expectación. Urbach proseguía preguntando:
—Si lo comprendo bien, doctor Lord, usted se encontró en una suerte de dilema. ¿No es así?
—Sí, la verdad.
—Un dilema entre la ciencia y su «inquietud», ha sido su palabra, como ser humano, ¿verdad?
—Algo por el estilo.
—No se trata de encontrar aproximaciones, doctor Lord, sino de lo que usted declara tajantemente.
—De acuerdo; entonces, sí, fue eso.
—Gracias. —El consejero echó una mirada a sus notas—. Y para terminar, doctor Lord, después de haber leído los informes, ¿recomendó usted que se prosiguiera con los preparativos de la comercialización de la Montayne?
—No.
Celia no podía dar crédito a sus oídos. Lord estaba mintiendo. Porque no sólo había defendido que se continuara con los planes de comercializarla Montayne, sino que había votado a su favor en la reunión convocada por Sam, y se había burlado de las dudas expresadas por Celia y de su ruego que se aplazara toda la operación.
El senador Donahue se acercó al micrófono para decir:
—Deseo hacer una pregunta al testigo: de haber formado parte del sector de la gerencia, doctor Lord, en vez del sector científico, ¿hubiera usted recomendado el aplazamiento?
Lord vaciló de nuevo. Luego contestó con voz firme:
—Sí, senador, sin duda alguna.
«¡Cabrón!», se dijo Celia y comenzó a escribir una nota para Quentin: «¡Una sarta de mentiras!…». Luego se detuvo. ¿Para qué? Si se levantaba a expresar sus dudas públicamente sobre la honestidad y veracidad de Lord, el resultado sería un debate, una serie de acusaciones y de refutaciones volando por el aire… que no cambiarían en nada la situación de aquellas sesiones. Molesta, rasgó la hoja en la que había comenzado a escribir la nota.
Al cabo de unas cuantas preguntas más, se dio las gracias a Lord por su presencia como testigo y se le permitió salir de la sala. Lord se marchó inmediatamente, sin hablar ni mirar a Celia.
El testigo siguiente fue la doctora Maud Stavely.
La presidenta de la «asociación de ciudadanos en lucha por una medicina más segura» se adelantó hacia el micrófono de la mesa de los testigos, a poca distancia de Celia y Quentin, a los que no miró.
El senador Donahue saludó cordialmente a la testigo y seguidamente la doctora Stavely pasó a leer un escrito que llevaba preparado. En él se presentaba profesionalmente a sí misma, hacía mención de sus calificaciones como médico, exponía la estructura de la organización neoyorquina que ella encabezaba, la actitud del grupo en contra de la industria farmacéutica y los principios en que se basaba su hostilidad. Terminó declarando que desde el principio su grupo se había opuesto a la Montayne.
A Celia no le gustó el tono fanático del discurso y ciertas alusiones pero tuvo que reconocer que la doctora Stavely daba una sensación de gran profesionalidad y competencia. Tal como la había visto hacía dos años, su aspecto era de persona que se cuidaba, elegante con sencillez y educada. Aquel día iba con un traje de chaqueta marrón.
Sobre la Montayne, Stavely declaró:
—Por desgracia, nuestras protestas surtían poco efecto debido a la falta de medios económicos. Nuestro grupo no cuenta con un gran capital y no puede competir con los multimillones de dólares que compañías como Felding-Roth destinan a las campañas de promoción de ventas de sus productos, para engañar a los médicos y engatusar al público en general, haciéndoles creer que medicamentos como la Montayne no son nocivos, a sabiendas, por indicios, que podrían muy bien serlo.
Stavely hizo una pausa que Dennis Donahue aprovechó para decir:
—Me imagino, doctora Stavely, que ahora que está demostrado que sus opiniones sobre la Montayne eran acertadas, las contribuciones a su organización habrán experimentado un notable incremento.
—Sí, senador. Y esperamos que, después de estas sesiones, todavía aumenten más.
A lo que Donahue sonrió sin contestar y Stavely prosiguió.
Con gran disgusto de Celia, Stavely mencionó la visita que Celia había hecho a las oficinas de su organización. Lo que significó una complicación que ella había esperado poder eludir.
El asunto salió a relucir durante el interrogatorio de Stanley Urbach.
—¿Qué día exactamente fue a visitarlos la señora Celia Jordán?
Stavely consultó sus notas.
—El doce de noviembre de mil novecientos setenta y ocho.
—¿Le dijo la señora Jordán cuál era el propósito de su visita?
—Dijo que quería cambiar impresiones. Y se habló de la Montayne, entre otras cosas.
—Por estas fechas la Montayne ya había obtenido la autorización de Sanidad, pero todavía no estaba a la venta. ¿Correcto?
—Sí, señor.
—¿Es verdad que la organización de ciudadanos en lucha estaba trabajando para obtener la cancelación de la autorización concedida por Sanidad?
—Sí, lo intentamos muy en serio.
—¿Tuvo la impresión de que ello preocupaba a la señora Jordán?
—Bueno: lo que es seguro es que no le hacia ninguna gracia. Ella defendió la Montayne, aseguró que no era nociva. Y yo le dije que no estaba de acuerdo.
—¿Le dijo por qué creía que el fármaco no era nocivo?
—De eso me acuerdo perfectamente: no. Recuerdo que ella no tiene cualificaciones médicas ni nada parecido, cosa que a esa gente ávida de vender cualquier cosa no parece afectar lo más mínimo. —Stavely dijo estas palabras con desdén y luego añadió—: De todos modos, me escandalicé al ver lo poco enterada que estaba.
—¿Puede especificar qué la escandalizó?
—Sí. Recordará que ya se había hablado en la prensa del proceso australiano acusando a la Montayne, ¿verdad?
A lo que Urbach replicó con una sonrisa cortés:
—Soy yo quien debe hacerle preguntas, doctora.
Stavely le devolvió la sonrisa.
—Perdón. A lo que me refiero es que la señora Jordán no había leído la transcripción del proceso australiano. Lo reconoció ella misma. Yo le aconsejé que la leyera.
—Gracias, doctora. Ahora dígame si durante su conversación con ella tuvo la impresión de que había sido enviada por Felding-Roth.
—Sí, sin duda alguna.
—Y en cuanto a los esfuerzos que su organización estaba haciendo por conseguir que se anulara la autorización que Sanidad había concedido a la Montayne, ¿sacó usted la impresión de que Felding-Roth estaba inquieto por ello? ¿Que temía algo? ¿Y pe había enviado a la señora Jordán con el encargo e que procurara ablandarla?
—La verdad es que se me ocurrió, pero no quedó demostrado. Pero si tal fue el propósito de la visita de la señora, no cabe duda de que en el acto comprendió que no había nada que hacer.
Mientras escuchaba y observaba, Celia pensó: «Al contrario de Vincent Lord, la doctora Stavely no miente, y, sin embargo, no deja de ser curioso cómo, a fuerza de acentuar ciertos detalles en detrimento de otros, de dar cierto tono a la voz y de recalcar determinados puntos de vista, puede modificarse mucho cualquier conversación».
El senador Donahue habló al micrófono con un papel en la mano:
—Doctora Stavely, en mi mano tengo un documento que se conoce como el credo de Felding-Roth. Es posible que usted ya lo conozca; de lo contrario, le haré llegar una copia.
—Lo he leído, senador, y con una vez basta. Donahue sonrió:
—Me figuro que tiene su opinión sobre el asunto. Expóngala.
—En mi opinión, este mal denominado credo es la campaña de ventas más asquerosa y podrida de toda la historia de la industria. Es insultante ver cómo se aprovechan de la tragedia de los niños nacidos con deficiencias mentales a causa de la Montayne.
Celia, furiosa, iba a saltar, pero Quentin la retuvo. Hizo un esfuerzo por permanecer sentada, roja de ira. El senador Jaffee, de la minoría, observó con suavidad:
—De todos modos, doctora Stavely, tiene que reconocer que no deja de ser un buen síntoma que la compañía reconozca públicamente su error y haga promesas para el futuro…
Stavely le espetó:
—Me han pedido que dé mi opinión y yo la he dado. Si a usted han logrado engatusarle con esa porquería, señor, a mí no.
El senador Donahue dejó la hoja con una media sonrisa.
Al cabo de unas cuantas preguntas más, la doctora Stavely obtuvo el permiso de marcharse de la sala.
Se anunció que el próximo testigo, en la sesión del día siguiente, iba a ser el doctor Gideon Mace, del Departamento de Sanidad.
Aquella noche, cuando descansaba en su suite del hotel Madison, Celia fue llamada al teléfono. La llamaba Juliet Goodsmith, la cual le dijo que estaba abajo, en recepción. Celia la invitó a que subiera a su habitación y, al aparecer Juliet, se abrazaron efusivamente.
La hija de Sam y de Lilian parecía que tuviera más de veintitrés años, pensó Celia, aunque tampoco se sorprendió por ello. Parecía también más delgada, demasiado, por lo que Celia sugirió que fueran a cenar, pero Juliet rehusó:
—Vine sólo —dijo ella— porque estoy en Washington unos días, en casa de una amiga y me he enterado de las sesiones. No se portan bien contigo, Celia. Tú eres la única de la compañía que demostraste valor y sentido ético respecto al maldito fármaco. Los demás se comportaron como una pandilla de ladrones, y ahora te castigan a ti.
Estaban sentadas cara a cara y Celia observó con suavidad:
—Tampoco fue como tú dices.
Le explicó luego que era natural que, como la principal y más antigua representante de la compañía, se hubiera convertido en el blanco de las acusaciones del senador Donahue. Y le recordó que su comportamiento individual no afectó en nada el asunto de la Montayne.
—Lo que Donahue intenta —añadió ella— es convertir a Felding-Roth en una suerte de enemigo público número uno.
—En eso tendrá razón —dijo Juliet—. Esta compañía es verdaderamente peligrosa.
—¡No, eso no! —protestó enérgicamente Celia—. La compañía cometió un error tremendo con la Montayne, pero en el pasado ha hecho mucho bien y lo continuará haciendo en el futuro.
Y al decirlo pensaba, con euforia, en el Péptido 7 y en la Hexina W.
—Además —prosiguió Celia—. Por grave que fuera la equivocación que cometió tu padre, no era un persona que pudiera ser acusado de «ladrón». Tu padre era una buena persona que hacía lo que le parecía justo en el momento.
—Me cuesta creerlo —dijo Juliet—. ¿Cómo pudo darme las pastillas sin advertirme que no estaban autorizadas?
—Trata de perdonar a tu padre —observó Celia—. Si no lo haces, ahora que está muerto, no sacarás nada de ello y todo resultará mucho más difícil de sobrellevar. —Al ver que Juliet movía la cabeza, Celia añadió—: Le perdonarás un día, ya lo verás.
Celia no preguntó por su hijo, que ya debería de tener dos años y que se encontraba hospitalizado en una institución especializada para los incurables y desvalidos. Pero le preguntó:
—¿Cómo está Dwight?
—Estamos a punto de divorciarnos.
—¡No! —exclamó Celia escandalizada.
Entonces recordó cómo, en la boda de Juliet y Dwight, había pensado que era una pareja sólida, capaz de afrontarlo todo hasta el final.
—Todo iba muy bien hasta que el niño tuvo unos meses —explicó Juliet con voz apagada que denotaba la sensación de derrota—. Pero cuando descubrimos lo que pasaba, todo comenzó a ir mal, Dwight se puso furioso contra mi padre, más que yo. Quería demandar a Felding-Roth y a papá personalmente, hacerlos pasar un mal rato ante el tribunal. Yo me negué a ayudarle en esto.
—Hiciste bien —notó Celia—. Hubiera sido un desastre para todos.
—Después tratamos de arreglar las cosas, una temporada —prosiguió Juliet—. Pero no fue bien. Ya nada podía volver a ser como antes, no éramos las mismas personas. Y decidimos divorciarnos.
«¡Qué puedo decir! —pensó Celia—. ¡Cuánta tristeza y cuántas tragedias ha causado la Montayne!».