CAPÍTULO X

La idea se le había ocurrido durante el vuelo de regreso de Hawai, el pasado agosto. Inspirada por una observación de Andrew. Andrew había dicho a Celia, a Lisa y a Bruce:

—No creo que haya que tomar medicamentos para paliar una simple molestia, algo que nos resulta incómodo y que es «autolimitado»… Y si quieres tener un niño sano, no fumes ni bebas alcohol.

Estas palabras habían echado los cimientos de lo que Celia se había propuesto exponer como los principios fundamentales de la futura política de Felding-Roth.

Había pensado en exponer su idea antes, durante los meses en que había ejercido como vicepresidente, pero había luego pensado que no, por temor a que votaran en contra.

Incluso en su puesto de presidente, decidió esperar un tiempo prudencial, a sabiendas de que la idea requería la aprobación de la junta de directores.

Meses después, en septiembre, se dispuso a la acción.

Bill Ingram, recién ascendido a vicepresidente de ventas y comercialización, la había ayudado en la redacción del texto de lo que ya llamaban el credo de Felding-Roth. El borrador rezaba así:

«Farmacéutica Felding-Roth, S. A., se compromete solemnemente a:

»Artículo 1.° La compañía no investigará, manufacturará, distribuirá, ni comercializará, directa o indirectamente, productos farmacéuticos para el uso de mujeres embarazadas, y se niega a medicar molestias naturales, limitadas en el tiempo, como son la náusea y el mareo, consecuencias espontáneas de todo embarazo normal.

»Artículo 2.° Felding-Roth se propone propagar la recomendación, por todos los medios posibles de que no se administre ni recete medicamentos a mujeres embarazadas, de que no se obtenga ni se tome por iniciativa propia, durante un embarazo normal, ningún producto de la clase mencionado en el artículo 1.°

»Artículo 3.° Felding-Roth se propone aconsejar a las mujeres embarazadas que no tomen medicamentos» recetados o sin recetar, tanto los manufacturados por la misma compañía como por cualquier otra, salvo en casos excepcionales de necesidad médica bajo supervisión del doctor.

»Artículo 4.° Felding-Roth recomendará, además, a las mujeres embarazadas que se abstengan, durante todo el embarazo, de beber bebidas alcohólicas, incluido el vino, y de fumar cigarrillos o cualquier otra cosa, incluida la inhalación de aliento de otras personas…».

No terminaba aquí. Se incluyó otra mención a los médicos, en parte con el propósito de defender y abogar por una relación de confianza entre médico y paciente, y también como un aliciente más a los médicos que, como es natural, eran los mejores clientes de la compañía. Se mencionaban las circunstancias especiales, desde el punto de vista médico, en que era recomendable o incluso imperativo recetar medicamentos.

Según palabras de Bill Ingram:

—Es lo mejor que he leído desde hace mucho tiempo, Celia. Es una pena que no se le haya ocurrido a nadie de la compañía hace años.

Ingram, que había votado en contra de Celia acerca del asunto de la Montayne, se había mostrado incómodo y culpable al regreso de Celia a Felding-Roth. A las pocas semanas reconoció:

—Me he preguntado, más de una vez desde su vuelta, si realmente desea que continúe trabajando aquí.

—La respuesta es sí —contestó Celia—. Conozco su forma de trabajar, y sé que de usted me puedo fiar. En cuanto al pasado, cometió un error, cosa que ocurre a todo el mundo a veces. Fue mala pata que las consecuencias fueran tan espantosas; pero usted no fue el único en equivocarse, y me imagino que le ha servido de lección.

—¡Esto por descontado! Y he sufrido mucho por no haber tenido la inteligencia y el temple de defenderla a usted.

—No tiene por qué defenderme siempre —le aconsejó ella—. Piense que yo también puedo cometer equivocaciones y que necesito a personas como usted para que me lo adviertan.

Una vez Celia hubo sido elegida presidenta, se produjeron ciertos cambios en la estructuración de la compañía, que comportaron ascensos de varios empleados. Uno de ellos fue Bill Ingram. Y desempeñaba ya perfectamente su nuevo cargo.

Celia era miembro con voz y voto de la junta directiva, por lo que se preparó meticulosamente para la reunión en que se iba a discutir la propuesta de su credo.

Tuvo en cuenta lo que Sam le había dicho hacía tiempo, sobre sus dificultades, respecto a la revolucionaria idea del instituto de investigación en Inglaterra, para vencer la oposición y el inmovilismo de la junta. Celia estaba segura de que encontraría oposición a su idea del creció de Felding-Roth.

Y tuvo la gran sorpresa de que apenas se opusieron a ella.

Uno de los miembros de la junta, Adrián Caston, presidente de un importante grupo financiero y persona muy cautelosa, le preguntó:

—¿Es realmente sensato autoexcluirnos permanentemente de un campo de la medicina que, tal vez en el futuro, cambie y se convierta en segura fuente de beneficios?

La reunión se celebraba en la sala de reuniones del cuartel general de la compañía, y Celia respondió a la pregunta, con los ojos bajos, fijos en la madera de nogal de la mesa:

—Creo, señor Caston, que es esto precisamente lo que debemos hacer. Hemos de autoexcluirnos de un campo tentador, arriesgado, que puede meternos en otro atolladero del tipo de la Montayne.

Se produjo un silencio preñado de tensión y ella prosiguió:

—La memoria es muy frágil. Muchas mujeres jóvenes en edad de ser madres no se acuerdan de la Talidomida, ni han oído hablar de ella. Dentro de unos años, será lo mismo con la Montayne, y las mujeres volverán a estar dispuestas a tomar cualquier cosa para aliviar las molestias de su embarazo. Los médicos volverán a recetar, pero por lo menos asegurémonos de que nosotros no contribuiremos a ello, fresco en nuestra memoria el pasado de las tragedias causadas por los fármacos administrados durante la gestación.

El tiempo y la experiencia han demostrado que el embarazo es la única indisposición natural que más vale dejar en manos de la propia naturaleza. De momento, en Felding-Roth estamos viviendo el desastre de un fármaco producido para aliviar las molestias del embarazo, estamos pagando las consecuencias. En el futuro es aconsejable, me parece a mí, dejar por completo este campo y buscar los beneficios en otros. Y recomendar a los demás que hagan lo mismo.

Entonces Clinton Etheridge, abogado y director de la compañía desde hacía muchos años, salió en su defensa:

—Ya que hablamos de beneficios, quiero decir que me gusta mucho la idea de la señora Jordán de tratar de sacarle provecho comercial al desastre de la Montayne. No sé si los otros habrán notado que este denominado credo de la compañía es muy astuto. Es una inteligentísima campaña comercial para que otros fármacos que vendemos. Verán los resultados en dinero contante y sonante: eso lo aseguro yo.

Celia se dominó el estremecimiento de horror pensando que valía la pena defender, fuera como fuese, su idea del credo. Se preguntó, sin embargo sobre los motivos de aquellas palabras en boca de Etheridge, aliado desde hacía años de Vincent Lord y que más de una vez se había convertido en su portavoz durante aquellas reuniones. Lord estaba ya informado sobre el credo de Felding-Roth y sabía que iba a discutirse durante aquella reunión, y lo más probable es que hubiera hablado de ello con su amigo Etheridge. ¿Significaba que la defensa de Etheridge era otra forma distanciada de Lord de reconciliarse con ella después de lo de la Montayne? Pensó que jamás sabría la respuesta.

Hubo más preguntas, principalmente sobre cómo iba a ponerse en efecto el credo. Fue el rey de la televisión, Owen Norton, quien dijo la última palabra.

Miró a Celia desde la punta opuesta de la mesa y observó con su voz cascada de nombre que hacía una semana que había cumplido ochenta y dos años:

—Habrá observado, señora Jordán, que por fin hemos decidido respetar su criterio de mujer. Le aseguro que yo, y muchos de mis colegas, sentimos habernos demorado tanto tiempo en ello.

—Sus palabras me hacen muy dichosa, señor —contestó Celia sinceramente.

Se votó la propuesta y el voto a favor fue unánime.

El impacto del credo de Felding-Roth no fue, sin embargo, tan fuerte como había esperado Celia. Sobre todo entre el público en general.

Los médicos, salvo pocas excepciones, lo recibieron entusiásticamente. Un obstetra escribió una nota en que decía:

«Tengan la bondad de mandarme más copias, quiero enmarcar una de ellas y colgarla en la sala de espera del consultorio. Mi intención es servirme de ella cada vez que un paciente se queje de que no le haya recetado nada para paliar una molestia que, en mi opinión, más vale que siga su curso.

»Gracias a su actitud altamente ética, no nos sentimos tan solos los que, como yo, creemos que no existe un fármaco para cada dolencia o indisposición. ¡Fuerza!».

Se enviaron a este doctor y a otros las copias pedidas.

Los médicos que objetaron lo hicieron porque creían que eran elfos, sólo ellos, y no las compañías de productos farmacéuticos, los que debían aconsejar y hacer recomendaciones a los pacientes. Pero, a juzgar por lo poco que abultaban sus cartas, fue solamente una minoría.

El credo de Felding-Roth fue expuesto en todos los espacios que la compañía tenía reservados para la publicidad. Celia, al principio, estuvo a favor de que saliera en los periódicos y revistas en general, pero luego fue persuadida de que con ello se arriesgaba a provocar la hostilidad de los colegios de médicos y del Departamento de Sanidad, a quienes nunca les había hecho gracia que las empresas farmacéuticas abordaran el tema directamente con el público en general.

Debido a ello, seguramente, la prensa hizo muy poco caso del credo. El New York Times se limitó a comentarlo en dos párrafos de sus páginas económicas; el Washington Post sepultó un breve comentario entre la letra menuda de su última página. La televisión, a pesar de que el departamento de relaciones públicas bregó para convencer a sus productores para que dedicaran cierto espacio a ello, apenas lo mencionó.

—Si sacamos un producto que luego resultó nocivo, se nos echan encima y nos devoran —comentó Ingram a Celia—. Pero si tomamos una medida positiva como ésta, se limitan a bostezar de aburrimiento.

—Claro —respondió Celia—. Eso del periodismo funciona según esquemas muy simples y muy burdos. El público está acostumbrado a reaccionar sólo ante temas fuertes, viscerales, de rápido efecto, y no saben poner atención sobre las noticias reflexivas, cerebrales, que requieren tiempo y discusión. Pero no se preocupe: a la larga surtirá su efecto.

Ingram dijo con expresión escéptica:

—Bueno: avíseme cuando comience a notarlo. La reacción de las otras empresas fue ambigua.

Las hubo francamente hostiles, sobre todo las que vendían productos para las mujeres embarazadas.

—Publicidad de lo más rastrero y barato —dijo un portavoz de una compañía públicamente.

Otras acusaron a Felding-Roth de pretender ser más «papistas que el Papa», por decirlo así, y de «perjudicar a la industria», aunque sin especificar el porqué.

Pero un par de competidores reconocieron su admiración con toda franqueza.

—¡Ojalá se nos hubiera ocurrido a nosotros antes! —dijo uno a Celia.

—Todo eso no prueba nada —confesó Celia a Andrew—. Sólo que es imposible contentar a todo el mundo.

—Paciencia —le recomendó Andrew—. Lo que has hecho está bien y las consecuencias se notarán el día menos pensado. Te sorprenderá ver hasta qué punto.

Las consecuencias de la Montayne continuaban notándose, y, en cierto modo, de forma más peligrosa que nunca. Los efectos surgieron del propio Capitolio, en Washington.

El equipo auxiliar del veterano senador Dermis Donahue había dedicado todo un año a explorar en los entresijos del asunto de la Montayne y había recomendado a su líder que lo propusiera como tema central para las sesiones de investigación criminal del Senado.

Se afirmó que era el tema «idóneo» para el momento. Por «idóneo» se significaba que podía despertar el interés del público, que se garantizaba amplios comentarios en la prensa y, casi seguramente, en la televisión. Tal como solía decir el senador a sus allegados:

—No olviden que en televisión es donde se encuentran las masas y los electores.

De ahí que se anunciara que el subcomité sobre ética comercial del Senado, del que Donahue era presidente, iba a comenzar sus sesiones en Washington, D. C., a principios de diciembre. Los testigos ya habían sido convocados y se había invitado a otros, con datos de primera mano sobre el tema, para informar al comité.

Al enterarse Celia, telefoneó a Childers Quentin, el abogado de Washington.

—Malas noticias —le dijo el abogado—. Usted, señora Jordán, y su compañía van a pasar malos momentos. Hágame caso y comience a prepararse mediatamente para las sesiones, contrate un asesor legal. Sé cómo funcionan estas cosas y le aseguro que el equipo del senador no cejará en su empeño de ahondar en el tema, en el más mínimo rumor que circule sobre él.