Vincent Lord parecía otra persona. Irradiaba energía y felicidad. Después de casi veinte años de dedicarse científicamente a una sola idea, al sueño de conseguir la eliminación de los radicales libres, sueño en que pocos creían, aparte de él, el sueño se había convertido en realidad. Los largos años de dedicación estaban a punto de ser recompensados.
Era ya posible producir un fármaco que iba a convertir a otras medicinas hasta ahora peligrosas y nocivas en beneficiosas y seguras. Se necesitaba sólo hacer las pruebas en animales y seres humanos que requería la ley antes de autorizarla para el consumo.
La Hexina W, como la había llamado provisionalmente Lord y como se seguía denominando, se había convertido en apasionado tema de discusión en el mundo de la industria farmacéutica, a pesar de que los detalles eran todavía secretos y estaban en posesión sólo de Felding-Roth. Otras firmas farmacéuticas, al tanto de la obtención y solicitud de patentes, habían comprendido las implicaciones de ésta. Y habían dado claras muestras de interés.
En palabras del director de una importante compañía durante una conversación telefónica con Celia:
—Ni que decir tiene que nos hubiera gustado que hubieran sido nuestros investigadores los descubridores de lo que, por lo visto, ha encontrado el doctor Lord. Pero, aceptado que las cosas son así deseamos ser los primeros en discutir la posibilidad de un contrato con ustedes.
De gran interés era que el fármaco podía aplicarse de dos maneras distintas. Podía hacerse servir como un ingrediente activo en la producción de otros fármacos —es decir, mezclarse en su fórmula al ser producida— o bien podía fabricarse como una pastilla aparte, que se administraba junto a otros medicamentos para contrarrestar sus efectos.
Dicho de otro modo, la Hexina W era un fármaco al servicio de los entendidos y científicos fármacos, de los que investigaban la producción de otras drogas, y que podía ser comercializado muchas empresas a la vez. Las otras compañías operarían con licencia a cambio del pago de derechos probablemente enormes, de Felding-Roth.
Entre los futuros beneficiados por el fármaco se contaban los que sufrían de artritis y los enfermos de cáncer. Para ambas enfermedades existían ya remedios de probado efecto, pero que apenas se recetaban debido a los peligrosos efectos secundarios.
Vincent Lord había explicado, en una reunión de planificación de ventas, la situación entre los artríticos:
—A los que sufren de artrosis se les inflaman las articulaciones hasta el punto de no poder moverse y de tener mucho dolor. Lo cual sucede cuando el estado del enfermo tiene como efecto la producción de radicales libres que, a su vez, atraen leucocitos, es decir células de sangre blanca. Los leucocitos se amontonan y producen la inflamación.
»La Hexina W —prosiguió Lord— detiene la producción de radicales libres, por lo que se deja de atraer a los leucocitos. El resultado es que desaparece la inflamación y el dolor.
El efecto de la declaración de Lord fue tal que algunos de los que escuchaban se pusieron a aplaudir. El se puso colorado de placer.
—Molestias menos graves —añadió— podrán también ser tratadas de formas nuevas y más eficaces con la Hexina W.
Hacía ya tres meses desde que Vincent Lord había conseguido resultados positivos y tangibles con su investigación. Significó una victoria bien merecida después del meticuloso trabajo solitario, de los avances y retrocesos experimentados a lo largo de los años.
El propio método de trabajo empleado por Lord había salido beneficiado por la victoria, dado que era un método que muchos juzgaban como anticuado.
Explicado de una manera simple: el método consistía en buscar fármacos nuevos a partir de los viejos, usando los principios de la química orgánica. Se partía de una fórmula que ya estuviera en funcionamiento, se modificaba su composición química, se volvía a modificar… una y otra vez…, si era necesario hasta el infinito. El objetivo era siempre encontrar un fármaco nuevo que derivara del viejo y sin componentes ni efectos tóxicos. Lord recordaba que hacía dos años, después de probar con unas mil fórmulas diferentes, sin resultado, se prometió que nunca se daría por vencido.
Los métodos nuevos eran como el empleado por sir James Black, el descubridor de Tagamet, producido por Smith-Kline, que desde el comienzo decidía qué desorden biológico se deseaba remediar a base de fármacos y, a partir de aquí, se trabajaba para obtener un fármaco totalmente nuevo. O el método de Martin Peat-Smith, clasificado como genético. De todos modos, ambos requerían años de trabajo y podían acabar en nada, aunque, cuando daban resultado, era siempre una droga totalmente nueva.
Lord había decidido que el método antiguo era el que mejor se adaptaba a su propósito y a su temperamento y, ¡gracias a Dios!, había estado en lo cierto. Lo que más dichoso le hacía era ver la cantidad de especialistas, de químicos, biólogos, físicos, farmacéuticos clínicos, fisiólogos, toxicólogos, veterinarios, patólogos y estadísticos que se habían puesto a trabajar en Felding-Roth para encontrar la forma definitiva de producir la Hexina W.
A pesar de eso, debido al complejo programa de pruebas en animales y en seres humanos, faltaban todavía dos años para estar en situación de poder solicitar autorización del Departamento de Sanidad.
Aunque no osara decirlo en público, Lord estaba secretamente contento del contratiempo sufrido por Peat-Smith con su Péptido 7. Gracias a los dos años de retraso que había sufrido el trabajo de Harlow, la Hexina W sería comercializada antes.
El buen humor de Lord le había hecho hacer las paces con Celia. Al poco tiempo del regreso de ésta, se presentó en su despacho. La felicitó por el ascenso y le dijo:
—Me alegro de que haya vuelto.
—Pues yo me alegro de los progresos conseguidos con la Hexina W —manifestó Celia.
—Espero que se lo reconozca como uno de los descubrimientos más importantes del siglo —dijo él con naturalidad. Con los años no había mermado la alta opinión que tenía de sí mismo.
En esta conversación con Celia, Lord no dio síntomas de reconocer que ella había estado en lo cierto acerca de la Montayne, y que él se había equivocado. Según él, ella había tenido suerte, nada más, había acertado sin base científica, por pura casualidad; por tanto no se merecía más respeto intelectual que el ganador de la lotería.
A pesar del intento de reconciliación con Celia, no pudo por menos de alegrarse mucho al saber que no era nombrada presidente de la compañía, a la muerte de Sam Hawthorne. Una vez en la vida, los miembros de la junta habían dado muestras de cordura.
Al comenzar el nuevo año de 1978, la Hexina W continuaba siendo la gran esperanza de Feng Roth.
El nombramiento de Preston O’Halloran como presidente de la compañía no cambió en mucho el trabajo y las responsabilidades de Celia. Al día siguiente a la reunión de la junta, O’Halloran tuvo una entrevista con Celia en la que habló con suma franqueza.
Se encontraron en la suite del despacho del presidente, ellos dos solos. El encuentro con el nuevo ocupante de las habitaciones que hasta hacía bien poco habían sido de un amigo de tantos años, apenó a Celia, sobre todo al recordar la muerte de Sam, que le costaba mucho aceptar.
Con su cuidado acento de la Nueva Inglaterra, O’Halloran le indicó:
—Quiero que sepa, señora Jordán, que yo no fui uno de los que se opusieron enérgicamente a su nombramiento. Pero también he de reconocer que no apoyé su candidatura, pero si se hubiera dado una mayoría a su favor, no me habría opuesto a ella. Llegué incluso al extremo de mencionar esto a los otros miembros de la junta.
—Me interesa saber que considera esto «un extremo» —dijo con sarcasmo Celia.
—¡Touché! —exclamó el viejo con una sonrisa y Celia pensó: «Por lo menos no le falta cierto sentido del humor».
—De acuerdo, señor O’Halloran —convino ella con voz decidida—. Ahora sabemos a qué atenernos, lo cual es siempre útil. De usted necesito instrucciones sobre cómo desea que yo funcione y delimitar las zonas de responsabilidad.
—Llámeme Nieve —repuso con otra sonrisa el viejo—. El apodo proviene de mi juventud, que malgasté esquiando como un loco. Me gustaría que usted también me llamara así, y que me permitiera llamarla Celia.
—De acuerdo: usted Nieve y yo Celia —puntualizó ella—. Ahora hagamos un plan de trabajo.
Celia se daba cuenta de su falta de amabilidad pero no le importaba.
—Muy fácil —atajó él—. Me gustaría que continuara como hasta ahora, y ya sé que lo hace con suma competencia y lucidez.
—¿Y usted, Nieve? ¿A qué dedicará su lucidez y competencia?
El contestó en tono de ligera burla:
—El presidente no tiene por qué dar explicaciones al vicepresidente, Celia. Es al revés. Pero para que no haya malentendidos entre nosotros, le confesaré que yo de fármacos no sé casi nada. En cambio, sé mucho y soy competente en el campo de las finanzas, en el que me atrevería a decir que la supero a usted incluso. Por tanto, mi intención es dedicar estos seis meses, o menos, a cuestiones de dinero.
Celia tuvo que reconocer secretamente que la había tratado con perfecta cortesía y consideración, e hizo un esfuerzo por rebajar el tono sarcástico que había estado utilizando con él.
—Gracias, Nieve; procuraré llevarme bien con usted.
—No le costará, se lo aseguro.
El nuevo presidente no iba al despacho cada día, pero, cuando se presentaba al trabajo, dedicaba todo el tiempo a trazar un nuevo plan financiero para la compañía. A cinco años vista Seth Feingold describió el plan como «una joya, algo realmente importante».
Y añadió, hablando a Celia:
—El viejo necesita un bastón para caminar, pero tiene un cerebro más acerado que una navaja.
Celia acabó reconociendo los méritos de O’Halloran, su apoyo a todo lo que ella emprendía, su extrema cortesía. Era un verdadero espécimen de lo que ella había una vez oído decir «un caballero de la vieja escuela».
De modo que la entristeció de verdad cuando la última semana de enero, del año 1978, el viejo tuvo que guardar cama aquejado de gripe, y más tarde, a la semana, al enterarse de que el señor O’Halloran había muerto de una obturación masiva de las coronarias.
Esta vez no tardaron dos semanas en nombrar sucesor. El asunto fue decidido al día siguiente del entierro de O’Halloran.
No apareció candidato que tomar realmente en consideración, y eso que el presidente temporal había durado más de cuatro de los seis meses previamente acordados.
Sólo había una opción, y la junta de directivos decidió en menos de quince minutos lo que debió haber acordado el mes de septiembre anterior: que Celia Jordán iba a ser presidente y el ejecutivo principal de Felding-Roth.