El optimismo que había moderadamente reinado en las oficinas de Felding-Roth, en Nueva Jersey, no tardó en desaparecer. Las nuevas de la invasión y de sus estragos en el instituto de Harlow, por el ejército de fanáticos amantes de animales, fueron el primer aviso. Después, más próximo, un inesperado y trágico accidente sumió a la compañía en grises aguas de lugubrez.
Fue un accidente, o por lo menos así acabó clasificándolo la policía de Boonton, a las tres semanas del regreso de Celia.
Faltaban unos minutos para las nueve de la mañana; Celia llegaba en su coche, conducido por un chófer, a la planta del «gallinero» reservado como zona de aparcamiento para los ejecutivos más antiguos de la empresa. El chófer de Celia había colocado el coche muy cerca de la rampa, a la izquierda, porque, tal como dijo luego a Celia, había visto por el espejo retrovisor que se acercaba el Bentley de Sam Hawthorne. Como sabía que el presidente de la compañía se dirigía a su aparcamiento habitual, situado contra un muro exterior y a la derecha de donde acababa de colocarse el coche de Celia, el chófer había dejado suficiente espacio libre para no obstruirle el acceso.
Celia no vio el coche de Sam hasta que no se hubo apeado. Primero vio la inconfundible capota asomándose por una curva de la rampa y, luego, el resto del coche al llegar a la planta del «gallinero».
Celia, convencida de que iban a caminar juntos y a cambiar impresiones mientras se dirigían hacia el edificio de las oficinas, esperó a que el elegante automóvil, motivo de orgullo y satisfacción durante muchos años para Sam, avanzara hasta su sitio con su característico lento y acompasado ritmo.
Sucedió entonces.
Se oyó un súbito rugido del motor del Bentley, seguido de un chirriar de neumáticos, se vio al coche lanzarse hacia delante, acelerando a toda velocidad y con la rapidez que sólo un coche de esta categoría puede alcanzar. Pasó por delante de Celia y del chófer como una exhalación, como una mancha gris, atravesó la parcela del aparcamiento asignada a Sam y fue contra la pared que separaba la planta del vacío. El suelo estaba a quince metros más abajo.
La pared se derrumbó estrepitosamente y el coche desapareció.
Siguió un silencio que a Celia le pareció interminable. Luego, de abajo, llegó el ruido de un golpe sordo seguido de otro de metal machacado, y de cristal hecho añicos.
El chófer corrió hacia el agujero abierto en el muro y Celia iba a seguirle, cuando se lo pensó mejor. Se metió dentro de su coche y usó el teléfono portátil para avisar a la policía. Dio las señas de donde acababa de ocurrir el accidente y pidió que enviaran un coche de bomberos y una ambulancia inmediatamente. Luego llamó a la telefonista de Felding-Roth y pidió que se presentaran en el acto un par de médicos de los que normalmente corrían por la casa. Hecho esto, se dirigió al boquete que el coche de Sam acababa de abrir en la pared.
Lo que vio le puso los pelos de punta.
El coche había volcado. Estaba patas arriba y se adivinaba que había caído verticalmente contra el suelo, y del impacto había sido impelido hacia atrás. La carrocería parecía un acordeón. Humeaba pero todavía no se había incendiado. Una rueda torcida no paraba de dar vueltas vertiginosamente.
Por fortuna, había caído en una plaza de aparcamiento vacía. No había pillado a nadie. No había afectado a nada importante, salvo las plantas y el césped.
Varias personas corrían hacia el coche accidentado y Celia oyó sirenas que se aproximaban. Hubiera sido un milagro que algún ocupante del Bentley estuviera todavía vivo.
Efectivamente.
Tardaron más de una hora en rescatar el cuerpo de Sam, tarea cruel que los bomberos ejecutaron sin innecesarias prisas después de que los médicos aseguraran que Sam estaba muerto.
Celia se encargó de telefonear a Lilian y de darle la noticia con la menor brusquedad posible dadas las circunstancias. Le pidió que no se personara en el lugar del accidente.
—Lilian, si quieres, voy inmediatamente a tu casa —dijo Celia. Después de un breve silencio, Lilian balbució:
—No. Quiero estar un rato sola. —Lo dijo con voz lejana, desvaída, como si hablara desde otro planeta. Había ya sufrido mucho y ahora tema que continuar sufriendo. «Lo que tienen que aguantar las mujeres», pensó Celia.
Lilian continuó:
—Después iré a donde esté Sam. Ya me dirás adonde llevan el cuerpo, ¿verdad, Celia?
—Sí. Y si quieres, te acompañaré o nos encontramos allí.
—Gracias.
Celia trató de llamar a Juliet, luego al marido de Juliet, a Dwight, pero no los encontró.
Acto seguido llamó a Julián Hammond y le comunicó que necesitaba verle inmediatamente. Hammond era el vicepresidente de relaciones públicas.
Se encontraron en el despacho de Celia y ésta le ordenó:
—Dé la noticia a la prensa y ponga todo el énfasis posible en la palabra «accidente». Si quiere, puede añadir que ha sido el acelerador que se ha atascado, que el coche perdió el control por eso.
—Nadie se lo va a creer.
Aguantándose las ganas de llorar, Celia saltó:
—¡Obedezca! Sin rechistar. ¡En seguida!
Era lo último que podía hacer por Sam, pensó al salir Hammond de su despacho. Salvarlo de fa indignidad de ser tildado de suicida.
Aunque para los próximos, no cupo duda de que era suicidio.
Lo más probable era que Sam, insoportablemente abrumado por el sentimiento de culpabilidad y de desesperación a causa del desastre de Montayne, al ver el muro del aparcamiento enfrente de sus ojos, vio una rápida solución y fin a su vida, apretó el acelerador y fue directamente contra la pared relativamente frágil. Hubiera sido característico de Sam, afirmaron sus amigos, que hubiera tenido en cuenta que la parcela de abajo estaba vacía y que por tanto, no representaba peligro para la vida de nadie más.
Celia no pudo evitar sentir ciertos remordimientos. Se preguntaba si Sam no hubiera hecho como seguramente tantas veces, luchar contra la desesperación y dejar que la cordura y el buen sentido prevalecieran, de no haberla visto a ella, tan segura e imbuida de autoridad, encima de la rampa… Pero prefirió no formularse la pregunta completamente, visto que, de todas maneras, jamás sabría la respuesta.
También pensaba en aquello que Sam le había dicho al regresar ella a Felding-Roth, aquel primer día, en el despacho de Sam:
—… y hay otra cosa, que tú la sabes y no pienso decirte.
¿Cuál debía de ser el secreto de Sam? Celia trató de imaginárselo, pero en vano. El secreto había muerto con él.
A petición de los familiares, la ceremonia del entierro no se hizo pública. Celia fue la única representación de la compañía que asistió, acompañada de Andrew.
Sentada en una incómoda silla plegable, en la capilla de una funeraria, mientras un clérigo que no había conocido a Sam en vida soltaba las consabidas trivialidades, Celia se esforzó por borrar el momento presente y revivir el pasado.
Hacía veinte años… Sam la había contratado como vendedora al detalle… Sam, en su boda… Ella escogiéndole a él como la persona que podía ayudarla a hacer carrera… En la reunión de Nueva York, saliendo a defenderla a pesar del riesgo que comportaba para su puesto… «Si permitimos que la señora Jordán abandone así la sala cometemos una estupidez». Habían sido sus palabras las que la habían salvado y había sido él quien se había enfrentado al machismo imperante entre la junta de directivos y la había nombrado jefa de ventas de los productos sin receta y luego directora del sector latinoamericano: «El futuro está en el campo internacional…». Sam, ascendido a presidente, con dos secretarias: «Sospecho que se dictan cartas la una a la otra…». Sam, el anglófilo, que había tenido la magnífica idea de crear el instituto de Harlow. «Celia, tú me asistirás para crearlo…». Sam, que había pagado con la pérdida de su reputación un error, pagaba un error con su propia vida…
Sintió que Andrew se movía a su lado. Vio que le pasaba un pañuelo. Celia no se había dado cuenta de que tenía el rostro bañado en lágrimas.
Por voluntad expresa de ellas dos, Lilian y Juliet fueron las únicas que acompañaron el féretro al cementerio. Celia intercambió unas palabras con ambas antes de partir. Lilian estaba pálida, como si le quedara muy poca vida. Juliet tenía una expresión dura en los ojos, no parecía haber llorado durante la ceremonia. Dwight no había hecho acto de presencia.
En los días siguientes, Celia persistió en sus esfuerzos por que la muerte de Sam fuera conocida como un accidente. Cosa que logró sobre todo porque, según palabras de Andrew:
—Nadie tuvo el valor de hacer lo contrario. Como Sam no tenía seguro de vida, no importaba financieramente.
A las dos semanas, la junta de Felding-Roth se reunió para elegir un nuevo presidente. En la compañía se asumió que la reunión era una pura formalidad, nadie dudaba de que iban a elegir a Celia.
A los pocos minutos de terminar la reunión Seth Feingold acudió al despacho de Celia, con cara muy sombría.
—Se me ha encargado que te lo dijera yo —dijo—. Te aseguro que estoy muy harto de todo. No te han elegido presidente.
Celia no reaccionó y él prosiguió diciendo:
—Te parecerá increíble, y desde luego no es nada justo, pero todavía hay hombres incapaces de soportar la idea de que una mujer ocupe el cargo de presidente de la compañía.
—No me cuesta creerlo —refirió Celia—. Hay mujeres que se han pasado la vida descubriendo eso.
—Ha sido una discusión larga y acalorada, a momentos —explicó Seth—. La junta se ha dividido en dos bandos, y los ha habido que han salido fervorosamente en tu defensa. Pero los que están en contra se han mantenido en sus trece. Por fin no hemos tenido más remedio que ceder.
Se había nombrado un presidente temporal, le dijo Seth. Era Preston O’Halloran, presidente jubilado de un banco y miembro, desde hacía muchos años, de la junta directiva de Felding-Roth. Tenía setenta y ocho años y caminaba con bastón. Era muy respetado como experto en finanzas, pero no sabía casi nada de fármacos. Lo poco que sabía lo había aprendido en las reuniones de la junta.
Celia había visto varias veces a O’Halloran, pero no le conocía bien.
—¿Qué significa temporal en este caso? —inquirió Celia.
—O’Halloran se ha avenido a ocupar el cargo por seis meses, a más estirar, y luego se elegirá a alguien permanente. —Seth hizo una mueca y añadió—: Te advierto que se habla de buscar a alguien fuera de la empresa.
¡Ya!
—Te diré con franqueza, Celia, que yo de ti los mandaba todos al cuerno y me iba en el acto.
Celia movió la cabeza.
—No, de hacerlo dirían que me comportaba típicamente como una mujer. Además, he vuelto comprometiéndome a sacar a la compañía del atolladero. Cuando lo haya conseguido, veremos si… en fin, esperaré a ver.
La conversación le recordó otra que había tenido hacía años con Sam. A Celia la habían nombrado asistenta del director del departamento de entrenamiento de vendedores, en lugar de directora, porque, en palabras de Sam, en la compañía los había que no podían tragar la idea de ver una mujer en el careo de director. Por lo menos, de momento.
Plus ça change, plus c’est la méme chose, se citó ella en silencio. Cuantos más cambios hay, más tozudos son.
—¿Estás muy ofendida? —le preguntó aquella noche Andrew.
Celia reflexionó antes de contestar.
—Sí, supongo que sí. No soporto la injusticia. Pero, por otro lado, es extraño, porque no me importa demasiado; mucho menos de lo que me hubiera importado hace años.
—Ya me lo figuraba. ¿Quieres que te diga porqué?
—Diga, doctor —se rió ella.
—Porque eres una mujer que ha salido adelante en su vida, y muy bien. Eres una esposa excelente, como no se puede pedir más; eres una madre magnífica y eres inteligente y muy competente en el trabajo. Les das mil vueltas a todos los hombres que te rodean. Has tenido mil oportunidades de demostrar lo que vales y no necesitas oropeles ni medallas para que se enteren los demás. Tú sabes que los que trabajan cerca de ti te aprecian en lo que vales, inclusive los machistas esos de la junta directiva de Felding-Roth. Por eso, lo de hoy no te angustia lo más mínimo, porque tú sabes que los que pierden son los que han tomado esta decisión y que, a la larga, tú eres y serás la vencedora.
Andrew calló.
—Siento haberte hecho ese discurso. Sólo quería decirte unas cuantas verdades para ayudarte a no desanimarte.
Celia se levantó de la silla y se acercó a él. Le dio un beso y le dijo:
—Lo has conseguido estupendamente.
El niño de Winnie, un chico muy hermoso y sano, nació el día siguiente. El acontecimiento hizo feliz no sólo a Winnie y a Hank, sino a toda la familia Jordán. Lisa telefoneó entusiasmada desde California, y Bruce desde Pennsylvania.
Winnie se lo tomó con su habitual sentido del humor.
—La próxima vez intentaré que salgan mellizos —dijo.