La deprimente tarea de hacer una estimación del trabajo perdido en el instituto de Harlow tomó varios días. Al final Martin calculó que el daño causado por los «salvadores de animales» tardaría dos años en solucionarse.
Pudo salvarse un poco, no mucho, de las cenizas de la hoguera en que las quemaron las fichas y papeles de los archivos. Más tarde Nigel Bentley dijo a Martin:
—Por lo visto esos locos sabían muy bien lo que se llevaban entre manos. Dónde estaban las cosas que querían destruir, y qué se debía destruir para causar mayor daño. Lo que significa que debieron de contar con alguien que los ayudó desde el interior, es lo que asegura la policía. Según ellos, lo hacen siempre así. Consiguen sobornar a las mujeres de la limpieza o a cualquiera del servicio de mantenimiento para que les informe de los datos que necesitan. Procuraré enterarme de quién ha sido el Judas en nuestro caso, pero mucho me temo que no sacaré nada en claro.
Bentley mandó, además, instalar un nuevo sistema de seguridad. Aunque él mismo reconoció que:
—En cierta manera es inútil, porque esa gentuza no se da por vencida así como así y podría fácilmente volver a las andadas.
Martin se encargó de llamar personalmente a Nueva Jersey para notificarles lo sucedido. Habló directamente con Celia, de cuyo regreso a la compañía Martin se había enterado nacía poco, y alegrado mucho. Martin expresó su disgusto por tener que darle una mala noticia la primera vez que se ponía en contacto con ella.
Celia también tuvo un gran disgusto al saber lo que había pasado, sobre todo después de las esperanzas que todos habían puesto en el futuro cercano del Péptido 7. Le preguntó a Martin cuánto tiempo iba a costarles la desgracia.
—Tenemos que repetir todos los experimentos con animales para volver a recoger los datos que harán falta luego para cuando la compañía solicite la autorización del nuevo fármaco. Significa mucho tiempo y mucho dinero, pero no hay más remedio.
—¿Estás seguro de que serán dos años?
—Es lo máximo —repuso él—. Procuraremos acortarlo lo máximo posible; como ahora sabemos mucho mejor qué terreno pisamos, es posible que podamos cortar por lo sano, en algunos casos.
—Quiero que sepas —indicó Celia-que el Péptido 7 se ha convertido en algo muy importante para los de la compañía. ¿Te acuerdas de la conversación que tuvimos en tu casa? Me dijiste que producirías un medicamento capaz de enriquecer fabulosamente a la empresa. Éstas fueron grosso modo tus palabras.
Martin hizo una mueca al teléfono.
—Me acuerdo muy bien, por desgracia-adujo-No hablé como un científico y espero que la conversación quede entre tú y yo.
—Te lo prometo. Pero te lo recuerdo porque la primera parte de tu profecía ha resultado cumplida. Ahora necesitamos el resto.
—Dos años para volver a donde estábamos hace una semana —indicó de nuevo Martin—. No creo que consigamos acortarlo mucho.
De todos modos, la conversación le animó a oponerse rápidamente a reorganizarlo todo. Se encargaron nuevos animales en seguida y, en cuanto llegaron, el equipo del instituto se dedicó a la monótona tarea de repetir todos los experimentos hechos hacía tiempo.
De resultas de ello, a las tres semanas el trabajo de recuperación iba a toda velocidad.
A partir de la noche desgraciada de la invasión de los miembros del Ejército de Salvación de los Anima les, Yvonne se dispuso a ayudar a Martin sin que él necesitara pedirle nada. Se puso al frente de la vida doméstica, por su cuenta, lo hizo todo para que Martin no tuviera que distraerse y perder tiempo con la casa. De vez en cuando le entretenía, le ayudaba a descansar y sabía por instinto cuándo prefería estar en silencio o cuándo quería que le divirtiera con sus habladurías. Una vez, un día en que el trabajo había sido especialmente pesado, le mandó tumbarse contra la cama y le dio un masaje sueco que le hizo dormir hasta la mañana siguiente sin interrupción.
Al día siguiente, Martin le preguntó dónde había aprendido a hacer aquello, y ella contestó:
—Una temporada compartí un piso con una masajista y ella me enseñó.
—He observado que nunca te pierdes una oportunidad de aprender algo. Lo mismo has hecho con John Locke —le dijo Martin—. ¿Has leído más recientemente?
—Sí —contestó Yvonne. Luego añadió—: He leído una cosa que se aplica a los «protectores de los animales» como anillo al dedo. Habla del entusiasmo.
—No sé si me acuerdo —dijo Martin, intrigado—. ¿Puedes buscar la cita?
El tomo de los Ensayos de Locke estaba al otro lado de la habitación, pero Yvonne no se tomó la molestia de ir a buscarlo y comenzó a citar:
—«La revelación directa resulta forma mucho más fácil para los hombres de sentar sus opiniones y regular su comportamiento, que el tedioso y no siempre eficaz trabajo de razonar, por lo que no debe sorprendernos que los haya tan hábiles en fingir que algo les ha sido revelado; y que justifiquen cualquier acto por el que sientan una fuerte inclinación a hacer, como el impulso de una llamada o de una orden celestial». —Yvonne se paró, se rió y luego dijo con azoramiento—: Con eso basta.
—¡No, no! —le pidió Martin—. Continúa, si lo recuerdas.
Ella dijo:
—Te estás burlando de mí.
—No, de ninguna manera.
—Bueno —repuso ella y se puso de nuevo a citar—:«… entusiasmo que, aunque no se base en ningún razonamiento ni en la revelación divina, sino que deriva de las pretensiones de un cerebro enfebrecido…, los hombres al obedecer sin rechistar los impulsos que provienen de su propio interior… Puesto que las pretensiones, como si de un nuevo principio se tratara, lo arrasan todo, cuando consiguen superar el sentido común, y los liberan de las estrecheces de la razón…».
Yvonne terminó el pasaje y luego se calló con los ojos clavados en Martin, dando a entender que todavía no estaba muy segura de la reacción de Martin.
Él dijo entonces con incredulidad:
—Me acuerdo de la cita y me parece que no te has equivocado ni en una sola palabra. ¿Cómo lo conseguiste?
—Nada…, que tengo memoria.
—¿Para todo? ¿Y siempre con tantos detalles?
—Por lo visto sí.
Martin se acordó entonces de que ya se había fijado que, al contar chismes y repetir habladurías, Yvonne siempre daba detalles muy precisos y correctos sobre datos como nombres, fechas, etcétera. Se había fijado en ello subconscientemente, pero ahora caía en la cuenta de su posible significado.
—¿Cuántas veces tienes que leer una cosa para recordarla? —le preguntó.
—Una vez, la mayor parte de las veces. Pero con Locke dos veces.
Yvonne seguía con aire inseguro como si Martin le estuviera descubriendo un pecadillo secreto.
—Quiero hacer una prueba —manifestó Martin.
Fue por un libro que Yvonne no había leído. Era El comportamiento de la comprensión de John Locke. Lo abrió por una página que había marcado hacía tiempo y le dijo:
—Lee esto. De aquí hasta aquí.
—¿Puedo leerlo dos veces?
—Desde luego.
Yvonne agachó la cabeza; mechas de pelo rubio le cayeron como una cortina por delante de la cara; luego bajó el libro. Martin lo cogió y le ordenó:
—Ahora repite lo que has leído.
Él siguió las palabras del libro mientras ella las iba citando:
—«Son verdades fundamentales que reposan en el fondo, la base sobre la que se apoyan muchas otras, y de las que deriva su solidez. Son verdades que bullen, ricas de contenido, que nos abastecen la mente, y que, como las luces celestiales, no sólo son bellas y entretenidas de por sí, sino que iluminan y demuestran otras cosas, que sin ellas nunca llegarían a conocerse o a ser vistas. Una de ellas es, por ejemplo, el espléndido descubrimiento del señor Newton de que todos los cuerpos gravitan…».
Continuó la cita algunos párrafos más; Martin no la pilló en un solo error.
Al final Yvonne declaró:
—Es un pasaje muy hermoso.
—Y tú también —le dijo él—. Y tu talento también. ¿Sabes cómo se llama?
De nuevo aquella inseguridad, aquellas dudas.
—Dímelo tú.
—Tienes el don de la memoria fotográfica. Es una cosa especial y única. Seguro que ya lo sabías, ¿verdad?
—En cierto modo sí, pero yo no quería ser distinta a los demás. No quería ser un monstruo de circo.
A Yvonne se le cortó la voz de repente al decir estas últimas palabras y, por primera vez desde que la conocía, Martin presintió que iba a llorar.
—Pero ¿quién te dijo esto?
—Una maestra de escuela.
A instancias, muy tiernas, de Martin, la chica se avino a contarle la historia.
En un examen, debido a su memoria fotográfica, había contestado las preguntas con citas exactas de los textos estudiados, por lo que la maestra dedujo que lo había copiado y la suspendió. No hizo ningún caso de las desesperadas protestas de Yvonne. Entonces ella le había hecho una suerte de explicación de su memoria, ante lo cual la maestra, reconociendo de mala gana su error, se burló de ella y la llamó monstruo de circo.
Martin la interrumpió para decirle:
—Es un tipo de memoria que no sirve de nada si no se entiende lo que se repite.
—¡Ah, pero yo lo entendía todo!
—Me lo creo —le aseguró él—. He tenido tiempo de sobra para verificar que tu cerebro funciona de maravilla.
Después del conflicto con la maestra, Yvonne no sólo ocultó su don, sino que trató de olvidarse de él y de no hacerlo servir. Cuando estudiaba, se esforzaba conscientemente en no recordar las expresiones y frases del texto, y en parte lo conseguía. Pero el esfuerzo le disminuyó la capacidad de comprensión de lo que leía, y de resultas de ello sacó malas notas en los exámenes y suspendió el fundamental para ingresar en la escuela de veterinarios.
—Los maestros pueden hacer mucho bien y mucho mal —observó Martin.
Yvonne, entristecida por el recuerdo, no dijo nada y se produjo un silencio que Martin aprovechó para reflexionar.
Al fin dijo:
—Tú me has ayudado mucho. Me gustaría poder ayudarte a ti. ¿Aún te hace ilusión estudiar para veterinaria?
La pregunta la sorprendió:
—¿Crees que todavía estoy a tiempo?
—Claro que sí. Lo importante es si aún quieres hacerlo.
—Sí, me gustaría.
—Voy a indagar qué se puede hacer para arreglarlo —dijo Martin.
Las indagaciones no tomaron mucho tiempo.
A los pocos días, después de cenar una comida preparada por Yvonne, Martin dijo:
—Tenemos que hablar en serio.
Estaban en el saloncito; él se arrellanó en la butaca de cuero e Yvonne se arrodilló sobre la alfombra, a sus pies. A pesar de sus buenas intenciones no había logrado adelgazar, aunque Martin había dicho bien claramente que su exceso de redondeces no le molestaba en absoluto, y de hecho, en aquel momento, las contemplaba con expresión cariñosa.
Le dijo:
—Puedes solicitar el ingreso a la escuela de veterinarios y tienes oportunidad de conseguirlo. También de conseguir un poco de dinero para vivir razonablemente, seguramente con la ayuda del instituto. Pero si eso último no lo conseguimos, ya buscaremos otro camino.
—Pero tendré que pasar muchos exámenes antes del de ingreso.
—Sí, ya me he enterado. Has de tener aprobados tres exámenes de nivel superior: uno de química, otro de física y el tercero puedes escoger entre biología, zoología o botánica. En tu caso, lo más sensato sería zoología.
—Es verdad —asintió ella, pero en seguida surgió una duda—: ¿Tendré que dejar el empleo del instituto?
—No hace falta, puedes seguir trabajando mientras preparas los exámenes. Por las noches y los fines de semana. Te ayudaré. Trabajaremos juntos.
—Me cuesta creerlo —dijo Yvonne en voz baja.
—Ya lo creerás cuando veas la cantidad de trabajo que te espera.
—Trabajaré en serio, te lo prometo.
Martin sonrió:
—Me lo creo. Y con esta memoria que tienes no te costará nada; pasarás los exámenes sin dificultad. Lo que tienes que aprender es a cambiar el texto del lenguaje —le dijo luego—, para que no sea exacto y te vuelva a ocurrir lo de aquella maestra. Eso se puede practicar antes. Y hay técnicas para aprobar los exámenes. Yo te las enseñaré.
Yvonne se puso en pie de un salto y le abrazó.
—Amor mío, eres maravilloso. La suerte que he tenido al conocerte.
—¡Qué casualidad! Yo había pensado lo mismo de ti —rió Martin.