En Harlow, Yvonne Evans y Martin Peat-Smith pasaban mucho tiempo juntos.
Yvonne conservaba el pequeño apartamento que había alquilado al llegar a Harlow para trabajar en el instituto de Felding-Roth, pero no estaba casi nunca en él. Pasaba todos los fines de semana y muchas noches en casa de Martin, donde se encargó de poner en orden, de cuidar de sus aspectos más domésticos. Eso aparte de satisfacer las necesidades sexuales de Martin, y las suyas propias.
Yvonne había reorganizado la cocina, que estaba reluciente. Guisaba sabrosos platos, en que ponía a prueba su talento culinario, talento que tenía naturalmente y del que disfrutaba. Cada mañana, antes de irse los dos a sus respectivos trabajos, hacía la cama que había compartido con Martin, procurando cambiar, siempre que fuera necesario, las sábanas. Dejaba recomendaciones por escrito a la mujer de la limpieza, y el resultado era que toda la casa estaba en un estado impecable, llena de detalles agradables por los que Yvonne tenía un ojo especial.
Hubo también cambios en el mundo de los animales domésticos. Yvonne trajo a su gato siamés. Luego, un sábado que Martin trabajaba y ella no, fue con un serrucho y abrió una abertura en la puerta exterior de la cocina para que hiciera las veces de gatera. Los gatos pudieron salir y entrar a su gusto, lo que resultó más sano para ellos y más conveniente para la casa.
Además, cuando Yvonne pasaba la noche allí, por la mañana sacaba a los perros a pasear, por lo que disfrutaban de un paseo al aire libre adicional, aparte del que hacían con Martin cada tarde.
Éste estaba encantado.
Una de las cosas que le gustaban de Yvonne era su manera de charlar por los codos sobre cualquier tema. Hablaba de todo, y casi nunca de nada importante: de películas, de la vida de las estrellas de cine, de los cantantes de música pop y de sus rarezas, de las rebajas en las tiendas de Londres y de las últimas gangas de Marks and Spencer. De la tele, de los chismes que se oían en el instituto, que si tal tenía novia y cual estaba embarazada, o a punto de divorciáis de los pecadillos que el clérigo cometía con el sexo tal como se hablaba de ellos en la atenta prensa del país; de los escándalos políticos… Yvonne quedaba empapada de este tipo de cosas, escuchaba y leía y lo absorbía todo como una esponja.
Sin embargo, lo extraño era que a Martin no sólo no le molestaba, sino que le divertía, lo encontraba entretenido y le ayudaba a relajarse de la tensión del trabajo. A veces lo tomaba como una bonita música de fondo.
Lo que ocurría, se dijo al reflexionar sobre ello era que pasaba tantas horas del día con intelectuales que no hablaban de otra cosa que de temas científicos, y siempre a nivel muy serio, que acababa fatigado de ello. Mientras Yvonne charlaba, él no tenía que esforzarse en escuchar, la oía como de lejos, y su cerebro permanecía como aletargado.
Uno de los temas que mayor interés despertaba en Yvonne era el príncipe de Gales. Le fascinaban sus relaciones amorosas, de las que toda la prensa hablaba, aunque a veces la preocupaban. Durante un tiempo el príncipe Charles se asoció constantemente con el nombre de Astrid, princesa de Luxemburgo. Yvonne se negó a tomarse los rumores en serio.
—El matrimonio sería un desastre —le auguró a Martin—. Además de ser católica, no es la persona adecuada.
—¿Y tú qué sabes?
—Lo sé.
Otra candidata, de la que se habló mucho, fue lady Amanda Knatchbull, y ésta le cayó mejor a Yvonne.
—Puede que funcionara —concedió—. Pero ojalá Charles tuviera un poco de paciencia, porque estoy segura de que encontrará a alguien mejor, perfecta quizá.
—¿Por qué no le escribes y se lo dices? Debe de estar muy preocupado por el asunto.
Como si no hubiera oído, Yvonne afirmó con expresión meditativa y en tono ligeramente poético:
—Lo que necesita es una rosa inglesa.
Una noche en que Yvonne y Martin habían hecho el amor, Martin le preguntó en broma:
—¿Te imaginaste que yo era el príncipe de Gales?
—¿Cómo lo has acertado? —le respondió ella, maliciosamente.
A pesar de su gusto por las habladurías, Yvonne no tenía nada de tonta, descubrió Martin. Era capaz de interesarse por otras cosas, como por ejemplo por la teoría que existía tras la investigación sobre el envejecimiento mental, que Martin pacientemente le explicó y que ella, al parecer, entendió. Movida por la curiosidad que le inspiraba ver a Martin leyendo a menudo los libros de John Locke, a ella más de una vez se la vio enfrascada en un tomo de sus Ensayos, inclinada la frente y arrugado el ceño.
—Cuesta comprenderlo —reconoció Yvonne.
—Cuesta a cualquiera —dijo Martin—. Hace falta trabajarlo.
En cuanto a las habladurías que pudiera despertar su relación las había, de eso Martin estaba seguro, porque Harlow era un lugar demasiado pequeño para que eso no sucediera. Pero en el instituto, Yvonne y Martin se comportaban con perfecta discreción, no se hablaban fuera de cuando lo requería el trabajo. De todos modos, Martin consideraba que su vida privada era asunto sólo suyo.
No se había detenido a pensar cuánto tiempo iba a durar su relación con Yvonne, pero de los comentarios sueltos sobre los dos, se colegía que no la tomaban como nada serio ni duradero.
Una cosa que ambos se tomaban con igual ilusión eran los avances de la investigación del instituto.
En palabras que Martin escribió en uno de los pocos informes que envió a Nueva Jersey: «Ya se conoce la estructura del Péptido 7. Se ha podido producir el gen, insertarlo en la bacteria, y lo tenemos preparado en grandes cantidades». El procedimiento, comentó, «era muy parecido al de la insulina».
Al mismo tiempo se estaban haciendo pruebas de la inocuidad y efectividad del Péptido 7 en animales a los que se le inyectaba la droga.
Tenían recogidos una enorme cantidad de datos de animales, y pronto podrían pedir permiso para inyectarlo en seres humanos voluntarios.
Tal vez fue inevitable que afuera corrieran rumores de la investigación que se estaba efectuando, y que incluso fuera comentado en la prensa. Martin rechazó dar entrevistas aduciendo que sería prematuro dar nada por sentado, pero los periodistas debieron de encontrar otras fuentes de información. En conjunto no dijeron disparates. Se especuló sobre el descubrimiento de un nuevo fármaco que «frenaba el proceso de la vejez» y que, además, «hacía perder peso». Martin se encolerizó al leerlo, porque indicaba que alguien del instituto había cometido una indiscreción.
Martin pidió a Nigel Bentley que tratara de descubrir quién había sido el autor, pero sin resultado.
—Bueno, bien pensado —razonó el gerente— la publicidad no puede hacer daño, sino al contrario. En el mundo científico ya tienen una idea de lo que están haciendo; no olvide los dos especialistas que vinieron para ser consultados. Y despertar ahora el interés del público, incrementará las ventas más tarde.
Martin no quedó muy convencido, pero lo dejó correr.
Uno de los efectos desagradables de la publicidad fue una avalancha de cartas, de panfletos y de peticiones de «los defensores de los animales», de extremistas que estaban en contra de la utilización de los animales para fines científicos. Los hubo que tildaron a Martin y al equipo de Harlow de «sádicos, torturadores, bárbaros y criminales con el corazón de piedra».
Martin leyó a Yvonne alguna de las perlas que había recibido de esta gente y le dijo:
—En todos los países hay fanáticos en contra de los experimentos científicos, pero en Inglaterra son los peores. Cogió otra carta y luego la dejó con un gesto de repugnancia.
—Son gente que lo que quieren no es que se procure minimizar al máximo el sufrimiento de las bestias. ¡Quién no está a favor de esto!… Yo incluso creo que podría haber leyes que regulasen el asunto. Pero esta gente quiere que nuestra ciencia, que tiene necesariamente que hacer experimentos con animales, se vaya al carajo y basta.
Yvonne preguntó:
—¿Crees que llegará un día que podrá investigarse sin experimentar con animales?
—Quizá, sí. Ya ahora, en muchos casos en que anteriormente se utilizaban animales, se usan métodos con cultivos de tejidos, de farmacología cuántica y con ordenadores. Pero poder prescindir plenamente de los animales, eso… —Martin sacudió la cabeza—. Tal vez llegará, pero tardaremos mucho.
—Bueno: no te preocupes —indicó Yvonne, recogiendo las cartas y metiéndolas en un sobre grande—. Además, piensa que nuestros animales/ gracias al Péptido 7, están más sanos que nunca.
Palabras que no lograron hacer cambiar el estado de ánimo de Martin; aquellas cartas le habían deprimido de veras.
De todos modos, el ambiente en el instituto había cambiado tanto, de los sombríos días en que tanteaban a oscuras, en que apenas lograban avanzar y en que los resultados parecían cosa lejanísima, que Martin le dijo a Rao Sastri:
—Estoy preocupado. Cuando las cosas van tan bien, señal de que se avecina un serio contratiempo.
Palabras que resultaron proféticas, desgraciadamente, y más pronto de lo que él mismo supuso.
Ocurrió la semana siguiente, a primera hora de la mañana del domingo; a poco de haber sonado la una de la madrugada, sonó el timbre del teléfono de la casa de Martin.
Era Nigel Bentley.
—Le llamo desde el instituto —indicó el gerente—. Me ha llamado la policía. Venga inmediatamente.
—¿Qué pasa?
—Algo terrible —murmuró Bentley con voz sombría—. Pero prefiero que lo vea con sus propios ojos. ¿Tardará mucho en llegar?
—No, voy en seguida.
Yvonne también se había despertado. Al ver que Martin se vestía, ella le imitó.
Fueron juntos en el coche de Martin. Delante del instituto vieron otros vehículos, dos coches patrulla de la policía, con sus luces azuladas encendidas. Y vieron otra luz azul que centelleaba, la de un coche de bomberos que arrancaba en aquel momento. Las puertas de la entrada del instituto estaban abiertas.
Bentley salió a recibirlos acompañado de un policía vestido de civil. De sorprenderse Bentley al ver a Yvonne, lo disimuló a la perfección.
—Ha sido una invasión —explicó—. De la brigada de los que protegen a los animales.
Martin frunció el ceño.
—¿De los protectores de animales?
—De hecho —observó el policía— las personas que han hecho esto se autodenominan Ejército de Salvación de los Animales. No es la primera vez que nos causan problemas.
El policía era un hombre de edad mediana de actitud sardónica, como de quien ya no puede sorprenderse de las locuras cometidas por la humanidad.
Martin preguntó con impaciencia:
—¿Qué han hecho? ¿Qué ha pasado?
—Han entrado —refirió Bentley— y han soltado todos los animales. Todavía corren sueltos por el edificio, aunque la mayoría han sido puestos fuera, con las jaulas abiertas y quién sabe adonde han ido a parar. Luego han cogido todos los papeles, fichas que han podido encontrar, y han hecho una hoguera con ellos.
—Prendieron fuego —dijo el policía— y un vecino lo vio y nos llamó. Nosotros llegamos al mismo tiempo que los bomberos. A tiempo para detener a dos personas sospechosas, un hombre y una mujer. El hombre tiene antecedentes, lo ha confesado, por una causa similar.
—Los dos están en mi despacho —explicó Bentley—. Por lo visto eran seis. Amordazaron al vigilante y le encerraron dentro de un armario. Luego desconectaron el sistema de alarma.
—La operación estuvo bien planeada —continuó el policía—. Es una de las características de esta gente.
Martin apenas escuchaba. Tenía los ojos fijos en cuatro ratas que se habían arrebujado en una esquina de la sala de recepción. Al parecer se asustaron con las voces y arrancaron a correr por una puerta abierta. Martin las siguió, en dirección de los laboratorios y los cuartos de los animales.
Se lo encontró todo revuelto y hecho un lío. Las jaulas de los animales habían desaparecido o estaban abiertas y vacías. Los libros de consulta también habían desaparecido. Los cajones de los archivos estaban abiertos, su contenido tirado por el suelo. Faltaban carpetas, fichas. Seguramente habían sido quemadas.
Bentley, el policía e Yvonne siguieron a Martin.
Yvonne murmuró:
—¡Dios mío!
Martin estaba demasiado emocionado para decir más que:
—Pero ¿por qué? ¿Por qué? El policía le sugirió:
—¿Por qué no se lo pregunta a la pareja que hemos detenido, doctor?
Martin asintió en silencio, y el policía le condujo al despacho del gerente. En su interior, un policía más joven custodiaban un hombre y a una mujer.
La mujer era de unos treinta y pico de años, alta y delgada. De rasgos aquilinos y con el pelo corto. De sus labios colgaba un cigarrillo encendido. Iba vestida con pantalones tejanos, una camisa holgada y botas de plástico hasta los muslos. Al entrar el policía mayor con los otros, la mujer los miró con expresión de desprecio, aparentemente tranquila y sin que le preocupara mucho el hecho de haber sido detenida.
El hombre tenía aproximadamente la misma edad, era delgado y, de no ser las circunstancias, hubiera dado la impresión de ser una persona muy apacible. Parecía un escribiente, era calvo, un poco encorvado, y llevaba gafas de montura de acero. Sonrió a los recién llegados, con expresión desafiante.
—Aquí los tiene, a los niños bonitos —dijo el policía—. Se les ha avisado según manda la ley que todo lo que digan será tomado en consideración para el juicio, pero por lo visto no temen nada. Hablan por los codos. Muy orgullosos de lo que han hecho.
—Claro que sí —exclamó el hombre, con voz ronca, temblorosa, y tosió para aclararse la garganta—. Hemos cometido una noble acción.
Martin estalló casi gritando:
—¿Tienen idea de lo que han hecho? ¿De la importancia del trabajo que han destruido?
—Nosotros sabemos —contestó la mujer— que hemos salvado a unas pobres criaturas de la vivisección. De las manos de tiranos como usted que explotan a estas criaturas con fines egoístas.
—Son ustedes unos ignorantes si se creen realmente esto. —Martin de buena gana se hubiera echado físicamente encima de ellos—. Los animales que acaban de liberar nacieron en cautividad y son incapaces de sobrevivir fuera. Sufrirán una muerte horrible. Y los que han quedado dentro tendrán que ser sacrificados.
—Mejor eso que sufrir las inhumanas crueldades que les inflige usted —masculló la mujer.
—¡No es inhumano! ¡Ni cruel! —gritó Yvonne con la cara encendida—. El doctor Peat-Smith una persona muy buena que ama los animales.
El hombre espetó:
—Los animales domésticos, claro.
—No aprobamos la domesticación de los animales —anunció la mujer—. Porque es una relación entre amo y esclavo. Creemos que los animales tienen los mismos derechos que los hombres. Los animales no deberían tener los movimientos limitados a un espacio, ni sufrir para hacer más felices o más sanos a los humanos.
Habló con voz mesurada y segura, en el tono de quien se siente en posesión de la verdad. Él dijo:
—Además creemos que la especie humana no es superior a la especie animal.
—En su caso —intervino el inspector— es muy obvio.
Martin se dirigió a la mujer.
—Usted y su pandilla de locos acaban de destruir el resultado de años de trabajo y de investigación. Se tardará más años en repetir y volver a llegar a los mismos resultados. Y durante estos años habrá miles de personas, tal vez cientos de miles de personas, que no podrán disfrutar de la acción beneficiosa de un medicamento que les hace falta…
—¡Bien! ¡Viva el Ejército de Salvación de los Animales! —interrumpió la mujer con un grito de mofa—. Me alegra saber que no hemos trabajado inútilmente. Lo que usted llama trabajo o investigación científica, nosotros lo llamamos atrocidades de bárbaros y le deseo una muerte horrible si osa repetirlo.
—¡Loca!
El grito fue proferido por Yvonne, que se tiro encima de la mujer con las manos extendidas. Se produjo un segundo de silencio absoluto en que nadie cayó en la cuenta de lo que estaba sucediendo. De que Yvonne había agredido a la mujer, arañándole la cara con las uñas.
Martin y el policía corrieron a separarlas.
La mujer del Ejército de Salvación de los Animales se puso a gritar:
—¡Me han agredido! ¡Es una ofensa! —Uno de los arañazos rojos que le habían quedado marcados en el rostro comenzó a sangrar y entonces la mujer gritó—. ¡Detengan a esta malvada!
—¿Detener a esta señorita? —preguntó con voz asombrada el policía mayor—. ¿Y por qué tenemos que arrestarla? Yo no he visto que la agrediera. —Miró al policía más joven—. ¿Ha visto usted algo?
—No, señor —contestó el policía joven—. Me figuro que los arañazos que tiene en la cara la detenida se los ha hecho uno de los animales al saltar de la jaula.
Martin pasó decididamente un brazo por los hombros de Yvonne y le dijo:
—Salgamos de aquí. No sacaremos nada de hablar con esta gentuza. Al marcharse, oyeron que el policía mayor preguntaba:
—Sean razonables y denme los nombres de los otros.
—¡Vayan a tomar por el culo! —exclamó rabiosa la mujer. Bentley había salido detrás de Yvonne y Martin.
—Irán a la cárcel —les dijo.
—Espero que sí —replicó Yvonne.
—Irán a juntarse con otros de la misma organización que ya están en la cárcel por delitos similares. Ellos se consideran mártires de la causa. Yo he leído muchos artículos acerca de ellos. Se dice que tienen cientos de partidarios por todo el país. Lo siento —añadió con voz lúgubre—. Lo debiera haber previsto.
—¿Pero, cómo se puede prever un disparate así? —dijo Martin—. Mañana vendremos a limpiar a ver qué puede salvarse.