CAPÍTULO V

Sam Hawthorne parecía un fantasma.

Al verlo, Celia tuvo tal susto que se quedó sin habla. Por eso fue Sam quien habló primero.

—¿Qué tal te prueba volver a la gloria, heroína de virtud y buen juicio entre una banda de malos y desencaminados? Bien, ¿eh?

Palabras hostiles, dichas en voz ronca que Celia casi no reconoció, que todavía la asustaron más. Hacía siete meses que no veía a Sam. Parecía diez años más viejo. Tenía el rostro macilento y pálido, la carne le colgaba de las mejillas. Los ojos estaban apagados y hundidos; tenía ojeras, unas bolsas moradas. Los hombros caídos y mucho más flaco, el traje le venía ancho.

—No, Sam —contestó Celia—. No me prueba, en absoluto. Me siento triste y me apena muchísimo lo de tu nieto. Si he vuelto, ha sido para ayudaros.

—¡Ah, claro, ya me figuraba que lo primero era compadecernos!…

Ella le atajó:

—Sam, vayamos a un sitio en que podamos hablar en privado.

Se habían topado en el pasillo y, mientras hablaban, no cesaba de pasar gente. Celia salía de una reunión con Seth Feingold y otros directores.

El despacho del presidente estaba muy cerca. Sin decir nada, Sam se encaminó hacia él y Celia le siguió.

Una vez dentro, la puerta cerrada, Sam giró y la miró a la cara. Continuó hablando con la voz ronca y llena de amargura:

—Te decía que lo primero era, por supuesto, compadecernos. Es tan fácil. No cuesta nada. Pero yo quiero que me digas lo que piensas realmente.

Ella contestó en voz baja:

—Dime tú lo que crees que yo pienso.

—¡Lo sé de sobras! Crees que soy un criminal porque di Montayne a Juliet antes de que el fármaco fuera autorizado. Que soy el único responsable de que el niño de Juliet, mi nieto, sea lo que es…, una sombra grotesca de ser humano, un…

Sam se atragantó antes de acabar la frase.

Celia no dijo nada, llena de pena y de compasión; no sabía qué decir.

—La verdad, Sam —balbuceó por fin—, es que al principio pensé eso, sí. Y no sé, tal vez lo piense todavía.

Sam la miraba a la cara, pendiente de sus palabras y ella se dio cuenta.

—Pero luego me acuerdo de otras cosas. Es muy fácil tener razón cuando las cosas ya han pasado. Quién no comete errores, quién no se equivoca al decidir…

—Tú no te equivocaste. Este error tú no lo cometiste. Tú no has cometido toda una serie de errores en cadena como he hecho yo.

Sam continuaba hablando con amargura.

—He cometido de otro tipo —dijo Celia—. Quién no los comete cuando tiene un cargo de responsabilidad. Y a veces es sólo mala pata que ciertos errores tengan consecuencias más graves que otros.

—El mío es el peor —observó Sam dirigiéndose a su escritorio y desplomándose en el sillón—. Es culpa mía que hayan nacido esos niños y los que están por nacer…

—No —replicó ella con firmeza—. Eso no es cierto. Tú, como todos, te guiaste por los asesores científicos de Gironde-Chimie. No fuiste tú solo. Muchos creyeron lo mismo que tú.

—Excepto tú. ¿Qué tendrás tú de especial para no dejarte engañar?

—Al principio yo también caí —le recordó ella.

Sam se cogió la cabeza con las manos.

—¡Dios mío! ¡Qué lío y todo por culpa mía! —levantó los ojos—. Celia, soy injusto contigo, ¿verdad?

—No importa.

Él prosiguió hablando en voz más baja, menos hostil.

—Lo siento, de veras. La verdad es que te tengo envidia. Y me arrepiento de no haberte hecho caso, —continuó hablando sin hilo conductor—. Noches en blanco. Horas despierto, pensando, recordando, sintiéndome culpable. Mi yerno no quiere verme. Mi hija tampoco. Lilian se esfuerza por ayudarnos, pero no sabe cómo.

Sam se calió, vaciló y luego reanudó:

—Y todavía queda una cosa. Una cosa que tú no sabes.

—¿Qué no sé yo?

Él apartó la cabeza.

—No te lo diré jamás.

—Sam —añadió firmemente Celia—, tienes que sobrellevarlo, no sirve de nada torturarte de esta manera.

Él siguió como si no la hubiera oído:

—Yo aquí ya estoy de más. Eso ya lo habrás comprendido.

—No, no me he dado cuenta.

—Quise dimitir de mi cargo, pero los abogados me dijeron que no podía todavía, que debía esperar a que pasara lo peor. Hay que conservar la fachada para proteger la compañía. Para no dar más carnaza de la necesaria a los chacales que se nos quieren echar encima con demandas judiciales de todo tipo. Por eso continúo aquí, para ayudar a los accionistas.

—Me alegro de saberlo —repuso Celia—. Te necesitan para dirigir la empresa.

Él sacudió la cabeza.

—La que va a dirigir eres tú. ¿No te lo han dicho? Es decisión de la junta.

—Seth acaba de decirme algo así. Pero yo te necesito a ti.

Él la miró con los ojos angustiados.

Celia se dirigió, de pronto, hacia la puerta. La cerró con pestillo. Hizo lo mismo con la puerta que daba al cuarto de la secretaria. Luego descolgó el teléfono y dijo:

—La señora Jordán al habla. Estoy con el señor Hawthorne y no queremos que nos interrumpan bajo ningún pretexto.

Sam continuaba sentado frente al escritorio, sin; moverse.

Ella le preguntó:

—¿Has llorado desde que todo eso empezó?

Sam la miró con sorpresa y luego sacudió la cabeza negativamente.

—A veces alivia.

Celia se le acercó, se agachó y le pasó los brazos por los hombros.

—Sam, desfógate.

De momento él se apartó de Celia, con los ojos clavados en su cara, indeciso, vacilante. Luego, de súbito, como si se hubiera roto un dique, puso la cabeza contra el hombro de ella y arrancó a llorar.

A partir de aquella primera entrevista con Sam, Celia comprendió que era un hombre acabado, desmoralizado y que contribuiría muy poco a arreglar la situación en que se encontraba la compañía. Apenada, Celia no tuvo más remedio que aceptarlo.

Sam iba al despacho a diario, en su Rolls-Bentley plateado y lo aparcaba en el «gallinero». A veces él y Celia coincidían. Ella llegaba en el coche conducido por el chófer, lo que le iba de perilla para adelantar trabajo durante el viaje, mirando papeles y cosas. Entonces Sam y ella caminaban juntos por la rampa recubierta de cristal hasta la planta donde estaban sus respectivos despachos. A veces charlaban, un poco, pero si lo hacían, siempre era porque Celia había tomado la iniciativa.

Sam apenas salía de su despacho. Nadie le preguntaba en qué ocupaba el tiempo.

Del despacho no salía nunca nada importante, aparte de una serie de informes insignificantes. En las reuniones de la junta administrativa no asistía nunca a pesar de que no dejaban nunca de llamarle.

De modo que, al segundo día de haber regresado, Celia comprendió que ella era la que estaba al frente de todo.

Las cuestiones de máxima importancia que requerían decisiones a nivel de política general de la empresa, llegaban a ella y sólo a ella. Se le pidió, además, que atendiera a problemas que hacía semanas que esperaban una solución. Ella se enfrentó a todo con la firmeza, el sentido común y la rapidez que siempre la habían caracterizado.

Pasaba la mayor parte del tiempo entrevistándose con los abogados.

Se habían recibido las primeras demandas judiciales de resultas de la publicidad en torno a la retirada de la Montayne de la venta. Las había que parecían sinceras. En Estados Unidos ya habían nacido algunos de los niños con deficiencias similares a los de las madres que habían tomado la Montayne en otros países.

Era inevitable que la lista se alargara con el tiempo. Según una estimación confidencial, se calculaba que el número de niños nacidos en Estados Unidos con deficiencias de este tipo, causadas por la Montayne, iba a ser de algo más de cuatrocientos. A esta cifra se había llegado mediante las estadísticas que provenían de Francia, Australia, España, Gran Bretaña y otros países. Se tenía en cuenta el mayor plazo de tiempo en que el fármaco había estado a la venta en aquellos países, y se comparaban con las cifras de Estados Unidos.

De entre las otras demandas, las había de madres que habían tomado la Montayne, pero que aún no habían dado a luz; eran denuncias Basadas en el temor de lo que podía ocurrir y demandaban a Felding-Roth por negligencia. Había una pequeña proporción de casos muy frívolos, poco sinceros y deshonestos, pero era necesario atender a todos, por lo menos a nivel de trámite, lo que significaba mucho tiempo y mucho dinero.

En cuanto al coste general, Celia, que tuvo que enterarse rápidamente de un tema que hasta entonces siempre se le había escapado, descubrió que Felding-Roth estaba asegurada, por posibles perjuicios de este tipo, por valor de treinta y cinco millones de dólares. Además la compañía tenía un depósito m reserva, para los mismos fines, de veinte millones de dólares.

—Ciento cincuenta y cinco millones de dólares parece mucho dinero —dijo Childers Quentin, abogado, a Celia. Y luego añadió—: Pero no se fíe demasiado. Yo de usted buscaría más dinero por otros lados.

Quentin, paternal personaje de más de setenta años, de modales exquisitos, era el mandamás de un importante bufete de abogados de Washington que se especializaba en cuestiones farmacéuticas, especialmente en defender a los demandados a causa de los perjuicios derivados de tos fármacos. El equipo había sido recomendado a Felding-Roth por sus mismos abogados.

Celia se enteró de que a Quentin se le llamaba «Don Fixit fuera de la sala» debido a la gran maña que se daba en negociar de particular a particular. «Tiene el temple de un jugador de poker», decían sus colegas.

Celia no tardó en decidir que podía confiar raí Quentin. A la decisión contribuyó el hecho de que el hombre le cayera bien.

—Lo que nosotros dos tenemos que hacer, nena —le había dicho él en tono de hablar con su nieta favorita—, es negociar y llegar a acuerdos razonables y generosos por nuestra parte. Es esencial para manejar una situación como la presente y conseguir que no se desborde. Vale la pena ser generoso, porque si un solo caso de esa Montayne llega a los tribunales, la sentencia puede consistir de una indemnización de millones. Lo cual sentaría precedente para los otros casos y la compañía se arruinaría.

Celia preguntó:

—¿Es realmente posible evitar que ningún caso llegue a los tribunales?

—Más de lo que se figura. —Y le explicó—: Si a un niño se le ha perjudicado de una manera irreversible, como ha pasado con la Montayne, la primera reacción de los padres es desesperarse, la segunda, encolerizarse. Los padres, llevados por la ira, quieren castigar a los responsables, y van a pedir consejo a un abogado. Lo que ellos buscan, ante todo, es desfogarse ante un tribunal.

»Los abogados, sin embargo, son gente pragmática. Sabemos que muchas veces si llevas un caso, aparentemente justo, ante el tribunal, lo pierdes por motivos que poco tienen que ver con la justicia. Conocemos también lo que ocurre durante los trámites de preparación de los casos, el problema de las salas abrumadas de trabajo, y de las tácticas dilatorias de la defensa que a veces hacen que se tarde años enteros hasta que el caso es llevado ante el tribunal. Y luego cabe la posibilidad que se recurra, y eso significa unos cuantos años más.

»Los abogados saben también que, una vez pasado el primer arrebato de cólera, los clientes tienden a deshincharse y a desilusionarse. Los trámites del caso pueden ocuparles todas las horas del día, son trámites agotadores psíquicamente, y la peor forma de tener siempre presente la desgracia que te abruma. No falla nunca: la gente acaba arrepintiéndose de no haber aceptado negociar desde el primer momento y de no haber llegado a un acuerdo rápidamente y luego reanudar lo mejor posible su vida normal.

—Sí, eso se entiende —dijo Celia.

—Además, los abogados que se dedican a demandas de esta clase también cuidan de sus interese, privados. La mayoría acepta llevar un caso a cambio de cobrar una cantidad proporcional a la suma ganada, un tercio, por ejemplo. Los abogados tienen sus facturas que pagar cada mes, como cualquier hijo de vecino, los colegios de los niños, el alquiler del despacho, las hipotecas de la casa, el último saldo de la American Express… —Quentin se encogió de hombros—. En fin: que ellos también tienen interés en cobrar pronto y no aplazarlo a un futuro lejano y poco seguro, y están a favor de la negociación privada.

—Ya me lo imagino. —Celia había estado pensando en otras cosas y dijo—: Hay días que tengo la impresión de ser una máquina de calcular. Que lo único que me importa de toda esa desgracia de la Montayne es la cuestión crematística.

Quentin comentó:

—Me parece que ya la conozco lo suficiente para poder tranquilizarla al respecto. No crea que yo no sufro también al pensar en todos esos niños; piense que yo, aquí donde me ve, soy padre y abuelo. Eso no quita para que no procure nacer mi trabajo lo mejor posible.

De esta sesión, y de otras, se fijó la suma que debía ser recaudada para costear posibles indemnizaciones. La suma fue de otros cincuenta millones de dólares.

También amenazaba el gasto de otros ocho millones para el costo de la retirada y destrucción de toda la Montayne repartida por el país.

Al comunicar Celia estas cifras a Seth Feingold, éste asintió con expresión grave, pero pareció asustarse mucho menos de lo que ella había esperado.

—A comienzos del año hemos tenido suerte en dos cosas —le indicó Seth—. Las ventas de los específicos sin receta experimentaron una alza excepcional el año pasado, y además hemos ganado dinero en divisas. De modo que nuestros accionistas no podrán quejarse. Claro que este dinero extra tendrá que destinarse para estos cincuenta millones.

»También están de nuestra parte las noticias que nos siguen llegando de Inglaterra —añadió Seth—. Parecen muy prometedoras.

—Sí. He leído los informes.

—Si fuera necesario, en vista al prometedor futuro que nos espera, los bancos no tendrán inconveniente en hacernos un préstamo.

Celia había tenido una alegría al saber que en Harlow estaban progresando en un nuevo fármaco, el Péptido 7. Al parecer «pronto» podrían contar con él, aunque «pronto», en la industria farmacéutica, significara dos años, por lo menos.

Celia había ido a dar la noticia a Sam con la intención y la esperanza de reanimarle.

Sam había sido el iniciador del proyecto, había luchado para sacar adelante el instituto, y Celia asumió que se alegraría de ver que sus esperanzas habían sido confirmadas y que se cumplían sus deseos. Pero no resultó ser así. Sam reaccionó con indiferencia. Rechazó la sugerencia de hacer un viaje a Inglaterra para hablar con Martin Peat-Smith y juzgar con mayor precisión el valor de los resultados.

—No, gracias —le contestó a Celia—. Estoy seguro de que encontrarás otro medio de ponerte en contacto.

De todos modos, la actitud de Sam no cambiaba en nada la esperanzadora situación en que, de nuevo parecía encontrarse Felding-Roth.

Había otra cosa.

Los largos años que Vincent Lord había dedicado a su trabajo con «los radicales libres» comenzaba a dar resultado. La eliminación de los nocivos efectos secundarios de los fármacos comenzaba a verse como una posibilidad futura. Tanto que la compañía había destinado una importante suma de dinero a los laboratorios dirigidos por Vincent Lord para que pudieran trabajar en ello intensamente.

Aunque el Péptido 7 iba a ser, sin lugar a dudas, el fármaco que antes iba a ser puesto al mercado, e) producto creado por Lord que de momento llamaban Hexin W, seguiría al cabo de uno o de dos años.

Esta última perspectiva había surtido un efecto adicional. El futuro de Lord en la empresa se había asegurado. Celia, al principio, recordando la obstinación con que Lord había abogado por la Montayne, y por otras razones, había decidido despedirle al cabo de un tiempo. Ahora, tenía demasiado valor para hacer eso.

Así fue como, sorprendentemente, cuando peor se presentaban las cosas a causa de la Montayne, la compañía conseguía una vigorosa dosis de optimismo.