Consiguieron cuatro pasajes de segunda clase en un aparato de la United Airlines 747, que despegaba de Honolulú a las 4.50 de la tarde. El vuelo era directo y sin interrupción hasta Chicago, donde hacían un transbordo y tomaban otro avión hasta Nueva York, que llegaba a las nueve de la mañana del día siguiente. Celia iba a dormir las más horas posibles durante los vuelos y presentarse en Felding-Roth aquella misma mañana.
Lisa y Bruce, aunque habían proyectado pasar dos días más en Hawai, decidieron partir con sus padres. Lisa dijo:
—Hace mucho tiempo que no os hemos visto y queremos pasar todo el tiempo que podamos con vosotros. Además, si me quedara sola, me entristecería y me pondría a llorar al pensar en los bebés que han nacido con deficiencias mentales.
Durante el apresurado desayuno tomado en la suite de Celia y Andrew, éste explicó a los hijos el motivo de su partida.
—Yo pretiero dejarlo para más tarde —dijo Celia—. Estoy demasiado impresionada para hablar de ello ahora.
Todavía no estaba segura de si había obrado bien aceptando la oferta de la compañía, aunque como consuelo se decía que por lo menos su decisión serviría para salvar a unos cuantos niños más de los efectos de la Montayne.
La promesa de Felding-Roth se había cumplido, según tuvieron ocasión de comprobar los Jordán poco antes de salir del hotel. Un programa de radio fue interrumpido para dar una noticia urgente en que se habló de la retirada de la Montayne de la venta debido a los «posibles perjuicios graves que se estaban investigando», y se añadía una advertencia a los médicos para que no recetaran el fármaco a mujeres embarazadas.
Poco después, a la hora de las noticias, se dio un informe más extenso de los motivos de la retirada y recomendación de no tomar Montayne y luego, en el aeropuerto, vieron que en la edición de la tarde del Honolulú Star-Bulletin salía la noticia largamente comentada en la portada. Saltaba a la vista que la noticia estaba siendo publicada a escala masiva por todo el país.
Para la familia Jordán fue un día muy distinto del imaginado tumbados en la playa tomando el sol.
El avión iba lleno hasta los topes, aunque tuvieron la suerte de encontrar cuatro asientos juntos y poder disfrutar de una larga conversación en la relativa intimidad de la cola del aparato. Celia dijo:
—Gracias por la paciencia que habéis demostrado. Ahora preguntad todo lo que queráis.
Comenzó Bruce:
—No entiendo cómo ha podido pasar una cosa así, mamá; primero que el medicamento no es nocivo y después resulta que lo es mucho.
Celia organizó sus ideas antes de contestar.
—Ante todo hace falta recordar lo siguiente —dijo—, y es que cualquier medicamento es un cuerpo extraño dentro del organismo. Es introducido en él con el propósito de enmendar algo que no funciona bien, pero puede hacer bien o puede hacer mal. Y a la vez que hace bien, puede hacer mal. Es lo que se llama los efectos secundarios.
Andrew añadió:
—Además hay lo que se llama «riesgo frente a acción beneficiosa». El médico tiene que estimar si el riesgo de recetar un fármaco concreto vale la pena comparado con los efectos que se propone obtener de él para el paciente. Hay fármacos que implican más riesgos que otros. Pero incluso una simple aspirina implica un riesgo, muy serio, a veces, porque puede producir una hemorragia interna.
—Pero me imagino que las industrias ponen a prueba y hacen experimentos con cada fármaco antes de fabricarlo para la venta —dijo Lisa— y además para eso está Sanidad, ¿no? Para comprobar la acción beneficiosa y los efectos secundarios de todos los medicamentos.
Es cierto —apuntó Celia—. Pero lo que a menudo no se entiende es que las pruebas y los experimentos son siempre limitados, necesariamente. Primero se hacen con animales, luego, si con los animales se ha visto que no ocurre nada peligroso, se administra a humanos voluntarios. Ésos serán unos cuantos centenares, no más. Las pruebas pueden durar años y por muy extensas que hayan sido, las personas que han tomado el fármaco no rebasan el millar.
—Y es muy posible que a ninguna de estas personas el medicamento le haya hecho mal —dijo Andrew— o que, de sufrir de los efectos secundarios haya sido sin importancia, unas molestias mínimas.
Celia asintió con la cabeza y prosiguió:
—Pero en cambio, cuando el medicamento sale al mercado, son millones el número de personas que lo toman, y las reacciones adversas pueden aparecer en unos pocos, a veces en un porcentaje minúsculo de la población, y que no se dieron entre los centenares de voluntarios con que se experimentó durante el tiempo de prueba. Si el porcentaje es suficientemente grande y las nuevas reacciones son fatales y muy serias, hay que retirar el medicamento de la venta. Pero la cuestión está en que no hay manera de saber qué pasará hasta que el medicamento no ha sido administrado a millones de personas.
—Las reacciones adversas son notificadas, ¿verdad? —señaló Bruce.
—Sí. Y cuando la compañía productora se entera, tiene el deber de informar a Sanidad. Que es lo que sucede normalmente.
—¿Normalmente? ¿Sólo normalmente? —inquirió Lisa.
Celia explicó:
—A veces es difícil determinar si la reacción adversa ha sido motivada por el fármaco en cuestión o por alguna otra razón. A menudo es una cuestión dirimible sólo según criterios científicos y con frecuencia los científicos no llegan a ponerse de acuerdo. Y también hay que tener en cuenta que si se retira un medicamento precipitadamente, se priva de un remedio beneficioso a personas que lo necesitan. A veces que lo necesitan para continuar viviendo.
—Aunque en el caso de la Montayne las cosas fueron al revés —advirtió Andrew. Y mirando a Lisa y a Bruce dijo—: Vuestra madre acertó al juzgar como graves las reacciones de las que se tenían noticia, y los otros no estuvieron de acuerdo con ello, y se equivocaron.
Celia meneó la cabeza.
—Tampoco fue tan sencillo. Yo no me basaba en ningún razonamiento o criterio científico, fue pura intuición, instinto por mi parte. Instinto que pudo haber sido equivocado.
—Pero no lo fue —dijo Andrew—. Eso es lo importante. Además tú defendiste tu opinión, y tuviste el valor moral de dimitir por ello. Eso lo hace muy poca gente. La familia tiene motivos de estar muy orgullosa de ti.
—¡Desde luego! —saltó Bruce. Lisa besó a su madre:
—Yo también me enorgullezco de ti, mamá.
Se sirvió una comida. Andrew examinó con el tenedor el contenido de los recipientes de plástico y comentó:
—Bueno: por lo menos la comida que sirven en los aviones nos hace pasar el tiempo un poco más entretenidos.
Al poco rato volvieron a hablar de lo que les ocupaba la mente.
Bruce dijo:
—Cuesta creer, mamá, que la televisión y los periódicos no se hayan enterado por su cuenta de lo que está ocurriendo con la Montayne.
Contestó Andrew:
—Son cosas que pasan, han pasado más de una vez. Es lo que pasó con la Talidomida, de la que he leído mucho y voy enterado.
Entonces Celia, al recordar, sonrió:
—Nuestra familia ha vivido ya dos catástrofes históricas. En mil novecientos sesenta y uno y sesenta y dos la prensa norteamericana no hizo caso ninguno de las noticias que sobre la catástrofe de la Talidomida nos llegaban de Europa. Incluso cuando un médico norteamericano, la doctora Helen Tauslsing informó al Congreso de ello, ningún periodista se dignó publicar el más mínimo comentario sobre las diapositivas de bebés deformados que el médico había mostrado a los congresistas.
—Es increíble —dijo Lisa.
Su padre se encogió de hombros.
—Depende de la opinión que tengas de la prensa. Hay periodistas perezosos. Los que debieron haber asistido a la sesión del Congreso, no se presentaron y luego ni siquiera se tomaron la molestia de leer la transcripción mecanografiada. Morton Mintz, periodista del Washington Post fue el único que no se durmió y quien abrió el fuego sobre la Talidomida. Ni decir tiene que la noticia corrió como la pólvora y se convirtió en sensacionalista.
—Una cosa quiero decir y es que vuestro padre siempre se opuso a la Montayne —indicó Celia.
Lisa preguntó:
—Papá, ¿presentiste que la Montayne iba a tener el espantoso efecto que ha tenido?
Andrew respondió:
—No, de ninguna manera. Sólo que yo, como médico, no creo que haya que tomar medicamentos para paliar una simple molestia, algo que nos resulta sólo incómodo y que es autolimitado.
—¿Qué quiere decir «autolimitado»? —preguntó Lisa.
—Los mareos del embarazo son un ejemplo clásico. Ocurre, se limitan normalmente, a los primeros meses del embarazo y desaparecen luego, sin efectos nocivos de ninguna clase. Tomar fármacos durante estos meses es una estupidez, a no ser en un caso de urgencia médica, porque es siempre arriesgado. Que os lo cuente vuestra madre, cómo le prohibí tajantemente, cuando estaba embarazada de vosotros dos, que tomara nada. Cuando te toque a ti —añadió Andrew mirando a su hija—, no tomes nada, ¿eh? Y si quieres que el niño salga bien sano, no fumes ni bebas alcohol.
—Lo prometo —dijo Lisa.
Mientras escuchaba, a Celia se le ocurrió una idea que, tal vez, podría convertir la triste experiencia de la Montayne en algo más positivo.
Andrew continuaba hablando:
—Los médicos hacemos muchos disparates con eso de los medicamentos. Para empezar recetamos demasiados, muchas veces innecesariamente, y en parte porque presentimos que los pacientes se irán muy decepcionados si no les recetamos nada. Otro motivo es que recetando una medicina, te sacas al paciente de encima, y puede pasar otro.
—Bueno: es el día de las confesiones —señaló Bruce—. ¿Y qué otros disparates cometen los médicos?
—Muchos de nosotros no vamos muy enterados sobre los medicamentos que recetamos, sobre todo de los efectos secundarios y de las reacciones producidas cuando se mezclan con otros medicamentos. Como es lógico, nadie puede tener toda la información en la cabeza, pero se puede consultar; lo que pasa es que la mayoría de los médicos somos demasiado orgullosos, o perezosos, para abrir el libro de consulta ante el paciente.
Celia intervino:
—Para que un médico no tema abrir el libro de consulta ante un paciente, ha de ser una persona muy concienzuda y sólida, y segura de sí misma, como vuestro padre. A él le he visto consultar el libro durante las visitas.
Andrew añadió:
—Bueno: yo he jugado con ventaja con eso de los fármacos, gracias a vuestra madre.
—¿Se equivocan en serio los médicos al recetar un medicamento? —preguntó Lisa.
—A menudo —contestó Andrew—. A veces el paciente se salva gracias al farmacéutico, que está al tanto y pide explicaciones al médico acerca de una receta. Normalmente, los farmacéuticos saben más de medicamentos que los médicos.
Bruce preguntó maliciosamente:
—¿Y los médicos, en general, lo reconocen?
—No, por desgracia —contestó Andrew—. Normalmente se trata a los farmacéuticos como a una clase inferior, no como a colegas médicos, como son, en realidad. Claro que los farmacéuticos también se equivocan —añadió sonriendo—. Y a veces es el paciente quien arma el lío tomando una dosis superior a la recetada, y lo confiesa cuando está ya grogui, en la ambulancia.
—Bien: eso es ya más de lo que mi menda puede soportar; estoy cansada y harta. Me voy a dormir.
Cosa que logró hacer durante el resto del vuelo hasta Chicago.
El transbordo para Nueva York pasó sin pena ni gloria, y el vuelo resultó más cómodo, porque pudieron coger asientos de primera clase.
En el aeropuerto, a Celia le aguardaba una berlina con chófer, de Felding-Roth. El chófer tenía una misiva para ella, que leyó muy sorprendida:
Querida Celia:
¡Bienvenida a casa!
El coche y el chófer se te son asignados graciosamente por la junta de directivos. Es para tu uso regular mientras ocupes el cargo de vicepresidente de la ejecutiva.
Tus colegas y subordinados, entre los que me incluyo, te esperan con ilusión cuando hayas descansado de tu viaje. Un abrazo,
SETH
En Morristown, en casa de los Jordán, Winnie y Hank March les dieron la bienvenida jubilosamente. Winnie estaba gordísima y a punto de dar a luz. Al abrazarla Lisa y Bruce, Celia y Andrew, ella les advirtió:
—No me apretéis demasiado, que igual me hacéis sacar a mi tesoro.
Andrew se echó a reír.
—En toda mi carrera como médico, todavía no he ayudado a parir a ninguna mujer. No me importaría hacerlo añora.
Hank, menos parlanchín que su mujer, los recibió con el rostro radiante de felicidad y se ocupó en entrar y subir el equipaje.
Un poco más tarde, en la cocina, charlando los tres, Winnie, Celia y Andrew, a Celia se le ocurrió una espantosa posibilidad. Casi con miedo de hacer la pregunta, dijo:
—Winnie, ¿has tomado medicamentos durante el embarazo?
—¿Quiere decir para los mareos de las mañanas?
—Sí —contestó Celia con el corazón como un puño.
—¿Algo tipo Montayne?
—Winnie señaló una página del Newark Star-Ledger en la que salía, con grandes titulares, la historia de la Montayne.
Celia asintió.
—El médico me dio unas cuantas —repuso Winnie—. Y yo las hubiera tomado, de no ser;… —Echó una mirada a Andrew—. ¿Lo digo, señor Jordán?
—Sí —dijo él.
—Pues que antes de que se marcharan de viaje, el señor Jordán me dijo, en secreto, que si me daban la Montayne, que no la tomara, que la tirara al váter. Y es lo que he hecho.
Winnie cogió el periódico con los ojos anegados de lágrimas y se dirigió a Andrew:
—Con lo que nos había costado conseguir el niño. ¡Dios mío!… ¡Que Dios se lo pague, doctor Jordán!
Celia, aliviada y llena de agradecimiento, abrazó a Winnie y la retuvo un rato entre sus brazos.