Majestuosamente, con una solidez y dignidad únicas en este medio de locomoción, el transatlántico Santa Isabella se abría paso por las aguas del canal de Fort Amstrong y entraba en el puerto de Honolulú.
Andrew y Celia se encontraban en cubierta, de pie entre otros pasajeros, desparramados por debajo del puente y por la proa.
Andrew miraba con unos prismáticos los muelles y los edificios que oteaban en el cielo. Observaba buscando algo en concreto.
Al aparecer, alta, la torre de Aloha, dorada por el sol de Hawai, el buque hizo un viraje suave hacia estribor. Unos remolcadores navegaban ajetreadamente a su lado. Sonaron las sirenas. Los pasajeros y la tripulación del Santa Isabella se daban prisa para estar listos para desembarcar.
Andrew bajó un momento los prismáticos y miró de reojo a Celia. Ella también estaba muy morena, tenía cara de salud, como era lógico al cabo de seis meses de no hacer más que viajar por el aire libre. ¡Qué descansada se la veía!, pensó él, recordando las tensiones que la habían abrumado antes de emprender el viaje. No cabía duda de que el viaje el relativo aislamiento en que habían pasado aquellos meses, la falta de obligaciones, les habían hecho muy bien.
Volvió a alzar los prismáticos.
—Parece como si buscaras algo —dijo Celia. Él contestó sin girar la cabeza:
—Si lo encuentro, te lo diré.
—Bueno —suspiró ella—. Me cuesta creer que es el fin.
Lo era. El largo viaje por quince países terminaba, prácticamente, allí.
La estancia en Honolulú sería breve y luego volarían directamente a casa, para reanudar sus vidas y afrontar los cambios que les esperaban, especialmente a Celia.
Ésta se preguntó en qué consistirían los cambios.
Desde el mes de marzo, cuando emprendieron el viaje, ella había hecho todo lo posible para no pensar en el futuro. Ahora, a mediados del mes de agosto, no tenía más remedio que pensar en él.
Tocó el brazo de Andrew y dijo:
—Jamás olvidaré estos meses. Los sitios en que hemos estado, todo lo que hemos hecho y que hemos visto…
Celia pensó: cuánto tenía que recordar. Por su mente pasaron una serie de escenas: la mágica luz de la luna sobre las aguas del Nilo, el calor y la arena del Valle de los Reyes…; los paseos por el laberinto de las calles empedradas de la Alfama de Lisboa, vieja de nueve siglos, y con flores por todas partes… Jerusalén: «la colina más cerca del cielo, desde la; que el hombre puede escuchar el viento y oír la palabra de Dios»… Roma, la paradójica mezcla de lo divino y lo terrestre…; las islas griegas, los diamantes del Egeo, un montaje de luz cegadora, de casas blanquísimas, de montañas y de olivos… El país del petróleo, Abu Dhabi, próspero país donde Celia se encontró con su hermana Janet, su marido y sus hijos… la India, subcontinente de fuertes contrastes, su belleza y sus placeres junto a su suciedad y degradación… Una escena de postal: Jaipur, la ciudad rosada… Luego el arrecife de la Gran Barrera, el reino de coral australiano, un sueño fantástico…; y cerca, Kioto; Japón, la frágil y evanescente belleza de la villa imperial de Shugakuin, retiro del emperador y lugar para pensar poéticamente, protegido todavía del alud turístico… El ritmo frenético de Hong Kong, como si a la ciudad le quedara poco tiempo, ¡y a lo mejor era verdad! En Singapur, en medio de fabulosas riquezas, los humildes cuchitriles donde servían el sabroso nasi beryani, en la esquina de la calle de los Glotones…
En Singapur, Andrew y Celia se habían embarcado en el Santa Isabella y habían navegado sin prisas por el mar de la China y después habían entrado en el océano Pacífico hasta Hawai, a donde llegaban ahora.
Habían navegado con otros veinte o treinta pasajeros a bordo, y habían gozado de una calma y tranquilidad diferente al ritmo ajetreado de los cruceros convencionales.
El buque continuaba avanzando lentamente. Celia siguió recordando… A pesar del esfuerzo consciente que había hecho hasta entonces para no pensar en el futuro, no había podido no pensar en el pasado. Especialmente los últimos días, en los que se había preguntado si había hecho bien en marcharse de Felding-Roth tan súbitamente, si su instinto al dimitir había sido certero. Celia no estaba segura de haber obrado cuerdamente, y la sospecha le hacía preguntarse si pronto no se arrepentiría de ello, si no sería invadida por una angustia más intensa que las dudas que sentía ahora.
Saltaba a la vista que su dimisión no había afectado a la empresa en sus planes acerca de la Montayne. Ésta fue lanzada en febrero, tal como estaba previsto, y por lo visto con mucho éxito. Según los informes que Celia había visto antes del viaje, la Montayne se había convertido en un remedio muy popular, sobre todo entre las mujeres que trabajaban durante el embarazo y que necesitaban encontrarse bien por las mañanas. Era obvio que el nuevo fármaco había sido una bendición para Felding-Roth. En Francia había observado que la situación era muy similar, y que los laboratorios productores, Gironde-Chimie, hacían su agosto con el fármaco.
Las malas noticias aparecidas en el France-Soir, de los nacimientos de niñas retrasadas en Nouzonville y en España, no habían afectado la popularidad de la Montayne. Ni la campaña de la doctora Maud Stavely había surtido efecto en Estados Unidos.
Celia volvió a fijarse en el buque que, en aquel momento, se aproximaba al muelle en que iban a desembarcar. De pronto Andrew exclamó:
—¡Están allí!
—¿Quiénes?
Le pasó los prismáticos y le señaló:
—Enfoca en la segunda ventana grande…, encima del muelle y a la izquierda de la torre del reloj. Ella hizo como le aconsejaba, aunque sin comprender.
—¿Qué busco?
—Ya lo verás.
El grupo de pasajeros se había disuelto. Sólo quedaban aparte de Andrew y Celia, dos o tres. El resto estaban en sus cabinas cerrando maletas.
Celia ajustó los prismáticos y los movió buscando. De pronto gritó:
—¡Ya los veo! ¡No puedo creerlo!…
—Claro que sí, son de verdad —dijo Andrew.
—¡Lisa y Bruce! —Celia gritó alegremente los nombres de sus hijos.
Luego cogió los prismáticos con una mano, y con la otra se puso a saludar frenéticamente. Andrew la imitó. Desde detrás del cristal de la ventana donde estaban ellos, Lisa y Bruce contestaron al saludo moviendo las manos como sus padres.
Celia dijo con expresión de incredulidad:
—No lo entiendo. ¡Si los dos trabajaban este verano!
—Yo lo organicé todo —refirió Andrew—. Por teléfono desde Singapur, cuando tú no estabas…
—Pero ¿qué han hecho de sus trabajos?
—Eso no fue problema —adujo Andrew—. Les expliqué por qué quería que vinieran a Honolulú.
Cogió los prismáticos y los volvió a guardar en el estuche.
—No lo entiendo —observó Celia—. ¿Quisiste que vinieran precisamente aquí?
—Sí —contestó Andrew—. He querido cumplir una promesa que hice hace muchos años.
—¿Una promesa? ¿A quién?
—A ti.
Celia le miró con cara perpleja. Andrew dijo con ternura:
—Fue en nuestra luna de miel Tú me explicaste por qué no quisiste ir a Honolulú y preferiste aquellos días en las Bahamas. Dijiste que la idea de Hawai te entristecía y me contaste lo de tu padre cómo murió en Pearl Harbour, cuando se hundió el Arizona.
—¡Espera! —dijo Celia en voz muy baja. Sí, ahora se acordaba…, después de tantos años…
En la playa de aquella isla de las Bahamas, durante la luna de miel, había hablado de su padre a Andrew, le había dicho lo poco que se acordaba de él, de aquel oficial Willis de Grey… «Cuando llegaba a casa, era una fiesta, la casa se llenaba de ruido y de alegría».
Era un hombre alto, con un vozarrón y hacía reír a todo el mundo, y le gustaban mucho los niños, y era muy fuerte…
Y Andrew, tan comprensivo como siempre, le había preguntado:
—¿Has estado en Pearl Harbour?
Ella había contestado:
—No sé por qué no me siento preparada para afrontarlo. Te parecerá extraño, pero un día me gustaría ir a donde murió mi padre, pero no quiero ir sola. Me gustaría ir acompañada de mis hijos.
Entonces Andrew le había prometido:
—Un día, cuando nuestros hijos ya puedan comprenderlo, os llevaré.
Una promesa… hacía veinte años.
Mientras el Santa Isabella maniobraba para colocarse junto al muelle y desembarcadero, Andrew dijo a Celia en voz baja:
—Iremos mañana; todo está dispuesto. Iremos al mausoleo del Arizona, al lugar donde murió tú adre. Y te acompañarán tus hijos, tal como tú deseas.
A Celia le temblaron los labios. Cogió las dos manos de Andrew y se sintió incapaz de hablar. Alzó los ojos a su rostro con expresión de adoración como pocas veces un hombre tiene ocasión de ver.
Cuando pudo, con la voz empapada de emoción, exclamó:
—¡Eres el hombre más bueno del mundo!