CAPÍTULO XV

En palabras del título de un libro del que se acordó Martin, la noche fue memorable.

La llegada de Yvonne fue a la vez deliciosa y sencilla. Se besaron afectuosamente, ella acarició con palmaditas los animales que fueron a recibirla y luego preguntó:

—¿Dónde está el dormitorio?

—Te acompaño —contestó él, y ella le siguió escaleras arriba, con la maleta de tocador en la mano.

En el dormitorio suavemente iluminado, Yvonne se desnudó aprisa, mientras Martin la miraba con el corazón palpitante, lleno de admiración hacia su cuerpo, hacia sus senos.

Al meterse ella en la cama, al lado de él, se abrazaron sin inhibiciones, con ganas, con afecto. Martin sintió que en Yvonne había una generosa capacidad de amar, que parecía brotar de una fuente secreta en su interior. Tal vez era amor por la vida, simplemente, amor por todo lo vivo, que se expresaba en la calidez de su lengua, que él se encontraba por todas partes, en sus suaves labios inquietos que no cesaban de explorarlo, y en el ritmo y contorsiones de su cuerpo, que lo incitaban a moverse de formas nuevas para él hasta aquella noche, pero que le surgieron instintivamente.

Ella murmuró:

—¡No vayas con prisas! Que dure… Él contesto también murmurando:

—Lo intentaré.

A pesar de eso, el hambre de ambos no tardó en hacer explosión. Después las prisas y las ganas se calmaron y Martin se sintió invadido por una sensación de paz y de bienestar como pocas veces había experimentado en su vida.

Incluso entonces, su mente inquisitiva, de hombre dedicado a la ciencia, no pudo evitar hacerse preguntas y suposiciones que explicaran aquella especial serenidad. Quizá, se dijo, la razón era simplemente que se había liberado de tensiones interiores. Sin embargo, instintos que poco tenían que ver con su cerebro científico, le dijeron que había algo más: que Yvonne era una de esas raras mujeres con una paz interior que transmiten y comunican a los demás…, y con este pensamiento se durmió.

Durmió profundamente y se despertó cuando ya clareaba. De la cocina llegaban ruidos. Al poco rato apareció Yvonne con el batín de Martin y llevando una bandeja con té, tazas, tostadas, mantequilla y miel. La seguían los dos perros de la casa, los tres gatos, que la trataban como una amiga de toda la vida.

Yvonne dejó la bandeja sobre la cama y Martin se incorporó. Con una sonrisa, ella tocó el batín:

—No te importa, supongo.

—Te está mejor a ti que a mí —dijo él.

Ella se sentó en la cama y comenzó a servir el té.

—Tomas leche y no tomas azúcar, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?

—Lo pregunté en el laboratorio. Por si un día necesitaba saberlo. Oye: tienes la cocina muy sucia.

—Gracias —dijo él al tomar la taza que ella le daba—. Siento lo de la cocina. Vivo solo y…

—Antes de marcharme, te la limpiaré.

El batín se le había abierto y Martin dijo:

—Espero que no tengas prisa en marcharte.

Ella dejó que el batín permaneciera sin cerrar y sonrió.

—Cuidado no te quemes, la tostada está caliente.

—Me parece un sueño —dijo él—. Desayunar en la cama, hacía tanto tiempo que no me permitía este lujo…

—Te mereces disfrutar de él con mayor frecuencia.

—La invitada eres tú y debiera ser yo quien te trajera el desayuno.

—Me gusta así. ¿Más té? —dijo ella.

—Luego, quizá.

Martin dejó la taza y alargó los brazos hacia ella.

Yvonne se quitó el batín, dejó que cayera al suelo y se acercó a él. Él la abrazó y, esta vez sin prisas, le acarició el cuerpo, los senos y las caderas, principalmente.

La besó y le dijo:

—Tienes un cuerpo muy hermoso.

—Tengo demasiado cuerpo —repuso ella, riendo—. He de perder peso.

Se pellizcó un muslo y agarró un rollito de carne rosada entre el pulgar y el dedo índice.

—Me convendría tomar un poco de tu Péptido 7, a ver si adelgazo como las ratas. Martin dijo:

—No estoy seguro. Me gusta tal cual eres. Martin tenía el rostro hundido en su pelo.

Pasaron los minutos y la pasión de la noche anterior volvió a encenderse. Martin volvía a tener una erección e Yvonne se agarraba a él antes de que la penetrara.

Ella le pidió:

—¡Entra ahora!

Pero él se detuvo con brusquedad, inesperadamente. Se aflojaron sus brazos y puso las manos sobre los hombros de la chica.

—¿Qué has dicho?

—Te he dicho que entraras.

—No. Antes. Ella suplicó:

—¡Martín, por Dios! ¡No me atormentes!

—¿Qué dijiste antes?

—¡Mierda! —soltó ella desilusionada.

El buen humor que había reinado entre los dos se había resquebrajado fatalmente y ella se tumbó de espaldas.

—¿A qué viene eso ahora? —preguntó.

—Quiero saber qué dijiste del Péptido 7.

Ella contestó con petulancia:

—¿Del Péptido 7? Pues que si lo tomaba, igual me adelgazaba como las ratas.

—Eso es. —Martin saltó de la cama—. De prisa. ¡Levántate!

—¿Porqué?

—Nos vamos al laboratorio. Ella le miró con incredulidad.

—¿Ahora?

Martin ya se había puesto una camisa y se estaba poniendo un par de pantalones.

—Sí. Ahora mismo.

«Es posible —se dijo—. ¿Es posible?».

Martin miraba las ratas que se iban turnando para recorrer el laberinto. Yvonne las acababa de traer del cuarto de los animales, a petición suya. Era un grupo al que, desde hacía meses, se inyectaba la solución del péptido parcialmente refinado, y recientemente el puro Péptido 7. Todas las ratas habían adelgazado. Yvonne volvía a meterlas en la jaula.

Todavía era la mañana del domingo, temprano. En el instituto no había nadie, aparte de ellos dos y del guardián.

La última rata metida de nuevo en la caja, la que hacía doce, se había puesto a comer su ración como habían hecho ya las otras.

—Comen con apetito —observó Martin.

—Sí —dijo Yvonne—. Bueno: ¿me vas a decir qué mosca te ha picado?

—Al comprobar que las ratas que habían tomado péptidos habían adelgazado —comenzó a explicar Martin—, nosotros presumimos que se habían puesto enfermas, de resultas de las inyecciones. Razonamiento muy poco científico —concluyó Martin con sorna.

—¿Qué importa si lo están o no?

—Seguramente mucho. Supongamos que no han empeorado de salud. Supongamos que están en perfecto estado. Incluso que están más sanas que antes. Supongamos que el Péptido 7, además de mejorar la memoria, adelgaza sin merma de la salud.

—Es decir que…

—Es decir que puede que hayamos dado con algo que hace siglos que la humanidad está buscando: una manera de metabolizar la comida sin producir grasa ni obesidad.

Yvonne le miró con la boca abierta.

—Puede ser una cosa importantísima.

—Sí, si es cierto.

—Pero no es lo que buscabais.

—No. Muchos descubrimientos se han hecho así, sin proponérselo, buscando otra cosa.

—¿Qué harás ahora?

Martin reflexionó unos momentos.

—Pedir consejo a especialistas. Mañana me pondré en contacto con ellos.

—Bueno —dijo Yvonne, desilusionada—. ¿Podemos volver a tu casa ahora?

—Muy buena idea —dijo él, abrazándola.

—Le mandaré un informe detallado —indicó el veterinario a Martin—. En él le daré las cantidades de grasa del cuerpo, un análisis químico de la sangre, de la orina y de las heces, que haré en mi laboratorio. Pero le aseguro por adelantado que son las ratas más sanas que jamás he visto, sobre todo teniendo en cuenta su avanzada edad.

—Gracias, doctor —dijo Martin—. Es lo que esperaba que me dijera.

Era martes y el veterinario doctor Ingersoll, especialista en mamíferos pequeños, había llegado de Londres aquella mañana, en tren. Regresaba aquella misma tarde.

Otro experto, un especialista en nutrición, de Cambridge, vendría al instituto dentro de dos días.

—Me imagino —dijo el doctor Ingersoll— que no quiere decirme qué les ha inyectado.

—Si no le importa —repuso Martin—, prefiero mantener el secreto, de momento.

El veterinario asintió:

—Ya me lo imaginaba. Bueno: no sé qué será, pero es algo muy interesante, se lo aseguro.

Martin sonrió y dejó el tema.

El martes, el especialista en nutrición, Ian Cavaliero, le dijo algo aún más curioso:

—Parece que lo que usted ha hecho con estas ratas ha sido cambiar el funcionamiento de las glándulas endocrinas o de los sistemas nerviosos centrales, si no las dos cosas a la vez. El resultado es que las calorías que ingieren a través de la comida son transformadas en calor en vez de en grasa. Si no se exagera, la cosa no comporta ningún peligro. Sus cuerpos se limitan a desprenderse del exceso de calor por medio de la simple evaporación o de cualquier otra vía.

El doctor Cavaliero, joven científico que Martin conocía de Cambridge, era considerado como una de las mayores autoridades en nutrición.

—Comenzamos a saber por datos recién descubiertos —prosiguió el doctor— que los individuos, animales o humanos, difieren en su eficacia para utilizar las calorías. Hay calorías que se convierten en grasa, pero muchas son utilizadas en el tipo de esfuerzo corporal que no vemos y del que no nos damos cuenta. Por ejemplo, el de las células bombeando iones, como sodio, de sí mismas e inyectándolos en la sangre en una suerte de ciclo continuo.

El especialista prosiguió:

—Hay calorías que se transforman necesariamente en calor para mantener la temperatura del cuerpo. Se ha descubierto, sin embargo, que la proporción de las que se convierten en calor, en trabajo metabólico, o en grasa, varía mucho. Por tanto, si se logra modificar y controlar la proporción, como parece haber hecho usted con esos animales, significa un importante progreso.

Un grupito, invitado por Martin a que escucharan al especialista, atendía con sumo interés las explicaciones de éste. En él estaba Rao Sastri, dos científicos más del equipo e Yvonne.

Sastri dijo:

—Las variables grasa, trabajo y calor son lo que explica por qué determinadas personas pueden comer mucho y no engordar.

—Exactamente —confirmó sonriendo el especialista en nutrición—. Todos hemos conocido, y seguramente envidiado, personas de éstas. Pero a sus ratas es posible que les haya afectado otra cosa, el factor saciedad.

—¿Por medio del sistema nervioso central? —preguntó Martin.

—Así es. El sistema nervioso central está regulado, sobre todo, por péptidos del cerebro. Y puesto que usted me dice que les ha inyectado una sustancia que afecta al cerebro, es posible que sea una sustancia que les reduzca las señales indicadoras de apetito… En fin, sea como sea, su mezcla tiene saludables efectos contra la obesidad.

La discusión continuó y, al día siguiente, Martin utilizó las palabras de Cavaliero —«… saludables efectos contra la obesidad»— en un informe confidencial que dirigió personalmente a Sam Hawthorne.

«Aunque nuestro objetivo principal sigue siendo mejorar la memoria a través del Péptido 7 —escribió Martin—, pensamos experimentar también con algo que, a primera vista, parece como un efecto secundario muy positivo y prometedor, que puede tener interesantes usos clínicos».

El informe fue redactado en tono menor, pero el entusiasmo de Martin y de sus colegas había negado a ser febril.