Martin Peat-Smith se había acostado temprano aquella noche, en su casa de Harlow, pero no conseguía dormir. Era sábado, faltaban unos minutos para k medianoche, el fin de una semana llena de emociones.
Decidió no impacientarse, el sueño llegaría a su hora, y se dispuso a esperar tranquilamente, y a pensar.
La ciencia, se dijo al poco rato, era como una mujer que te da calabazas hasta que tú estás a punto de dejarlo correr, y entonces inesperadamente, se da la vuelta, te mira y se desnuda exhibiendo su cuerpo, con los brazos abiertos, sin secretos.
Martin continuó con la metáfora y se dijo que a veces producía como una serie de orgasmos en cadena («como los rizos de la mar», decían las mujeres), a medida que la revelación de lo desconocido, de lo hasta entonces sólo imaginado, soñado, se desplegaba ante tus ojos.
«Pero ¿por qué diablos pienso en imágenes sexuales?», se preguntó.
Lo sabía de sobra: era a causa de Yvonne. No podía acercarse a ella en el laboratorio sin que la cabeza se pusiera a pensar en cierta cosa, que no era ciencia, digamos que era biología.
¿Por qué no había hecho algo para remediarlo?
¿Por qué? Bueno: eso lo pensaría luego.
De momento Martin se encontró de nuevo en su trabajo científico y en el progreso que había hecho desde… ¿Desde cuándo?
En fin, el paso decisivo había sido dado hacía un año.
Recordó aquel momento y otros anteriores.
La visita de Celia a Harlow había sido hacía dos años, en 1975. Martin recordó que le había mostrado los negativos de los cromatogramas y que le había explicado: «Donde se ven unas franjas, hay un péptido…; verá dos columnas de rayas oscuras…, por lo menos nueve péptidos».
Sin embargo, el problema, al parecer insuperable, era que la mezcla de péptidos descubierta en los cerebros de las ratas más jóvenes aparecían en cantidades demasiado pequeñas para ser purificados y poder hacer experimentos con ellos. Además, en la mezcla había sustancias extrañas que era lo que Rao Sastri llamaba «péptidos sin sentido».
Habían hecho varios intentos de purificar los péptidos, pero con resultados decepcionantes que corroboraban, al parecer, la opinión de Sastri de que se requerían técnicas que no se descubrirían hasta dentro de diez años.
Entre las personas que componían el equipo de Harlow, la moral y los ánimos habían mermado, y también la fe en la teoría de Martin.
Sucedió cuando mayor era el desánimo.
Después de duros trabajos, en los que se usaron grandes cantidades de cerebros de ratas jóvenes, consiguieron una purificación parcial. Y se inyectó la nueva mezcla purificada a ratas de más edad.
En seguida los efectos fueron impresionantes: las ratas demostraron de súbito una capacidad mayor para aprender y recordar. Lo cual se vio muy claramente con las pruebas del laberinto.
Martin recordó con una sonrisa el laberinto del laboratorio.
Era una miniatura de uno de los laberintos que la humanidad había construido como pasatiempo, en el que los hombres se entretenían entrando, perdiéndose hasta volver a salir. El laberinto más famoso del mundo era, probablemente, el construido en el siglo XVII, se dice que para el rey de Inglaterra, Guillermo III, y se hallaba en el palacio de Hampton Court, en las afueras de Londres.
El laberinto de conglomerado de madera que tenían en los laboratorios de Harlow era una versión en miniatura del de Hampton Court, en el que se reproducía con impresionante exactitud todos los detalles del original, y había sido construido, en su tiempo libre, por un científico del instituto. Sólo podían usarlo las ratas.
Se colocaba a las ratas, una por una, en la entrada del laberinto, a veces se les daba un empujoncito, pero era importante dejarlas que tomaran la iniciativa ellas solas y encontraran la salida. Al final se las premiaba con comida y la maña que demostraban para llegar a ella era observada y medida.
Hasta hacía poco, los resultados de las pruebas no habían sorprendido. Se metían ratas jóvenes y ratas viejas en el laberinto y las primeras veces encontraban con mucha dificultadla salida. Las ratas jóvenes la encontraban con mayor rapidez ya a la segunda vez, y la rapidez se incrementaba a cada prueba.
Las ratas jóvenes aprendían de la experiencia y se acordaban de las vueltas que debían tomar.
Mientras que las ratas viejas eran mucho más lentas en aprender, o no aprendían jamás.
Hasta que se les inyectó la última solución de péptidos. Después de la inyección los progresos fueron extraordinarios. A la tercera y cuarta vez, las ratas viejas encontraban la salida casi corriendo, sin vacilaciones ni errores. Casi no se notaba la diferencia entre las ratas jóvenes y las ratas viejas.
Los científicos estaban entusiasmados. Un par de ellos no pudo dominar un grito de júbilo después de la espectacular carrera de una rata gorda y vieja. En determinado momento Rao Sastri había estrechado la mano de Martin y había dicho:
—¡Dios mío! Tenías razón tú. Ahora nos puedes decir aquello de: «¡oh, hombres de poca fe!».
—Yo también comencé a perder la fe, no creas —confesó Martin, meneando la cabeza.
—No te creo —indicó Sastri—, lo dices porque eres todo un caballero y no quieres que tus humildes colegas se avergüencen de sí mismos.
—Bueno: me parece que tenemos buenas noticias para enviar a América —dijo Martin con voz alegre.
La buena nueva llegó a las oficinas de Felding-Roth, de Nueva Jersey, en la época en que más ocupados estaban con los preparativos de la comercialización de la Montayne y poco antes de que Celia comenzara a dudar del fármaco.
Mientras se estudiaba el informe en Nueva Jersey, el equipo de Harlow se enfrentaba con nuevas dificultades.
A pesar de los indicios esperanzadores de las últimas pruebas, la última mezcla de péptidos también se obtenía en cantidades pequeñas y para continuar y perfeccionar el trabajo de refinamiento y purificación, para aislar e identificar el péptido decisivo, era necesario tener péptidos en cantidades mayores.
El camino escogido por Martin para obtener eso fue el de los anticuerpos. Con la producción de anticuerpos esperaba conseguir aislar los péptidos requeridos, que se vincularían a ellos. Para ello iba a utilizar conejos, porque producían anticuerpos en cantidades mucho mayores que las ratas.
Aparece en escena Gertrude Tilwick.
La persona que se cuidaba de los animales era una severa mujer de más de cuarenta años, un técnico. Había sido contratada por Nigel Bentley no hacía mucho tiempo y, hasta que ocurrió el incidente, Martin apenas había tenido contacto con ella.
A petición de Martin, la señorita Tilwick apareció en su laboratorio personal con una jaula en la que había varios conejos. Él ya le había explicado que debían inyectar la mezcla de péptidos, mezclada a su vez previamente con una solución aceitosa, en las patas traseras. Iba a ser una inyección dolorosa para el animal. Tenía que encontrarse la manera de conseguir tener quieto al animal mientras se le aplicaba la inyección.
La señorita Tilwick, además de la jaula de los conejos, apareció con un pequeño madero en que había cuatro correas en cada una de las esquinas. Abrió la caja, sacó un conejo y lo puso panza arriba sobre el madero, luego ató cada una de las patas con las correas sujetas a las esquinas.
Operación que la señorita Tilwick hizo con movimientos bruscos y descuidados, y con actitud groseramente insensible. Martin la miró hacerlo con horror, el animal gritó de terror. Martin no sabía que los conejos gritaban, fue un grito espantoso. Luego se produjo un silencio, y, al atar la cuarta pata, se descubrió que el animal había muerto. Había muerto de miedo, del shock. Martin perdió los estribos, se puso furioso y despidió a la señorita Tilwick.
Partida de la señorita Tilwick.
Martin mandó llamar a Nigel Bentley y le informó que no toleraba que los animales estuvieran bajo custodia de personas sin sensibilidad y desprovistas de amor hacia los animales.
—Bueno —dijo Bentley—. Despediré a Tilwick y siento lo ocurrido. La contraté porque sus conocimientos técnicos parecían ser excelentes, pero no se me ocurrió comprobar si sentía afecto y ternura hacia los animalitos.
—Necesito una persona que ame los animales —repitió Martin—. Envíeme una así.
—Le mandaré la asistenta de Tilwick. Si le gusta, la ascenderemos.
Entra en escena Yvonne Evans.
Yvonne tenía veinticinco años, era un poco gordita, pero de humor alegre y muy atractiva, rubia, pelo largo, ojos azules, expresión ingenua y piel blanca y rosada. Provenía de una aldea del País de Gales, llamada Brecon, y hablaba con acento galés. Yvonne tenía unos pechos magníficos y se notaba que no llevaba sostén.
Martin quedó en el acto fascinado por los pechos exuberantes de Yvonne, sobre todo cuando se pusieron a dar las inyecciones.
—Déme un par de minutos antes de empezar —pidió Yvonne.
No utilizó el madero de la señorita Tilwick y, mientras Martin esperaba con la jeringa llena en la mano, ella sacó con gesto suave un conejo de la jaula, se lo acercó a la cara y le murmuró unos sonidos al oído, a la vez que lo acariciaba. Luego puso su cabeza contra su pecho y cogió las patas traseras con la mano.
—Ahora —le dijo a Martin.
En poco tiempo inyectaron a seis conejos, una inyección en cada uno de los cojines de los dedos de las dos patas. A pesar de la emoción que a Martin le causaba la proximidad de los pechos de Yvonne, hizo el trabajo cuidadosamente y armonizando su ritmo con el de Yvonne. Aunque en algunos momentos deseó ser conejo para poder poner la cabeza en su pecho.
Los animales se calmaban con las caricias de la joven, pero era inevitable que pasaran un mal rato y, al cabo de poco tiempo, ella preguntó:
—¿Hay que dar la inyección precisamente en la parte blanda de los dedos?
Martin contestó con una mueca.
—A mí también me disgusta, pero es el mejor sitio para la producción de los anticuerpos. La irritación de la inyección atrae las células productoras de ellos.
Explicación que pareció satisfacer a Yvonne. Cuando terminaron, él dijo:
—Usted quiere a los animales.
—Claro —dijo ella, mirándole sorprendida.
—Hay gente que no los quiere.
—¿Se refiere a Tilly? —Yvonne arrugó el ceño—. Ésa no se quiere ni a sí misma.
—La señorita Tilwick ya no trabaja aquí.
—Ya lo sé. Me lo ha dicho el señor Bentley. También me ha dicho que si lo hacía bien, me ascendería al sitio que ocupaba ella.
—Me caes bien —dijo inesperadamente Martin y, todavía más inesperadamente, añadió—: Me caes muy bien.
—Pues a mí me cae bien usted, doctor —añadió Yvonne, riendo.
Aunque más tarde otros se ocuparon de dar las inyecciones a los animales, Martin continuó topándose con Yvonne por el laboratorio. Una vez le preguntó:
—Si te gustan los animales, ¿por qué no estudiaste para veterinaria? Ella vaciló un instante y luego contestó con inhabitual tirantez:
—Es lo que quería hacer. —¿Y qué pasó?
—Que me suspendieron un examen.
—¿Sólo uno? —Sí.
—¿Y por qué no lo repetiste?
—No tenía tiempo que perder.
Ella lo miró a la cara y él no tuvo más remedio que levantar los ojos para afrontar los de Yvonne.
Yvonne continuó diciendo:
—Mis padres no tenían dinero para mantenerme. Corría prisa que yo me ganara la vida. Y me hice técnico de animales de laboratorio.
Al terminar sonrió tiernamente al darse cuenta de por dónde habían pasado los ojos de Martin.
De eso hacía ya varias semanas y, mientras tanto, Martin se había concentrado y preocupado por otras cuestiones.
Una era un análisis hecho por el ordenador de las pruebas del laberinto con las ratas; demostraba que la mejora inicial no era una falsa alarma, al contrario, era constante. En sí era una buena noticia, pero, para colmo, se había conseguido una mezcla de péptidos mucho mejor, que había podido ser purificada y de la que se había finalmente conseguido aislar un péptido activo. Era el que se buscaba y resultó ser el de la banda séptima de las originales películas de cromatogramas, por lo que fue bautizado en el acto con el nombre de Péptido 7.
Ambos logros fueron comunicados por télex a Nueva Jersey, y Sam Hawthorne contestó en el acto con mías palabras de felicitación. Martin hubiera querido hablar con Celia, pero ya le había llegado la noticia de su dimisión. Aunque no tenía idea del motivo, su partida le entristeció. Para él Celia había formado parte del instituto y del trabajo de investigación, y le parecía injusto que no pudiera gozar de los buenos resultados que comenzaba a obtener. Sabía, además, que había perdido una amiga y una aliada en la firma, y se preguntó si volvería a verla. No parecía probable.
Desde el punto de vista científico, una cosa preocupaba a Martin, tendido en la cama sin dormir. Se trataba de las viejas ratas que habían sido inyectadas regularmente con péptidos.
Su memoria había mejorado, pero su estado de salud general había empeorado sensiblemente. Habían perdido peso, se habían adelgazado muchísimo. Eran síntomas alarmantes.
¿No sería que el Péptido 7 era bueno para el cerebro y nocivo para el cuerpo? ¿Continuarían perdiendo peso las ratas tratadas con él, llegarían a morir? En este caso quedaría demostrado que el Péptido 7 era inservible para animales y para humanos, por lo que todo el trabajo científico se convertía en inútil, en una mera pérdida de tiempo.
Los cuatro años de trabajo en Harlow y los anteriores pasados en Cambridge. Todo inútil.
Fantasma que atormentaba a Martin, a pesar de sus esfuerzos para mantenerlo a distancia.
Era sábado por la noche, no, ya era domingo… Pensó en Yvonne y se volvió a preguntar por qué diablos no había hecho nada por aproximarse más a ella.
Podía llamarla por teléfono, por ejemplo. Pero se le ocurría demasiado tarde. ¿Era demasiado tarde? ¿Y por qué?
Tuvo una sorpresa al oír que contestaban al primer timbrazo.
—Diga.
—¿Yvonne?
—Sí.
—Soy…
—Ya lo sé.
—Bueno —dijo él—: estoy en la cama sin pegar ojo y se me ha ocurrido…
—Yo tampoco puedo dormir.
—Nos podríamos ver mañana.
—Mañana es lunes.
—Es verdad. Hoy, pues.
—De acuerdo.
—¿A qué hora?
—¿Por qué no ahora mismo?
Él, sin poder creer en tanta suerte, preguntó:
—¿Te voy a buscar en coche?
—Sé dónde vives. Voy yo a tu casa.
—¿Estás segura?
—Claro.
Él sintió que tenía que añadir algo:
—Yvonne.
—¿Qué?
—Me alegro de que vengas.
—Yo también. —Martin oyó que se reía bajito—. Llegué a pensar que no me lo pedirías nunca.