—Veo que algo va mal —dijo Andrew mientras cenaban, después de un largo silencio entre los dos—. Yo diría que algo va muy mal.
Se calló, pero al ver que Celia seguía sin hablar, añadió:
—No has hablado desde que he llegado y como conozco tus malos humores, no voy a insistir. Pero cuando necesites hablar, si me necesitas para algo…, en fin, cariño, ya sabes que estoy a tu lado.
Celia dejó el tenedor y el cuchillo en el plato, que apenas había tocado, y le miró con ojos brillantes.
—¡Querido! ¡Cómo te necesito!
Él alargó la mano y tocó la suya.
—No hay prisa. Acaba de comer —le dijo. Ella contestó:
—No tengo apetito.
Al poco rato tomaban un coñac en el salón y Celia le contó lo sucedido aquellos dos últimos días, y cómo no había logrado convencer a Sam y a los otros de que era necesario aplazar el lanzamiento de Montayne.
Andrew la escuchó con atención, preguntándole detalles de vez en cuando. Al final le elijo:
—No veo qué otra cosa hubieras podido hacer.
—No tenía más remedio que obrar como lo he hecho —explicó Celia—. El problema ahora es qué tengo que hacer.
—¿Tienes que decidirlo en seguida? ¿Por qué no te tomas un descanso? Podríamos hacer un viaje juntos, si quieres. —E insistió—: Alejarte de los problemas te ayudará a ver más claramente qué debes hacer.
Ella sonrió con agradecimiento:
—No puedo esperar tanto tiempo. Es imposible aplazar la decisión.
Andrew se le acercó, y le dio un beso, luego le dijo:
—Ya sabes que estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para ayudarte. Y recuerda que siempre he estado muy orgulloso de ti, y lo sigo estando decidas lo que decidas.
Ella le miró con cariño y pensó: otro ahora sacaría a relucir la disputa en el hotel de San Francisco en que él se negó a dar el brazo a torcer sobre la Montayne, o sobre el uso de fármacos por parte de las mujeres embarazadas. Aquella tarde Celia le había sugerido malévolamente, de eso se daba cuenta ahora, que su criterio médico estaba lleno de prejuicios y era anticuado.
Y había sido Celia la que luego había dudado de la Montayne, pero Andrew era un hombre demasiado honesto para decir: «Ya te lo dije».
De comportarse según los principios de Andrew, ¿qué debía hacer? ¿Qué decisión tomaría?
No tuvo que preguntar. Ya lo sabía.
Se acordó del consejo que una vez le habían dado:
—Usted tiene un talento especial para juzgar lo que está bien y lo que está mal… Utilice su talento, Celia… Cuando tenga poder, muéstrese fuerte y haga lo que cree que debe hacer… No permita que gente inferior a usted imponga sus opiniones en contra de las suyas.
Se emocionó al recordar a Eli Camperdown. Al antiguo presidente de Felding-Roth, que la había llamado en su lecho de muerte. Andrew le preguntó:
—¿Otro coñac, querida? —No, gracias.
Apuró el que le quedaba en la copa, su mirada se cruzó con la de Andrew, y luego afirmó:
—No puedo continuar colaborando con la comercialización de la Montayne. Voy a dimitir de mi cargo en la empresa.
Era lo más doloroso que hacía en los veinticuatro años que había pasado en Felding-Roth.
La carta de Celia, escrita a mano y dirigida a Sam, era breve:
Con gran pesar he decidido dimitir de mi cargo de directora de ventas de productos farmacéuticos de Felding-Roth.
Con esta carta me propongo dar fin a mis vínculos con la compañía. Ya conoces los motivos. Es innecesario repetirlos.
Quiero decirte que los años pasados trabajando con vosotros han sido un placer y un privilegio para mí Una de las cosas de que más orgullosa me siento es de haber contado con tu ayuda y con tu amistad, que te agradezco con toda mi alma.
Me marcho sin guardar rencor a nadie. Deseo que Felding-Roth y sus empleados tengan mucha suerte en el futuro.
Celia envió la carta, a través de un mensajero, al despacho del presidente, y una hora más tarde se presentó ella personalmente. La hicieron pasar inmediatamente al despacho de Sam, la puerta se cerró silenciosamente a su espalda.
Sam alzó los ojos del papel que leía. Tenía la cara sombría y habló con frialdad:
—Has venido a hablar conmigo. ¿Para qué?
Ella contestó con voz incierta:
—He pasado muchos años en la compañía y la mayor parte del tiempo he trabajado contigo. No podía irme sin verte.
Él la interrumpió con furia:
—¡Es lo que has hecho, prácticamente! Te vas por las buenas, abandonas a amigos, colegas, a personas que dependen de ti. Nos abandonas en uno de los momentos más difíciles de la empresa, en plena actividad comercial, cuando más te necesita la compañía.
Ella objetó:
—Mi dimisión no tiene nada que ver con amistad ni con lealtad.
—¡Ya se ve!
Ella continuaba de pie porque él no la había invitado a tomar asiento.
—Sam —dijo con voz suplicante—, haz el favor de comprenderlo. No puedo, simplemente no puedo, por razones de conciencia, cooperar en la venta de la Montayne.
El replicó:
—Llámalo conciencia. Yo lo llamaría con otro nombre.
Ella preguntó con curiosidad:
—¿Cómo lo llamarías tú?
—Pues mira: histeria de mujer. O si prefieres: hipocresía, escrúpulos basados en falta de información. Despecho por no haber conseguido convencernos e imponer tu punto de vista.
Sam le clavó los ojos y reanudó:
—Te comportas ni más ni menos como esas feministillas que se pasean con pancartas por la calle o se atan con cadenas a las verjas. Lo cierto es que te has dejado engañar por aquella cabrona, la Stavely.
Indicó con un dedo la copia del New York Times que estaba abierto sobre la mesa. En él había un artículo de Maud Stavely sobre los últimos casos de nacimientos de niños deficientes en Francia y en España, y los utilizaba para reforzar su campaña contra la Montayne. Celia ya había leído el artículo aquella mañana.
—Lo que has dicho no es verdad. Nadie me ha tratado de engañar sobre nada —insistió Celia, resuelta a pasar por alto los mezquinos comentarios acerca de las feministas.
Sam dijo despectivamente como si no la hubiera oído:
—Bueno: ahora me imagino que te irás a trabajar con Stavely y sus compinches.
—Te equivocas —protestó Celia—. No voy a trabajar con nadie, no pienso hablar ni comentar con nadie sobre lo sucedido. Ya reconocí ayer que obro por instinto.
Nunca había visto a Sam de aquella manera. A pesar de ello, decidió hablar con él por última vez.
—Me gustaría recordártelo que me dijiste aquel día cuando yo estaba en Londres y conseguí reclutar a Martin Peat-Smith.
Aquella misma mañana, al pensar en la entrevista con Sam, había recordado las palabras de Sam, cuando se enteró de que había convencido a Martin para que trabajara en Felding-Roth. Antes, Sam le había aconsejado que no mencionara la cuestión del dinero al joven investigador, y Celia, desoyendo el consejo, había hecho precisamente eso, y logrado lo que Sam no había podido lograr. Entonces Sam le había dicho por teléfono desde su despacho de Boonton: «Si alguna vez tú y yo diferimos sobre alguna cuestión, te permito que me recuerdes este incidente, que tu criterio fue el justo y el mío no».
Se lo recordó entonces, pero fue como hablar con una pared.
—Aunque fuera verdad —le espetó él—, y que conste que yo de eso no me acuerdo, es una prueba más de que recientemente se te está ablandando el seso.
Celia se sintió invadida, de pronto, por un gran sentimiento de tristeza; casi no pudo hablar, por lo que se limitó a decir:
—¡Adiós, Sam!
Él no contestó.
De vuelta a casa, Celia se sorprendió de que hubiera sido tan fácil abandonar Felding-Roth. Sólo había recogido las cosas de su despacho se había despedido de la secretaria y de unos más de la oficina, algunos de los cuales la habían mirado con los ojos llenos de lágrimas, y se había marchado en su coche.
En cierto modo era verdad que su modo de irse había sido inconsiderado, pero por otro lado había sido fundamental hacerlo así. Recientemente, Celia no había hecho otra cosa que trabajar en el lanzamiento de la Montayne y no podía continuar haciéndolo por motivos de conciencia. Permanecer en su puesto habría sido peor. Además había dejado las cosas en orden, y al que le sucediera, Bill Ingram, suponía, no le sería difícil reanudar el trabajo por donde ella lo había dejado.
Pensó una vez más que renunciaba a ser vicepresidente de una corporación, puesto que le había hecho mucha ilusión. Pero se dijo que era el tipo de desilusión que no costaba mucho afrontar.
Andrew la llamó dos veces, primero cuando todavía estaba en su despacho y luego a casa. Al enterarse de que su dimisión ya había sido aceptada, le anunció que llegaría a casa temprano, cosa que hizo a tiempo para tomar juntos el té. Té que Celia misma preparó. La experiencia era inusitada en sus vidas y ella supuso que, a partir de entonces, sería habitual.
Se saludaron afectuosamente.
Al poco rato, después de sorber un poco de té, Andrew le dijo con ternura:
—Necesitas descansar y no tomar ninguna decisión de momento. Por eso acabo de tomar una yo por los dos. Nos vamos de viaje.
—¿A dónde?
—Daremos la vuelta al mundo. Ella alzó las manos al techo.
—¡Andrew, es maravilloso! ¡Qué consuelo estar contigo!
—Esperemos que sientas lo mismo después de seis meses de estar juntos en barcos y en hoteles.
Sacó un montón de folletos de la cartera.
—He pensado que comenzaríamos volando a Europa, visitaremos Francia, España, Italia, lo que tú quieras; luego haremos un crucero por e Mediterráneo…
A pesar de la depresión de aquellos últimos días, Celia se sintió mucho más animada. Una vuelta al mundo había sido la ilusión de toda su vida, uno de los proyectos que habían hecho muchas veces los dos, pero que nunca les había parecido realizable. Ella pensó: «Claro, ¿por qué no ahora? ¿No era el momento idóneo?».
Andrew, con el entusiasmo de un muchacho, observó ella cariñosamente, le ayudaba a ver la idea como una realidad.
—Iremos a Egipto, Israel, a los Emiratos Árabes…, a la India, por supuesto…, a Japón, a Singapur…, y no podemos dejar Australia ni Nueva Zelanda…
Ella exclamó:
—¡Es una magnífica idea!
—Lo primero que he de hacer es encontrar un médico que me sustituya durante estos meses. Tardaré un mes, me imagino, en organizado. Nos podremos marchar en marzo.
Con los niños no habría problemas porque los dos ya tenían que trabajar durante las vacaciones en lugares alejados de casa.
Prosiguieron hablando, y Celia se dio cuenta de que, aunque el dolor de aquel día volvería fatalmente, aquella noche, con la ayuda de Andrew, había conseguido olvidarse de él.
Más tarde, aquella misma noche, Andrew le preguntó:
—Ya sé que es prematuro preguntarlo, pero me muero de curiosidad por saberlo. ¿Qué piensas hacer después de Felding-Roth? No te estarás en casa el resto de tu vida.
—No —dijo ella—, eso seguro que no. Pero por lo demás no tengo ni idea de lo que haré. Necesito tiempo para pensarlo…, el tiempo que tú me regalas, cariño.
Aquella noche hicieron el amor, no con pasión, sino con ternura que apaciguó a Celia.
En las semanas que siguieron, Celia cumplió su palabra de no hablar con nadie de los motivos por los que había dejado de trabajar en Felding-Roth. Como era de esperar, la noticia de su marcha corrió como la pólvora por el mundillo de la industria farmacéutica, e incluso de las finanzas y de la prensa. La noticia despertó una gran curiosidad que no llegó nunca a ser satisfecha. The Wall Street Journal, Business Week y New York Times telefonearon a Celia pidiendo una entrevista con ella. Que ella se negó a dar. Y se hizo la sorda cuando amigos suyos o de Andrew quisieron indagar sobre lo ocurrido.
Sólo a Lisa y Bruce les contó la verdad. Lo hizo porque Andrew se lo pidió.
—Los niños tienen derecho a saberlo —le dijo—. Ellos te admiran. Como te admiro yo. No puedes dejarlos en babia.
Lo cual significó hacer dos viajes ex profeso. Uno a Stanford, para ver a Lisa y otro a Pottstown, para ver a Bruce. En cierto modo fue una buena manera de distraerse para Celia. Ahora ya no pasaba los días ajetreada. El tiempo pasaba con mayor lentitud y ajustarse a eso no le resultó fácil.
Lisa reaccionó con simpatía y con sentido práctico.
—Ya encontrarás otro trabajo, mamá, y será algo importante, ya verás. Pero ahora lo mejor es que tú y papá os vayáis a dar la vuelta al mundo.
Fue Bruce quien, con una sensibilidad muy superior a la edad que tenía, dio en el clavo:
—Si te sientes bien con lo que has hecho, mamá… si continúas segura de que obraste bien, nada más importa.
Después de hablar con sus dos hijos. Celia decidió que se sentía bien y de buen humor, emprendió en marzo el viaje por el mundo. Andrew y Celia partieron en avión desde Nueva York con destino a Paris. resueltos a olvidarse de lodo durante su odisea.