Sam Hawthorne, después de colgar el aparato y de haber hablado con Celia en San Francisco, se arrepintió de haber hecho, impulsivamente, aquella observación, aquel alarde respecto a la autorización de Sanidad. Había sido una tontería y una indiscreción. ¿Por qué lo había dicho? Seguramente por una razón muy humana, por el gusto de alardear delante de una mujer como Celia.
Tenía que ir con más tiento, se dijo. Sobre todo después de la conversación de hacía una hora con Vincent Lord y de la decisión que acababan de tomar. Decisión que podía tener catastróficas repercusiones si llegaba a oídos de otras personas. Cosa que, de todos modos, no tenía por qué ocurrir, jamás. Razón de más, por tanto, para dar la impresión, cuando llegara la autorización de Sanidad, de que las cosas habían seguido su curso normal. Tal como hubiera debido ser, y hubiera sido, de no ser por aquel engreído, insufrible y malintencionado funcionario de Sanidad.
Habían tenido muy mala suerte con que Mace volviera a encargarse de la revisión definitiva de la solicitud presentada de la Montayne.
Sam Hawthorne no conocía a Mace, ni quería conocerlo. Bastante había oído hablar de él y de las dificultades que causaba a la empresa, primero a raíz de la solicitud del Acompasón y ahora con la Montayne. No comprendía cómo personas de la calaña de Mace llegaban a detentar tanto poder y se ponían en el camino de gente honrada y profesional que lo único que deseaba era hacer las cosas bien.
Por suerte, las personas como Mace formaban una minoría, en Sanidad una minoría muy pequeña. Sam eso no lo ponía en duda. Pero Mace existía. Actualmente obstaculizaba con todo su peso los trámites de la solicitud de la Montayne, no se paraba ante ninguna clase de táctica o estratagema para detener el curso normal de la solicitud. No tenían más remedio que buscar un rodeo que les evitara topar con él de nuevo.
En fin: tenían los medios para hacerlo. O por lo menos los tenía la empresa en la persona de Vincent Lord.
Cuando Vincent Lord había conseguido, mejor dicho comprado, las pruebas del delito cometido por Mace, a cambio de aquellos dos mil dólares de la empresa, cuyo recibo estaba enterrado, y bien enterrado bajo las listas de los gastos clasificados como de dietas, donde ningún contable ni inspector del estado podrían hallarlo…, al enterarse Sam, su primera reacción fue encolerizarse, enfadarse con Vincent y escandalizarse ante la idea que le sugería Vincent del uso que podría hacerse de todo ello eventualmente.
Pero ya no. La situación respecto a la Montayne era grave, demasiadas cosas estaban en juego para andarse con escrúpulos. Lo cual, en sí, era un motivo más para encolerizarse. Le sacaba de quicio que criminales de la calaña de Mace provocaran actos criminales en personas decentes como Sam y Vincent Lord, que obligaran a los demás a actuar y a ponerse a la misma altura. ¡Maldito Mace!
Sam interrumpió su soliloquio y se dijo: «Es el precio que has de pagar por haber llegado a un puesto de la importancia del tuyo; te obliga a tomar decisiones desagradables y a autorizar conductas ante las que, en otra situación, podrías tranquilamente escandalizarte. Pero en la posición en que te encuentras, demasiadas personas dependen de % ejecutivos, accionistas, empleados, vendedores, distribuidores, publicitarios, etc., y a veces se hace necesario cerrar los ojos, tragar saliva, y hacer lo que se tenga que hacer, por repugnante o terrible que te parezca».
Que es lo que acababa de hacer Sam, hacía una hora, al dar luz verde a la proposición de Vincent Lord de amenazar a Gideon Mace con las copias de los documentos que estaban en su poder. Todo para obtener de una vez la autorización de la Montayne.
Chantaje. Ésa es la palabra. Era inútil tratar de buscarle eufemismos. Chantaje, un delito.
Vincent había expuesto el plan a Sam. Y con suma claridad le había dicho:
—Si no hacemos presión con las pruebas que están en nuestro poder, Mace es muy capaz de demorar la autorización un año o más. Sam preguntó:
—¿Tanto tiempo? ¿Es posible?
—Sí, es lo que hizo con el Acompasón. Sólo tiene que pedir que se vuelva a hacer.
Lord se calló al ver el gesto que Sam hacía con la mano, mandándole callar. Sam se acordaba perfectamente de cómo Mace había detenido el curso de los trámites de solicitud para el Acompasón.
—Antes usted decía que preferiría obrar a solas, que nadie se enterara de ello, ni siquiera yo —le recordó Sam a Lord.
—Ya lo sé —dijo Lord—, pero he cambiado de parecer. Al fin y al cabo es una operación que entraña sus riesgos, y no veo por qué he de hacerlo y cargar con la responsabilidad yo solo. Sigo encargándome de hacer la parte más sucia y desagradable del asunto. Pero necesito que usted lo sepa y que lo apruebe.
—No querrá que conste algo por escrito, ¿verdad?
Lord movió la cabeza negativamente.
—Es otro de los riesgos. Usted podrá decir tranquilamente que jamás hemos mantenido la presente conversación, por ejemplo, y yo no cuento con testigos que puedan ayudarme en caso de necesidad.
Entonces Sam comprendió que Vincent no buscaba más que compartir su soledad con él. Era una soledad que Sam conocía perfectamente, la soledad del jefe, del máximo responsable, y Vincent simplemente deseaba compartirla con alguien.
—Bueno —dijo Sam—. Aunque me repugna la idea, la apruebo. Al salir Vincent Lord, Sam le volvió a llamar:
—¡Vincent!
Lord se dio la vuelta.
—¿Qué?
—Gracias —dijo Sam—. Gracias, nada más.
De modo que ahora no tenía más remedio que esperar. Esperar confiadamente a que todo fuera bien, a que Vincent se saliera con la suya y a que la autorización de la Montayne llegara pronto.
Vincent Lord se había fijado en que Gideon Mace había cambiado de aspecto desde la última vez que se habían visto. Parecía más viejo, pero mejor, eso era lo sorprendente. Tenía la cara menos colorada, habían desaparecido las venas azuladas de la nariz. Ya no llevaba aquel traje viejo, ni las gafas que le hacían mirar de través. Todo él se había renovado: traje, gafas, piel de la cara. Incluso sus modales eran distintos, aunque no cordiales, pero por lo menos no tan desabridos. Una razón debía de ser; de esto Vincent se había enterado por otros funcionarios del departamento, que Mace había dejado de beber y se había hecho miembro de Alcohólicos Anónimos.
Aparte Mace, lo demás continuaba igual. Las oficinas del departamento continuaban tan abarrotadas como de costumbre, con papeles por todas partes, los empleados hacinados en cuchitriles como abejas en su panal. En el de Mace había más papeles que lo habitual. No podías llegar a la silla sin pisar unos cuantos.
Lord hizo un gesto de la mano, señalando el entorno y dijo:
Me figuro que nuestra solicitud debe de estar en uno de estos montones.
—Partes, solamente —contestó Mace—. No hay sitio para la solicitud completa aquí. Me imagino que ha venido a hablar de la Montayne.
—Sí —contestó Lord.
Estaba sentado frente al doctor y con la cartera con las pruebas incriminatorias a sus pies. Lord todavía abrigaba la esperanza de no tenerlas que usar.
—Lo del caso australiano me preocupa en serio —explicó Mace en el nuevo tono razonable que su voz había adquirido últimamente—. ¿Sabe a qué me refiero?
Lord asintió.
—Sí, el de la mujer que tuvo la niña deficiente mental. Pero la denuncia no fue aceptada por los tribunales, y luego el gobierno hizo sus pesquisas y no resultó nada incriminatorio contra la Montayne.
—He leído todo lo que se ha escrito sobre el caso —refirió Mace—, pero me hacen falta más detalles. Estoy esperando que me los manden de Australia y, cuando lleguen, es posible que tenga que hacerles unas cuantas preguntas.
—¡Pero eso podrá tardar meses! —protestó Lord.
—A mí me es igual; yo estoy aquí para hacer el trabajo bien hecho.
Lord hizo un último intento:
—Cuando nos demoró la solicitud del Acompasón, yo le aseguré, le di mi palabra de que no era un fármaco nocivo, y resultó que tenía razón yo. Ahora le doy mi palabra, basada en mi reputación de científico, que lo mismo es cierto de la Montayne.
Mace dijo tozudamente:
—Es su opinión, que yo no comparto, que la demora del Acompasón fuera innecesaria. Además, nada tiene que ver con la Montayne.
—Sí tiene que ver, en cierto modo —continuó Lord, dándose cuenta de que no quedaba otro remedio que hacerlo, por lo que echó una mirada a la puerta, para cerciorarse de que estuviera cerrada—. Tiene que ver porque en mi opinión lo que usted hace con Felding-Roth no tiene nada que ver con la solicitud en sí, sino con su estado de ánimo personal. Usted por lo visto está agobiado por una serie de problemas personales, está lleno de prejuicios que no le dejan ver las cosas como son. Mi compañía tiene información acerca de algunos de sus problemas, ¿sabe?
Mace se enderezó en su sillón y dijo con voz chillona:
—¿De qué diablos me está hablando?
—De eso —dijo Lord. Tenía la cartera abierta y sacó los documentos—. He aquí una serie de recibos de la Bolsa y de talones cancelados, de declaraciones bancarias y otras cosillas que demuestran que usted ganó dieciséis mil dólares ilegalmente, aprovechándose de información secreta y confidencial del Departamento de Sanidad sobre ciertas compañías productoras de fármacos en su forma genérica. De Binvus Products y de Minto Labs.
Lord puso una docena de hojas de papel sobre el montón que había ya en la mesa de Mace.
—Mírelos con atención. Estoy seguro de que no es la primera vez que los ve, pero no debía de saber que otros tuvieran copias de ellos. Además, eso son copias de copias. Retenerlas o rasgarlas no le servirá de nada.
Saltó en seguida a la vista que Mace reconocía inmediatamente el primero con que toparon sus ojos. Con manos temblorosas cogió todo el montón y los fue inspeccionando uno por uno. La cara fue perdiendo color y la boca se le contorsionó. Lord temió que le diera un ataque de corazón allí mismo. Pero Mace dejó los papeles y susurró:
—¿De dónde los ha conseguido?
—Eso no viene al caso —dijo Lord—. Lo importante es que los tengamos y que estemos pensando en mostrarlos al fiscal general y a la prensa. Para que se haga una investigación por si usted ha estado implicado en más casos que éstos.
De la expresión de terror de Mace, Lord coligió que había dado en el clavo, que casos los había a montones.
Lord se acordó de que al hablar con Sam Hawthorne, la primera vez, sobre la utilización de aquellas pruebas contra Mace, había pensado que seguramente le causaría placer poner a aquel canalla en un aprieto. Y así era: le causaba placer ejercer poder sobre un sujeto que, como Mace, había ejercido el suyo para humillarlo a él y a la empresa.
—Irá a la cárcel, por supuesto —aseguró Lord— y me figuro que le pondrán una multa que le arruinará. Mace dijo desesperadamente:
—¡Me está sometiendo a chantaje! Le voy a…
Habló nerviosamente, con voz ahogada, de pito. Lord le atajó sin contemplaciones:
—¡No me venga ahora con eso! Hay cien maneras para que nadie se entere de la parte que ha jugado en ello nuestra empresa. No hay testigos, aquí no hay nadie, fuera de usted y de mí.
Lord recogió los papeles y los volvió a meter en la cartera. Se había acordado, a tiempo, de que sus huellas dactilares estaban impresas en ellos, y no era cuestión de bromas.
Mace estaba desquiciado. Lord se dio cuenta con asco que le caía un hilillo de saliva de entre las comisuras de los labios.
—¿Qué quiere? —preguntó débilmente el infeliz.
Lord no contestó.
—Oiga —le suplicó Mace, casi sollozando—. Lo dije en serio lo del problema…, el caso australiano, las dudas acerca de la Montayne… Yo creo sinceramente que tienen razón los que…
Lord indicó con voz de desdén:
—Eso ya está hablado. Gente más competente que usted me ha asegurado que el caso australiano no tiene valor. Silencio de nuevo.
—¿Si llega la autorización?
—En determinadas circunstancias, los documentos que le he enseñado no llegarán al fiscal general ni a la prensa. Al contrario, serán entregados a usted en persona, con la garantía, hasta donde nos sea posible de nuestra parte, de que no quedan copias por ahí.
—¿Cómo podré estar seguro?
—Tendrá que fiarse de mi palabra.
Mace hacía un esfuerzo por recobrarse; un odio furioso se leía en sus ojos:
—¡Su palabra! ¡Cabrón!
—Perdone que se lo recuerde —continuó sin inmutarse Lord—: Usted no está en situación de insultar a nadie.
Tardó dos semanas. Incluso con Mace tratando de acelerar los trámites, las ruedas de la burocracia tenían su propio ritmo. Pero por fin llegó la autorización para vender la Montayne. Para venderla y para recetarla, debidamente autorizada por Sanidad, en todo Estados Unidos.
En Felding-Roth se festejó el hecho de que febrero siguiera siendo el mes de su futuro lanzamiento.
Vincent Lord no quiso correr riesgos con Correos e hizo un viaje especial a Washington para entregar los documentos incriminatorios a Mace.
Lord cumplió su palabra. Todas las copias fueron destruidas.
Solos, en el despacho de Mace, ambos hombres de pie, el diálogo fue mínimo.
—Tenga lo que le prometí —dijo Lord, entregándole un sobre de papel marrón.
Mace tomó el sobre, inspeccionó su contenido, luego miró a Lord. Con voz que rezumaba odio dijo:
—Usted y su empresa se han ganado un enemigo en el Departamento de Sanidad. Le advierto ahora que un día se arrepentirán de lo que han hecho.
Lord se encogió de hombros y se marchó.