Ante el alivio de Celia, sus viajes disminuyeron durante el resto del año 1975. Trabajó mucho, pero apenas sin salir de Morristown, lo cual significó poder pasar más tiempo con Andrew e ir a visitar a sus hijos a sus respectivos internados.
Lisa estaba en el último año, había sido elegida presidenta de su clase, tenía buenas notas y se había metido en muchas otras actividades de la escuela. Una de ellas había sido organizar un proyecto según el cual los alumnos más antiguos y aventajados trabajaban medio día a la semana en una oficina del gobierno.
El proyecto había sido iniciado gracias a una carta que Lisa había escrito al gobernador de Nueva York, convencida de que para obtener algo había que solicitarlo a la máxima autoridad. Un secretario se la había mostrado al gobernador, quien, divertido, se apresuró a contestar positivamente. Al enterarse Andrew, dijo a Celia:
—¡Qué duda cabe! Es hija tuya.
Por lo visto Lisa tenía un talento natural para organizar. Acababa de mandar solicitudes de admisión a diversas universidades, aunque su favorita era Stanford.
Bruce estaba en el segundo año y continuaba demostrando una gran afición por la historia. Tanta que apenas dedicaba tiempo a estudiar las otras materias. El maestro encargado de su clase había dicho a Andrew y a Celia:
—Podría sacar buenas notas en todo, si no se concentrara tan exclusivamente en los libros de historia. Por lo visto se trata de un futuro historiador; de su hijo saldrán tomos firmados con su nombre, antes de que pasen muchos años. Ya verán.
Celia, a pesar de sus esfuerzos por no caer en una excesiva complacencia, no podía por menos de hacerse la reflexión de que se podía trabajar y tener buenos resultados con la educación de los hijos.
Pero parte importante del éxito había sido el matrimonio formado por Winnie y Hank March, que continuaba administrando la casa de los Jordán con buen humor y competencia. Durante el cumpleaños de Winnie, que no sólo cumplía treinta y cuatro años, sino que además hacía quince que estaba en la casa, Andrew le recordó su antiguo plan de irse a Australia. Y observó:
—Lo que los australianos han perdido, lo han ganado los Jordán.
Sólo una cosa empañaba el buen humor de Winnie, y era el hecho de que no hubiera todavía tenido un hijo. Le dijo a Celia:
—Y no es que no probemos, señora. Si hay noches que me siento estrujada como un trapo de cocina, pero no hay nada que hacer.
Por recomendación de Celia, Andrew hizo una serie de pruebas de fertilidad a la pareja. Las pruebas resultaron positivas en ambos casos. Andrew dijo a Winnie:
—Tanto tú como Hank podéis tener hijos. Es cuestión de encontrar el momento oportuno, continuad probando.
—Bueno —dijo Winnie con un suspiro—. Me alegro de saberlo, aunque a Hank no pienso decírselo hasta mañana, quiero pasar una noche tranquila.
Celia hizo un breve viaje de negocios a California, durante el mes de septiembre, y se encontraba en Sacramento, casualmente cerca de donde se hallaba el presidente Ford, cuando se hizo una intentona de asesinarle. Gracias a la ineptitud de la mujer asesina, que demostró no saber cómo se usan las armas de fuego, el presidente salvó su vida. Celia sufrió una fuerte impresión y se horrorizó aún más al enterarse de que más tarde se había intentado asesinarlo por segunda vez, en San Francisco, a las tres semanas, o menos, del primer intento.
Comentándolo en casa una noche en que toda la familia se había reunido para la cena del Thanksgiving, Celia afirmó:
—Comienzo a pensar que somos una nación cada día más violenta. ¿De dónde salen esas ganas de asesinar?
Había sido una pregunta retórica y no esperaba respuesta, cuando Bruce dijo:
—Me sorprende, mamá, que tú precisamente teniendo en cuenta la índole del trabajo a que te dedicas no sepas que asesino proviene del árabe ashishi, o «comedor de hachís». Originariamente se refiere a una secta de los siglos once y trece del islam que, antes de cometer un crimen de naturaleza religiosa, comían hachís.
A lo que Celia respondió con cierta irritación:
—Bueno; si no lo sabía es porque no hemos comercializado el hachís ni se aplica en medicina, que yo sepa.
—Se ha aplicado —continuó diciendo Bruce—. Lo utilizaron los psiquiatras contra la amnesia, pero no dio buen resultado y lo dejaron correr.
—¡Vaya con el mozuelo! —exclamó Andrew, y Lisa contempló a su hermano con una mezcla de respeto y de admiración.
En 1976 tuvieron la agradable sorpresa de ser convidados a la boda de Juliet Hawthorne con Dwight Goodsmith el joven que tan buena impresión había causado a Andrew y a Celia, durante aquella cena. Dwight acababa de licenciarse en derecho en la Universidad de Harvard, y había obtenido un trabajo en Nueva York, donde iba a instalarse el joven matrimonio.
Fue una boda muy elegante, a la que asintieron más de trescientos invitados.
—Al fin y al cabo —dijo Lilian a Celia— es la única boda a la que voy a asistir como madre de la novia. Asilo espero. ¡Vaya!
Antes Lilian había manifestado su preocupación ante el hecho de que Juliet contrajera matrimonio tan joven y abandonara los estudios en el segundo año de universidad. Pero el día de la boda Sam y Lilian aparecieron muy felices y ya nadie daba muestras dé pensar más en ello. Y con razón, se había dicho Celia. Juliet y Dwight daban la impresión de formar una pareja inteligente a la vez que sin pretensiones, por lo que Celia les auguró secretamente que serían felices para el resto de su vida.
En mayo del mismo año llamó la atención de Celia la aparición de un libro titulado La intoxicación de las Américas.
El libro atrajo la atención de mucha gente. En él se catalogaba exhaustivamente la serie de desastres causados por las industrias farmacéuticas del país en América Latina, donde vendían impunemente fármacos peligrosos, sin las debidas precauciones o advertencias requeridas en países más perfeccionados o civilizados. En él se describían muchos de los métodos que ya habían escandalizado o preocupado a Celia cuando trabajaba para Felding-Roth en Sudamérica.
El libro era distinto de los otros, era más que un acerbo ataque contra la industria, gracias a los conocimientos y a la meticulosidad de su autor, el doctor Milton Silverman, farmacólogo y profesor de la Universidad de California, en San Francisco. El doctor Silverman había, además, dado testimonio ante un comité del Congreso, en el que se había merecido el respeto general de la audiencia. Al parecer de Celia, el libro abogaba por lo que ella creía secretamente; a saber, que la industria debía hacerse cargo de determinadas obligaciones éticas, independientemente de si estaban reguladas o no por la ley.
Compró media docena de ejemplares y los repartió entre los ejecutivos de mayor antigüedad de la compañía. La reacción de éstos fue típica. La de Sam, por ejemplo:
—Básicamente estoy de acuerdo con el punto de vista del doctor Silverman. Pero si es necesario que se produzcan cambios, antes hemos de llegar a un acuerdo con las otras compañías. Ninguna compañía aceptará tomar la iniciativa y arriesgarse a perder ventas frente a las otras. Sobre todo la nuestra, en las difíciles circunstancias que atravesamos actualmente.
A Celia el argumento de Sam le pareció de muy dudoso valor, pero decidió que era inútil objetar nada. Una sorpresa fue, en cambio, la reacción de Vincent Lord, que le envió la siguiente nota:
«Gracias por el libro. Totalmente de acuerdo en que deberían producirse cambios, pero mi predicción es que nuestros amos van a resistirse con uñas y dientes hasta que alguien no los amenace a punta de pistola. De todos modos, vale la pena continuar intentándolo. Yo la ayudaré siempre que pueda».
Celia pensó que el director de investigación de la compañía estaba suavizándose progresivamente, sobre todo en los últimos tiempos. Se acordó de cuando le mandó un ejemplar del libro feminista de Betty Friedan, que él devolvió con una nota que decía: «Una estupidez», o algo por el estilo. ¿Sería que Lord consideraba que desde que Celia ocupaba un alto cargo en la empresa, valía la pena hacer el esfuerzo de ganarse su amistad y de convertirla en una aliada?
En el mes de abril, Lisa telefoneó a casa para notificarles que había sido admitida en la Universidad de Stanford, en California. En junio pasó los exámenes finales de la escuela, donde se celebró uña agradable fiesta al aire libre, a la que asistió toda la familia Jordán en peso. Durante el almuerzo, Andrew predijo:
—Hoy es un gran día, pero este año no pasará a la historia.
Muy poco tiempo después, los acontecimientos se encargaron de demostrarle que no tenía razón. En Entebbe, Uganda, aterrizó un avión secuestrado con más de cien rehenes en su interior por terroristas árabes, secundados por el traidor presidente Amín. Mientras el mundo occidental se entretenía con las animadas noticias y comentarios que el incidente provocaba en los periódicos, los israelíes organizaban un osado ataque al aeropuerto, logrando liberar a todos los rehenes.
Sin embargo, el aburrimiento general retornó sobre todo durante el congreso anual del Partido Democrático de Nueva York donde un desconocido demagogo de Georgia, sacando todo el partido posible del hecho de que era un «renacido» baptista del sur, se hizo nombrar candidato a la presidencia.
A pesar del desencanto general de los norteamericanos, primero con Nixon, luego con Ford, parecía poco probable que el recién llegado lograra salir elegido como presidente. En la cafetería de la empresa, Celia oyó que uno preguntaba:
—¿Cómo pueden pensar que el cargo político más importante del mundo vaya a ser desempeñado por un tipo que se hace llamar Jimmy?
De todos modos, en las oficinas centrales de Felding-Roth la política les preocupaba muy poco. Bastante tenían con los preparativos para poner a punto la prometedora nueva droga, Montayne.
Habían pasado prácticamente dos años desde que Celia había expresado sus dudas a Sam sobre Montayne, y desde que, a instancias de éste, había prometido desprenderse de sus prejuicios y abrirse a la posibilidad de que el fármaco fuera realmente beneficioso.
Durante este tiempo se había producido un voluminoso dossier de pruebas y experimentos que Celia había leído casi por completo. Y se había prácticamente convencido de que Sam tenía razón: la ciencia farmacéutica había progresado mucho en los últimos quince años y no había motivo, al parecer, para denegar a las mujeres embarazadas el consuelo de unos fármacos que podían ayudarlas a sobrellevar las molestias de su estado.
Además, lo que era muy importante: las pruebas con Montayne habían sido hechas con suma cautela y meticulosidad, tanto en Francia, como luego en Dinamarca, Gran Bretaña, España, Australia y actualmente en Estados Unidos. Por eso Celia había llegado a convencerse no sólo de que Montayne no era nociva en ningún aspecto, sino que, además, prometía un brillante futuro en el aspecto económico y comercial.
En casa había tratado, varias veces, de compartir sus ideas sobre la cuestión con Andrew, y convencerle como se había convencido ella. Pero, cosa rara, Andrew no había dado el brazo a torcer. Desviaba siempre la conversación cuando ella sacaba a relucir este tema, dejando bien claro que, si no estaba preparado para enzarzarse en discusiones detalladas, tampoco lo estaba para cambiar de parecer. El tema de Montayne se había convertido en una suerte de tabú entre los dos.
Al fin Celia dejó de insistir y ante Andrew se reservó sus entusiásticas opiniones. No le faltarían ocasiones de desfogarse, sabía ella, antes de que los preparativos para comercializar el nuevo fármaco fueran completados.