Martin invitó a Celia a tomar una copa a su casa la última noche que ésta pasaba en Harlow. Después habían quedado en cenar en el hotel de Churchgate, el mismo donde ella se hospedaba.
Martin vivía en una casa pegada pared por pared a otra exactamente igual. Toda la calle consistía en una hilera de parejas de casas como la suya, y Celia tuvo la impresión de que habían recién salido en masa de una fábrica.
Celia llegó en taxi y Martin la hizo pasar a un saloncito. Como otras veces, Celia no pudo evitar fijarse en las miradas admirativas que le había dedicado él di verla. Aunque para aquel viaje apenas había llevado nada de ropa, aquella noche se había puesto un vestido de Diane von Furstenberg, drapeado y de color marrón y blanco que la favorecía mucho. Llevaba el pelo corto, a la moda.
En el recibidor Celia tuvo que esquivar a unos cinco animales, un perro setter irlandés, un bulldog inglés y tres gatos. En el saloncito había, además, un loro posado en una percha.
Celia dijo, riendo:
—Desde luego se ve que le gustan los animales.
—Sí —asintió Martin—. Me gusta su compañía y me conmueven los gatos sin hogar.
Los gatos, por lo visto, lo intuían, y le seguían por todas partes.
Celia sabía que Martin vivía solo y que tenía una mujer de la limpieza que iba unas veces por semana. El mobiliario del saloncito era el mínimo indispensable: un sillón de cuero con una lámpara al lado y tres estanterías para libros. En una mesita había unas botellas y cocteleras. Martin le señaló el sillón y comenzó a preparar una bebida.
—Tengo un daiquiri listo para usted. Es su bebida favorita, ¿verdad?
—Me conmueve que no lo haya olvidado —repuso Celia preguntándose si toda la noche podrían mantener aquel tono amistoso y distendido.
Como siempre, era consciente del atractivo físico de Martin pero no olvidaba la recomendación de Sam Hawthorne: «No te dejes llevar por favoritismos ni sentimientos de simpatía…».
—Veré a Sam pasado mañana —dijo Celia—. He de aconsejarle sobre qué hacer con el Instituto de Harlow, si continuar o… Me gustaría saber qué piensa usted.
—Muy sencillo —refirió él, dándole el daiquiri—. Dígale que nos permita continuar el trabajo un año más, o dos si hace falta…
—Ya debe haberse enterado que los hay que no están conformes con este plan.
—Sí. —Martin continuaba demostrando la seguridad y confianza que Celia había notado las veces anteriores desde su llegada a Harlow—. Ya se sabe que hay personas miopes, que no ven más allá.
—¿Considera miope al doctor Sastri?
—Sí, siento decirlo. ¿Qué tal la bebida?
—Muy buena.
—Rao ha venido a verme hace una hora —indicó Martin—. Ha venido para contarme la entrevista que ha tenido con usted y me lo ha dicho todo. Rao es una persona muy honorable.
—¿Y?
—Está equivocado. Del todo. Como todos los demás que dudan del trabajo.
Celia preguntó:
—¿Puede refutar con hechos lo que dice Sastri?
—Por supuesto que no —exclamó Martin con impaciencia—. La investigación científica se basa en teorías; si se basara en hechos, ya no haría falta investigar ni demostrar nada. Lo que hace falta es un criterio informado, entendido en la materia, intuición, instinto. Es una mezcla que algunos denominan arrogancia científica. Para trabajar hace falta estar convencido de que se está en el buen camino, y estar seguro de que entre tú y los resultados esperados sólo se interpone un plazo de tiempo, que en nuestro caso será breve.
—Tiempo y mucho dinero —le recordó Celia—, y hace falta saber quién de ustedes tiene razón, usted o Sastri y los que piensan como él.
Martin sorbió el whisky con soda que se había servido, y se detuvo a reflexionar. Luego dijo:
—No me gusta pensar en el dinero más de lo necesario, sobre todo en el dinero ganado con la venta de fármacos. Pero puesto que usted acaba de mencionarlo, permítame que le diga una cosa, a sabiendas de que probablemente es la única forma de convencerla a usted y a Sam.
Celia observó detenidamente a Martin, intrigada por lo que iba a decir.
—Sé perfectamente que Felding-Roth está en serias dificultades económicas y que si la situación no mejora en los años siguientes, es muy posible que se hunda. ¿Tengo razón o no?
—Sí —dijo Celia después de un breve instante de vacilación sobre lo que debía contestar.
—Lo que yo haré, si me dan tiempo, es salvar la empresa, no sólo salvarla, mantenerla a flote, sino convertirla de nuevo en una compañía productiva, famosa y muy rica. Porque el resultado de mi investigación va a ser una serie de medicamentos muy importantes. Y no es que me importen las consecuencias comerciales —añadió Martín con una mueca—. En absoluto, y me avergüenza hablar de ello. Pero cuando suceda lo que le he dicho, también sucederá lo que yo busco.
La afirmación hizo el mismo efecto en Celia que aquella otra que tanto había impresionado a Sam Hawthorne hacía tiempo en Cambridge. La dificultad residía en que la afirmación de aquel primer día no había resultado cierta. ¿Por qué iba a ser distinto esta vez?, se preguntó Celia.
—No sé, no sé —dijo Celia moviendo la cabeza.
—¡Yo estoy convencido de ello, caray! —exclamó Martin—. Nos estamos acercando, estamos muy cerca de encontrar los medios para mejorar la calidad del proceso de envejecimiento cerebral, y tal vez de prevenir la enfermedad de Alzheimer. —Apuró la copa que tenía en la mano y la dejó de un golpe sobre la mesita—. ¿Cómo diablos convencerla?
—Pruébelo mientras cenamos —sugirió Celia mirando su reloj de pulsera—. Es hora de ir al hotel.
En el hotel de Churchgate la comida era buena, pero las raciones demasiado grandes al menos para Celia. Al poco rato se entretuvo esparciendo lo que le quedaba por el plato y cavilando sobre lo que iba a decir. Había llegado el momento decisivo. Lo sabía y le daba miedo lanzarse a hablar.
La atmósfera del comedor en que se encontraban era muy agradable.
Seis siglos antes de que el edificio fuera hotel, había sido la casa parroquial de la aldea y en el siglo XVII había sido transformada en una casa particular. Se conservaba una parte de la estructura de entonces y en conjunto el edificio tenía un encanto especial, sobre todo el comedor, porque era una de las piezas que se habían preservado en su forma original al ser convertido en hotel después de la segunda guerra mundial cuando Harlow fue transformada en una moderna ciudad industrial.
Celia se encontraba muy a gusto en aquel comedor de techo bajo, sus bancos tapizados aliado de las ventanas, los manteles blancos y rojos y el estilo del servicio, inclusive la costumbre de sentarse a la mesa cuando la comida estaba ya servida, comida que los clientes encargaban en un salón adjunto.
Aquella noche, Celia y Martin ocupaban una de las mesas de al lado de la ventana.
Durante la cena continuaron la conversación comenzada en casa de Martin. Celia escuchó las explicaciones científicas que Martin le hacía con voz muy segura. Pero ella no podía olvidar las palabras de Bentley: «El doctor Peat-Smith es el directivo del equipo y como tal no puede permitirse tener dudas; de lo contrario, la moral de los demás se derrumbaría».
¿Dudaba Martin en el fondo, secretamente? Celia buscaba mentalmente la táctica que le aclarara aquello. Tenía una idea de cómo hacerlo, inspirada con algo que había leído de Locke que Bentley le había dado la noche anterior.
Una vez calculadas y sopesadas sus palabras, clavó los ojos en Martin y dijo:
—Hace una hora, en su casa, usted mencionó el problema de la arrogancia científica.
A lo que él replicó:
—No lo interprete mal. Es una arrogancia positiva, una mezcla de conocimientos, de autocrítica, pero también de convicción, absolutamente necesaria para la supervivencia de todos los hombres dedicados a la ciencia.
Mientras hablaba, Celia pensó que comenzaba a vérsele, una brecha, muy fina comenzaba a abrirse una grieta en su fachada de confianza y seguridad en sí mismo. Pero no estaba muy segura de ello, por lo que insistió:
—No podrá negarme que cabe la posibilidad de que la arrogancia o como usted quiera llamarlo, puede llegar demasiado lejos. Que cabe la posibilidad de que el deseo de creer que uno está en el camino recto le haga ciego a las objeciones acertadas de los demás.
—Es posible, claro —dijo Martin—. Pero no en mi caso.
Lo dijo con voz apagada, con menos convicción que hacía unos minutos. Ahora Celia estaba segura. Había puesto el dedo en la llaga, había encontrado su punto débil y él estaba a punto de ceder, de desmoronarse.
—Oiga lo que leí anoche —observó Celia—. Lo anoté, aunque es muy probable que usted ya lo conozca.
Celia abrió el monedero que tenía al lado y sacó una hoja de papel de cartas con el membrete del hotel. Leyó en voz alta:
—«El error no proviene de ningún defecto de nuestro conocimiento, sino de una equivocación de criterio… Los que no son capaces de mantener una línea de consecuencias en su cerebro, ni de sopesar con exactitud la preponderancia de las pruebas contrarias…, pueden fácilmente defender posturas que probablemente no son ciertas».
Se produjo un silencio que Celia, al poco rato, tuvo la necesidad de romper, consciente de su crueldad.
—La cita es de Ensayo sobre el entendimiento humano, de Locke. El hombre que usted tanto respeta.
—Sí, ya lo sé —asintió él.
—Bueno, pues ¿no es probable que usted esté demostrando incapacidad de sopesar las pruebas contrarías y que esté defendiendo posturas que probablemente no son ciertas? ¿Como dijo Locke?
—¿Usted lo cree? —le preguntó Martin, mirándola.
—Sí, lo creo —contestó Celia en voz baja.
—Me apena ver que usted… —No pudo acabar la frase, las palabras parecieron atragantársele y ella apenas pudo reconocerle la voz—. En este caso…, lo dejo correr.
Martin se había derrumbado, finalmente. La cita de Locke, de su ídolo, dirigida contra él por Celia, le había destrozado el corazón. Peor que esto: como una máquina que de súbito funciona defectuosamente, que se pone a funcionar al revés, hacia dentro, devorándose a sí misma, Martin había perdido el control. La cara se le había puesto de color ceniciento, abría la boca como un bobo, caída la mandíbula.
—Diga a su gente que es el final…, que cierren…, yo creo, tengo fe, pero no la necesaria, supongo…, no puedo solo… Lo que buscamos será hallado…, sucederá, sí…, en otro sitio…
Celia se asustó. ¿Qué había hecho? Había querido dar un susto a Martin, sacudirlo, sacarlo de aquella irritante seguridad en todo lo que decía, pero no había querido llegar a aquello. Era demasiado. Saltaba a la vista que el trabajo y el aislamiento de los dos años pasados pesaban sobre él, socavaban su moral.
De nuevo la voz de Martin:
—Cansado…, muy cansado.
Al oír aquellas frases de hombre vencido, Celia sintió un irrefrenable deseo de cogerle en sus brazos, de consolarle y de devolverle los ánimos. Entonces, como viéndolo todo claro, dijo:
—Martin, salgamos de aquí.
En aquel momento pasó una camarera que les miró con curiosidad. Celia se puso en pie y la llamó:
—Ponga la comida en mi cuenta. Mi amigo se encuentra mal, nos vamos.
—¿Necesita ayuda? —preguntó la muchacha.
—No gracias, ya me las apañaré.
Cogió a Martin del brazo y le empujó hacia la pieza contigua. De allí subía la escalera hacia las habitaciones de los huéspedes. La de Celia se encontraba cerca de la escalera. Llegaron a ella y Celia la abrió con la llave que llevaba en el bolso. Entraron los dos.
Aquella parte del edificio también era antigua, del siglo XVII. El dormitorio tenía forma rectangular, el techo era bajo con vigas, las paredes recubiertas de madera de roble y la chimenea enmarcada de hiedra. Las ventanas eran pequeñas y con los cristales enmarcados de tiras de plomo, que recordaban que en la antigüedad el cristal había escaseado, era un lujó innecesario.
Celia se preguntó cuánta historia había visto aquella pieza, cuántos nacimientos y cuántas muertes, enfermedades, amores apasionados, alegrías y dolores, peleas, promesas. En fin, se dijo, aquella noche vería algo más.
Martin la miraba con cara aturdida, de pie. Ella cogió la camisa de noche que la camarera había doblado sobre la almohada y dijo:
—Desnúdate y métete en la cama. Yo vuelvo en seguida.
Él se la quedó mirando sin moverse. Ella se le acercó y le dijo:
—Es lo que tú querías, ¿verdad? Y lo que yo también quería desde hace tiempo.
—¡Dios! Sí —dijo él casi sin aliento.
Mientras permanecieron abrazados, ella le consoló como a un niño. Pero no por mucho rato.
Sintió cómo aumentaba la pasión de Martin, y la suya. Igual que Martin, Celia tuvo que reconocer que hacía tiempo que deseaba aquello. En cierto modo había sido inevitable, desde el primer día en que se conocieron, en Cambridge, día en que algo más fuerte que el instante, una atracción mutua estalló entre los dos. Desde entonces, reconoció Celia, la cuestión no había girado en torno a la conjunción «si», sino «cuándo».
Que el acto se consumara en aquel momento y en aquel lugar había sido accidental. Había sucedido debido a la repentina crisis de Martin, a su desmoronamiento moral y a su desesperación, a su obvia necesidad de sacar fuerzas de flaqueza, de recoger energía del exterior, de beber de una fuerza ajena. Pero si aquello no hubiera sucedido aquella noche, habría sucedido otro día, y a cada encuentro la ocasión hubiera estado más próxima.
Al besarla Martin cada vez con más pasión, y responder ella, sintiendo el endurecimiento de su masculinidad contra el cuerpo entrevió, como por una rendija de su mente, que más tarde tendría que afrontar las consecuencias morales de lo que estaba haciendo. Pero de momento su deseo era avasallador, el gozo era tan grande como el de Martin.
A los pocos momentos ambos gritaron juntos, de amor y de júbilo.
Después se durmieron, Martin muy profundamente, o por lo menos así se lo pareció a Celia, un sueño reparador y tranquilo. A la madrugada los dos se despertaron y volvieron a hacer el amor, con menos placer, pero con mayor ternura.
Más tarde, al volver a despertarse Celia, la luz del sol inundaba el cuarto.
Martin no estaba. Encontró una nota escrita sobre la mesita de noche:
Amor mío: Has sido y eres mi inspiración.
Esta mañana, mientras dormías, tan bella, se me ha ocurrido una idea, tal vez la «solución». Me voy al laboratorio, a trabajar, no sé Por cuánto tiempo, pero para tratar de ver si la idea es prometedora.
Pase lo que pase, mi fe no decaerá, y esperaré con resignación a que llegue la orden de desalojo.
Lo que ha pasado entre los dos será un secreto y un recuerdo de los más dulces. No te preocupes. Ya sé que el paraíso reencontrado es cosa de una sola vez.
Sugiero que no guardes esta nota. Tuyo siempre,
Martin.
Celia se duchó, desayunó y se puso a hacer la maleta para regresar a su casa.