Celia llegó a la mañana siguiente al aeropuerto de Heathrow, Londres, dispuesta a dedicar dos días a inspeccionar la situación de Harlow. Y a no perder tiempo. Le aguardaba un coche que en el acto la llevó al Instituto de Felding-Roth.
En seguida se dio cuenta de que el estado de ánimo general de todos los que trabajaban en el instituto era francamente optimista. Tanto Martin como los otros le aseguraron que el trabajo avanzaba magníficamente, que se estaban descubriendo cosas importantes sobre el envejecimiento del cerebro. Sólo muy de vez en cuando, Celia tuvo la sensación de detectar instantes de duda, como resquicios que se abrían por unos segundos en un muro de una impenetrable uniformidad. Eran instantes tan fugaces que luego Celia no sabía si se lo había imaginado o se habían producido de verdad.
Lo primero que hizo Martin fue acompañarla a hacer una visita de inspección por los laboratorios, a la vez que él trataba de explicarle la marcha de la investigación. Desde la última vez que se habían visto le dijo, habían conseguido el objetivo inicial de «descubrir y aislar un ARN mensajero diferente en los cerebros de animales jóvenes comparado con el cerebro de los animales viejos». Y añadió:
—Esperamos que un día lleguemos a la prueba de que lo mismo ocurre con los seres humanos. El jeroglífico científico continuó aturdiendo a Celia:
—… ácido ribonucleico mensajero extraído de ratas jóvenes…, el ingrediente extraído incubado después en un preparado de levadura con ácidos aminoicos radiactivos…, el preparado de levadura manufactura los péptidos del cerebro del animal que se hacen ligeramente radiactivos; luego se separan, aprovechando su propia carga eléctrica, en gelatinas especiales…, y después se filma con un aparato de rayos X, y en cuanto aparecen las rayas, sabemos que se ha logrado producir los péptidos deseados…
Como el mago que saca un conejo del sombrero, «ya está», Martin le pasó a Celia una serie de negativos.
—En estas películas se ven los cromatogramas —le dijo.
Celia no pudo ver más que negativos en blanco, pero Martin le dijo:
—Fíjese en las rayas que aparecen de vez en cuando. Las hay en dos columnas. Una es la de la rata joven; la otra, de la rata vieja. En la columna de la rata joven —prosiguió, señalando con el dedo sobre el negativo— se ven por lo menos nueve péptidos que no aparecen en el cerebro de la rata vieja. Es la prueba de que el ARN del cerebro, y seguramente en el ADN, se producen ciertos cambios con el tiempo. Es un dato terriblemente importante —concluyó con voz excitada.
—Ya —murmuró Celia, que no lograba evitar pensar que no había para tanto, sobre todo teniendo en cuenta que hacía más de dos años que estaban trabajando en ello y en la millonada que se habían gastado.
El interior del edificio, sus magníficas instalaciones le recordaban continuamente el aspecto económico de la situación. Tanto las oficinas como los laboratorios consistían en modernos módulos movibles para poder cambiar la disposición de las piezas siempre que fuera necesario. En los laboratorios, llamaba la atención, aparte de los inevitables aparatos, el material de que estaban hechos los estantes, que no eran de madera, material considerado «sucio» científicamente, sino de una sustancia sintética especial. El aire era acondicionado para eliminar las impurezas naturales. La iluminación era clara, sin ser excesivamente fuerte. Había dos cuartos dedicados exclusivamente a la incubación, con incubadoras diseñadas específicamente para contener las bandejas circulares de Petri en que se guardaban los cultivos de levadura y bacterias. Se veían otras piezas en cuyas puertas había un cartel que rezaba: «Cuidado. Peligro de radiaciones».
El contraste con las instalaciones de los laboratorios que Celia había visitado en Cambridge era asombroso. De todos modos, unas pocas cosas continuaban igual: había papeles por todas partes; por ejemplo, sobre todo en los estantes pertenecientes a Martin. Por mucho que cambie el entorno de un científico, no cambiarán sus hábitos de trabajo, pensó Celia.
Martin reanudó las explicaciones cuando dejaron los clichés de los cromatogramas.
—Una vez obtenido el ARN, podemos producir el correspondiente ADN…; luego lo insertamos en el ADN de las bacterias vivas…; tratamos de engañar a las bacterias y de convencerlas de que produzcan los requeridos péptidos cerebrales…
Celia escuchaba tratando de entender lo máximo posible a una velocidad vertiginosa.
Hacia el fin de la visita de inspección, Martin la introdujo en un pequeño laboratorio en que trabajaba un técnico con bata blanca, hombre ya de edad, que en aquel momento estaba delante de una media docena de ratas metidas en jaulas. El técnico tenía una expresión aguda y andaba ligeramente encorvado, hubiera sido completamente calvo de no ser por la franja de cabello que le rodeaba el cráneo como una orla, y llevaba unos anteojos sin montura atados por una cadena colgada del cuello. Martin le presentó:
—Éste es el señor Yates, el encargado de diseccionar animales.
—Mickey Yates —repitió el hombre, alargando la mano a Celia-Yo ya sé quién es usted sin necesidad de que me sea presentada. Todo el mundo la conoce.
Martin se rió.
—Es cierto eso. ¿Me permite que la deje unos minutos, Celia? He de hacer una llamada telefónica.
—No faltaba más —contestó ella. Cuando Martin hubo salido y cerrado la puerta, le dijo al técnico—: Por mí no deje de trabajar, me encantará observar qué hace.
—Lo primero que tengo que hacer es matar a esos bichos —explicó Yates.
Con una serie de movimientos muy ágiles abrió una nevera y del refrigerador sacó una caja de plástico con tapa de goznes. En su interior había un compartimiento cubierto del que se escapaba una nubecilla de vapor blanco. Celia vio que en el compartimiento interior había una sustancia cristalina.
—Es hielo seco —indicó Yates—. Lo acababa de meter antes de que usted llegara.
De una de las jaulas, sacó una rata grande de color blancuzco que metió dentro de la caja de plástico y cerró la tapa. La rata se veía en el interior.
—El hielo seco desprende C02. ¿Sabe lo que significa eso?
—Sí —afirmó Celia, sonriendo ante tan elemental pregunta—. Dióxido de carbono, que es lo que exhalamos una vez hemos usado el oxígeno del aire. Es irrespirable. De él no se puede vivir.
—La rata tampoco puede vivir de él, ya lo verá.
Mientras miraban, la rata dio un par de sacudidas espasmódicas, y luego quedó inmóvil.
—Ya no respira —anunció con voz alegre Yates. Unos treinta segundos más tarde, abrió la caja, sacó el animal muerto y dijo—: Muerto como un clavo. Pero es un modo muy lento de conseguirlo.
—¿Lento? A mí me pareció muy rápido —opinó Celia a la vez que intentaba recordar cómo se mataban las ratas en el laboratorio donde ella había estudiado.
—Es lento cuando se tiene tanto trabajo como yo. El doctor Peat-Smith quiere que usemos el método del carbono, pero hay otro mucho más rápido. Mire.
Yates se agachó y de un armario inferior sacó una caja de metal. En uno de los extremos tenía un agujero abierto de forma redonda y encima había una hoja de cuchillo muy afilada.
—Es una guillotina —le anunció Yates, todavía muy alegre—. Los franceses son unos genios.
—Es un método sucio —opinó Celia, acordándose de que era el que habían usado en su laboratorio de estudiante.
—No tanto, y es muy rápido.
Yates lanzó una mirada hacia la puerta cerrada; luego, antes de que Celia tuviera tiempo de protestar, cogió otra rata y la metió en la caja de metal, de modo que la cabeza le saliera por el agujero redondo, Hizo caer la cuchilla.
Se oyó un crujido, luego un ruidito que tal vez era un grito, y cayó la cabeza de la rata seguida de un chorro de sangre de las arterias cortadas del cuello. Celia, a pesar de su familiaridad con los laboratorios y la investigación, estuvo a punto de marearse.
Yates tiró el cuerpo ensangrentado del animal, que todavía se sacudía y temblaba, a una especie de papelera. Luego cogió la cabeza.
—Ahora sólo tengo que sacar el cerebro. ¡Rápido y sin dolor! —El técnico se rió—. Yo no sentí nada.
Celia, irritada y molesta, dijo:
—No me ha hecho ninguna gracia.
—¿Qué no le ha hecho gracia? —preguntó Martin, que acababa de entrar sin hacer ruido. En seguida se dio cuenta de lo ocurrido y dijo con calma a Celia—: Espéreme fuera un momento.
Celia se marchó no sin antes fijarse en la mirada furiosa que Martin clavaba en Yates.
Desde fuera oyó la voz de Martin gritando:
—¡Nunca más! Si quiere seguir trabajando aquí…, a mis órdenes…, utilice el método del CO2; es el único que yo permito. Saque esta monstruosidad del laboratorio. No permito crueldades, ¿entendido?
Celia oyó que Yates contestaba con voz floja:
—Sí, señor.
Cuando salió Martin, agarró a Celia del brazo y la condujo a la sala de reuniones, donde había un termo lleno de café caliente. Martin sirvió el café mientras decía:
—Siento lo que ha sucedido. Yates se ha excedido, probablemente porque no está acostumbrado a que fe miren señoras tan atractivas como usted. Es muy buen técnico, por eso me lo traje de Cambridge; hace las disecciones como un cirujano. Celia murmuró, repuesta del incidente:
—No ha sido nada importante, no piense más en ello.
—Para mí tiene importancia —adujo Martin. Celia le miró con curiosidad y preguntó:
—¿Le importan los animales?
—Sí —contestó Martin—. Es imposible investigar sin sacrificar animales, es un hecho inevitable. Pero por lo menos se puede evitar hacerlos sufrir; hay que ser consciente de ello; de lo contrario es muy fácil endurecerse y no pensar más en ello. Espero que lo de Yates no se repita.
El incidente hizo que Celia respetara más a Martin de lo que ya le respetaba. De todos modos, se apresuró a recordar que había venido a estimar su trabajo desde la perspectiva de la compañía y que en ello no contaban los gustos ni los sentimientos personales.
—Volvamos a su investigación —dijo entonces ella con viveza—. Me hablaba de las diferencias en los cerebros de las ratas jóvenes y de las viejas y de su plan de sintetizar un ADN. Pero todavía no ha logrado aislar ninguna proteína, el péptido que usted buscaba, el que cuenta para nosotros. ¿Correcto?
—Correcto. —Martin sonrió a su acostumbrada manera y luego reanudó su explicación—. Usted se refiere al próximo paso, el más difícil de todos. Estamos trabajando en ello, pero hace falta tiempo para llegar a un resultado.
Entonces Celia le recordó:
—Cuando inauguramos el instituto, usted nos dijo que necesitaba dos años para llegar al resultado buscado. De eso hace ya dos años y cuatro meses.
—¿Yo dije eso? —preguntó él con cara de sorpresa.
—Sí. Sam se acuerda y yo también.
—Fue una imprudencia de mi parte. En este tipo de trabajo de vanguardia de la ciencia, el tiempo no cuenta.
Martin parecía no haberse inmutado ante la observación de Celia, y, sin embargo, a ella le pareció detectar que en el fondo, detrás de aquella expresión serena, había tensión y fatiga. Físicamente, Martin estaba desmejorado. Estaba pálido, los ojos apagados seguramente por exceso de trabajo; y en su cara habían aparecido nuevas arrugas.
—Martin —preguntó Celia—, ¿por qué no nos manda informes de su trabajo? Sam se ve en la obligación de dar explicaciones a una junta de directivos, a una reunión de accionistas y no…
El científico movió la cabeza con impaciencia.
—Lo importante es concentrarse en la investigación. Informes y todo eso significa una pérdida de tiempo inútil, —entonces le espetó—: ¿Ha leído a John Locke?
—Un poco cuando estaba en la universidad.
—Él escribió que el hombre descubre cosas nuevas «dirigiendo su mente constantemente en una misma dirección». Ningún investigador debe olvidarlo.
Celia decidió dejar correr el tema por el momento, pero lo volvió a mencionar en la entrevista con el gerente, el ex oficial Bentley. Éste le sugirió la posibilidad de que la razón por la que Martin no escribía ni mandaba informes de su trabajo fuera distinta.
—Es necesario que usted comprenda, señora Jordán —le dijo Bentley—, que para el doctor Peat-Smith redactar algo por escrito es una tortura. Una de las razones de ello es la velocidad en que se mueve su mente, que hace que lo que un día le ha parecido muy importante, al día siguiente se le antoje una trivialidad. La verdad es que con frecuencia se avergüenza al recordar las cosas que ha escrito en el pasado, aunque en el momento que las escribiera demostraran una intuición y previsión geniales. Él luego las ve como vergonzosamente ingenuas. Si pudiera, haría desaparecer todo lo escrito por él en el pasado. Es una cosa bastante corriente en los científicos, no es la primera vez que lo observo.
Celia intervino:
—Dígame qué más debiera yo saber de las mentes de los científicos.
La entrevista se celebraba en el modesto, pero ordenadísimo, despacho de Bentley. Celia admiró una vez más los métodos de administración del gerente.
Nigel Bentley meditó un momento la petición de Celia y luego comenzó a hablar:
—Tal vez lo más importante a tener en cuenta es que los científicos dedican tanto tiempo de su vida a estudiar y educarse en la materia, que nieguen las realidades de la vida cotidiana, a las que no se despiertan hasta mucho más tarde que la mayoría de nosotros. Y, de hecho, los hay que jamás logran enfrentarse a ellas.
—Ya he oído algo parecido —dijo Celia—, que eran infantiles.
—Exactamente, y sobre todo en determinadas cosas. Por eso no nos debieran sorprender las peleas y otras niñadas que con frecuencia se producen en los círculos académicos.
—Nunca me hubiera imaginado nada parecido de Martin Peat-Smith —indicó Celia pensativamente.
—En ciertas cosas tal vez no —dijo Bentley—. Pero tiene sus rarezas.
—Cuente.
—Una de las dificultades con que se encuentra Peat-Smith a menudo es cuando debe tomar decisiones poco importantes, sobre minucias que usted o yo resolveríamos en un minuto. Hay días que da la impresión de que no puede decidir en qué lado de la calle debiera caminar. Debiera haber visto lo que pasó cuando tuvo que decidir cuál de dos técnicos había de ir a Londres para una diligencia de tres días. Pasó semanas deliberando sobre ello hasta que lo decidí yo mismo en unos minutos. Eso no quiere decir que su claridad mental en los asuntos de la ciencia no sea asombrosa; son dos cosas desvinculadas, ya me comprende.
—Sí —dijo Celia—. Y ahora comprendo por qué nunca nos manda informes de su trabajo.
—Me gustaría señalarle otra cosa importante para los fines de su visita —refirió entonces Bentley.
—Adelante.
—El doctor Peat-Smith es el jefe, el líder del equipo, como si dijéramos, y de los jefes no se permite que tengan dudas ni vacilaciones de ningún tipo. De tenerlas, o demostrarlas, la moral del resto se vendría por los suelos. Además, el doctor Peat-Smith está acostumbrado a trabajar solo y a su ritmo. Y ahora, de pronto, se encuentra con una serie de enormes responsabilidades sobre sus espaldas, con una serie de personas que dependen de él, y con otras presiones, entre las que hay que contar su propia presencia, señora Jordán. Es demasiado para una sola persona.
—Es decir, que hay dudas sobre la marcha de la investigación —concluyó Celia—. ¿Dudas serías? No sé.
Bentley cruzó las manos y miró a Celia por encima de las puntas de los dedos…
—Mi puesto en esta casa comporta una serie de lealtades hacia el doctor Peat-Smith, por supuesto; pero también, y mayores, hacia el señor Hawthorne y usted, señora Jordán. Por tanto me veo en la obligación de decirle que las dudas son serias; sí, serias.
—Hábleme con detalle de ellas —exigió Celia.
—Me faltan los conocimientos: yo no soy entendido en la materia. Hable en privado con el doctor Sastri. Use su autoridad para obligarle a ser franco y abierto con usted.
—Gracias por el consejo.
—¿En qué más puedo ayudarle? —preguntó Bentley.
Celia reflexionó un instante.
—Esta mañana Martin ha citado a John Locke. ¿Es discípulo de Locke?
—Sí, como yo —puntualizó Bentley, sonriendo—. Ambos estamos convencidos de que Locke ha sido uno de los mejores filósofos que ha tenido el mundo.
—Me gustaría leer algo de Locke antes de acostarme esta noche —adujo Celia—. ¿Me puede conseguir uno de sus libros? Bentley tomó nota.
—Lo encontrará en el hotel cuando regrese esta noche.
Celia no pudo hablar con el doctor Sastri hasta la tarde del segundo día. Entretanto, entre la conversación con Bentley y la entrevista con el doctor paquistaní, Celia había hablado con otras personas del instituto que compartían, por lo menos aparentemente, el optimismo demostrado por el doctor Peat-Smith. Sin embargo, Celia presintió que le ocultaban algo.
Rao Sastri era un hombre joven de aspecto muy agradable, tez oscura, de mucha labia. Celia sabía que había hecho el doctorado y que tenía un brillante historial académico. Tanto Martin como Bentley le habían demostrado su gran satisfacción respecto al hecho de que trabajara en el instituto. Sastri y Celia se encontraron en una pieza adjunta a la cafetería del instituto, lugar donde los investigadores tomaban a veces el almuerzo. Después de estrechar la mano de Sastri, y antes de tomar asiento, Celia cerró la puerta de la habitación.
—Supongo que ya sabe quién soy —empezó Celia.
—Por supuesto que sí, señora Jordán. El doctor Peat-Smith me ha hablado a menudo de usted, y siempre con mucho afecto, hay que decirlo.
Sastri hablaba un inglés culto y cuidado, aunque con acento paquistaní. Sonreía mucho, pero a veces con una sonrisa algo nerviosa.
—Tenía ganas de hablar con usted sobre la marcha del trabajo de investigación del instituto —le espetó Celia sin ambages.
—Pues marcha estupendamente. De verdad, es maravilloso…
—Bueno —le interrumpió Celia—: todo el mundo me dice lo mismo. Pero antes de proseguir, permítame que le aclare que yo he venido como delegado del señor Hawthorne, presidente de Felding-Roth, y tengo poderes para disponer y dar órdenes en su nombre.
—¡Dios mío! ¡La que nos espera!
—Lo que les espera, doctor Sastri, es que le voy a pedir, mejor dicho, ordenar que tenga la bondad de decirme la verdad, de no ocultarme nada, de ser franco y confesar sus dudas sobre el trabajo que se está haciendo en el instituto.
—Como comprenderá me está poniendo en un apuro —protestó Sastri—. Y no es justo, ya se lo he dicho a Bentley cuando me advirtió del tipo de conversación que usted quería tener conmigo. Al fin y al cabo, le debo mucho al doctor Peat-Smith y no estoy dispuesto a hacerle una jugada a sus espaldas.
—Más debe usted a Felding-Roth, doctor Sastri. Recuerde que somos nosotros quienes le pagamos un sueldo considerable y que tenemos derecho, a cambio, de que usted nos hable con honestidad.
—¡Vaya, señora Jordán! Le gusta ir al grano, ¿eh?
—No tengo tiempo que perder, doctor Sastri; mañana regreso a América. Hágame el favor de decirme cómo van las cosas en el instituto, en su opinión.
Sastri alzó las manos con un gesto de resignación y suspiró:
—Bueno. La investigación no está llegando a ninguna parte. Es mi humilde parecer y el de otros.
—Déme más detalles de su parecer.
—En dos años y pico lo único que se ha conseguido es corroborar lo que ya se sospechaba: la teoría de que el ADN del cerebro cambia con la edad. Es interesante haberlo corroborado, pero a partir de ahí nos damos de narices contra una pared inexpugnable, y la situación continuará seguramente así durante muchos años, sencillamente porque carecemos de las técnicas necesarias para abrir una brecha en la pared. Además, es muy posible que el péptido de que habla Peat-Smith no exista en absoluto.
Celia inquirió:
—¿Es decir que usted no cree en su hipótesis?
—Ya no —dijo Sastri—. La había creído, pero ya no.
—Martin me ha dicho —prosiguió Celia— que habían demostrado la existencia de un ARN único y que, a partir de él, conseguirían producir el correspondiente ADN.
—¡Y es cierto! Pero lo que Martin no le ha dicho es que el material que hemos logrado aislar es de tamaño excesivamente grande. Este ARN consiste en una cadena de proteínas demasiado larga, de unas cuarenta. No sirve de nada, son péptidos inservibles.
Celia rebuscó en sus recuerdos científicos.
—¿No se puede dividir el material, partirlo? ¿Aislar los péptidos uno por uno? Sastri sonrió, su voz tomó un tono de superioridad:
—Ahí está el muro. No tenemos las técnicas que puedan hacernos adelantar a partir de esto. Faltan probablemente diez años hasta… —Se encogió de hombros.
Estuvieron unos veinte minutos discutiendo de ciencia. Celia acabó enterándose de que sólo Martin, de entre los científicos que trabajaban en Harlow sobre el envejecimiento cerebral, creía en la línea por la que proseguía la investigación.
Finalmente dijo:
—Gracias, doctor Sastri. Gracias a usted he podido cumplir el cometido por el que he emprendido este viaje de inspección.
El joven dijo con voz triste:
—He cumplido con mi deber, pero no dormiré tranquilo esta noche.
—Yo tampoco —contestó Celia—. Es el precio que la gente como usted y como yo tenemos que pagar a veces… por ocupar los puestos que ocupamos.