Para Sam y Celia los días siguientes fueron días frustrantes, dedicados a organizar materialmente el instituto de investigación de la Felding-Roth en Harlow. La frustración de ambos provenía del sentimiento que Martin Peat-Smith podía ser el director idóneo del instituto, pero Sam estaba convencido de que esto era un sueño, de que el joven doctor jamás aceptaría un puesto en la industria, ni abandonaría el mundo académico.
Un día Sam manifestó contundentemente:
—He entrevistado a varios candidatos, pero ninguno tiene la categoría de Peat-Smith. ¡Qué mala pata! Por su culpa nadie me parece lo bastante satisfactorio.
Celia le recordó que el próximo domingo iba a encontrarse de nuevo con él para visitar Cambridge juntos, pero Sam dijo con voz sombría:
—Tú haz lo que puedas; eso, desde luego, pero no te hagas ilusiones. Es un joven serio y dedicado a su trabajo, que sabe perfectamente lo que quiere. —Y luego le advirtió—: Sobre todo no metas la pata hablándole de dinero; me refiero alardeando del tipo de sueldo que pagamos en la empresa comparado con lo que cobran en la universidad. Él ya lo sabe; sabe muy bien que lo que gana actualmente no es nada comparado con lo que nosotros le podríamos ofrecer. Pero si le das la impresión de que sacando a relucir este tema estás segura de poderlo convencer, él se creerá que lo quieres comprar, que eres una norteamericana más convencida del poder del dólar, y lo echarás a perder. Son gente muy sensible ante estas cosas.
—Pero vamos a ver —observó Celia—. Si Martin viniera a trabajar con nosotros, tendríamos que hablar de dinero, en un momento o en otro.
—Sí, claro. Pero no al comienzo, porque el dinero no es la cuestión clave del asunto. Créeme, Celia; conozco este tipo de personas y sé lo puntillosas que son a este respecto; suponiendo que aún haya una posibilidad de convencer a Martin Peat-Smith, te ruego por Dios que no lo eches a perder hablando de dinero como un tendero.
—Y ahora dime, por pura curiosidad —quiso saber Celia—. ¿Cuánto ganaría si trabajara con nosotros? ¿Cuánto gana ahora? Sam reflexionó unos momentos:
—Por lo que me han dicho, Martin debe ganar actualmente unas dos mil cuatrocientas libras anuales, unos seis mil dólares, más o menos. Nosotros le podríamos ofrecer cuatro o cinco veces más; es decir, unos veinticinco mil dólares; o treinta mil, quizá, sin contar las primas.
Celia lanzó un silbido.
—La diferencia es enorme —comentó.
—Ellos lo saben y, por eso, porque lo saben, defienden su libertad académica como si de oro se tratara. Están convencidos de que en la universidad pueden hacer investigación pura. Ya oíste a Martin hablando de los condicionamientos comerciales.
—Me acuerdo perfectamente —refirió Celia—. Pero tú le dijiste que no había para tanto.
—Yo defendí el punto de vista del cargo que ocupo en la industria, como es natural. Pero en el fondo reconozco que Martin tiene bastante razón.
Celia tomó una expresión escéptica.
—Estoy de acuerdo contigo en la mayoría de las cosas. Pero en eso, no.
De todos modos la conversación no les condujo a ninguna parte y Celia se quedó meditando el asunto como si no acabara de verlo claro. Decidió pedir la opinión de un tercero.
El sábado, el día antes de su excursión a Cambridge, Celia habló por teléfono con Andrew y con los niños, como había hecho dos veces por semana desde que estaba en Inglaterra.
Tanto ellos como Celia estaban ilusionados ante la proximidad de su reencuentro, antes de una semana. Celia, después del intercambio acostumbrado de impresiones y noticias domésticas, habló del doctor Peat-Smith y de la frustración que tanto a Sam como a ella les había producido su encuentro.
Le informó, además, de la cita que tenía al día siguiente con él.
—¿Esperas convencerlo? —preguntó Andrew.
—Intuyo que no es imposible —contestó Celia—. Depende de la situación, pero no sé a ciencia cierta de qué. Lo que me da más miedo es llevar mal la cosa y echarlo todo a perder.
Se produjo un silencio en la línea y Celia tuvo la sensación de ver a su marido reflexionando sobre lo que le acababa de decir. Por fin él le dijo:
—Sam está en lo cierto, pero sólo en parte. Según mi experiencia, a la gente no se le insulta nunca si alguien les hace saber lo que vale en términos económicos. Yo diría que todo lo contrario, que nos hace más bien ilusión descubrir que valemos algo, incluso en el caso de que no nos interese el dinero.
—No te pares —dijo Celia.
Respetaba mucho la intuición de Andrew y su habilidad para ir al grano. Andrew prosiguió:
—Por lo que me dices, Peat-Smith es una persona franca.
—Sí, mucho.
—Pues te recomiendo que le trates con franqueza, y como tú también lo eres bastante, no puedes errar el tiro. Es tu estilo, no temas mostrarte tal como eres.
—Andrew, cariño —dijo Celia—. ¿Qué haría yo sin ti?
—Nada de interés, me imagino —dijo él, riendo. Luego añadió—: Y ahora he de confesarte que estoy un poco celoso de la excursión que vais a hacer mañana.
—Hablaremos sólo de negocios —contesto Celia, riendo.
Llegó el domingo.
Sola, instalada en un compartimiento de primera clase, de no fumadores, Celia apoyó la cabeza contra el respaldo de su asiento. Había tomado el tren en la estación de la calle de Liverpool, espantoso edificio de ladrillo rojo, heredado de la época victoriana, que durante la semana bullía en perpetuo movimiento, mientras que los sábados y domingos aparecía prácticamente dormido. Celia se alegró de la calma que reinaba y aprovechó su soledad para ordenar las ideas.
Reconstruyó mentalmente los acontecimientos de las dos pasadas semanas, y se preguntó qué consejo iba a seguir, si el de Andrew o el de Sam. El encuentro de aquel día con Martin, aunque aparentemente era puramente amistoso, podía tener consecuencias muy importantes para el futuro de la empresa y para su propia carrera. Volvió a acordarse de la advertencia de Sam: «¡No lo eches todo a perder hablando como un tendero!».
El rítmico ruido de las ruedas del tren la adormecieron y el viaje le resultó muy rápido. Al entrar el tren en la estación de Cambridge, Martin Peat-Smith la esperaba sonriendo en el andén.
A los cuarenta y un años, Celia era consciente de su atractivo físico; Llevaba el pelo corto, tenía el tipo muy bien conservado y estaba morena gracias al inesperado buen tiempo del que habían disfrutado en Inglaterra.
Comenzaba a tener canas, recuerdo del paso del tiempo que habitualmente no le preocupaba lo más mínimo, aunque a veces las disimulaba con un tinte flojo que se ponía al lavarse el pelo. Y que se había puesto la noche anterior.
Llevaba un veraniego traje de organdí blanco con unas enaguas de encaje debajo. Se había puesto sandalias de tacón blancas y un sombrero de paja blanco con alas anchas que le sombreaban el rostro. Conjunto que se había comprado en el West End de Londres, porque, al partir de Estados Unidos, no se había podido imaginar que iban a gozar de tan buen tiempo.
Al apearse del tren, no pudo por menos de notar la mirada de admiración de Martin. Durante un instante, el joven pareció haber perdido el habla, pero le alargó la mano y consiguió reponerse lo suficiente para decirle:
—¡Hola! Está estupenda. Me alegro de que haya venido.
—Usted tampoco está mal —dijo Celia.
Martin sonrió. Llevaba un blazer azul marino, pantalones blancos y camisa de cuello abierto.
—Prometí que me pondría mi traje completo —indicó—. Pero he encontrado este viejo conjunto y he pensado que con él resultaría menos ceremonioso.
Salieron de la estación y Celia se colgó de su brazo, camino del coche.
—¿Qué planes tiene? —preguntó ella.
—He pensado dar una vuelta en coche, luego caminar por entre algunos colegios y más tarde comer al aire libre.
—¡Fantástico!
—¿Hay algo en especial que desea ver o hacer?
Celia dudó y luego dijo:
—Sí, hay una cosa que me gustaría hacer en especial.
—¿Qué es?
—Conocer a su madre.
Martin la miró asombrado.
—Podemos ir a casa de mis padres cuando terminemos de dar la vuelta. Si está segura de que quiere hacer eso.
—Lo estoy —repitió ella.
El coche de Martin era un Morris Mini Minor de edad indefinida. Con él recorrieron las viejas calles de Cambridge y aparcaron en la carretera del colegio de Queen’s, por la parte que daba al río.
—Ahora caminaremos un poco.
Se apearon del coche y tomaron por el camino que llevaba al puente del colegio de King’s.
Al llegar al puente, Celia se detuvo. Puso la mano cerca de los ojos para protegerlos del sol y dijo:
—Nunca había visto un sitio tan bonito.
Martin le anunció en voz baja:
—Es la capilla del King’s College, una de las cosas más nobles que jamás se han construido.
Ante ellos se extendían céspedes de una serenidad sorprendente, sombreados por árboles de venerable aspecto. Al fondo estaba la capilla mencionada por Martin, un armonioso conjunto de torrecillas, contrafuertes y capiteles encima de una construcción de bóveda y de unos ventanales maravillosamente pintados. La capilla estaba flanqueada a ambos lados por las pálidas y vetustas piedras de los muros de los colegios, con lo que el conjunto cobraba una profunda perspectiva histórica.
—Permítame que actúe de guía —indicó Martin—. La historia es la siguiente. En mil cuatrocientos cuarenta y uno el rey Enrique IV echó los cimientos de lo que tiene ante sus ojos, pero el primer colegio es todavía más antiguo. Peterhouse fue construido en mil doscientos ochenta y cuatro, año en que se inició la búsqueda del conocimiento en Cambridge.
Celia dijo, llevada de un impulso:
—¡Parece imposible abandonar jamás un sitio así!
—Ha habido muchos que han permanecido aquí toda su vida. Grandes investigadores trabajaron y murieron en Cambridge. Y entre nosotros, jóvenes y en vida, hay muchos que piensan hacer lo mismo.
Pasaron dos horas más visitando la ciudad, ya en coche, ya a pie, y Celia se empapó lentamente del espíritu y de la belleza del lugar. Los nombres quedaron grabados en su memoria: Jesús Green, Miasummer Common, Parker’s Piece, Coe Fen, Lammas Land, Trinity, Queen’s, Newnham.
La lista parecía interminable, y también los conocimientos y datos que le daba Martin.
—También los hubo que se marcharon a trabajar a otra parte —le contó en cierto momento—. Por ejemplo, un graduado del Colegio de Emmanuel, John Harvard, quien dio su nombre a un sitio algo similar a éste. Que ahora no recuerdo dónde está —concluyó con un mohín.
Finalmente, una de las veces que regresaron al coche, Martin dijo:
—Bueno: me parece que ya es bastante. Dejemos algo para la próxima vez. ¿Todavía quiere ir a visitar a mis padres? —preguntó, cambiando repentinamente de expresión—. Le advierto que le puede resultar muy deprimente.
—Sí, todavía quiero ir-contestó Celia, con voz firme.
La casa era pequeña, formaba parte de una hilera de casas similares, y no tenía nada de particular. Se encontraba en un barrio que se llamaba Kite. Martin dejó el coche en la calle, frente a la puerta y usó una llave, que se sacó del bolsillo, para entrar. Desde el pequeño y mal iluminado recibidor, gritó:
—¡Padre! Soy yo, traigo una invitada.
Se oyó un arrastrar de zapatillas, se abrió una puerta y apareció un hombre de edad avanzada, vestido con un viejo y holgado suéter y unos pantalones de pana. Celia se asombró del parecido entre padre e hijo. El viejo tenía la misma constitución robusta que Martin, su misma cara de rasgos cuadrados e incluso la misma sonrisa rápida y franca.
El parecido se desvaneció al ponerse a hablar el anciano. Tenía una voz cascada, algo gruesa y un acento provinciano. La sintaxis de sus frases sugerían una educación más bien deficiente.
—Mucho gusto, señorita —le dijo a Celia, alargándole la mano. Y a Martin—: No te esperaba, hijo. Acabo de vestirla ahora mismo. Hoy no está muy bien.
—No hemos venido para estar mucho rato, padre —observó Martin, y luego se dirigió a Celia—: La enfermedad de Alzheimer representa una carga muy penosa para él. Es lo que tiene esta enfermedad, que es más dura de soportar para la familia que para el mismo enfermo.
Al pasar al modesto saloncito, el señor Peat-Smith preguntó a Celia:
—¿Quiere una taza de té?
—Sí, me encantaría —dijo Celia.
Mientras el padre de Martin estaba en la cocina, Martin fue a arrodillarse al lado de una anciana de pelo blanco, sentada en un sillón tapizado con una cretona floreada. La mujer no había dado señales de estar al tanto de nada.
Martin la rodeó con sus brazos y dijo:
—Mamá, soy tu hijo, Martin. Esta señora es Celia Jordán, viene de América, le he estado enseñando Cambridge. Le ha gustado mucho.
—¿Qué tal, señora Peat-Smith? —le preguntó Celia—. Gracias por permitirme visitar su casa.
Los ojos de la anciana se movieron con un esperanzador esfuerzo de comprender algo. Pero Martin dijo a Celia:
—Es inútil: no le queda ni rastro de memoria. De todos modos, con mi madre no sigo mis principios de científico, y actúo como si aún quedaran esperanzas de que un día me comprenda.
—Es natural —concedió Celia y luego preguntó—: ¿No cree usted que si su investigación avanzara con mayor rapidez, lograría descubrir un medicamento que podría curarla?
—¿Curarla a ella? —dijo Martin—. Es absolutamente imposible. Nada en el mundo puede hacer revivir las células muertas del cerebro. Sobre eso no me forjo ilusiones, créame. —Se puso en pie y miró a su madre con tristeza—. No, pero tal vez conseguiré ayudar a otros que no hayan llegado a un estado tan grave.
—¿De eso está seguro?
—Estoy seguro de que alguien encontrará el remedio, yo u otro.
—Pero le gustaría encontrarlo a usted.
Martin se encogió de hombros.
—Todos los científicos quieren ser los primeros en descubrir algo. Es humano. Pero… —Lanzó una mirada a su madre—. Lo más importante de todo es que se descubra la causa de la enfermedad de Alzheimer.
—Es decir, que es posible que otro llegue a descubrirlo antes que usted —observó Celia.
—Sí, en ciencia esto es siempre una posibilidad.
Peat-Smith, el viejo, volvió de la cocina con una tetera, tazas, platitos y una jarrita de leche.
Cuando hubo dejado la bandeja sobre la mesa, Martin abrazó a su padre.
—Padre es quien lo hace todo para madre: quien la viste, la peina, le da de comer, y otras cosas mucho menos agradables. Hubo un tiempo en que mi padre y yo no éramos muy amigos, pero ahora lo somos, sí, de verdad.
—¡Las veces que hemos discutido! —dijo el anciano—. ¿Quiere leche en el té? —preguntó a Celia.
—Sí, un poco.
—Hubo un tiempo que no veía con buenos ojos las becas y los estudios de mi hijo Martin. Yo quería que viniera a trabajar conmigo, pero él y su madre estaban confabulados. Ella se impuso y la cosa no ha salido del todo mal. Se gana la vida y nos ayuda. Y he oído decir que en el colegio no lo hace del todo mal.
—No, no lo hace del todo mal —repitió Celia.
Dos horas más tarde.
—¿Puedo hablarle mientras hace eso? —preguntó Celia. Iba cómodamente reclinada contra un cojín en el fondo de una barca en forma de góndola.
—Claro. ¡No faltaría más! —indicó Martin, que estaba de pie impulsando una larga pértiga con la que hacía avanzar la barca al clavarla contra el fondo del río y volverla a sacar con habilidad.
Por lo visto, Martin era de los que lo hacen todo bien. Manejar aquella pértiga no era cosa tan fácil, a juzgar por lo que ocurría con la mayor parte de las otras barcas que navegaban en aquel momento por el río.
Martin había alquilado la barca en un embarcadero de la ciudad y ahora se dirigían a Grantchester, unos cinco kilómetros más al sur, donde iban a merendar.
—Si me permite la indiscreción… —reanudó Celia—. Me intriga la diferencia entre usted y su padre. Por ejemplo, su acento al hablar…
—Ya sé a qué se refiere —adujo Martin—. Mi madre solía hablar igual que él. Bernard Shaw, en Pygmalion, describe a esta manera de hablar como a «una ofensa encarnada contra la lengua inglesa».
—Lo recuerdo de My Fair Lady —rememoró Celia—. Pero usted no habla así. ¿Cómo es eso?
—Es una de las cosas que debo a mi madre. Antes de que se lo explique, he de aclararle una cosa fundamental de la sociedad inglesa. En Inglaterra, el acento en hablar es una de las barreras sociales más importantes, siempre lo ha sido y lo sigue siendo, aunque se empeñen en convencernos de lo contrario.
—¿En la universidad también? ¿Entre los científicos?
—En todas partes. Sobre todo en la universidad.
Martin se concentró aparentemente en el palo que manejaba antes de proseguir hablando:
—Mi madre lo comprendió muy claramente. De pequeño me compró una pequeña radio y me hizo escuchar las noticias de la BBC cada día. Me dijo: «Fíjate en cómo hablan y trata de hacerlo igual. Para tus padres ya es demasiado tarde tratar de cambiar, pero para ti no».
Celia se fijó una vez más en la voz agradable y cultivada de Martin y dijo:
—Funcionó.
—Por lo visto. Fue una de las muchas cosas que hizo por mí. Como, por ejemplo, descubrir en qué me interesaba en la escuela, buscar becas para seguir estudiando y enterarse de cómo se obtenían. A mi padre todo eso no le hacía ninguna gracia, y en aquella época discutimos mucho.
—¿Creía que su madre ambicionaba cosas fuera de lugar?
—El creía que yo tenía que ser paleta como el. Mi padre creía en los famosos versos de Dickens que rezan:
Amemos nuestros oficios.
Al señor y a sus parientes respetemos.
Vivamos de lo que nos den.
Y con nuestra posición nos conformemos.
—¿No le guarda rencor a su padre por eso?
—No —negó Martin, sacudiendo la cabeza—. Él no lo entendía, eso es todo. Y yo tampoco, la verdad. Sólo mi madre sabía a dónde se podía llegar con la ambición y con mi talento. Como comprenderá, ha sido muy importante en mi vida, se lo debo todo.
—Sí, ahora lo entiendo —murmuró Celia.
Quedaron en silencio, en un silencio pacífico y satisfecho, mientras la barca avanzaba por entre las ramas de los árboles que caían sobre el agua desde ambas orillas del río.
Al cabo de un rato Celia dijo:
—Su padre ha mencionado que usted los ayuda económicamente.
—Hago lo que puedo —dijo Martin—. Una de las cosas que hago es mandarles una enfermera dos veces a la semana. Así mi padre puede descansar. Me gustaría poder mandarles la enfermera más a menudo, pero… —Se encogió de hombros, dejó la frase sin terminar y acercó con un gesto hábil la barca a donde la orilla bajaba suavemente hasta el río, a la sombra de un sauce llorón—. ¿Qué le parece si nos detenemos a comer aquí?
—Me parece perfecto —contestó Celia—. Es idílico.
Martin sacó una cesta en la que había unas gambas saladas, un pastel de carne de cerdo, ensalada verde, fresas y nata fresca. También sacó una botella de vino, un Chablis que no resultó nada mal, y un termo lleno de café. Comieron y bebieron con apetito.
Al terminar la comida, cuando ya tomaban el café, Celia manifestó:
—Es el último domingo que paso aquí antes de volver a casa. No hubiera podido pasarlo mejor.
—¿Han aprovechado bien el viaje a Inglaterra?
Celia estuvo a punto de contestar con una trivialidad, pero se lo pensó mejor, se acordó del consejo que Andrew le había dado por teléfono y contestó:
—No del todo.
—¿Por qué no? —preguntó Martin.
—Sam Hawthorne y yo hemos dado con la persona idónea para ocupar el cargo de director del instituto de investigación de Felding-Roth, pero la persona indicada no se aviene a ocupar el puesto. Y los demás candidatos nos parecen muy inferiores.
A los pocos minutos de un silencio tenso, Martin dijo:
—Supongo que se refiere a mí. No me lo eche en cara, espero que me podrá perdonar por mi pecado.
—No se trata de perdonar nada. Está en su derecho, es su vida, es su decisión —le dijo ella—. Sólo que bien pensado hay dos cosas…
Celia se interrumpió sin acabar la frase.
—¿Qué dos cosas?
—Bueno: no hace mucho rato usted mismo reconoció que le gustaría ser el primero en descubrir la causa de la enfermedad de Alzheimer, pero que es muy posible que otros lleguen antes que usted.
Martin se echó atrás, mirando de frente a Celia; dobló la chaqueta y se la puso debajo de la cabeza a modo de cojín.
—Hay otras personas que investigan lo mismo que yo. Sé de un alemán, de uno que trabaja en Francia y de otro que investiga en Nueva Zelanda. Todos son buenos y los cuatro estudiamos por el mismo camino. Es imposible saber cuál de los cuatro está más avanzado.
—Es decir, que es una carrera —concretó Celia—. Una carrera contra reloj.
Su voz se había endurecido sin darse ella cuenta.
—Sí, pero es lo normal en ciencia.
—¿Tienen los otros más facilidades o más personas que les asistan que usted?
El reflexionó un momento.
—Supongo que el que trabaja en Alemania tiene las dos cosas mejor que yo. De los otros dos no estoy seguro.
—¿Cuánto espacio tiene usted actualmente en el laboratorio?
—En total —calculó Martin— unos noventa metros cuadrados.
—¿No iría más rápido, no trabajaría con mayor eficacia si contara con un espacio cinco veces mayor, además de con todos los aparatos que ello implicaría, y con un equipo de unas veinte personas, en vez de las dos o tres que le asisten actualmente?
Al terminar de hablar, Celia se dio cuenta de que la atmósfera entre los dos acababa de sufrir un cambio radical. Aquello ya no era una inocente merienda en el campo. Ahora había una sutil lucha de intelectos y voluntades. «En fin —pensó Celia—, para eso he venido a Inglaterra, no para divertirme. Y a Cambridge, también».
Martin la miraba con asombro.
—¿Lo dice en serio? ¿Cinco veces más espacio y veinte asistentes?
—¡Claro que lo digo en serio! —exclamó Celia y añadió con cierta impaciencia—: En la industria de los fármacos no bromeamos.
—No, claro —balbuceó él—. Usted dijo que había dos cosas. ¿Qué es la otra?
Celia vaciló unos instantes. ¿Debía proseguir? Sabía que lo que acababa de decir había causado una honda impresión en Martin. ¿Iba a echarlo a perder ahora con lo que estaba a punto de añadir? Una vez más se acordó de Andrew.
—Se lo diré groseramente, a la americana —le espetó entonces Celia—. Se lo diré a sabiendas que la gente como usted no trabaja por dinero. Pero si usted aceptara el puesto de director del instituto de la Felding-Roth, ganaría unas doce mil libras anuales, más las primas, que a veces son realmente sustanciosas. Sospecho que eso sería cinco veces más de lo que gana actualmente. Y después de haber estado en su casa y de haber visto cómo viven sus padres, me doy cuenta de que un poco más de dinero no le vendría nada mal para ayudarlos. Para mandarles una enfermera más a menudo, por ejemplo, para trasladar a su madre a un entorno más estimulante…
—¡Basta! —gritó Martin, levantándose y hecho un basilisco—. ¡Demonio! ¡Qué mujer es usted, Celia! Sé muy bien lo que se puede hacer con el dinero. Y no me venga con el cuento de que la gente como yo no piensa en el dinero. A mí el dinero me preocupa mucho y lo que usted acaba de decirme, me ha dejado turulato. Usted trata de aprovecharse de las circunstancias y de tentarme…
Ella le atajó:
—¡Pero bueno, no diga ridiculeces! ¿Tentarle? ¿Aprovecharme?
—Aprovecharse de la situación de mis padres, de lo que ha visto. Y por eso me ofrece la manzana dorada, juega a Eva tentando a Adán. Y en el paraíso, para colmo —añadió echando una mirada alrededor suyo.
—La manzana no está envenenada —siguió en voz baja Celia— y en la barca no hay serpiente. Mire, perdone si…
Martin la interrumpió con brusquedad.
—¡No se haga la mosquita muerta! Usted es una mujer de negocios que sabe perfectamente lo que se trae entre manos. ¡De sobra lo sabe! Y no tiene escrúpulos, eso es lo peor.
—¿Lo dice en serio? —preguntó Celia sinceramente sorprendida ante la acusación.
—Sí —contestó él con contundencia.
—Bueno —dijo Celia, decidida a sacar el máximo de la situación creada—. Admitamos que así sea. ¿No queremos los dos la misma cosa? ¿Encontrar el péptido cerebral que nos explique la causa de la enfermedad de Alzheimer? ¿No busca usted la gloria? ¿Trato yo de darle gato por liebre?
—Eso no —admitió Martin sonriendo, esta vez con cierta sorna—. Espero que le paguen bien, Celia. Hablando a la americana, como a usted le gusta, he de decirle que está haciendo su trabajo admirablemente.
Martin se puso en pie y dijo:
—Vamos. Es tarde.
Regresaron navegando río abajo, en silencio; Martin hundía la pértiga con una furia muy distinta de la fuerza que había demostrado en el viaje de ida. Celia se preguntó si no había llevado las cosas demasiado lejos. Cerca del embarcadero de la ciudad, Martin dejó que la corriente arrastrara la barca. Se apoyó en la pértiga y desde arriba contempló a Celia frunciendo el ceño.
—La respuesta todavía no la conozco. De momento sólo sé que me ha sacado de quicio con sus propuestas —le dijo.
Martin dejó a Celia en la estación de Cambridge cuando todavía no anochecía. Se despidieron ceremoniosamente, con tensión. El tren en que regresó Celia se paraba en todas las estaciones y el viaje se hizo larguísimo. Llegó a Londres, esta vez a la estación de King’s Cross, cuando eran las once y media de la noche. Tomó un taxi hasta Berkeley y llegó a su hotel un poco antes de medianoche.
Celia pasó el viaje intentando reconstruir lo que había ocurrido durante el día. Sobre todo la parte que había tenido ella personalmente. La acusación de Martin la había desconcertado: «No tiene escrúpulos», le había dicho. Celia trató de contemplarse en un improvisado espejo mental y acabó admitiendo que quizás era cierto. No tenía escrúpulos, era cierto.
Pero, se dijo, a veces la falta de escrúpulos era necesaria. Necesaria sobre todo para una mujer que quisiera conseguir hacer carrera profesional y llegar a donde ella, Celia, había llegado. Eso era obvio.
Además, se dijo, la falta de escrúpulos no era lo mismo que la deshonestidad. Al menos necesariamente. En el fondo consistía en un compromiso serio y sin vacilaciones con negocio, en tomar decisiones desagradablemente duras, en abrirse paso para llegar a lo esencial y en librarse de un exceso de miramiento hacia los demás. Y lo que era muy importante: si quería continuar haciendo carrera y llegar a la cima, le haría falta ser todavía más dura, tener menos escrúpulos que hasta entonces.
Entonces, si la falta de escrúpulos era una realidad del mundo de los negocios, ¿por qué la acusación de Martin le había hecho tanta mella? Posiblemente porque ella respetaba y admiraba a Martin y le hubiera gustado, por tanto, que él sintiera lo mismo hacia ella. ¿La respetaba y admiraba él? Celia no estaba segura de ello, y tendía a pensar que no, visto lo que había sucedido aquella tarde.
¿Importaba la opinión que Martin tuviera de ella? La respuesta era un no rotundo. Por un motivo: en Martin había algo todavía infantil, a pesar de sus treinta y dos años. Celia recordó haber oído decir que los científicos que se dedican a la investigación «pasaban tanto tiempo aprendiendo que no tenían tiempo para nada más y, en cierto modo, eran niños para el resto de sus vidas». Algo de esto era obvio en Martin. Celia estaba segura de que del mundo sabía más ella que él.
¿Qué era lo importante en todo aquello? Los sentimientos de Martin desde luego que no, y los de ella tampoco. Lo importante era el resultado de lo ocurrido aquella tarde.
Sí, eso era lo único que importaba.
En cuanto al resultado, entonces… Celia suspiró…, no se sentía excesivamente optimista. Era casi seguro que había hecho lo que Sam le había advertido que no debía hacer, lo había echado todo a perder hablando como un vulgar tendero. Cuanto más pensaba sobre ello, más deprimida se sentía. Llegó al hotel de muy mal humor.
En recepción, la saludó el conserje.
—Buenas noches, señora Jordán. ¿Ha pasado bien el día?
—Sí, gracias —contestó Celia, pensando que sólo era verdad a medias.
Al darse la vuelta para tomar la llave, el conserje le dijo:
—Por cierto, señora Jordán, este recado llegó hace unos minutos. Es de un señor que la ha llamado por teléfono. El recado lo he tomado yo mismo. No se entiende demasiado, pero el señor dijo que usted ya sabría de qué iba la cosa.
Con cansancio y sin excesivo interés, Celia echó una mirada a la hoja de papel. De pronto sus ojos quedaron clavados en él:
«Todo tiene su momento, incluso para groseros americanos que vienen a hacernos regalos. Gracias. Lo acepto. Martin».
Contra su costumbre, y ante la obvia desaprobación del conserje, Celia lanzó un grito en medio del vestíbulo del hotel Berkeley que resonó por todo el edificio:
—¡Vivaaa!