CAPÍTULO VIII

El amigo y aliado de Vincent Lord era Clinton Etheridge, miembro de la junta de directores y famoso abogado neoyorquino que se las daba de entendido en ciencia. Tales pretensiones se basaban en los dos años que, de joven, había cursado como estudiante de medicina, antes de pasar a estudiar leyes. Como decían las malas lenguas: «Clint diagnosticó dónde estaba la pasta y se recetó el cambio pertinente».

Etheridge ya había cumplido cincuenta y tres años. El hecho de que sus breves estudios de medicina hubieran tenido lugar hacía más de un cuarto de siglo, no le arredraba a la hora de presumir como enterado en ciencia médica. Sus declaraciones sobre diversos temas científicos poseían el tono doctoral de quien está convencido de que sus palabras se merecen ser grabadas en una lápida y conservarse para la posteridad.

A Vincent Lord le iba de maravillas la oportunidad de halagar un carácter de este tipo, tratándole, o pretendiendo tratarle, como a un igual. Gracias a ello las opiniones del director de investigación encontraban a menudo un convincente defensor o portavoz ante la junta de directores de la empresa.

No sorprendió, pues, que uno de los dos opositores principales al proyecto de Sam, de fundar un instituto de investigación en Inglaterra, fuera Clinton Etheridge.

La reunión de la junta se celebró en el cuartel general que Felding-Roth poseía en Boonton. De los dieciséis directores que componían la junta, aparecieron catorce, hombres todos.

Etheridge, hombre de alta estatura, ligeramente encorvado y con un ligero parecido a Lincoln, que a él le agradaba cultivar, comenzó a decir de buen humor:

—En fin, Sam, por lo visto, lo que usted quiere es que le inviten a tomar el té en el palacio de Buckingham.

Despropósito que causó la carcajada general de los asistentes, de Sam incluido. Y Sam contestó:

—Se equivoca, Clint; me haría más ilusión un fin de semana en el castillo de Windsor.

—Bueno —dijo el director—, no me parece un objetivo del todo descabellado; en todo caso, lo es menos que su proyecto de fundar un instituto en aquel país. Su propuesta —añadió poniéndose repentinamente serio— implica una grave subvaloración del estado de la investigación científica aquí. De nuestro país, que también es el suyo.

Sam había reflexionado de antemano en los posibles cursos de la reunión. Y no tenía intención de que se le escapara de las manos.

—Yo no subestimo la investigación norteamericana —objetó—. Mi propuesta es simplemente complementarla.

—Los ingleses —continuó diciendo Etheridge— han fomentado el absurdo mito de su superioridad científica. Pero, de ser cierto, ¿cómo se explica la fuga de cerebros que está sufriendo a favor de Estados Unidos?

—La mayoría viene aquí —contestó Sam— debido a las mayores facilidades que encuentran, en cuanto a equipo y a personal. Pero su argumento apoya el mío, Clint: nosotros recibimos con los brazos abiertos a los ingleses porque están dotados para la ciencia de una manera excepcional.

—En su opinión, Sam —preguntó entonces Clint—, ¿en qué campo se están actualmente haciendo los mayores avances científicos?

—En el de la ingeniería genética, qué duda cabe —contestó Sam.

—Exactamente —asintió el abogado, satisfecho—. ¿Y no es cierto, y eso lo digo porque me he enterado bien antes, que Estados Unidos va a la cabeza, desde el primer momento, en este campo?

Sam sintió la tentación de sonreír, pero se dominó. Aquella vez el seudocientifismo de Clint le había jugado una mala pasada.

—Eso no es cierto, Clint —dijo Sam—. Ya en mil seiscientos cincuenta y cinco, en Inglaterra, un tal William Harvey estudió el crecimiento del polluelo en el huevo, y sentó con ello las bases de la genética. En Inglaterra comenzó la ciencia de la biogenética en el año mil novecientos ocho. Hubo descubrimientos importantes a partir de mil novecientos veinte, muchos de ellos gracias al trabajo de un norteamericano llamado Hermann Muller. Pero el descubrimiento fundamental, el mencionado frecuentemente como «auténtico paso hacia adelante de la ciencia genética», lo hicieron en Cambridge, en mil novecientos cincuenta y tres, Crick y Watson. Me refiero al descubrimiento de la estructura del ADN, descubrimiento que mereció el Premio Nobel. —Sam sonrió y añadió—: Hay que decir que Watson era norteamericano de nacimiento, lo que demuestra que la ciencia es más que nada internacional.

Varios directores se rieron por lo bajo y Etheridge reconoció graciosamente la derrota que acababa de sufrir:

—Como solemos decir los abogados, existen preguntas que más valía no hacer. —Luego añadió, sin embargo—: Nada de lo que usted acaba de decir me hace cambiar en mi opinión de que Estados Unidos va a la cabeza de la ciencia; y lo que es peor, mucho me temo que si esparcimos nuestros recursos por una zona geográfica excesivamente amplia, perderemos energía y dinero.

Se oyeron murmullos de aprobación hasta que otro director, Owen Norton, golpeó con los nudillos sobre la mesa para llamar la atención de los asistentes. Todo el mundo calló inmediatamente.

Norton era una prestigiosa figura a sus setenta y cinco años; era presidente y accionista principal de un imperio de comunicaciones en el que se incluía una red de televisión. En Felding-Roth se consideraba una gran suerte contar con él como directivo de la junta.

—Permítanme que les recuerde que el tema de nuestra discusión —dijo con voz autoritaria— es la crisis que actualmente sufre la empresa Felding-Roth. Elegimos como presidente de ella a Sam Hawthorne, convencidos de sus dotes de mando y de su capacidad imaginativa para sacar a la empresa de su estancamiento. Y ahora resulta que nos echamos encima de él a la primera propuesta que nos hace. Bueno: yo me niego a hacerlo.

Owen Norton miró a Etheridge, personaje con quien ya había tenido otras desavenencias anteriormente, y su voz adquirió un tono sarcástico:

—En mi opinión, Clint, debería reservarse sus infantiles y superficiales métodos polémicos para su trabajo ante los tribunales, y tratar a la junta con mayor rigor y seriedad.

Se produjo un breve silencio, que Sam Hawthorne aprovechó para hacerse, una vez más, la reflexión de cuánto sorprendería a mucha gente ver cómo se discutía en una junta como aquélla. ¡Qué lejos se encontraban del nivel de inteligencia y de mutuo respeto que suponían los de fuera! Parecía mentira que a veces se pudieran tomar decisiones graves y de serias consecuencias, y que otras se perdiera el tiempo en peleas mezquinas dignas de un gallinero.

—¡Qué importa quién esté más adelantado, si Inglaterra o Estados Unidos! —prosiguió Norton.

—¿Qué importa entonces? —preguntó uno de los directores.

—Lo importante es diversificar. Con la diversificación en los negocios se obtiene, y eso se aplica a todo tipo de negocios, inclusive en el mío, un «segundo cerebro», por así decirlo. Y lo mejor es mantenerlos a los dos bien separados, con un océano de por medio, si puede ser.

—También es la mejor manera de malgastar el dinero —notó otro director.

El debate duró más de una hora, alternando la oposición al proyecto con ideas realmente innovadoras, que lo apoyaban. Finalmente se aprobó la propuesta tal como originariamente la había expuesto Sam Hawthorne. Se puso a votación y salieron trece votos a favor y uno en contra, que fue de Clinton Etheridge.

—Gracias —dijo Sam—. Estoy convencido de que gracias a ustedes conseguiremos sacar la empresa a flote.

Más tarde, aquel mismo día, Sam llamó a Celia:

—Has de dejar la División Internacional, Celia; te necesito para otra cosa. De ahora en adelante te nombro asistenta especial del presidente, es decir mía, y quiero que me ayudes a fundar el instituto de investigación en Inglaterra.

—Bueno —señaló Celia sin pararse a demostrar la alegría que le causaba la noticia.

Sam comenzaba a dar señales de sufrir del agobio y las presiones de su nuevo cargo, estaba casi totalmente calvo y tendía a hablar con excesiva energía y celeridad. Celia se dijo que tendría tiempo de sobra para celebrar el cambio, el ascenso, con Andrew aquella noche.

Ella preguntó:

—¿Cuándo empiezo?

Mentalmente se hizo el cálculo que con un mes tendría suficiente tiempo de dejar las cosas bien preparadas para su sucesor en la División Internacional.

—Esta tarde —explicó Sam— me iría de maravillas. Pero no sé todavía qué habitación se te puede asignar como despacho, de modo que tendremos que esperar a mañana por la mañana; a las nueve, sí te parece.

—Este trabajo no será para mucho tiempo —le aclaró a la mañana siguiente Sam—. Consistirá esencialmente en ayudar a fundar el instituto inglés, a encontrar un local, el personal y ponerlo en funcionamiento. Me gustaría que, en total, la operación no nos ocupara más de un año. Y al cabo de un año espero haber encontrado otro puesto para ti.

Sam continuó diciendo que lo principal, de momento, era encontrar al científico británico idóneo para ser nombrado director del instituto. Se debía, además, encontrar un emplazamiento adecuado y luego un local, en venta o para alquilar, preferentemente un edificio fácilmente adaptable a su nuevo uso.

Todo iba a realizarse como una operación urgente, por eso se había cambiado a Celia de cargo con tanta precipitación. Sam se encargaría personalmente de indagar quién podría ser el prestigioso científico más apto para dirigir la fundación. En cuanto a los otros puntos, la iniciativa la dejaba a Celia.

Sam y Celia viajarían a Inglaterra en una semana. Antes consultarían a Vincent Lord sobre los posibles candidatos a la dirección.

La consulta con Lord tuvo lugar unos días más tarde en el despacho de Sam, ante la presencia de Celia.

Ésta vio con sorpresa que Lord se prestaba a cooperar de buena gana. Sam supo comprender, mejor que Celia, la razón. Visto que era inútil seguir oponiéndose al proyecto de crear un instituto en Inglaterra, Vincent Lord aspiraba ahora a su control. Pero Sam continuaba resuelto a no otorgárselo de ninguna manera.

—He preparado una lista de nombres —indicó Lord—. Tendrán que abordarlos con la máxima discreción porque son profesores de universidad o personas que trabajan en firmas rivales.

Sam y Celia examinaron la lista de ocho nombres.

—Seremos discretos —prometió Sam—, pero rápidos.

—Me gustaría que aprovechara su estancia en Inglaterra —continuó Lord— para visitar a un joven científico que trabaja en la Universidad de Cambridge. Mantengo correspondencia con él sobre el interesante trabajo que está realizando sobre la enfermedad de Alzheimer. Pero de momento está sin blanca y ha tenido que dejar la investigación.

—Alzheimer —prorrumpió Celia—. ¿No se refiere a cuando el cerebro deja de funcionar?

—Sí —asintió Lord—. Comienza con parte del cerebro, con la memoria, y luego empeora progresivamente.

A pesar de la aversión que Lord solía sentir hacia Celia, recientemente se había avenido a tratarla como un personaje fijo de la empresa, y de influencia. Hacía tiempo que había razonado que continuar las hostilidades con ella era poco sensato. Actualmente incluso llegaba a llamarla por su nombre de pila, cosa que al comienzo hizo con bastante mala gana, pero a la que lentamente se fue acostumbrando.

Sam tomo las cartas que Lord tenía en la mano y leyó en voz alta:

—«Doctor Martin Peat-Smith». —Las pasó a Celia y preguntó a Lord—: ¿Me recomienda que le dé una beca?

El director de investigación se encogió de hombros.

—Es un proyecto de largo alcance, una inversión que, de dar resultado, será dentro de varios años. La enfermedad fue descubierta en mil novecientos seis y desde entonces ha desconcertado a todos los científicos. Peat-Smith se dedica a estudiar el proceso de envejecimiento del cerebro, con la esperanza de dar con la causa de la enfermedad de Alzheimer.

—¿Qué oportunidades tiene realmente de dar con ella?

—Pocas.

—Bueno: me lo pensaré —repuso Sam—. Si tenemos tiempo, hablaré con él. Pero hay cosas más importantes que hacer.

Celia acabó de mirar las cartas y preguntó:

—¿Considera al doctor Peat-Smith como posible candidato al cargo de director?

Lord la miró sorprendido y contestó:

—No.

—¿Por qué no?

—Porque es demasiado joven, para comenzar.

Celia miró las cartas.

—Tiene treinta y dos años —dijo con una sonrisa—. Los mismos años que usted, Vince, cuando fue nombrado director de este instituto.

Lord contestó sin lograr disimular su irritación y el asomo de animadversión que recomenzaba a sentir contra Celia:

—Las circunstancias fueron muy distintas…

—Hablemos de los otros —les interrumpió Sam, que miraba de nuevo la lista primera—. Déme datos sobre esos nombres, Vince.