CAPÍTULO VII

Según el lenguaje de la época, Sam Hawthorne era un auténtico renacentista. Era hombre de múltiples intereses, a la vez intelectual y atleta.

En el fondo era un amante de las artes que, a pesar de una vida dedicada a la industria y a los negocios, había conseguido no perder contacto con la literatura, el arte y la música. En las ciudades extranjeras, por importantes que fueran los asuntos a que había ido, encontraba siempre unas horas para visitar museos, galerías de arte, librerías e ir a conciertos.

En pintura le gustaban ante todo los impresionistas, especialmente Monet y Pissarro. En escultura adoraba a Rodin. Lilian Hawthorne contaba a veces a los amigos cómo una vez que le había acompañado al Museo Rodin de París, le había visto permanecer media hora inmóvil ante el grupo Los burgueses de Calais, profundamente ensimismado y con lágrimas en los ojos.

En música, su pasión era Mozart. Tocaba el piano bastante bien, y siempre procuraba que en la suite de los hoteles donde se hospedaba instalaran un piano en el que él pudiera practicar. A menudo tocaba sonatas de Mozart, la Sonata número 11 en la, por ejemplo, su grave Andante, el rápido Minuetto y el Rondó turco del final, con lo que se ayudaba a recobrar los ánimos después de las fatigas de todo un día de trabajo.

El hecho de que tuviera un piano en sus lujosas suites, era debido a que se lo podía pagar de su bolsillo. Sam era rico, pues aparte el sueldo que cobraba de la Felding-Roth, había heredado de su madre un importante paquete de acciones de la empresa.

Su madre había sido una Roth y Sam era el último miembro del clan de los Felding o Roth todavía involucrado en la administración de la empresa. Pero los vínculos familiares no habían tenido nada que ver con su brillante carrera, especialmente en los últimos años, a medida que se aproximaba a la cima. Sam había llegado a donde había llegado gracias a su integridad y honestidad. Eso se lo reconocía todo el mundo.

En su vida particular, la vida matrimonial de Sam y Lilian era dichosa y ambos adoraban a su Juliet, una joven de quince años, aparentemente muy bien criada, a pesar de la adoración de sus padres.

En atletismo, Sam había sido corredor de fondo durante sus años de universidad y todavía disfrutaba saliendo a correr varias mañanas a la semana, antes de entrar a trabajar. Le entusiasmaba jugar a tenis, pero su entusiasmo era más fuerte que su juego. La gran ventaja de Sam en la pista era su pericia en jugar pegado a la red, por lo que era muy buscado para jugar en parejas.

Pero lo más importante de todo, por lo que se distinguía especialmente, era por su acendrada anglofilia.

Le encantaba ir a Inglaterra, pasar temporadas en el país, familiarizarse con todo lo inglés, sus tradiciones, lengua, educación, sentido del humor, monarquismo. Londres, el campo, los coches de corte clásico. Por eso solía ir a trabajar en un magnífico Bentley gris plateado.

Una de las cosas que más respeto le infundían de Inglaterra, o de Gran Bretaña, para hablar con mayor propiedad en este caso, era la ciencia, la ciencia británica. Fue esta convicción la que le inspiró la controvertida propuesta de su discurso inaugural como director y presidente general de la empresa.

En un informe confidencial a la junta directiva expuso una serie de datos desagradables sobre el estado de cosas de la empresa.

«En la investigación y producción de fármacos, una de las principales razones de existir de la empresa, estamos pasando un período de estancamiento que, en mi opinión se alarga excesivamente. Nuestro mayor descubrimiento fue el de la Lotromicina hace quince años. Desde entonces nuestros rivales han hecho descubrimientos importantes y nosotros les vamos vergonzosamente a la zaga.

»Esta situación es de efectos deprimentes en la reputación y la moral de la compañía. Y en nuestras finanzas. Por eso tuvimos que reducir nuestros dividendos el último año, acto que causó una súbita baja del valor de nuestras acciones y que no ha caído bien a nuestros investigadores.

»Hemos comenzado una serie de medidas de austeridad interna, pero no es suficiente. Si continuamos sin producir nada excepcional, llegaremos a una crisis de grandes proporciones».

Lo que Sam se dejó en el tintero fue que su predecesor en el puesto de presidente y director de la empresa, que había tenido que resignar después de una desagradable confrontación con la junta directiva, había promovido una corriente de «apatía», de «dejarse llevar por la corriente», a nivel superior, que, en gran parte, era causa del estancamiento actual.

Pero eso no o dijo, y en su lugar, introducido de esta forma en el tema, Sam pasó a exponer su propuesta.

—Yo recomiendo que creemos un instituto de investigación en Inglaterra. Un instituto dirigido por un científico británico de primera fila. Independientemente de lo que se haga en el instituto de investigación de Estados Unidos.

Y después de una serie de detalles más, añadió:

—Estoy convencido de que una nueva rama de investigación revigorizará nuestra investigación en general y acelerará el descubrimiento del nuevo fármaco del que tan falta está nuestra empresa.

¿Por qué Inglaterra?

Sam se anticipó a la pregunta y la contestó de la siguiente manera:

—Tradicionalmente, desde hace muchos siglos, Gran Bretaña ha ido a la cabeza de la investigación científica mundial. En nuestro siglo, sólo nos hace falta recordar las más importantes de sus contribuciones al mundo moderno para darnos cuenta de hasta qué punto esto sigue siendo cierto. Pensemos en la penicilina, en la televisión, el radar actual, los motores de reacción, para nombrar sólo cuatro.

»Ya sé —continuó Sam— que fueron compañías norteamericanas las que se encargaron luego de comercializarlas y popularizarlas; eso se debe al peculiar talento que nuestro país tiene para ello, talento que los británicos, en cambio, a menudo no poseen. Pero las ideas matrices, los descubrimientos fueron hechos por británicos.

Si me preguntan por qué razón, yo les contestaría que la principal hay que buscarla en su educación, en las inherentes diferencias entre el sistema educativo inglés y norteamericano. Cada sistema posee sus puntos fuertes. Pero tenemos que reconocer que en el británico se genera una curiosidad académica y científica que, más tarde, da originales resultados. Yo propongo aprovecharnos de esto mientras podamos.

Sam pasó entonces a tratar el asunto del coste; luego concluyó:

—Es posible que algunos digan que embarcarse en proyecto de tai envergadura económica, precisamente en estos momentos difíciles, es una locura. Pero yo contesto que más locura es dejar que la situación continúe tal cual, sin arriesgarnos a enmendarla. ¡Todavía estamos a tiempo de hacerlo!

La oposición al plan de Sam Hawthorne surgió con una celeridad de veras asombrosa.

La propuesta apenas había tenido tiempo de «salir de la multicopiadora», como dijo alguien, cuando comenzó a sonar el teléfono de Sam. Todos los que llamaban eran ejecutivos y empleados de antigüedad para expresar su horror y preocupación al proyecto.

—No pongo en duda que Inglaterra haya tenido momentos gloriosos en la historia de la ciencia —razonó uno de los ejecutivos—. Pero hoy en día Norteamérica le ha sobrepasado de tal manera que su propuesta, Sam, es ridícula.

Otros razonaron que «era absurdo instalar un centro de investigación en una nación de decadentes y nostálgicos».

—Cualquiera diría —le dijo a su esposa una noche Sam— que he sugerido derogar la declaración de independencia o cambiar el himno nacional.

Una de las cosas que Sam descubrió muy aprisa fue que su nuevo cargo como director y presidente no le daba carta blanca para tomar decisiones.

Uno de los más hábiles en los tejemanejes de la empresa era el director de investigación Vincent Lord, quien, ni decir tiene, se opuso violentamente al pían de Hawthorne. El doctor Lord estuvo inmediatamente de acuerdo con que había de incrementarse la cantidad de dinero invertida en la investigación, pero en Estados Unidos, no en Gran Bretaña. La idea de Sam la tachó de «ingenua» de «pueril y mitómana».

Palabras inusualmente fuertes e insultantes que Lord introdujo en el informe que dirigió a Sam, con una copia destinada a un amigo y aliado de Vincent Lord en la junta directiva. Después de la primera lectura del informe, Sam se encolerizó y fue en el acto a buscar a Vincent Lord para hablar con él.

Fue directamente al instituto de investigación, y al recorrer los blancos e impecables pasillos del edificio, al pasar por delante de sus muros de cristal, al respirar su aire acondicionado, no pudo por menos de pensar en la millonada que anualmente se destinaba a su mantenimiento y a la compra de aparatos frecuentemente misteriosos, auténticas virguerías de las que sólo los más expertos científicos podían conocer su utilidad y manejo. El dinero destinado a la investigación era sagrado, constituía un tema que nadie osaba controvertir. Sólo recientemente se comenzaba a discutir sobre su destino en concreto dentro del instituto.

Encontró a Vincent Lord en su despacho, lleno de estanterías de libros. Tenía la puerta abierta, por lo que Hawthorne pudo contemplar a sus anchas cómo inclinaba la cabeza y fruncía las cejas sobre lo que leía sentado a su mesa, vestido con su acostumbrada bata blanca. El doctor Lord alzó los ojos con sorpresa y apenas consiguió disimular la contrariedad que le causaba la inesperada y no anunciada visita.

Sam llevaba en la mano el informe de Lord. Lo dejó sobre la mesa y dijo:

—Vengo a hablar de eso.

El director de investigación hizo gesto de levantarse de la silla, pero Sam le atajó con un gesto.

—He venido a que tengamos una entrevista sin ceremonias, Vincent. Quiero que hablemos con franqueza, y sin brusquedad si es posible. Lord echó una mirada a su informe.

—¿Qué le ha desagradado del informe? —preguntó.

—El contenido y el tono.

—Es decir, todo.

Sam cogió el haz de hojas, les dio la vuelta y dijo:

—Está Bien mecanografiado.

—Supongo que sí —asintió Lord con una sonrisa sarcástica—. Me imagino que desde que es presidente, sólo tolera a los que le dicen que sí siempre, ¿verdad, Sam?

Sam Hawthorne suspiró. Hacía quince años que conocía a Vincent Lora, que estaba familiarizado con sus desabridos modales, y estaba bien predispuesto a tratarle con paciencia. Por lo que contestó sin perder la calma:

—Sabe de sobra que eso no es cierto. Lo que yo quiero es hablar y discutir sobre mi proyecto sin prejuicios innecesarios.

—Para comenzar me veo obligado a objetar contra su declaración sobre la situación de la empresa —dijo Lord.

—¿A qué se refiere?

—A lo que dice sobre el estado de nuestra investigación —contestó Lord, cogiendo el informe para citar las palabras exactas de Sam, que leyó—: «Mientras nuestros rivales han hecho descubrimientos importantes, nosotros hemos conseguido sólo descubrimientos de poca monta. Y lo que es peor, no tenemos nada interesante en perspectiva».

—Bueno: demuestre por qué no tengo razón.

—En perspectiva tenemos toda una serie dé descubrimientos interesantísimos —dijo Lord—. Algunos de los científicos jóvenes que he encontrado durante estos últimos años…

—Vincent, eso ya lo sé —le interrumpió Sal—. He leído sus informes, ¿recuerda? Y aplaudo el talento que ha logrado reclutar para la empresa.

Era cierto, pensó Sam. Una de las cosas en que Vincent Lord sabía darse maña era en reclutar los talentos más prometedores del mundo académico. Uno de los motivos era que la reputación de Lord todavía era muy buena a pesar de los años que hacía que no conseguía descubrir nada importante. Nadie tenía motivos de descontento por el modo en que Lord ejercía su cargo de director del instituto de investigación; el período de estancamiento que habían pasado era uno de los gajes del oficio, normalmente inevitables, que ocurrían independientemente de los méritos de los científicos.

—Los informes que le hago llegar a usted —dijo Lord— están escritos con suma cautela y en ellos no incluyo ciertas cosas, por temor a los efectos que pueda tener en la pandilla de mercachifles que sólo están al acecho de qué nuevo producto van a poder lanzar, sin atenerse a si está o no todavía en fase experimental.

—Sí, eso lo comprendo muy bien —dijo Sam— y lo apruebo.

Sam conocía muy bien la lucha y el forcejeo entre los del ramo de la comercialización y el de la investigación. En palabras de los encargados de las ventas, «esos de investigación siempre exigen estar seguros al ciento uno por ciento sobre los más mínimos detalles antes de darnos la luz verde para desarrollar comercialmente nada». Los de fabricación, por su parte, querían siempre estar seguros de que producían con el suficiente ritmo para no quedar rezagados cuando, de súbito, un nuevo fármaco alcanzaba popularidad y se alzaba su demanda. En cambio, los de investigación decían que los del sector comercial «se precipitaban excesivamente a comercializar productos de los que solamente se estaba seguro un veinte por ciento, porque lo único en que pensaban era en cómo adelantarse a sus competidores».

—Lo que oso decirle añora confidencialmente, Sam —reanudó Lord—, es que estamos obteniendo excelentes y muy esperanzadores resultados en dos frentes, en un diurético y en un antiinflamatorio por causas reumáticas.

—Excelente noticia.

—Y no hablemos del Derogil, que aguarda el visto bueno de Sanidad en estos momentos.

—Se refiere al nuevo antihipertensivo —dijo Sam, perfectamente enterado de que el Derogil no era un fármaco nuevo, aunque tuviera excelentes perspectivas comerciales. Preguntó—: ¿Qué noticias tiene de Sanidad?

Lord dijo amargamente:

—Ninguna; son una banda de engreídos que no sé qué se han creído… —Y después de una breve pausa, añadió—: Pienso ir yo personalmente a Washington la semana próxima.

Sam esperó unos segundos y luego dijo:

—Bueno: todavía no veo motivo para enmendar mi declaración sobre el actual estado de la situación… Aunque estoy dispuesto a modificar mis palabras sobre el asunto antes de la futura reunión de la junta.

Vincent Lord asintió como si la concesión fuera un requisito necesario y sin mayor importancia.

—Y no olvide tampoco la investigación que yo conduzco personalmente sobre la eliminación de radicales libres. Me imagino que después de tanto tiempo, usted habrá perdido toda esperanza de que llegue a ningún resultado…

—Yo no he dicho eso… —objetó Sam—. ¡No lo he dicho jamás! A veces a usted le agrada no tener en cuenta que, entre nosotros, hay muchas personas que tienen fe en usted. Pero ya sabemos que los descubrimientos importantes no se hacen en un día.

Sam tenía una idea muy vaga de lo que implicaba la eliminación de radicales. Sabía que el objetivo era eliminar los efectos tóxicos de los fármacos en general, y que Vincent Lord hacía diez años que trabajaba en ello. De tener éxito, las consecuencias comerciales serían de mucha envergadura. Pero no era más que una esperanza en el aire.

—Nada de lo que usted acaba de decirme me ha hecho cambiar de idea respecto a mi plan de instalar un instituto de investigación en Inglaterra.

—Continúo oponiéndome a él por innecesario —dijo Lord y luego añadió—: Aunque llevara a cabo su plan, es imperativo que el instituto sea dirigido desde aquí.

Sam Hawthorne sonrió:

—De eso ya hablaremos otro día.

Sam sabía muy bien que jamás iba a permitir que Vincent Lord tuviera ninguna clase de control sobre el instituto que pensaba fundar en Inglaterra.

Al encontrarse a solas, Lord se encaminó a la puerta que daba al pasillo y la cerró. Luego volvió a su sillón y se dejó caer en él con desaliento. Presintió que la propuesta de fundar un instituto de investigación en Inglaterra se llevaría a cabo, por mucho que él se pusiera en contra, y presintió que la institución representaría una grave amenaza para él, un indicio de que perdía su antiguo predominio de hombre de ciencia en la empresa. ¿Terminaría por ser eclipsado enteramente?

Todo hubiera sido muy distinto, se dijo sombríamente, si en aquellos diez años hubiera conseguido descubrir algo verdaderamente innovador. De momento, ¿qué tenía en su haber como investigador?

Tenía cuarenta y ocho años, ya no era el prometedor investigador de hacía unos años. Algunas de sus técnicas e ideas estaban anticuadas, lo reconocía. No porque no leyera y procurara mantenerse al corriente. Pero mantenerse al corriente a través de lecturas no era lo mismo que estar en el meollo de las iniciativas, ser parte de los acontecimientos que hacían historia. Había campos, como el de la ingeniería genética, en que se sentía bastante perdido, en comparación con los jóvenes que había contratado para la empresa, por ejemplo.

Y no obstante, pensó, a pesar de todo esto, la posibilidad de una gigantesca innovación a través de su investigación continuaba siendo realidad. En el seno de los parámetros de la química orgánica existía una respuesta a las preguntas que él se había planteado con sus incontables experimentos.

La eliminación de los radicales libres.

Con la respuesta que Vincent Lord buscaba iban emparentados infinitos beneficios de origen terapéutico, además de ilimitadas posibilidades de tipo comercial, que Sam Hawthorne y muchos de la empresa no veían.

¿Qué conseguiría con la eliminación de los radicales libres?

Respuesta: una cosa sencillísima, pero espléndida.

Como todos los científicos del ramo, Vincent Lord sabía que muchos fármacos, una vez puestos en acción dentro del cuerpo humano y entrado a formar arte de su metabolismo, generaban «radicales libres», que eran elementos nocivos que dañaban los tejidos de por sí sanos, y la causa de los adversos efectos secundarios, que a veces llegaban a ser mortales.

La eliminación de los radicales libres significaba el fin de esto. Significaba que muchos de los fármacos beneficiosos que actualmente estaban vedados a los humanos a causa de sus dañinos efectos secundarios, podrían ser ingeridos con absoluta seguridad en todo el mundo. Y que los fármacos restringidos para casos muy especiales y que se usaban a sabiendas de su riesgo, se podrían tomar con la misma frecuencia e impunidad que la aspirina.

Los médicos no tendrían que preocuparse más de la toxicidad de los medicamentos que recetaban a sus pacientes. Los enfermos de cáncer no tendrían que tomar drogas mortales para mantenerse en vida, y luego tener que morir a causa de sus efectos. Los efectos beneficiosos de este tipo de fármacos se mantendrían, a la vez que sus nocivas consecuencias secundarias serían contrarrestadas por medio de la eliminación de los radicales libres.

Lo que esperaba Vincent Lord era encontrar un fármaco que, tomado con otro, convirtiera a éste en absolutamente libre de riesgos.

Era posible. Estaba ahí. Oculto, difícil de agarrar, pero aguardando a que alguien diera con él.

Vincent Lord, después de diez años de trabajar en ello, creía que se hallaba muy próximo a la respuesta. La olfateaba, la palpaba, casi, saboreaba el néctar del éxito.

Pero ¿cuánto más tiempo le hacía falta perseverar?

De pronto se enderezó en el sillón en el que se había desplomado y con un esfuerzo se liberó del mal humor y la depresión que le amenazaba. Abrió un cajón y cogió una llave. Iría ahora mismo…, una vez más, decidió, entraría en su laboratorio particular, que se hallaba unos pasos más allá del vestíbulo de la entrada, en el recinto donde investigaba él en privado.