CAPÍTULO V

Durante la segunda mitad de la década de 1960, el movimiento pro liberación de la mujer cobró fuerza y popularidad. En 1963, Betty Friedan había publicado El culto de la femineidad, especie de declaración de guerra contra «la ciudadanía de segunda clase de las mujeres». El libro se transformó en el vademécum del movimiento feminista, y la voz de Friedan comenzó a oírse por todas partes. Al movimiento se agregaron Kate Millet y Germaine Greer, al que aportaron estilo literario y artístico. Gloria Steinem, por su parte, logró combinar periodismo con feminismo político.

El movimiento pro liberación de la mujer fue el blanco de las chacotas de ciertas personas. De Abbie Hoffman, por ejemplo, célebre representante de la contracultura que declaró que: «Con el movimiento feminista, sólo estoy dispuesto a aliarme en la cama». Y los historiadores, siguiendo su hábito de recordarnos que no hay nada nuevo bajo la luz del sol, nos llamaron la atención sobre el hecho de que va en 1792, en Inglaterra, hubo una mujer, Mary Wollstonecraft que escribió en un libro titulado Defensa de los derechos de la mujer: «Los tiranos y los sibaritas… procuran mantener a la mujer en la sombra, los primeros porque la quieren utilizar como esclavas, los segundos porque la consideran como un juguete».

De todos modos, muchos fueron los que en la década de 1960 se tomaron en serio el movimiento feminista. Muchos hombres hicieron examen de conciencia.

La actitud de Celia al respecto fue de simpatía y aprobación. Compró varios ejemplares del libro de Friedan y los regaló a los machos más recalcitrantes de Felding-Roth.

A Vincent Lord, por ejemplo, quien se lo devolvió con una nota que decía; «No tengo tiempo ni paciencia de leer estas bobadas». Sam Hawthorne, en cambio, influido por su esposa, Lilian, defensora apasionada del feminismo, adoptó una actitud mucho más favorable. A Celia le dijo:

—Tú eres la prueba de que la empresa no discrimina el sexo femenino. Celia meneó la cabeza con escepticismo.

—Eso no es cierto, Sam; yo tuve que luchar con uñas y dientes para alcanzar mi puesto, con tu ayuda, sí, pero teniendo que bregar contra el machismo general.

—Pero ahora ya no.

—No, porque he demostrado que soy una productora eficaz. Pero yo soy la excepción, una rareza. Y tú ya sabes el poco caso que me hacen cuando abogo en favor de que contraten más mujeres para el puesto de vendedoras.

Sam se rió, a falta de mejor réplica.

—Bueno: tienes razón, pero tienes que reconocer que la actitud ha cambiado bastante. El hecho es que tú eres el mejor ejemplo que un hombre puede aducir a favor de tratar a las mujeres igual que a los hombres.

A pesar de su actitud personal y de su defensa del movimiento, Celia no tomó parte activa en el movimiento. Por dos razones: una, porque personalmente no lo necesitaba, y la otra, porque no terna tiempo.

Celia continuó trabajando en el sector de productos vendidos sin receta mucho más tiempo del imaginado. A pesar de la promesa de Sam de darle un nuevo puesto de trabajo, por lo visto no había nada adecuado para ella de momento.

En casa, Celia participó de las semanas de angustia en torno a la caída de Noah Townsend. Con el tiempo se vio que la predicción de Ezra Gould, sobre el internamiento a perpetuidad de Townsend en el psiquiátrico, era verdad.

Andrew comunicó a Celia la acusación que Hilda Townsend había lanzado contra las empresas fabricantes de drogas. Ante su sorpresa, Celia dio la razón a Hilda.

—Es cierto que la cantidad de drogas que se regalan, así por las buenas, a los médicos es absolutamente desaforada. Lo peor es que somos conscientes de ello, pero no hay nada que hacer. La primera que se decidiera a recortar la cantidad, vería mermar sus ventas. Es una cuestión de competitividad entre las empresas.

—¡Pues entonces os podríais poner de acuerdo entre las empresas del país!

—Eso sería atentar contra la ley, se nos acusaría de «colusión».

—Pero ¿qué hacéis ante un caso como el de Noah? Los vendedores debieron darse cuenta de lo que le ocurría, ¿no?, pero siguieron administrándole las drogas gratis.

—Noah era adicto a las drogas, pero continuaba siendo médico —le recordó Celia—. Y los médicos pueden conseguir las drogas que quieren de mil maneras, se las pueden recetar a sí mismos, si es necesario, y es probable que Noah lo hiciera, además de conseguirlas gratis de los vendedores al detalle. Además —prosiguió, acalorándose—, si el cuerpo médico se muestra tan remiso a tomar cartas en el asunto, ¿por qué debiera hacerlo la empresa fabricante de fármacos?

—La pregunta es justa —dijo Andrew— y no sé qué contestar.

En agosto de 1967 llegó la propuesta de un nuevo puesto para Celia.

Antes ocurrió algo significativo y seguramente decisivo para ella. A Sam Hawthorne se le ascendió al puesto de vicepresidente de la empresa. De no surgir ningún imprevisto, nadie dudaba de que, un día, llegaría a ser el presidente general. Quedó demostrado que Celia había acertado al escogerle a él como mentor en la compañía.

Fue Sam quien un buen día la mandó llamar y le dijo con una sonrisa:

—Ya has hecho bastante por Bray & Comraonwealth, Celia.

Sam ocupaba, desde que era vicepresidente, un magnífico despacho con mucho espacio para celebrar reuniones y al que se llegaba después de cruzar el área de recepción ocupada por dos secretarias. Sam le había confiado que había días en que no tenía trabajo que darles.

—Sospecho que a veces se dictan cartas la una a la otra —fe había dicho.

Aquel día del mes de agosto, Sam le anunció:

—Te ofrezco el puesto de director de productos farmacéuticos para América Latina. Tu base de operaciones es aquí, pero tendrás que viajar con Frecuencia. ¿Cómo lo tomará Andrew? —le preguntó mirándola a la cara—. ¿Y cómo te tomarás tú alejarte frecuentemente de los niños?

Celia contestó en el acto:

—Ya nos arreglaremos. Sam dijo:

—Es lo que me esperaba de ti.

La noticia encantó y excitó a Celia. Sabía que las ventas internacionales estaban adquiriendo importancia en la industria en general. Era una excelente oportunidad, mejor de la que se había esperado.

Sam pareció que le hubiera leído los pensamientos al decir:

—El futuro de las ventas está en el área internacional. Hasta ahora apenas nos hemos aventurado a hacer nada a fondo, especialmente en Sudamérica. Vete a casa y dale la noticia a Andrew. Mañana vuelve y hablaremos de los detalles.

Así fue como dieron comienzo los cinco años de la carrera de Celia que correspondieron a una suerte de paso del Rubicón. La vida familiar de los Jordán se complicó considerablemente, pero a la larga resultó enriquecedor para todos. Celia escribió a su hermana: «Mi nuevo puesto nos ha beneficiado a todos en formas que no habíamos esperado. De Andrew me siento más próxima que antes porque ahora viajamos juntos, y durante los viajes se crea una situación de verdadera colaboración que en casa casi nunca se da, ocupados como estamos los dos en nuestras respectivas carreras. Y los niños también se han beneficiado porque tienen oportunidad de ver nuevos países y de adquirir una mentalidad internacional».

Desde el momento en que Celia dio la noticia de su nuevo puesto a Andrew éste se mostró muy contento y dispuesto a cooperar. Le alegró saber que dejaría de trabajar en el sector de productos vendidos sin receta y, si abrigó dudas respecto a las repercusiones que tendría en la vida familiar, lo disimuló a la perfección. Su actitud coincidió con la de Celia; «Ya nos arreglaremos».

Más tarde, al reflexionar con calma sobre la nueva situación, Andrew decidió dedicar tiempo a viajar y no trabajar tanto en el consultorio y en el hospital. A casi sus cuarenta años, se dio cuenta del peligro que la excesiva dedicación a la profesión medica comportaba. Noah era un triste ejemplo de ello; Andrew estaba convencido de que la drogadicción de su colega había comenzado como un intento de liberarse del exceso de agobio del trabajo. Andrew había observado a otros médicos y había visto cómo se habían obsesionado más y más con la profesión, en detrimento de su vida general y familiar.

En el consultorio trabajaba ahora con dos excelentes colegas. Oscar Aarons era un canadiense de temperamento muy estable y enérgico, de gran sentido del humor, persona muy agradable e idónea con quien compartir el trabajo. El tercero era un joven, recién estrenado, Benton Fox, pero que en los tres meses que hacía que trabajaba en el consultorio había demostrado excelente capacidad.

Celia tuvo una gran alegría al enterarse del nuevo propósito de Andrew, de acompañarla a menudo en sus viajes. Fueron a América del Sur varias veces al año. A veces, según las fechas escolares, los acompañaron los hijos, los dos o uno solo.

Todo ello resultó relativamente fácil de organizar gracias a Winnie August, la joven inglesa que les hacía de ama de llaves y de cocinera, y que había abandonado sus antiguos planes de marcharse a Australia.

Hacía siete años que trabajaba con la familia Jordán, y prácticamente era un miembro de ella. En la primavera de 1967 se había casado con un tal Hank March, joven que se ganaba la vida haciendo trabajos al aire libre y del que Andrew se enteró que buscaba un trabajo más fijo. Entonces Andrew le propuso trabajar de chófer y jardinero en su casa, puesto que él aceptó de buen grado, ya que significaba que podía quedarse a vivir gratis con la familia. El arreglo fue como anillo al dedo para todos. Andrew, por su parte se felicitó de haber seguido la recomendación de Celia de adquirir una casa grande para el futuro. Ahora tenían sitio bastante para acomodar a dos familias. Ni que decir tiene que al poco tiempo Hank se convirtió en miembro tan indispensable como Winnie.

A partir de entonces, Andrew y Celia podían emprender cualquier viaje, en cualquier momento, sin preocupación por los niños.

Una nota triste fue la muerte repentina de la madre de Celia. Murió a los sesenta y un años de un ataque de asma.

La muerte de la madre afectó mucho a Celia. Tuvo la sensación de haberse quedado sola en el mundo, sensación que Andrew describió como natural.

—Lo he visto con frecuencia entre mis pacientes —dijo Andrew—. La muerte de los padres te crea la sensación de haberte hecho mayor definitivamente. Mientras queda uno, crees que tienes un rincón donde caerte muerto en caso de necesidad, algo sobre que apoyarte. Desaparecidos los dos, te sientes solo, desamparado. Ahora todo depende de ti.

La hermana pequeña de Celia, Janet, vino del Cercano oriente para el entierro. Dejó al marido y a los dos hijos solos. Luego fue a pasar unos días en casa de Celia. Al despedirse se prometieron mantenerse en contacto con mayor frecuencia.