—No —dijo Celia a los ejecutivos de la agencia publicitaria que la miraban desde el otro lado de la mesa—. No, no me satisface.
El efecto fue inmediato como un balde de agua fría sobre las brasas del fuego. Si en la sala de reuniones hubiera un termómetro, se habría visto una súbita bajada de «cálido» a «álgido». Celia sintió cómo los cuatro ejecutivos se apresuraban a improvisar una interpretación que se ajustara a la situación y les permitiera reaccionar correctamente.
Era un martes de mediados del mes de enero. Celia acababa de llegar a Nueva York con cuatro colegas de la empresa para la reunión concertada con los de la agencia publicitaria Quadrille-Brown Advertising. Sam Hawthorne, en Nueva York desde el día anterior, también asistió.
Hacía un día desapacible. La agencia publicitaria estaba ubicada en Burlington House, en la avenida de las Américas, por la que automóviles y transeúntes intentaban abrirse paso penosamente, luchando contra una desagradable mezcla de nieve y lluvia helada.
El motivo de la reunión en aquella sala de la planta cuarenta y cuatro era hacer una revisión general de los proyectos publicitarios de Bray & Commonwealth, cosa nada anormal cuando se produce un importante cambio de personal administrativo. Desde hacía una hora, el programa de la agencia había sido exhibido con una mezcla de ceremonia y aparatosidad que a Celia le había dado la impresión que se trataba de pasar revista a un desfile militar.
De todos modos, el regimiento no la había impresionado excesivamente. Y por eso acababa de soltar el comentario que los había dejado a todos helados.
Sentado a la larga mesa de caoba se veía al responsable de creatividad, un hombre de mediana edad llamado Al Fiocca, con cara de sufrimiento; se acariciaba la barba a lo Vandyke y movía los pies como sí ello le permitiera ahorrarse la necesidad de abrir la boca; por lo visto lo de hablar lo dejaba a su colega de menor edad, Kenneth Orr. Éste era un hombre de maneras suaves que había actuado como el líder del grupo. El tercero, Dexter Wilson, era ejecutivo de cuentas y se había encargado de presentar los detalles del programa. Era mayor que Orr y su manera de comportarse recordaba a la de un pastor de la Iglesia baptista; ponía cara de preocupado, seguramente porque el descontento efe un cliente podía costarle el puesto. Celia era consciente de que los ejecutivos publicitarios eran gente que ganaban mucho dinero y que tenían una vida muy precaria.
El cuarto miembro del grupo de la agencia, un tal Bladen, de cuyo nombre de pila Celia no se acordaba, era el ejecutivo asesor de cuentas. (En aquel ramo todo el mundo tenía impresionantes títulos). Bladen daba la impresión de ser muy joven y había estado muy ajetreado durante toda la reunión trasladando pizarras, pantallas y toda clase de papeles en que exhibían las propuestas que la agencia ofrecía a Bray & Commonwealth.
A Celia la acompañaban Grant Carvill, jefe de los estudios de mercado; Teddy Upshaw, representante de ventas; Bill Ingram, joven administrador de productos. Carvill era uno de los miembros más antiguos de la empresa, hombre muy sólido pero de poca imaginación; Celia había ya decidido que era conveniente relegarlo a un área menos decisiva en el negocio. Ingram parecía todavía un muchacho, tenía el pelo rojo y difícil de dominar, hacía sólo un año que había salido de la facultad de Económicas de Harvard, y parecía listo y con ganas de trabajar, pero en realidad era demasiado pronto para confiar en él.
El de mayor antigüedad y peso era Sam Hawthorne. El propio presidente de la agencia, al saber que también estaba allí, se asomó un momento a la sala para estrecharle la mano.
De todos modos, Sam había ya anunciado por teléfono a Celia que asistiría a la reunión meramente como observador y que no pensaba intervenir en nada.
—Tú eres la responsable y, como en realidad es tu día de estreno, mi presencia servirá para impresionar más a los de la agencia, pero quien ha de dirigir la marcha de las cosas eres tú.
Celia acababa de lanzar una mirada a Sam para ver si estaba de acuerdo con su comentario, pero Sam seguía con cara impasible, tal como la había puesto durante toda la reunión.
—Oiga, señor Orr —reanudó vivamente Celia, mirando al ejecutivo en cuestión—: Deje de preguntarse sobre la mejor manera de reaccionar y de tratarme. Hablemos con franqueza sobre publicidad, sobre las razones por las que sus propuestas no me satisfacen, y porque creo que su agencia, cuyo trabajo conozco bien, podría presentar algo mucho más interesante.
Celia sintió que se avivaba el interés entre los de la agencia, que enderezaban las orejas con cierto alivio. Los ojos de todos los asistentes estaban fijos en ella.
Kanneth Orr contestó con voz suave:
—Será un placer escucharla, señora Jordán. En la agencia no somos gente de ideas fijas, nada de lo que producimos es inmodificable, y estamos siempre dispuestos a producir o a adoptar ideas nuevas.
—Me alegro de que me diga que no tienen ideas fijas —comentó Celia— porque tengo la impresión de que lo que ustedes han presentado es viejo, de hace diez años, por lo menos, y ya no sirve ahora. También me pregunto si ello no se deberá a las instrucciones de mi compañía.
Era consciente de las miradas intensas de Orr y de Dexter Wilson, y del respeto que comenzaba a infundirles. Pero fue Bladen, el más joven, quien le espetó:
—¡Hombre, menos mal que lo reconocen! En cuanto alguno de los nuestros presentaba una idea nueva, se nos paraba los pies en el acto. O en cuanto proponíamos cambiar la imagen de sus roñosos productos…
El supervisor de cuentas le atajó con un «Ya basta» enérgico y con una mirada que parecía que echaba chispas.
—Nosotros no somos de los que cargamos la responsabilidad de nuestros fracasos a las deficiencias del cliente. Nosotros somos un grupo de profesionales que aceptamos total responsabilidad por nuestro trabajo. Además, ¿qué significa eso de roñosos productos? Le ruego que nos disculpe, señora Jordán.
—¡Ya está bien de comedias!
El grito salió de detrás de Celia, por el lado izquierdo de la mesa donde estaba sentado el joven Bill Ingram.
Celia no había tenido tiempo de contestar y él prosiguió diciendo:
—Los productos son rancios, de la época de Maricastaña; eso lo sabe cualquiera. Y no veo qué hay de malo en reconocerlo. Yo no tengo nada en contra de viejos productos, sólo que me parece conveniente modernizar su presentación: eso es todo.
A lo cual siguió un silencio ligeramente tenso que por fin rompió el mismo Kenneth Orr.
—Bueno: la juventud acaba de decir la suya. ¿Le ha molestado, señora Jordán?
—No, al contrario, puede sernos muy útil.
Celia ya barruntaba, del estudio de los documentos y archivos de k empresa Bray & Commonwealth, que la publicidad había encontrado serias cortapisas por parte de la cautelosa y miedosa actitud de los gerentes más antiguos, cautela y miedo que ella se había propuesto eliminar de una vez por todas.
—Para comenzar quisiera hablar del Saniterm —anunció Celia en voz alta—. En mi opinión, el nuevo anuncio que nos acaban de proponer, como los antiguos, está mal enfocado.
Celia guiñó mentalmente un ojo a Andrew y prosiguió:
—En todos los anuncios de nuestros productos salen niños sonriendo, con caras de dicha, de sentirse mejor, y todo eso, después de habérseles frotado un poco de Saniterm en el pecho.
—Bueno, y ¿no es eso lo que quieren hacernos creer que ocurre con la pomada? —preguntó, intrigado, Dexter Wilson, pero su colega, Kenneth Orr, que miraba atentamente a Celia, le mandó callar con un gesto.
—Sí, es cierto —contestó Celia—. Pero los que compran la pomada no son los niños, sino sus madres, madres que necesitan creer que son buenas madres y que saben cuidar de sus hijos cuando están enfermos. En nuestros anuncios no se ve jamás una madre, ni en el fondo ni en primera fila. De ahora en adelante quiero ver las caras dichosas, aliviadas, satisfechas e las mamás que acaban de frotar con pomada a sus hijitos. Es el enfoque que quiero ver utilizado en todas las campañas, incluidas las de la radio y de la televisión.
De súbito las cabezas de los asistentes comenzaron a moverse en señal de aprobación. Celia se preguntó si no debiera añadir el comentario de Andrew: «La pomada no puede hacer daño a nadie. No creo que alivie al niño, pero tal vez sea un alivio para ti, para la madre, hacer algo por él». Decidió que no.
Kenneth Orr decía:
—Una idea interesante, muy interesante.
—Más que interesante —replicó Bill Ingram—. Es genial. ¿No estás de acuerdo, Howard?
La pregunta fue dirigida a Bladen, por lo que Celia pudo recordar cuál era su nombre efe pila.
El joven afirmó con voz entusiasta:
—Sí, sí. En el fondo ponemos un niño, al niño hay que ponerlo en alguna parte. Pero la mamá es la que está en primera fila, una mamá un poco desaliñada. Ligeramente despeinada, el vestido no muy planchado, como si hubiera estado trabajando, sudando la gota gorda, a la cabecera del lecho del niño enfermo.
Ingram captó inmediatamente la idea.
—Claro: para que parezca bien real.
—Dejemos los detalles para luego —les atajó Orr con una sonrisa a Celia—. Parece, señora Jordán, que todos están de acuerdo con que su idea es muy buena.
—Quiero añadir una cosa —dijo Ingram—. En mi opinión debiéramos modificar un poco el producto y llamarlo Nuevo Saniterm.
Dexter Wilson afirmó:
—Sí, eso nunca está de más.
—Nuevo Saniterm —pronunció Teddy Upshaw como saboreando las palabras—. ¡Magnífico! Estupendo para nosotros, los que nos encargamos de endosarlo en las farmacias y comercios.
Grant Carvill, el antiguo responsable del sector comercial de Bray & Commonwealth, inclinó un poco el cuerpo sobre la mesa. Celia adivinó que el hombre comenzaba a ver con incomodidad cómo se tomaban decisiones sin su participación.
—Cambiar el producto no es difícil —dijo entonces como para recordarles que él también contaba—. Los químicos lo consiguen cambiando uno de los ingredientes. El aroma, por ejemplo.
—¡Estupendo! —exclamó Bladen—. Ahora marcha la cosa.
Celia llegó a preguntarse si lo que estaba sucediendo no era un sueño, y qué habría pensado de todo ello unos meses antes. En fin ¡qué remedio!, lo que Sam Hawthorne le había aconsejado era lo más cuerdo. Por el momento más le valía hacer un poco la vista gorda. ¿Por cuánto tiempo, sin embargo? Según Teddy Upshaw, sólo por un año; luego la trasladarían a otro sector. Celia notó que Sam sonreía.
No tardó en concentrarse en el trabajo que se traía entre manos. Observó con mayor atención a los dos miembros más jóvenes de la reunión, a Howard Bladen y a Bill Ingram, convencida que iba a ser con ellos dos con quienes en el futuro iba a colaborar más estrechamente.
Celia no se había imaginado, ni en los momentos de mayor entusiasmo, que su idea publicitaria para el Nuevo Saniterm, la idea de la mamá feliz, como ya decían todos los de la agencia, fuera a producir tan asombrosos resultados. Teddy Upshaw le había dicho confidencialmente:
—¡Celia, ha sido una bomba! Yo ya sabía que usted valía, pero no que fuera un genio.
Al mes de la nueva campaña por televisión, radio y carteles en general, las ventas cíe la pomada se multiplicaron por seis. A la cuarta semana, se vio, por el número de encargos que llegaron, que aquello era sólo el comienzo. Y al cabo del segundo mes, las ventas se habían multiplicado por doce.
Ni que decir tiene que el éxito de Celia con el Nuevo Saniterm no pasó inadvertido a los ejecutivos y gerentes de la empresa madre, Felding-Roth. De ahí que durante el resto del año, todos los planes propuestos para revigorizar Bray & Commonwealth fueran aprobados casi automáticamente. Sam Hawthorne le aclaró:
—No es que no queramos estar al tanto de cómo marchan las cosas, Celia. Pero confiamos plenamente en tus ideas.
La idea básica de Celia se reducía a renovar la presentación y los envases de los productos antiguos de la casa.
Uno de ellos había sido conocido durante años como Champú B & C. Simplemente. Celia sugirió que se conservara el nombre antiguo, pero que debajo, en letra más pequeña, se añadiera uno nuevo: Abrazo. Y debajo se escribiera: Suave como tu amante ideal.
La frase quedó grabada no sólo en las mentes de todos los que vieron los anuncios del champú, y en las de quienes lo compraron, sino que, ante el júbilo del personal responsable de su venta, se convirtió en frase común en toda suerte de situaciones nacionales. En televisión se hacían constantemente bromas con ella, los periódicos la parodiaron y en un titular del The Wall Street Journal salió, a raíz de un plan sobre contribuciones propuesto en la Casa Blanca: «No ha habido abrazo suave de tu presidente ideal», lo cual significó una importantísima publicidad gratuita para el champú, cuyos efectos se notaron en las ventas.
La campaña publicitaria del champú fue hecha también por la agencia Quadrille-Brown, aunque bajo la dirección de Howard Bladen, que había sido ascendido a ejecutivo de cuentas. El joven Bladen también había contribuido de manera importante a la comercialización del Nuevo Saniterm, con lo que acabó eclipsando al más serio, taciturno, Dexter Wilson. A Wilson no se le vio más el pelo y Celia no llegó a saber si se había marchado de la agencia o si había sido destinado a un sector menos importante.
De modo similar, en su empresa, Bray & Commonwealth, el joven Bill Ingram había sustituido a Grant Carvill, el veterano director de marketing. Para Carvill se encontró otro nicho, un rinconcito en que pudiera entretenerse contando grapas, mientras que llegara el día de su jubilación.
Ingram comprendió en seguida lo que Celia esperaba de él y propuso nuevas ideas de comercialización. Fue Ingram quien la informó de que una pequeña fábrica de productos farmacéuticos de Michigan estaba a la venta.
—Tienen diversos productos, señora Jordán, pero el único interesante es un descongestionador nasal, líquido, que llaman Sistema Cinco. Es exactamente el producto que nos hace falta, y yo propongo comprar la fábrica, dejar correr todos los productos menos éste, y convertirlo en algo de mayor envergadura.
Celia no pudo por menos de recordar lo que Andrew le había dicho acerca de las gotas para la nariz, por lo que preguntó:
—¿Y es bueno?
—Nuestros químicos lo han analizado y dicen que está bien. Nada del otro mundo, por supuesto, pero tampoco nada mejor de lo que podríamos hacer por nuestra cuenta, comenzando de cero. Sistema Cinco produce el efecto que dice producir y ya está en el mercado, y se vende. Es decir que con él no sería como empezar desde la nada.
—Lo cual es importante, sí.
Celia sabía que el razonamiento económico se inclinaba de la parte de adquirir el producto, porque producir cosas nuevas y comercializarlas a partir de a nada era un riesgo constante, que normalmente no conducía a ninguna parte. La mayor parte de los nuevos productos fracasaban, ésa era la verdad.
—Hágame un informe por escrito con todos los pormenores, Bill —ordenó al joven—. Si me parece una buena idea, lo consultaré con Sam.
A los pocos días, Celia creyó que era una buena idea y recomendó oficialmente que la empresa adquiriera la pequeña fábrica de Michigan. La venta se hizo secretamente, a través de una firma de abogados, por lo que el nombre de la empresa compradora no tuvo que hacerse público, práctica habitual cuando una gran firma compra otra, para evitar que se disparen los precios.
Los productos de la pequeña compañía fueron vendidos al cabo de un breve tiempo, salvo el Sistema 5. La fábrica fue cerrada y una pequeña parte del personal encargado de la fabricación de Sistema 5 se trasladó a Bray & Commonwealth.
El encargado de promocionar la venta de Sistema 5 fue el propio Bill Ingram.
Ingram comenzó por cambiar el envasado, que de una anticuada botella de vidrio verde pasó a ser un frasco de plástico de colores naranja y oro. Y luego modificó el nombre, que se convirtió en Sistema 500.
—El incremento numérico —le explicó a Celia— indica que hemos reforzado el producto. De hecho es cierto, los fabricantes de la casa están preparando un par de cambios de poca monta en los ingredientes, pero que hará que las gotas sean un poco más efectivas.
Celia estudió el informe presentado y dijo:
—Sugiero que debajo del nombre de la marca se añada una frase que rece: «Protector sistemático contra los resfriados».
—¡Muy buena idea! —exclamó Ingram—. Eso sugerirá a la gente la posibilidad de organizarse para defenderse de los resfriados. ¡Los va a encantar!
«Perdóname, Andrew —se dijo Celia en voz baja y añadió—: es sólo un año. —Pero luego cayó en la cuenta de que ya hacía un año y medio que la habían trasladado a Bray & Commonwealth—. Estoy metida en ello hasta tal punto que me he olvidado de mis antiguos propósitos de regresar al sector de medicamentos con recetas lo antes posible. Hay que reconocer que el trabajo de aquí me divierte».
Bill Ingram continuaba hablando, con más entusiasmo que nunca.
—A los seis meses, cuando el nuevo envase se haya grabado en la cabeza de las gentes, lanzaremos la modalidad de los comprimidos.
—¿Comprimidos?
—¿No ha leído el informe? —preguntó él con expresión dolorida.
—Debe de estar en este montón —dijo Celia, señalando los papeles de la mesa—. Dígame de qué se trata.
—Bueno, los comprimidos serán otra modalidad para vender el Sistema Quinientos. Los ingredientes serán los mismos, y el efecto también. Pero los anunciaremos por separado y será la manera de operar en un doble frente. Diluiremos los ingredientes para los infantiles y lo llamaremos Sistema Cincuenta; la cifra menor se cuidará por sí sola de indicar que…
—Bueno, bueno —le interrumpió riendo Celia—. Ya lo he comprendido, cuanto más pequeña la cifra, más pequeña la persona.
—El próximo invierno —continuó Ingram sin inmutarse— cuando se resfríen familias enteras, introduciremos un envase gigante, de tamaño familiar, de Sistema Quinientos. Si vemos que se vende bien, sacaremos otro todavía más grande, y así hasta uno que llamaremos «¡Vaya por Dios!».
—Bill —dijo Celia, riéndose de nuevo—. ¡No exagere! Aunque ya veremos. ¿Por qué no un tarro de Sistema Quinientos en gelatina?
—No sería mala idea —contestó Bill, riéndose con ella.
Y mientras Celia y el sector de específicos sin receta prosperaban cogiditos felizmente de la mano, el resto del mundo seguía como de costumbre, entre tragedias, comedias, bufonadas, traiciones, heroicidades, tristezas, risas y estupideces humanas.
Los ingleses y los franceses anunciaron con gran empaque como si fuera la primera vez, el comienzo de las obras de construcción del túnel que los uniría por tierra. Jack Ruby, el asesino del asesino de Kennedy, Oswald, fue condenado a la silla eléctrica. El presidente Johnson consiguió hacer aprobar una ley en defensa de los derechos humanos, ley que Kennedy no había logrado hacer pasar durante su breve mandato. Cuatro graciosos muchachos de Liverpool pusieron en boga algo llamado «Beatlemanía», según el extraño apodo con que se referían a sí mismos, los Beatles, las cucarachas.
En Canadá, después de denodadas muestras de cólera y de tontería, se adoptó una nueva bandera nacional. Winston Churchill demostró que nadie es inmortal y pereció a los noventa años. Y en Estados Unidos, en el Congreso, se aprobó algo llamado la «resolución del golfo de Tonkín», que hacía referencia a un remoto país, Vietnam. La resolución pasó sin que llamara la atención de nadie y con muy poca previsión de la catástrofe que se avecinaba y que iba a enfurecer a una generación entera contra su propio país.
—Esta noche quiero mirar qué noticias dan en la televisión —anunció Andrew una noche de agosto de 1965—. Ha habido algaradas en las calles de Watts, es un barrio de Los Angeles.
Aquella noche estaba toda la familia reunida en casa, cosa poco frecuente últimamente, debido a las obligaciones de Celia, que tenía que ir de viaje muy a menudo por cuestiones de trabajo. Por eso, para compensar las frecuentes ausencias de la madre, cuando estaban todos, los niños cenaban también con ellos, siempre que no estuvieran excesivamente cansados.
A Celia le gustaba que, además, los niños vieran con frecuencia a su abuela, cosa que recientemente tampoco había sido factible muy a menudo, debido a la frágil salud de la anciana Mildred. Hacía tiempo que la madre de Celia sufría de asma y, durante los últimos tiempos, había empeorado. Andrew había sugerido que Mildred fuera a vivir con ellos, para poder cuidarla siempre que fuera necesario, pero ella había preferido mantener su independencia y su casita de Filadelfia en la que vivía desde que Celia había nacido.
De la madre de Andrew, que últimamente vivía en Europa, no se recibían noticias, y nunca había ido a visitarlos, a pesar de que la habían invitado reiteradamente. No había visto nunca a sus nietos y por lo visto le importaban un comino.
—Siempre que nos ponemos en contacto con ella, le recordamos que se está haciendo vieja —dijo Andrew—. Me parece que preferiría que no lo hiciéramos, y que sería mejor que la dejáramos en paz.
Celia detectó la tristeza de Andrew al decirlo.
El padre de Andrew había muerto; se enteraron de ello por casualidad, meses después.
En cuanto a los más jóvenes de la familia, Lisa ya tenía siete años y cursaba el segundo año de educación básica en la escuela. Continuaba demostrando tener una fuerte personalidad, se tomaba el trabajo escolar muy en serio, y se enorgullecía especialmente de la recién adquirida riqueza de su vocabulario, que a veces exhibía innecesariamente. Un día, hablando de una lección de historia con Celia, llegó a decir:
—Hoy nos han enseñado la Constricción Americana, mamá. Y otro día había dicho:
—El exterior es el engorro.
Bruce, en cambio, mostraba a sus cinco años una sensibilidad y donde gentes extraordinarios. Celia no pudo por menos de comentar a Andrew:
—A Bruce es fácil herirlo, necesita mayor protección que Lisa.
—En tal caso que me imite a mí —dijo Andrew-y se case con una mujer fuerte y buena. Lo dijo tiernamente y Celia se le acercó y le abrazó.
Luego dijo:
—Bruce se parece a ti.
Como es natural, se peleaban a veces, pero en ocho años de matrimonio sólo lo habían hecho en serio un par de veces, y en ambas ocasiones los efectos de la discusión habían cicatrizado rápidamente. Ambos eran conscientes de que el matrimonio funcionaba muy bien y valía la pena preservarlo.
La noche en que miraron el reportaje televisivo de los alborotos en Watts, los niños estaban también con ellos.
—¡Dios mío! —exclamó Andrew al ver la terrible sucesión de escenas de incendios, saqueos, destrucción, brutalidad y muerte.
De despiadadas luchas cuerpo a cuerpo entre negros furiosos y policías heridos en su amor propio, y todo ello en el mísero y triste barrio de Charcoal Ally. Aquello era una pesadilla viviente, de pobreza de la que el resto del país hasta entonces no había sabido nada. Watts ahora los obligaba a enterarse con una terrible autoexhibición que iba a durar cinco días más.
—¡Dios mío! —repitió Andrew—. ¿Quién iba a creer que esas cosas sucedían en nuestro país?
Los ojos del grupo se habían clavado en la pantalla del televisor y nadie se había dado cuenta del pequeño Bruce que sollozaba con el cuerpo temblando.
Celia se dio cuenta y fue rápidamente a cogerle entre sus brazos:
—¡Andrew, apaga inmediatamente! —gritó. Pero Bruce protestó:
—¡No, papá, no! —Y continuaron mirando k espeluznante sucesión de escenas en la pantalla.
—¡Pegan a la gente, mamá! —exclamó con indignación y asombro Bruce.
Celia contestó:
—Sí Bruce, es triste y está mal, pero sucede de vez en cuando. Celia se calló sin saber qué añadir.
—Ya verás que esas cosas ocurren con más frecuencia de la que te imaginas —optó por añadir.
Más tarde, cuando se hubieron acostado los niños, Andrew dijo:
—Ha sido una experiencia deprimente, pero lo que has dicho a Bruce me ha parecido muy bien. Vivimos excesivamente protegidos, como envueltos en algodón, y esto no puede ser. Hay que enterarse de que hay otro mundo en que pueden pasar cosas terribles.
—Sí —dijo Celia con rostro pensativo y añadió—: Hablando de protección y de vivir envueltos en algodón, tengo la impresión de que hace demasiado tiempo que yo estoy viviendo precisamente así.
El rostro de su marido se contrajo súbitamente con una rápida sonrisa que en seguida se desvaneció. Preguntó:
—¿Te refieres a Bray & Commonwealth? ¿A tus productos vendidos en el mostrador?
—Algo así. Me doy cuenta de que tú desapruebas muchas de las cosas en que he estado metida, como eso del Saniterm y el Sistema Quinientos. Pero no me has dicho nada. ¿Te ha dolido mucho que lo hiciera?
—Un poco —dijo y luego—: Yo estoy muy orgulloso de ti, Celia, y de tu capacidad, y espero que un día vuelvas al trabajo más serio de Felding-Roth. De todos modos hay una serie de cosas que más vale aceptar, y es que a la gente le encanta comprar bálsamos de tigre y aceites de tortuga, y lo continuará haciendo toda la vida; por tanto, no importa que seas tú u otra persona quien se dedique a comercializarlo, y además, gracias a eso, no acuden a los médicos por cualquier dolencia sin importancia. Reconozco que eso es un alivió, porque si lo hicieran, sería una auténtica invasión.
—¿Haces ese raciocinio para tranquilizarme? —preguntó en tono vacilante su mujer.
—Es posible. ¿Por qué no? Yo te quiero y quiero justificarte.
—Bueno, ahora me toca a mí. Deja de racionalizar pretextos, porque yo he decidido dejar el asunto de los remedios sin receta. Mañana mismo voy a pedir que me cambien.
—Si lo deseas de verdad, lo conseguirás —le dijo su marido.
Fue una respuesta irreflexiva, automática, porque Andrew continuaba deprimido por las escenas le Watts que acababan de ver en familia. Y por otro problema crucial en su vida, a pesar de que nada tenía que ver con Celia ni con el resto de la familia, pero que no sabía cómo solucionar.
—El problema reside en que eres excesivamente eficiente, demasiado buena —aclaró Sam Hawthorne a Celia la siguiente mañana—. Eres la gallina de los huevos de oro y por eso te hemos dejado hacer lo que quisieras en Bray & Commonwealth.
Estaban en el despacho que Sam ocupaba en el cuartel general de Felding-Roth. Celia acababa de anunciarle su deseo de ser trasladada de puesto y de regresar a la compañía central.
—Tengo un documento que puede interesarte —le dijo Sam y sacó un papel de dentro de una carpeta. Celia vio en seguida que se trataba de un documento con datos económicos.
—Todavía no ha circulado por la empresa, pero la junta directiva no tardará en estudiarlo. Antes de que te pusieras a trabajar en Bray & Commonwealth, los beneficios producidos por esa filial llegaban a ser un diez por ciento de las ventas globales de la empresa. Este año la cifra ha subido hasta el quince por ciento. —Sam guardó el documento y sonrió—. Desde luego que a tu éxito ha contribuido el descenso de las ventas de medicamentos con receta. Pero has logrado un avance enorme, Celia, nadie podrá negarlo. Te felicito.
—Gracias. —Celia estaba contenta. Se había esperado algo parecido, pero no tanto. Reflexionó unos instantes y luego dijo—: Yo creo que a partir de ahora Bray & Commonwealth continuará con el mismo empuje, sobre todo si mantenemos a Bill Ingram al frente de ella. Y si, como tú has dicho, las ventas de medicamentos con receta han descendido, tal vez haya llegado la hora de que me ponga a trabajar yo en el sector.
—Desde luego —contestó Sam—. Ya lo harás; eso te lo aseguro yo. Además te reservamos una cosa especialmente interesante. Pero has de tener paciencia y esperar unos meses más.