Durante los meses que quedaban de 1960 y durante todo 1961, Celia se dedicó exclusivamente a instruir al equipo de vendedores de Felding-Roth sobre las técnicas de venta en el ramo de los fármacos.
Su nuevo patrón, director del departamento de instrucción de vendedores, era un antiguo director de zona, oriundo de Kansas, que se llamaba Teddy Upshaw.
Al ser presentados, Celia reconoció inmediatamente una de las caras que la había mirado con simpatía al disponerse ella a abandonar el hotel Waldorf después de su memorable discurso.
Upshaw era un hombre de baja estatura, muy vivo de palabra, dinámico, de cerca de cincuenta años, que había pasado la mayor parte de su vida vendiendo medicamentos. Era un hombre que irradiaba energía, que no cesaba de ir de un sitio a otro, y que movía constantemente la cabeza como si de un globo se tratara.
Antes de que lo ascendieran a director, Upshaw había sido el vendedor más competente de la compañía y, como había confesado a Celia, añoraba su antigua vida ambulante que para él era tan «fácil como respirar» y en la que «no necesitaba trucos raros» para vender competentemente, dado que la mayoría de los médicos andaban muy poco enterados sobre medicamentos, y si eras sincero con ellos, te tomaban confianza y les podías vender todo lo que quisieras. La única cosa que debía hacerse era «tratarlos como si fueran dioses».
Celia le contó a Andrew lo de «los dioses» y Andrew se echó a reír y reconoció:
—Me gusta tu patrón. A ver si te acuerdas de su recomendación también en casa.
A lo que ella le tiró un cojín, y él otro a ella. La lucha que se enzarzó acabó convirtiéndose en algo más, y al fin hicieron el amor. Después Andrew frotó con la mano la barriga de Celia, que comenzaba a hincharse y dijo:
—Cuida al niño y recuerda que no debes tomar medicamento alguno bajo ningún concepto.
Recomendación que ya le había hecho durante el embarazo de Lisa. Celia comentó:
—Te lo tomas muy a pecho.
—No faltaría más —dijo Andrew—. Y ahora deja dormir al dios en paz.
Otro día Teddy Upshaw se refirió a los trucos deshonestos de venta como «una estupidez totalmente innecesaria». A la vez que reconocía que se practicaba con frecuencia en el ramo de los fármacos.
—No crea que nosotros dos vamos a poner fin a esta práctica, ni aquí en Felding-Roth lo conseguiremos. A lo más que podemos aspirar es a demostrar que las otras técnicas rinden mejor.
Upshaw estaba de acuerdo con Celia sobre la necesidad de entrenar adecuadamente a los vendedores. A él mismo nadie le había entrenado y había tenido que instruirse él solo sobre el aspecto científico del asunto.
Los dos se llevaban estupendamente y no tuvieron dificultad en repartirse el trabajo. Celia se dedicó a organizar los programas, tarea que repugnaba a Upshaw, mientras que él disfrutaba poniéndolos en la práctica.
Una de las ideas de Celia fue simular una sesión de venta entre un médico y un representante de la Felding-Roth. El médico le atosigaba a preguntas. Habitualmente este papel era representado por Teddy o por Celia, y a veces, gracias a Andrew, conseguían la cooperación de un médico de verdad. Las sesiones tuvieron una gran popularidad, tanto entre los participantes como entre los observadores.
A partir de entonces, los nuevos vendedores de Felding-Roth tenían que dedicar obligatoriamente cinco semanas a instruirse mientras que los que ya trabajaban en la casa fueron agrupados de diez en diez y enviados al centro de instrucción durante diez días. Ante la sorpresa de todos, los antiguos se lo tomaron bien y se mostraron dispuestos a cooperar y a informarse. Celia, que también se dedicó a dar clases, cayó bien a todos. Descubrió que los vendedores que habían asistido a la reunión del Waldorf la llamaban «Juana de Arco», por lo cerca que había estado de ser quemada en la noguera.
Cuando Celia volvía a pensar en aquella reunión, caía en la cuenta del riesgo que había corrido de perder el puesto, que había salvado gracias a la intervención de Sam Hawthorne. Y se preguntaba si, de no haber conservado el puesto, se habría arrepentido luego de lo que había hecho. Esperaba que no. Como también esperaba que en el futuro demostrara el mismo valor.
En su nuevo trabajo, Celia veía con frecuencia a Sam Hawthorne, debido a que éste sentía un interés personal en la organización de los programas que hacía Celia, mientras que Teddy, respecto a su trabajo, no necesitaba más que mantenerle al corriente a través de los canales establecidos.
Mucho menos armoniosa resultó la relación de Celia con el director de investigación, el doctor Vincent Lord. Debido al componente científico de los programas de instrucción, tenían constantemente que pedir información y ayuda a los científicos del apartamento de investigación, y el doctor Lord dejaba siempre bien claro que para él representaba una gran pérdida de tiempo. Y, sin embargo, no se avenía a delegar en otro de los científicos del equipo.
—Usted ha sido muy hábil en conseguir la cooperación del señor Camperdown y demás para erigir su pequeño imperio, pero la mía no la conseguirá jamás —le dijo un día a Celia.
A lo que ella respondió tratando de mantener la calma:
—No se trata de mi «imperio». Yo soy la ayudante, no la directora, recuerde. Además, ¿preferiría que mal informaran a los médicos sobre los aspectos científicos de los medicamentos, como ha venido ocurriendo hasta ahora?
—Dudo mucho de que usted sea capaz de ver la diferencia —había contestado el doctor Lord.
Celia repitió la conversación a Upshaw y éste se encogió de hombros.
—Vince Lord es un engreído. Pero buen científico. ¿Quiere que hable con Sam y le pida que le llame la atención?
—No —contestó ella—. Prefiero arreglármelas yo sola con él.
Lo cual significó continuar siendo blanco de toda clase de insultos, pero también recoger una valiosa colección de datos científicos, por lo que no pudo menos de respetarle. Aunque sólo tenía siete años más que Celia, a sus treinta y seis años contaba en su haber con una impresionante lista de títulos que iba desde la licenciatura cum laude de la Universidad de Wisconsin, un doctorado en química de la Universidad de Illinois, y ser miembro honorífico de varias sociedades científicas. El doctor Lord había publicado varios artículos durante sus años como asistente de profesor en la Universidad de Illinois, uno de los cuales había versado sobre la utilización de la píldora contraceptiva y había resultado en una significativa mejora de su utilización. Actualmente todos confiaban en que descubriera un nuevo y valioso medicamento.
A pesar de toda su experiencia, el doctor Lord no había aprendido a ser amable con la gente. Por eso, pensó Celia, no se había casado nunca, a pesar de que físicamente resultaba bastante atractivo, en su estilo austero.
Un día Celia, en sus intentos de mejorar la relación entre los dos, le propuso llamarse mutuamente por sus nombres de pila como era harto frecuente entre colegas de la empresa.
—Me parece más aconsejable, señora Jordán, que no olvidemos nunca la diferencia de posición entre los dos.
Celia comprendió que el antagonismo iniciado en el primer encuentro de hacía más de un año y medio iba a ser rasgo perdurable de la relación con él. Pero, a pesar de todo, y gracias a la paciencia de Celia, la contribución del departamento de investigación fue siempre de una enorme utilidad.
De todos modos, el proyecto de elevar el nivel de las técnicas de venta no fue aceptado de buen grado por todos, ni aplicado siempre con buenos resultados. Celia había querido establecer un sistema de información detallada sobre la conducta de cada uno de los vendedores. Para ello tenían que enviarse cuestionarios confidenciales a todos los médicos visitados por los vendedores de la firma. Idea que fue vetada al ser propuesta ante los directivos superiores.
Ante lo cual Celia decidió pedir que las cartas de queja de los médicos fueran enviadas al departamento de instrucción de vendedores, para ser archivadas. Ella sabía a ciencia cierta que se recibían constantemente cartas de aquel tipo, pero ninguno de los empleados de la empresa reconoció haber leído o visto jamás una de ellas, por lo que Celia supuso que se escondían en un archivo secreto. No llegó a saber si alguna vez se tomaban medidas a partir de su lectura.
Teddy Upshaw le explicó pacientemente:
—Hay cosas de las que los directores de arriba prefieren no enterarse. Usted consiguió cambiar esto hasta cierto punto porque, una vez descubierto el pastel, pues qué remedio, ya no había manera de seguir escondiéndolo. Pero no crea por eso que es posible forzar las cosas. Hay que andarse con mucho tiento.
Advertencia que a Celia le recordó incómodamente la de Sam Hawthorne aquella mañana antes del discurso en el hotel Waldorf, por lo que replicó:
—El día menos pensado se nos adelantará el gobierno y entonces veremos quién paga los platos rotos.
—Eso ya lo dijo usted aquel día —le recordó Upshaw—, y no digo que no tenga razón. Pero tal vez sea el único modo de forzar a que las cosas cambien.
El tema de los medicamentos y de la industria farmacéutica en general fue muy discutido durante todo el año 1960.
Se convirtió en tópico periodístico casi diario. Y en motivo de escándalo. Las sesiones ante el Senado, presididas por el senador Kevaufer, se convirtieron en una especie de mina de oro de noticias sensacionalistas para los periodistas y en un suplicio para compañías como la Felding-Roth. Debido, sobre todo, a la habilidad del senador y de su personal para dramatizar las sesiones.
Como suele ocurrir con la mayor parte de este tipo de sesiones, el acento principal se ponía sobre el aspecto político, por lo que su presentación era tendenciosa. Según palabras de Douglas Cater, corresponsal de Washington: «Parten de una idea preconcebida camino de una conclusión preestablecida». Añádase a ello la avidez de Estes Kevaufer por ser mencionado en los titulares con la mayor frecuencia posible; sus métodos de comunicación tenían, a la fuerza, que ser tendenciosos. El senador adquirió una habilidad excepcional en sacarse de la manga las noticias más sensacionales cinco minutos antes de la hora en que los periodistas tenían que ir a sus periódicos.
Es decir, a las 11.30 para los de la tarde, y a las 4.30 para los de la mañana. El resultado era que no había ningún periodista presente durante los discursos de réplica o de defensa.
A pesar de lo tendencioso, surgieron hechos ciertos que dejaron a la industria muy malparada. Surgió la cuestión de los precios, del excesivo coste de muchos fármacos; de las prácticas poco ortodoxas con que se conseguía que los gobiernos hicieran pedidos de determinadas drogas; de la propaganda engañosa de muchos fármacos en la que no aparecía advertencia ninguna sobre los efectos nocivos y secundarios; de la infiltración del Departamento de Sanidad por parte de determinadas compañías farmacéuticas y la aceptación de elevadísimas sumas de dinero por parte de algunos de sus ejecutivos.
Los titulares de los periódicos se concentraron en los abusos:
«Un senador descubre una inflación del 1.118% en el coste de los medicamentos. ». (Washington Evening Star). «Los senadores descubren una inflación artificial del costo de fármacos. ». (New York Times). «Se descubre peligrosidad en determinados medicamentos. ». (Miami Herald). «Elevadísimos beneficios en la industria de los calmantes». (New York Times).
Se descubrió que muchos de los medicamentos descubiertos y comercializados en los países europeos eran mucho más caros en Estados Unidos. Cosa totalmente infundada teniendo en cuenta que las compañías norteamericanas no habían tenido gastos en su investigación.
En Francia, por ejemplo, cincuenta pastillas de clorpromacín costaban cincuenta centavos, mientras que en Estados Unidos costaban tres dólares y tres centavos. En Norteamérica el reserpín costaba tres veces más que en Europa.
Otro detalle extraño era que la penicilina fabricada en Norteamérica era vendida en México por un precio dos tercios más barato que en el país productor. Los altos precios norteamericanos se debían al consorcio ilegal de muchas firmas productoras de fármacos, decían los periódicos.
«Más control en la comida de perros que en medicamentos. ». (Los Angeles Times). «Discurso de un funcionario de Sanidad recortado por una agencia de publicidad. ». (New York Times).
Se descubrió que el discurso pronunciado por un funcionario de Sanidad en un simposio internacional sobre antibióticos había sido enviado a una empresa productora de fármacos, Pfizer, para que diera su visto bueno. Y había sido recortado por uno de sus asesores publicitarios y cambiado de manera que se mencionara uno de los fármacos producidos por la tal firma, el Sigmamicín. Después la empresa había adquirido doscientos sesenta mil impresos del discurso para utilizarlo como respaldo oficial del Departamento de Sanidad para la comercialización de su producto.
Titulares de este tipo aparecieron continuamente, a veces durante semanas enteras, en los periódicos de provincias de todo el país, secundados por programas similares en radio y televisión.
En conjunto, como Celia dijo a Andrew en diciembre:
—Ha sido un año incómodo para quien como yo se enorgullece de su trabajo.
Para esas fechas, sin embargo, Celia estaba de baja porque había dado a luz a un segundo niño en octubre. Lo llamaron Bruce.
La vida de la pareja se había hecho mucho más fácil gracias a la aparición de una joven inglesa, Winnie August, que se había instalado en la casa y se cuidaba de los dos niños. Andrew la había descubierto mediante una agencia de publicidad especializada en publicaciones médicas. La chica tenía diecinueve años y había trabajado de vendedora en una tienda londinense. Había llegado a Estados Unidos con la esperanza de poder pasar un período de vacaciones pagadas durante el cual tuviera la oportunidad de conocer el modo de vida de los «yanquis», y después confiaba en marcharse a Australia para dos años. Era de carácter alegre, muy despierta y, ante la gran satisfacción de Andrew, capaz de preparar el desayuno en un santiamén por la mañana. Gracias a que lo había tenido que hacer durante años para su madre, les había aclarado la chica al felicitarla Andrew por su rapidez. A Winnie le gustaban mucho los niños y Lisa la adoraba. Tanto Andrew como Celia aguardaban la secreta esperanza de que Winnie aplazara por varios años su viaje a Australia.
A finales de 1960 llamó la atención de Celia lo que estaba ocurriendo con la droga alemana que en Europa llamaban Talidomida, y que en Estados Unidos y en Canadá iba a llamarse Kevadon. La empresa Merrell la acababa de presentar al Departamento de Sanidad y estaba pendiente de su inminente aprobación. Mientras tanto la habían repartido gratis, bajo el concepto de medicamento «experimental», a una infinidad de consultorios médicos, y se recetaba sin restricción de ningún tipo.
La noticia recordó a Celia la conversación que acerca de ella había tenido con Sam Hawthorne hacía ocho meses, cuando Hawthorne le había hablado del malestar producido entre determinadas personas de la empresa por el hecho de que Felding-Roth hubiera seguido el consejo de Celia y hubiera ensayado el fármaco en un campo tan restringido como el de los asilos de ancianos. Celia se preguntó si todavía duraba el resentimiento, olvidándose pronto de todo el incidente, sin embargo.
Tenía otras cosas en que ocuparse.
Después del nacimiento de Bruce, Celia volvió al trabajo antes de lo que había hecho con el nacimiento de Lisa. El motivo: en el departamento de instrucción de vendedores había más trabajo que nunca. La empresa se engrandecía y acababan de contratar a un centenar de nuevos vendedores, entre los que había, por insistencia de Celia, media docena de mujeres. A su puntualísimo reintegro contribuyó también la excitación y humor optimista que se respiraba en la nación. Se acababa de elegir a John F. Kennedy como presidente. Todo el mundo tenía la sensación, gracias ante todo, y por lo menos, a su elegante retórica, de que se encontraban a las puertas de una nueva era.
—No me lo quiero perder —dijo Celia a Andrew—. Todo el mundo habla de un «nuevo comienzo» y de «hacer historia». Los ánimos están a favor de la juventud emprendedora de innovaciones. Trabajar actualmente significa ser responsable de una manera nueva.
—¡Hum! —había murmurado Andrew indiferentemente, reacción poco habitual en él. A lo que había añadido, como para enmendar un poco el mal efecto—: Bueno: me parece estupendo.
Pero saltaba a la vista que a Andrew lo que le preocupaba en aquel momento no era la carrera, ni el estado de ánimo de Celia. Estaba preocupado por un problema particular de su carrera.
El problema concernía al doctor Noah Townsend, el socio mayor de Andrew, además de respetado jefe del sector médico del hospital de Saint Bede. Andrew había descubierto algo acerca del doctor Townsend, algo siniestro y desagradable, que le hacía dudar si era persona indicada para ejercer la medicina.
El doctor Townsend era drogadicto.