El médico manifestó en voz baja:
—Su mujer se muere, John. Es cuestión de unas pocas horas.
Al ver la palidez y la angustia reflejada en la cara del delgado joven que le escuchaba, vestido todavía con el mono de la fábrica, añadió:
—Me gustaría mucho poder decirle algo distinto. Pero me parece que usted prefiere saber exactamente la verdad.
Se encontraban en el hospital de Saint Bede, de Morristown, New Jersey. Comenzaban a llegar los primeros ruidos de la noche, los escasos ruidos nocturnos de una ciudad de provincias, que apenas interrumpían el silencio entre los dos.
A la mortecina luz de la habitación del hospital, Andrew se fijó en el doble movimiento convulso de la nuez de la garganta del marido de la moribunda, y luego le oyó decir:
—No puedo creerlo. Si acabamos de empezar. Es el comienzo. Tenemos un niño de meses.
—Sí, ya lo sé.
—Me parece tan…
—¿Injusto?
El joven asintió. De aspecto muy decente y trabajador. John Rowe. Veinticinco años, cuatro años menos que el propio doctor Jordán, y se tomaba muy mal la noticia, claro. De buena gana Andrew hubiera dicho cualquier cosa para consolarlo. Aunque Andrew comenzaba ya a estar avezado a la muerte, y había aprendido a reconocer sus síntomas, todavía no sabía cuál era la mejor manera de comunicar su proximidad a los parientes o amigos del moribundo. ¿Qué era mejor? ¿Que el médico fuera franco, que no se anduviera con remilgos, o existía una forma más sutil? Eso no lo enseñaban en la escuela de medicina, ni en ninguna parte.
—Los virus no se atienen a ningún concepto de justicia —dijo—, aunque también es cierto que normalmente no se comportan como con Mary. Lo habitual es que reaccionen al tratamiento.
—¿No hay nada? ¿Ningún medicamento que…?
Andrew movió la cabeza negativamente. Para qué iba a entrar en detalles y contestar: Todavía no. De momento no hay ninguna droga para contrarrestar una hepatitis infecciosa aguda. ¿Qué ganarían con eso? Hacía unas horas había celebrado consulta con su superior, el doctor Noah Townsend, que era el jefe médico del hospital.
No hacía mucho que había dicho a Andrew:
—Ha hecho todo lo que podía hacerse. Yo lo hubiera hecho exactamente igual.
Fue entonces cuando Andrew decidió mandar recado a la fábrica de Boonton, la población vecina donde trabajaba John Rowe, en el turno de noche. ¡Qué mala suerte! Andrew miró la cabecera del lecho de metal en que yacía, inmóvil, la paciente. Era la única cama de la habitación señalada ostentosamente con un cartel que rezaba: «Contagiosos».
La ampolla del suero intravenoso estaba colocada correctamente para su función de verter gota a gota la mezcla de dextrosa, solución salina y un complejo de vitaminas B en la vena del antebrazo de Mary Rowe.
Afuera estaba todo oscuro; de vez en cuando llegaban ruidos que anunciaban tormenta, llovía a cántaros. Una noche espantosa. La última noche de una joven, esposa y madre, que hacía sólo una semana había gozado de perfecta salud. ¡Qué mala pata! ¡Qué injusto!
Estábamos a viernes. El lunes, Mary Rowe, menuda y bonita, a pesar de su mal aspecto, se había presentado en el despacho de Andrew. Se quejó de mareos, de una sensación de debilidad y de falta de apetito. Tenía 38,5° de fiebre. Cuatro días antes había sufrido de los mismos síntomas, y había vomitado, pero al día siguiente se había sentido mucho mejor, por lo que creyó que se le había pasado. Pero ahora volvía a sentir lo mismo. Se sentía malísimamente, peor que el otro día.
Andrew le miró el blanco de los ojos: comenzaban a estar amarillos. Y en determinadas zonas de la piel habían aparecido las manchas típicas de la ictericia. Le palpó el hígado, lo sintió blando e inflamado. Le hizo unas cuantas preguntas y descubrió que el mes pasado había estado en México con su marido, por unas breves vacaciones. Sí, se habían alojado en un modesto hotel porque era más económico. Sí, habían comido platos de la cocina indígena y bebido agua del grifo.
—Tiene que ingresar inmediatamente en el hospital —le dijo Andrew—. Tenemos que hacerle un análisis de sangre para estar seguros, pero creo casi con certeza que sufre una hepatitis infecciosa.
Entonces, al ver el susto de Mary Rowe, le había explicado que lo más probable era que hubiera ingerido algún alimento contaminado o agua infectada, durante su estancia en México, y que probablemente la infección provenía de un recipiente mal lavado. Era frecuente en países de poca higiene.
En cuanto al tratamiento, sería más que nada para refortalecerla, asistido de las medidas necesarias para que el cuerpo absorbiera intravenosamente todo el líquido que le hacía falta. El noventa y cinco por ciento de la gente se curaba completamente. Al cabo de tres o cuatro meses de tratamiento, añadió Andrew; aunque Mary podría volver a su casa al cabo de unos días.
Con una sonrisa desalentada, Mary le había preguntado:
—¿Y si yo soy una del cinco por ciento restante?
Andrew se había reído y le había contestado:
—Ni lo piense. Es una estadística que no le afecta a usted.
Y en eso se había equivocado.
En vez de mejorar, Mary Rowe había empeorado. La bilirrubina de su cuerpo había seguido aumentando, la ictericia se había agudizado, lo que se hubiera detectado, de todos modos, por el color alarmantemente amarillo que había cogido su piel. Y lo que todavía era más grave: el miércoles se habían hecho unas pruebas que indicaban que el contenido de amoníaco de la sangre había llegado a un grado peligroso. El amoníaco provenía del intestino y el hígado no podía asimilarlo.
Desde el día anterior su estado mental se había deteriorado. Había aparecido confusa, desorientada, sin saber dónde estaba ni por qué, y no había reconocido a Andrew, ni a su esposo. Fue entonces cuando Andrew había advertido al marido que su mujer estaba grave.
La frustración y la impotencia habían atormentado a Andrew durante todo el jueves y, entre las visitas a los otros enfermos, había reflexionado sobre el caso, pero sin resultado. Se había dado cuenta de que el obstáculo principal era la acumulación de amoníaco. ¿Qué podía nacerse para diluirlo, eliminarlo? Sabía que, de momento, no se conocía ningún método para conseguirlo.
Por último, e injustamente, de eso se daba cuenta ahora, había descargado su mal humor sobre la latosa representante del laboratorio de fármacos que había aparecido por la tarde en su despacho para endosarle sus productos. Era uno de los vendedores «al detalle». ¿O debía de haber dicho vendedora? Le importaba un comino. No se acordaba de su cara, ni de su nombre, salvo que llevaba gafas y que era muy joven, una muchacha, y seguramente su experiencia.
Era representante de los laboratorios Felding-Roth. Más tarde Andrew se preguntó por qué diablos se había avenido a recibirla al comunicarle la chica de recepción su visita; pero el hecho es que la había recibido, pensando seguramente que nunca se sabe, aunque, al comenzar ella su perorata sobre el nuevo antibiótico sacado por su laboratorio, Andrew se había distraído con otras cosas, hasta que la oyó decir:
—No me escucha, doctor —y él se había puesto furioso.
—Debe de ser porque tengo cosas más importantes en que pensar y usted me está haciendo perder el tiempo.
Fue una grosería, cosa excepcional en él. Pero su intensa preocupación por Mary Rowe se combinó explosivamente con el malestar que le producían las empresas productores de fármacos y el acoso de sus técnicas de ventas. Por supuesto que algunas de las drogas producidas eran buenas, pero sus regateos e incluso los sobornos descarados de los médicos ofendían a Andrew. Había topado con ello por primera vez en la escuela de medicina, donde los estudiantes, futuros recetadores desde el punto de vista de los laboratorios, eran halagados y mimados por sus representantes. Una de las cosas que hacían era regalar estetoscopios y maletines, regalos que determinados estudiantes no tenían inconveniente en aceptar. Andrew, no. A pesar de que no era rico, había preferido conservar su independencia y pagárselo todo él.
—Dígame, doctor, si no le importa —le había dicho la representante de Felding-Roth—, qué le preocupa tanto.
Él se lo había contado, le había hablado de la aguda intoxicación de amoníaco que sufría Mary Rowe, y había añadido sarcásticamente que más les valdría a los laboratorios que, en vez de producir y competir por más antibióticos, se dedicaran a descubrir una droga capaz de detener el influjo de amoníaco en el cuerpo.
Se calló y seguramente hubiera pedido perdón por el exabrupto, del que en seguida se había avergonzado, de no ser porque la muchacha había ya recogido sus cosas y se encaminaba hacia la puerta.
—Buenas tardes, doctor —dijo al despedirse.
Todo eso fue ayer, y hoy Andrew sabía tan poco como entonces qué hacer con Mary Rowe, quien había entrado en coma. Aunque apresurarse a la cabecera de su lecho había sido lo correcto, Andrew sabía antes de llegar al hospital, que no había nada que hacer. Tenían que limitarse a mantener funcionando el gota a gota intravenoso. Eso, y no perder las esperanzas.
Ahora, al acabar el día, estaba claro que era inútil esperar nada. El estado de Mary Rowe era irreversible.
Luchando por tragarse las lágrimas, John Rowe preguntó:
—¿Recobrará la conciencia, doctor? ¿Se enterará Mary de que estoy a su lado?
—Siento decirle que me parece poco probable —contestó Andrew.
—Me quedaré con ella, de todos modos.
—No faltaría más. Las enfermeras se mantendrán al tanto, y yo daré las oportunas instrucciones al médico de turno.
—Gracias, doctor.
Al marcharse, Andrew se preguntó: «¿Gracias de qué?». Sintió la necesidad de tomar un café y se encaminó directamente a donde suponía que lo encontraría hecho.
La sala de estar reservada a los médicos era una pieza cuadrada, como una caja, con escasos muebles, sillones, un estante para el correo, un televisor, un escritorio de reducidas dimensiones y armaritos para los médicos que estaban de turno. Pero tenía la ventaja de que era privada y que siempre había café a punto. Al entrar Andrew, estaba vacía.
Se sirvió café y se sentó en un sillón viejo y cómodo. Era inútil permanecer más tiempo en el hospital, pero sentía una repugnancia instintiva por irse inmediatamente a su piso de soltero, piso cómodo, que le había encontrado Hilda, la mujer de Noah Townsend, pero que a menudo le resultaba excesivamente solitario.
El café quemaba. Mientras esperaba a que se enfriara, Andrew lanzó una mirada al Newark Star-Ledger. En la primera página, con grandes titulares, comentaban acerca de algo llamado Sputnik, un satélite que los rusos habían lanzado al espacio con gran aparato propagandístico y anunciando que significaba «el comienzo de una nueva era espacial». Según decía el periódico, se esperaba que el presidente Eisenhower ordenara apresuradamente que Estados Unidos iniciara también su propio programa espacial. Los científicos norteamericanos se sentían «humillados y traumatizados» ante la superioridad de los rusos. Andrew se alegró de leerlo, esperando que con ello también se animaran a trabajar con mayor ahínco en el campo de la medicina. Aunque se habían hecho avances durante los doce años de la posguerra, todavía quedaban lagunas en que los médicos estaban totalmente a oscuras.
Dejó el periódico y cogió Medical Economice revista que le divertía cuando no le fascinaba. Se decía que era la revista que con más interés leían todos los médicos, mayor que el despertado por la prestigiosa New England Journal of Medicine.
Medical Economics se proponía una función muy clara: la de aconsejar a los médicos sobre las mejores maneras de ganar más dinero y, una vez ganado, de invertirlo o de gastarlo. Andrew se puso a leer un artículo titulado: «Ocho maneras de reducir al mínimo los impuestos de su despacho particular». Andrew suponía que tenía el deber de esforzarse por comprender cómo se manejaba el dinero; el dinero que se ganaba cuando terminaban las prácticas, cosa que tampoco le habían enseñado en la facultad de medicina. Desde que había entrado a trabajar en el despacho del doctor Townsend, hacía un año y medio, Andrew había descubierto con sorpresa que la cuenta corriente que tenía en el banco a su nombre no cesaba de aumentar. Experiencia para él insólita y no del todo desagradable. Aunque estaba bien decidido a no dejarse dominar por el dinero, sin embargo…
—Perdón, doctor…
Era la voz de una mujer. Andrew se volvió a mirar.
—He ido a su despacho, doctor Jordán. Al no encontrarlo allí, he decidido ir al hospital.
¡Demonios! Era la representante del día anterior. Iba con una gabardina empapada. Llevaba el pelo chorreando y las gafas empañadas por el vaho. ¿A qué había venido?
—Por lo visto no se ha dado cuenta de que esta sala está reservada exclusivamente a los médicos. Y no se admiten visitas de vendedoras…
Ella le atajó:
—En el hospital. Ya lo sé. Pero es muy importante.
Con una serie de movimientos rápidos dejó la cartera, se quitó las gafas, las limpió y se sacó la gabardina.
—Hace un día espantoso. He quedado empapada en el aparcamiento.
—¿Qué es lo que tiene tanta importancia? —preguntó Andrew.
La mujer, que según él notó de nuevo era todavía una chica, de apenas veinticuatro años, tiró la gabardina sobre un sillón. Se puso a hablar con precisión y con la voz muy clara:
—El amoníaco, doctor. Ayer me dijo que una enferma de hepatitis sufría gravemente de una intoxicación de amoníaco. Dijo que más les valdría a…
—Me acuerdo perfectamente de lo que dije.
La chica le miró a los ojos, con sus ojos grises y verdosos. Andrew se dio cuenta de que se encontraba frente a una fuerte personalidad. No era precisamente bonita, pero terna una cara de pómulos altos que resultaba muy agradable; de tener el pelo seco y bien peinado, seguramente mejoraría mucho. Y sin la gabardina, tenía buen tipo.
—Estoy segura, doctor, que su memoria es mejor que sus modales.
Él fue a decir algo, pero ella le interrumpió con un ademán impaciente:
—Ayer no le dije, porque no podía, que la empresa en la que yo trabajo, Felding-Roth, desde hace varios años está investigando sobre una droga que reduce la secreción de amoníaco por las bacterias intestinales. Es la droga indicada para el estado en que se encuentra su paciente. Yo sabía algo de ello, pero no hasta dónde habían llegado las investigaciones.
—Me alegro de saber que están trabajando en ello —dijo Andrew—, pero no alcanzo a comprender…
—Lo comprenderá si me escucha.
La vendedora se apartó las mechas de pelo mojado que le caían sobre la cara.
—La droga producida se llama Lotromicina y ha sido experimentada con animales exhaustivamente. Está ya lista para probarla con seres humanos. Le traigo una dosis de Lotromicina.
Andrew se puso en pie.
—Me parece entender, señorita… —No se acordaba de su nombre y, por primera vez, se sintió incómodo.
—No esperaba que hubiera retenido mi nombre —dijo ella—. Celia de Grey.
—Por lo visto me sugiere, señorita De Grey, que recete una droga que sólo ha sido experimentada con animales.
—Todas las drogas tienen que ser experimentadas por primera vez con un ser humano, doctor Jordán.
—Mire: yo preferiría no meterme en berenjenales —adujo Andrew.
La vendedora arqueó las cejas escépticamente; habló con voz endurecida:
—¿Aunque su paciente esté a las puertas de la muerte y sabiendo que no hay nada que hacer? Dígame, doctor: ¿cómo está la enferma de la que me habló ayer?
—Ha empeorado —contestó Andrew—. Ha entrado en coma.
—Es decir, que se muere…
—Escuche —indicó Andrew—: comprendo su buena voluntad señorita De Grey, y siento mucho la forma con que la he tratado esta mañana. Pero el hecho es que ya no hay nada que hacer. Es demasiado tarde para ponerse a experimentar con nuevas drogas y aun suponiendo que me aviniera a probarlo, ¿sabe usted la de papeles y permisos que he de rellenar?
—Sí —contestó la vendedora. Los ojos le echaban chispas y estaban clavados en la cara de Andrew, quien, de pronto, pensó que comenzaba a gustarle la franqueza y brusquedad de aquella joven. Ella prosiguió—: Sé muy bien los permisos y papeles que ha de rellenar. La verdad es que desde que me despedí de usted he pasado casi todo el tiempo informándome al respecto; además de acorralar al director del laboratorio para que me diera un poco de Lotromicina. De la cual, de momento, hay muy poca. Pero lo conseguí, hace tres horas, en los laboratorios Camden, y he venido directamente a verle, a pesar del mal tiempo.
—Se lo agradezco…-comenzó a decir Andrew, pero la chica sacudió la cabeza impacientemente.
—Es más, doctor Jordán. Lo de los papeles está prácticamente solucionado. Para recetar esta droga sólo necesita el permiso de este hospital y de otro similar. Nada más.
Él la miraba sin poder despegar los ojos de su rostro.
—Increíble.
—No perdamos tiempo —se apresuró a decir Celia de Grey. Abrió la cartera y sacó unos papeles—. Lea esto, para empezar. Es la descripción de la Lotromicina que el laboratorio ha hecho para usted. Esto es una memoria del médico de la compañía, las instrucciones de cómo debe administrarse la droga.
Andrew cogió los dos primeros papeles del montón.
Comenzó a leerlos y en seguida se despertó su interés.
Habían transcurrido casi dos horas.
—La enferma está in extremis, Andrew; no veo qué podemos perder. —La voz que hablaba por el teléfono era la de Noah Townsend.
Andrew había localizado al jefe médico del hospital en una cena particular, y le había consultado sobre la droga experimental, la Lotromicina.
Townsend añadió:
—¿Dice que el marido ya ha dado su consentimiento?
—Sí, por escrito. Al administrador lo he pescado en su casa. Ha venido al hospital y nos ha escrito a máquina el formulario. Está firmado y atestado.
Antes de la firma, Andrew había hablado con John Rowe, en el pasillo donde se encontraba la habitación de su mujer. El joven había reaccionado con gran interés, y Andrew se vio en la necesidad de advertirle que no abrigara excesivas esperanzas. La firma había salido algo torcida, debido al temblor excitado de la mano de John Rowe. Pero era legible, y legal.
Después Andrew dijo a Noah Townsend:
—El administrador ha confirmado que los documentos enviados por Felding-Roth están conformes. Por lo visto las cosas han sido más fáciles al no tener que cruzar la droga ninguna demarcación estatal.
—Asegúrese de que quede constancia de todo eso en el historial clínico efe la paciente.
—Ya está incluido.
—¿De modo que sólo le falta mi permiso?
—Para el hospital, sí.
—Concedido —dijo el doctor Townsend—. No es que espere gran cosa, Andrew, la verdad. Tengo la impresión de que la enferma está demasiado grave, pero hagamos la experiencia como Dios manda. Ahora, si me lo permite, vuelvo al delicioso faisán asado que me acaban de poner en el plato.
Andrew colgó el teléfono. Había llamado desde la sección de las enfermeras. Preguntó:
—¿Todo listo?
La enfermera jefe, una enfermera ya mayor que trabajaba sólo a media jornada, había preparado una bandejita con la jeringa hipodérmica. De la nevera sacó, entonces, un recipiente de cristal transparente en que había la droga en cuestión.
—Sí, todo listo.
A la cabecera del lecho de Mary Rowe estaba el mismo médico de la mañana, el doctor Overton. John Rowe esperaba un poco al margen. Andrew explicó en qué consistía la droga al médico, un tejano de carácter extravertido y de cuerpo fornido, que exclamó:
—¿Qué se propone, un milagro?
—No —contestó secamente Andrew. Y volviéndose al marido de Mary Rowe, dijo—: Quiero advertirle de nuevo, John, que el resultado del experimento es muy incierto. Si no fuera que, dadas las circunstancias…
—Lo he comprendido. —La voz había sido baja, cargada de emoción.
La enfermera preparó a la inconsciente Mary Rowe para la inyección, que tenía que ser intramuscular, y en la nalga, tal como Andrew había ya explicado al médico de turno.
—Según el laboratorio productor de la droga, la dosis tiene que repetirse cada cuatro horas. Lo he dejado escrito, pero prefiero dejárselo encomendado a usted particularmente…
—Descuide, jefe. Todo irá bien. —El médico añadió en voz baja—: ¿Organizamos una apuesta? Yo apuesto por un empate…
Andrew le mandó callar con una mirada. El tejano había estado haciendo prácticas en el hospital desde hacía más de un año, y había demostrado ser muy competente, pero de una falta de sensibilidad absoluta.
La enfermera terminó de dar la inyección y luego tomó el pulso y la presión sanguínea de la enferma.
—Ninguna reacción, doctor. Ningún síntoma de cambio vital.
Andrew hizo un gesto de alivio con la cabeza. No había esperado una reacción positiva, y sí, en cambio, la posibilidad de alguna negativa, teniendo en cuenta el estado experimental de la droga. Seguía dudando, sin embargo, de que Mary Rowe sobreviviera lo que quedaba de noche.
—Llámeme a mi casa si empeora —ordenó. Luego se marchó, no sin antes decir al marido—: Buenas noches, John.
Al llegar a su apartamento, cayó en la cuenta de que no había informado de lo sucedido a la representante de Felding-Roth, a quien había dejado en la sala de estar del hospital. Esta vez se acordó de su nombre, De Grey. ¿Cindy? No, Celia. Iba a llamar por teléfono, cuando se dijo que lo más probable es que ella misma se hubiera puesto al corriente. Hablaría con ella mañana.