25

—Este sitio es muy agradable —dijo Carolyn—, y sirven unas copas estupendas, pese a que cobran el doble de lo que deberían. Big Charlie, ¿eh? Me gusta.

—He pensado que te gustaría.

—También me gusta la chica que toca el piano. Me pregunto si será lesbiana.

—Dios mío…

—¿Qué tiene de malo preguntárselo? —Bebió un trago y dejó su vaso sobre la mesa—. Te dejaste algunas cosas —dijo—. A pesar de que lo explicaste todo y conseguiste que todas las piezas encajaran, te dejaste algunas cosas.

—Bueno, lo que conté ya era bastante confuso de por sí. Quería evitar que os resultara imposible seguir el hilo de la explicación.

—Ya. Muy amable de tu parte. Te dejaste lo del gato.

—Oh, no —exclamé—. Habían asesinado a dos hombres y robado varios cuadros. No podía hacerle perder el tiempo a la gente hablando de un gato secuestrado. Además, ya se había pagado el rescate y devuelto el gato, de modo que no tenía sentido hablar de ello.

—Ya. Alison era la otra nieta de Haig Petrosian, ¿verdad? La nieta que iba a cenar los domingos a Riverside Drive. Es la prima de Elspeth, y su padre es el tío de Elspeth, Willy.

—Bueno. El parecido era sorprendente. ¿No recuerdas que la miraste fijamente en la librería? Lo gracioso es que en un principio pensé que Andrea era la prima desaparecida, porque ella y Elspeth tienen la misma costumbre de ladear la cabeza. Pero no era más que una coincidencia. En cuanto vi a Alison me di cuenta de que era ella la prima, no Andrea.

—Andrea Barlow.

—En efecto.

—La dejaste al margen, ¿verdad? No mencionaste que te topaste con ella en el piso de Onderdonk, y menos aún que os disteis un revolcón en la alfombra.

—Bueno, hay cosas que deben permanecer en secreto —respondí—. Entre las cosas que me dijo hubo una que era verdad. Andrea tuvo una aventura con Onderdonk, y su marido lo sabía, lo cual probablemente contribuyó a que lo matará con más placer. Luego debió de jactarse de lo que había hecho, y Andrea tuvo miedo de que la policía registrara el piso y descubriera unas fotos que Onderdonk había hecho de los dos con una Polaroid con disparador automático. Fue por ellas, las encontró (o no, quién demonios sabe), y se tropezó conmigo. No es de extrañar que se quedara aterrada. Debió de hallar el cadáver de Onderdonk en el armario, por lo que sabía que no era él. ¿Quién podía ser entonces? O la policía, en cuyo caso tendría que recurrir la imaginación para explicar su presencia allí, o su marido asesino, que venía a matarla y dejarla junto al cadáver de su amante. En cualquier caso, estaba metida en un buen lío.

—Por lo que, al ver que eras tú, se sintió tan aliviada que le embargó la pasión.

—O eso, o pensó que podría escapar dándose un revolcón conmigo —dije—, aunque estoy dispuesto a otorgarle el beneficio de la duda. En cualquier caso, no tenía sentido mencionarle todo eso a la policía.

—Sobre todo si tenemos en cuenta que quieres hacer con ella lo que te imaginas con lo que ya sabes.

—Bueno…

—¿Por qué no? Tiene un buen par de lo que te imaginas. Creo que necesito otra copa… Oye, ¿no te encantan esos vestiditos que llevan las camareras? Vamos a pedir otra ronda, y luego me cuentas qué ha ocurrido realmente con los cuadros.

—Ah, los cuadros…

—Sí, los cuadros. Que si este es de aquí y ese de allá; que si este lo cortaron del marco, pero ese no. Así no hay quien se aclare. Aunque sé que una parte de lo que dijiste es cierto y que otra parte no lo es, quiero saber toda la historia de principio a fin. Pero antes quiero otra copa.

¿Quién podía negarle nada? Consiguió lo que quería: primero la copa y luego la explicación.

—El cuadro que Ray devolvió a Orville Widener, el tipo de la compañía de seguros, fue uno que pintamos Denise y yo —dije—. Como es natural, Barlow destruyó el lienzo que había robado del piso de Onderdonk. Todo lo que tenía que hacer era hacerlo jirones y echarlo al incinerador. Estoy seguro de que eso fue lo que hizo. El lienzo que le di a Ray, y que este a su vez dio a Widener, fue el que corté del marco que dejé en el Hewlett. Da igual que no coincida con los trozos de marco que aparecieron en el armario junto con el cadáver de Onderdonk, porque ese marco acabará perdiéndose oportunamente. Ray se ocupará de ello.

—¿Y el cuadro que Reeves se llevó? ¿Era el que te llevaste del Hewlett? ¿En el museo siempre han tenido expuesta una falsificación pintada con acrílicos?

—Claro que no. Turnquist era pintor y no tenía prisa. No empleó acrílicos, sino óleos, como Mondrian, y el cuadro del Hewlett era obra suya.

—Pero lo que Reeves se llevó…

—Es la segunda falsificación que pintamos Denise y yo grapada al marco del Hewlett. Recuerda que fue el sello grabado en el bastidor lo que convenció a Reeves. Para sacar el cuadro de museo, quité las grapas al lienzo y desarmé el marco. Al armarlo de nuevo, no tuve más que grapar el acrílico falso al marco del Hewlett.

—Y Reeves piensa que ese es el cuadro que han tenido siempre en el museo.

—Eso parece. De todos modos, qué más da: una falsificación es una falsificación…

—No sabía que Denise hubiera pintado dos falsificaciones.

—En realidad pintó tres. Uno lo cortamos; dejé el marco y algunos fragmentos en el Hewlett y el resto se lo devolvimos a Orville Widener; otro se lo llevó Reeves al Hewlett.

—¿Y el tercero?

—Está colgado en una pared de la galería El Estrecho y muestra una pequeña diferencia con respecto a los otros: el monograma de la firma es DR en lugar de PM. Denise está muy orgullosa de él, aunque yo le ayudé a pintarlo, y Jared también.

—Denise pintó tres falsificaciones y Turnquist pintó dos. Has dicho que Barlow destruyó una de las falsificaciones de Turnquist. ¿Qué ha sido de la otra, la que te llevaste del Hewlett?

—Ah… —exclamé—. Ha sido confiscada.

—Bern, por Dios… El cuadro que ha sido confiscado es el auténtico, el que pintó Mondrian, ¿no te acuerdas? Todo el mundo está reclamándolo, por lo que va a haber juicios durante años y… Vaya…

Debí de sonreír.

—Bern, no me digas que…

—¿Por qué no? Ya oíste lo que dijo Lloyd Lewes. Miró el lienzo que trajeron los dos agentes y dijo que era un óleo y que parecía auténtico. Al fin y al cabo, lleva años en el Hewlett, y nadie ha sospechado nada. Ahora es posible que permanezca guardado en un armario cerrado con llave de la comisaría unos cuantos años más, y tampoco sospechará nadie absolutamente nada. Lo llevaba encima anoche cuando entré en el piso de Barlow, lo grapé a un bastidor y lo dejé donde la policía pudiera encontrarlo.

—¿Y el verdadero Mondrian?

—Estaba en el piso de Barlow, por supuesto. Lo quité del bastidor y grapé la falsificación de Turnquist en su lugar. Recuerda que necesitaba un bastidor para el lienzo de Turnquist.

—Porque el bastidor que tenía en el Hewlett lo habías utilizado para poner una de las falsificaciones de Denise.

—Sí.

—¿Sabes cuál es el problema? Hay demasiados Mondrian. Este asunto parece una novela de Nero Wolfe, ¿verdad? Demasiados cocineros, Demasiados clientes, Demasiados detectives, Demasiadas mujeres. Y Demasiados Mondrian.

—Sí.

—Denise pintó tres acrílicos falsos, Turnquist pintó dos óleos falsos y Mondrian pintó uno. Sólo que el suyo es el auténtico, aunque ya veo que tienes intención de mantenerme en la incertidumbre por tiempo indefinido. ¿Qué ha sido del Mondrian auténtico?

—Se lo ha quedado su legítimo dueño.

—¿Elspeth Petrosian? ¿O Alison? Tiene tanto derecho sobre él como su prima.

—A propósito de Alison…

—Pues sí, a propósito de Alison… —repitió Carolyn con pesar—. Al darte cuenta de que eran primas, supiste que Elspeth era armenia. Miraste en la guía y…

—No exactamente. Examiné unos documentos que tenía en su oficina y averigüé cuál era su apellido de soltera. Es más sencillo que consultar un listín de teléfonos.

—¿Es así como recuperaste el gato? —Puso la mano sobre la mía—. He acabado averiguándolo, Bernie; ha sido inevitable. Fue ella quien robó mi gato, ¿verdad? Por eso ponía esa voz de nazi cuando hablaba conmigo: porque de lo contrario la hubiera reconocido. Contigo hablaba de manera normal porque no te conocía. Y estaba nerviosa cuando fue a mi piso y vio que estabas allí porque pensó que su voz te sonaría de cuando habíais hablado por teléfono. ¿Te sonó?

—Pues no. Estaba demasiado ocupado fijándome en el parecido que guardaba con su prima Elspeth.

—No se portó tan mal —dijo Carolyn pensativamente—. No hizo daño a Archie, si exceptuamos que le cortó el bigote, lo cual está lejos de ser una mutilación. A medida que fuimos conociéndonos, las conversaciones telefónicas con la nazi se hicieron más tranquilizadoras, hasta que llegó un momento en que prácticamente dejé de preocuparme por el gato. ¿Sabes qué? Creo que cuando volvimos al piso y vimos que el gato estaba allí, Alison se sintió tan aliviada como yo.

—No me extraña.

Carolyn bebió un trago de su copa.

—Bern, ¿cómo logró abrir mis cerraduras?

—No las abrió.

—¿Cómo?

—Les gustaba a tus gatos, ¿recuerdas? Sobre todo a Archie. Cruzó un edificio de la manzana, salió al patio y, diciéndole cosas cariñosas, consiguió hacerle salir por entre los barrotes de la ventana. Una persona no podía entrar, pero un gato sí podía salir. Por eso no había huellas de su visita dentro del piso. No entró en el piso más que cuando fue contigo. No tuvo necesidad de hacerlo. El gato se le echó en brazos.

—¿Cuándo averiguaste todo esto?

—Cuando vi a Ubi medir la distancia entre los barrotes con el bigote. Cabían, lo que significaba que su cabeza también cabía, lo que a su vez significaba que su cuerpo también cabía. Entonces comprendí que tenía que haber ocurrido así, lo cual significaba que tenía que haberlo hecho una persona que al gato le gustara, y tú me habías dicho cuánto le gustaba Alison al gato.

—Pues sí, los gatos tienen facilidad para juzgar el carácter de la gente. Bernie, ¿ibas contarme todo esto?

—Bueno…

—¿Ibas a contármelo o no ibas a contármelo?

—Bueno, no estaba seguro. Tenía la impresión de que estabas a gusto con Alison y pensaba que antes de decir nada lo mejor sería dejar que la relación terminara.

—Creo que ya ha terminado. —Carolyn apuró su copa y suspiró—. Mira, he recuperado mi gato —dijo—, he vivido unas cuantas emociones y Alison me prestó una gran ayuda en el Hewlett. No sé si hubiera podido hacer lo del petardo y el incendio sin ella. Además, me fui a la cama con ella, de manera que no debería guardarle rencor.

—Eso es más o menos lo que pienso sobre el asunto de Andrea.

—Además es posible que quiera volver a verla.

—Eso mismo es lo que pienso sobre el asunto de Andrea.

—Pues bien. He salido bien parada.

—No te olvides de la recompensa.

—¿Qué?

—Es de la compañía de seguros. Los treinta y cinco mil dólares. Ray se va a quedar la mitad del remanente cuando Wally cobre sus honorarios; el resto os lo repartiréis tú y Denise.

—¿Por qué?

—Porque las dos habéis trabajado para conseguirla. Denise se ha esforzado como Miguel Ángel en la capilla Sixtina y tú te arriesgaste a que te arrestaran en el Hewlett, por lo cual vas a ser recompensada.

—¿Y tú qué, Bern?

—Yo me quedo con los sellos de Appling, ¿recuerdas? Y con los pendientes de rubí de su esposa, aunque me temo que no son rubíes. Creo que son espinelas. Es curioso, porque casi me siento culpable por quedármelos, pero ¿cómo voy a devolverlos ahora? Si hay algo de lo que estoy seguro es que no voy a entrar a robar en el Carlomagno nunca más.

—Se me habían olvidado los sellos.

—Bueno, voy a venderlos —dije—; así podremos olvidarnos todos de ellos.

—Buena idea. —Tamborileó con los dedos sobre la mesa—. Robaste esos sellos antes de que ocurriera nada —dijo—. Bueno, casi. Mientras entrabas a robar en el piso de Appling, Barlow estaba asesinando a Onderdonk. Me entran escalofríos de pensar en ello.

—A mí también, si lo dices de esa manera.

—Pero la mayor parte ocurrió después de que robaras lo sellos, y tú no has sacado nada por ello. Te has gastado un montón de dinero y has tenido que pagar una fianza.

—La fianza la voy a recuperar. Tengo que pagar los honorarios de la persona que se encarga de ellos, pero eso no tiene importancia. Wally no va a cobrarme nada después de todo el trabajo que le he conseguido. Eso sí, he tenido varios gastos secundarios, desde los viajes en taxi hasta el picahielos que dejé en la habitación de Jacobi.

—Y el hidrato cloral que dejaste en el piso de Onderdonk.

—No era hidrato cloral. Era polvo de talco.

—El policía dijo que sabía a hidrato cloral.

—Y Ray dijo que se había hecho una grabación del soplo de Jacobi y también que había sangre en el picahielos. Quizá te asombre, pero hay policías que mienten.

—No te haces una idea de cómo me asombro. En todo caso, has tenido gastos y todo lo que has conseguido ha sido tu libertad.

—¿Y qué?

—¿Entonces no quieres parte de la recompensa? ¿Cuánto son treinta y cinco mil menos los honorarios de Wally? ¿Treinta mil?

—Pongamos esa cantidad. No sé si se atreverá a aceptarla, pero los abogados son imprevisibles.

—Treinta mil menos la mitad que se lleva Ray son quince mil. Si dividimos eso entre tres son cinco mil cada uno, que ya es bastante. ¿Por qué no te quedas con una tercera parte, Bern?

Negué con la cabeza.

—Ya tengo los sellos —dije—, y eso sí es bastante. Además tengo otra cosa.

—¿Qué? Un revolcón con Andrea y otro con Eva DeGrasse. ¡Vaya una cosa!

—Algo más.

—¿Qué?

—Voy a darte una pista —dije—. Consiste en ángulos rectos y colores primarios, y voy a colgarlo encima de mi sofá. Creo que es donde mejor queda.

—¡Bernie!

—Ya te lo he dicho. El Mondrian se lo queda su legítimo dueño. ¿Y quién crees que tiene más derecho sobre él?

Te diré algo más, querido lector. Queda precioso allí.