Después de decirle unas palabras a su esposa (algo acerca del abogado al que tenía que llamar y dónde podía localizarlo), dos agentes uniformados se llevaron a J. McLendon Barlow esposado. Francis Rockland se quedó en el piso, al igual que Ray Kirschmann.
Se produjo un respetuoso silencio, que al final rompió Carolyn Kaiser.
—Barlow debió de matar a Turnquist —dijo—, porque era el pintor que trabajaba para él y podía desenmascararle, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
—Turnquist era el pintor, en efecto, y es posible que, si lo hubiera considerado conveniente, Barlow lo hubiese matado tarde o temprano. Pero en ningún caso habría venido a mi librería a hacerlo. Recuerda que Barlow me dijo que era Onderdonk, y que bastaba con que yo lo viera paseando por ahí sano y fuerte para que todo el plan se fuese al garete. Yo creo que Barlow ni siquiera llegó a salir de su piso después del asesinato. Quería desaparecer hasta que yo estuviera entre rejas, donde yo no podría verle. ¿No es así, señora Barlow?
Todas las cabezas se volvieron hacia la mujer que ahora estaba sentada sola en el sofá, quien ladeó la cabeza, empezó a decir algo y finalmente se limitó a hacer un gesto de asentimiento.
—Edwin P. Turnquist era pintor —dije—, y un ferviente admirador de la obra de Mondrian. Nunca se consideró a sí mismo un falsificador. Dios sabe cómo lo encontraría Barlow. Turnquist hablaba con personas desconocidas en los museos y las galerías, así que es posible que se conocieran así. En cualquier caso, Barlow se pegó a él porque sabía que podía utilizarle, y al final consiguió que le copiara cuadros. Turnquist obtenía una gran satisfacción al ver sus obras en museos respetables. Era un visitante frecuente del Hewlett, señor Reeves. Todos los encargados lo conocían.
—Oh… —exclamó Reeves.
—Sólo pagaba diez centavos.
—Es correcto —dijo Reeves—. Nos da igual lo que se pague, con tal de que se pague algo. Es una de las normas del museo.
—Esa y la exclusión de los jóvenes. Pero no importa. Cuando Barlow empezó a sentir pánico a causa de la próxima retrospectiva, señor Danforth, hizo una llamada a Edwin Turnquist. Supongo que le instó a que desapareciera de vista. La esencia de su conversación no tiene importancia. Lo que sí la tiene es que Turnquist cayó en la cuenta de que Barlow no sólo había estado burlándose del mundo del arte desde el principio, sino que había estado ganando enormes sumas de dinero gracias a ello, por lo que, como el idealista que era, se sintió escandalizado. Él se había sentido satisfecho con el salario de subsistencia que ganaba como falsificador de Barlow; lo del arte por el arte le parecía bien, pero no que Barlow se beneficiara con el juego.
Miré al barbudo de pelo castaño y lacio.
—Fue entonces cuando intervino usted, ¿no, señor Jacobi?
—Nunca llegué a intervenir.
—Usted era amigo de Turnquist.
—Bueno, lo conocía.
—Se alojaban en la misma pensión de Chelsea y en el mismo piso.
—Sí, lo conocía porque hablábamos de vez en cuando.
—Usted se asoció con Turnquist. Uno de los dos siguió a Barlow hasta mi tienda. Luego, sólo unas horas antes de que yo viniera aquí a tasar los libros, usted vino a mi librería y trató de venderme un libro que había robado de una biblioteca pública. Quería que se lo comprara sabiendo que era un libro robado, imaginó que lo haría porque pensaba que yo vendía obras de arte falsas o robadas. Pensó que de ese modo tendría oportunidad de dominarme, pero al ver que yo no mordía el anzuelo, no supo qué hacer.
—Tal como lo describe, parece algo siniestro —dijo Jacobi—. Eddie y yo no sabíamos qué pintaba usted en el asunto y yo quería averiguarlo. Pensé que si le vendía el libro de mariposas, usted me revelaría algún detalle. Pero no fue así.
—Y no insistió.
—Pensé que era una persona honrada. Un vendedor de libros que rechaza un trato de esas características no se dedica a la compraventa de objetos robados.
—Pero el viernes por la mañana usted cambió de parecer evidentemente, porque vino a mi tienda con Edwin Turnquist. Para entonces ya me habían arrestado por el asesinato de Onderdonk y puesto en libertad bajo fianza, por lo que se figuró que debía de tener alguna relación con el asunto. Turnquist, por su parte, quería hacerme saber qué se traía Barlow entre manos. Probablemente había adivinado que me habían tendido una trampa y quería ayudarme a demostrar mi inocencia. —Bebí un sorbo de café—. Abrí la tienda y luego fui a visitar a una amiga que trabaja en la misma calle, a un par de puertas. Puede que entraran después de que yo me fuera. Puede que fuesen los dos vagabundos que vi acechando en un portal. Puede que se entretuvieran a propósito en la acera de enfrente hasta que me vieron salir. En cualquier caso, entraron. Había cerrado la puerta con el pestillo, lo cual no debió de plantearle ningún problema a un hombre capaz de robar libros ilustrados de gran tamaño de una biblioteca.
—Yo no soy un ladrón de libros, maldita sea —objetó Jacobi—. Eso lo hice únicamente para despertar su interés.
Dejé pasar aquello por el momento.
—Una vez dentro —dije—, echó el cerrojo para que nadie entrara y le interrumpiera. Llevó a su buen amigo Turnquist al fondo de la tienda, donde nadie pudiera verlos, le clavó un picahielos en el corazón y lo dejó sentado en el retrete.
—¿Por qué habría yo de hacer eso?
—Porque podían ganar dinero con aquel asunto y él lo estaba echando a perder. Tenía toda una colección de cuadros falsos que había pintado en su tiempo libre y estaba planeando destruirlos. Usted se imaginó que valían dinero y probablemente estaba en lo cierto. Además Turnquist tenía pillado a Barlow, así que en cuanto yo estuviera entre rejas y dejara de suponer un peligro, usted podría apretarle las tuercas a Barlow y chantajearle todo lo que quisiera. Si Turnquist hablaba, le quitaba su vale de la comida. Decidió matarlo, y pensó que si lo mataba en mi librería, era muy probable que me colgaran a mí el asesinato. De esa manera me quitaría de en medio y tendría más facilidad para presionar a Barlow.
—De modo que lo maté allí mismo, en su librería.
—Eso es.
—¿Y luego me fui?
—No inmediatamente, ya que todavía estaba en ella cuando regresé. Al volver encontré echado el cerrojo, cuando había dejado la puerta cerrada con el pestillo; que el cerrojo estuviera echado significaba que usted seguía dentro. Supongo que se escondería entre las estanterías o en la trastienda y se marcharía disimuladamente después de que yo abriera. Esto me tuvo perplejo durante un rato, porque atendí a una cliente poco después de abrir —miré expresivamente a Elspeth Petrosian— y ni siquiera me había dado cuenta de que había entrado en la librería. En un primer momento sospeché que era ella quien había estado escondida en la trastienda y había asesinado a Turnquist, pero eso no tenía sentido. Es probable que usted se fuera cuando ella entró o que saliera disimuladamente durante la conversación que mantuve con ella. Fue una conversación larga e intensa, y estoy seguro de que usted pudo marcharse sin que ninguno de los dos se diera cuenta.
Jacobi se levantó, pero Ray Kirschmann le imitó acto seguido. Francis Rockland, que ya estaba en pie, se acercó a una distancia desde la que tenía a Jacobi al alcance de la mano.
—No puede demostrar nada de lo que ha dicho —dijo Jacobi.
—Hemos registrado su habitación —le dijo Ray afablemente—. Guarda en ella el número suficiente de libros de propiedad municipal para abrir una sucursal de biblioteca.
—¿Y qué? Son robos de poca monta.
—Son unas ochocientas acusaciones de robo de poca monta. Sume todas estas condenas cortas y le saldrá una sentencia bastante considerable.
—Es cleptomanía —dijo Jacobi—. Siento la necesidad imperiosa de robar libros de biblioteca. No hago daño a nadie, y al final los devuelvo. Eso no me convierte en un asesino.
—También hemos encontrado unos cuadros —dijo Ray—. Falsos, por supuesto, aunque será mejor que no se fíen de mí. El señor Lewes es el experto aquí, y todo lo que puedo decir es que eran pinturas sin marco. Pero ¿qué apuestan a que son obra de su amigo Turnquist?
—Me los regaló. Son el regalo de un amigo. A ver si puede demostrar lo contrario.
—Hemos encargado a una persona que pregunte en todas las puertas de su pensión. ¿Qué apuesta a que encontramos a alguien que le vio llevar esas pinturas de la habitación de Turnquist a la suya? Y seguro que le vio después de que le asesinaran y antes de que se descubriera el cadáver. A ver si usted puede explicar eso. Además hemos encontrado una nota en la habitación de Turnquist, con el nombre y la dirección de Bernie, que es igual a la que encontramos en el cadáver. ¿Quiere apostar a que es su letra y no la de él?
—¿Y eso qué demuestra? ¿Qué tiene de malo que le escribiera el nombre y la dirección?
—También llamó a la policía para dar un soplo. Dijo que si queríamos saber quién había matado a Turnquist deberíamos preguntárselo a Bernie Rhodenbarr.
—Sería otra persona. Yo no llamé.
—¿Y si le dijera que se graban todas las llamadas que se reciben? ¿Y si le dijera que la identificación de su voz es tan válida como la de sus huellas dactilares?
Jacobi guardó silencio.
—Hemos encontrado algo más en su habitación —dijo Ray—. Enséñaselo, Francis.
Rockland metió una mano en el bolsillo y sacó un picahielos. Richard Jacobi lo miró fijamente (bueno, qué demonios: él y el resto de las personas que había en la habitación) y pensé que iba a desmayarse.
—Lo han dejado ustedes en mi habitación para inculparme —dijo.
—¿Y si le dijera que tiene restos de sangre? ¿Y si le dijera que el grupo sanguíneo es el mismo que el de Turnquist?
—Debí de dejarlo en la librería —barbotó Jacobi—. Pero eso es imposible. Lo arrojé a un contenedor de Dempsey. A menos que me equivoque y se me cayera en la librería… Pero no; recuerdo que lo llevaba en la mano cuando salí.
—Para poder clavármelo si yo me interponía en su camino —añadí.
—Usted ni siquiera sabía que me encontraba allí. Y no me siguió. No me siguió nadie. Nadie me vio salir; di la vuelta a la esquina con un picahielos escondido bajo la chaqueta, eché a andar por Broadway y lo tiré al primer contenedor que vi. Es imposible que usted lo sacara de allí. —Se estiró triunfalmente cuan largo era—. De modo que es un farol. Si ese picahielos tiene algo de sangre, no es la de Eddie. Alguien lo ha puesto en mi habitación, y de todos modos no es el arma homicida.
—Supongo que será una casualidad que hayamos encontrado otro picahielos en su habitación —dijo Ray—. Pero como nos ha dicho dónde tenemos que ir a buscar el otro, no creo que nos resulte difícil encontrarlo. En cualquier caso será más fácil que buscar una aguja en un pajar. ¿Qué más quiere decirnos?
—No tengo nada más que decir —dijo Jacobi.
—Está en su derecho —dijo Ray—. A decir verdad, tiene derecho a guardar silencio y a…
Etcétera, etcétera…
Cuando Rockland se hubo llevado a Jacobi, Ray Kirschmann dijo:
—Ahora llega lo mejor. —Fue a la cocina y volvió con mí tubo cilíndrico de metro y medio de largo, le quitó la tapa y sacó de él un lienzo enrollado. Lo desenrolló, y que me cuelguen si no era un lienzo conocido.
Barnett Reeves preguntó qué era.
—Un cuadro —le dijo Ray—. Otro Mondrian, si no fuera porque es una falsificación. Turnquist lo pintó para Barlow y este se lo vendió a Onderdonk y se lo robó tras matarle. Corresponde exactamente al marco roto y los jirones de lienzo que encontramos junto con el cadáver de Onderdonk en el armario de su dormitorio.
—No me lo puedo creer —dijo la señora Barlow—. ¿Está diciendo que mi marido se llevó eso y no fue lo suficientemente inteligente para destruirlo?
—Es probable que no tuviera ocasión de hacerlo, señora. ¿Qué iba a hacer? ¿Tirarlo al incinerador? ¿Y si lo recuperaban? Lo guardó donde pensó que estaría seguro con la intención de destruirlo cuando dispusiera del tiempo para hacerlo. Pero actuando por iniciativa propia he logrado encontrarlo mediante la aplicación de técnicas de investigación policiales de probada eficacia. —Dios santo…—. En cualquier caso —prosiguió, entregándoselo a Orville Widener—, aquí lo tiene.
Widener puso la misma cara que si su perro le hubiera llevado carroña a casa.
—¿Qué significa esto? —preguntó—. ¿Por qué me lo da a mí?
—Acabo de decirle lo que es —contestó Ray—, y se lo doy para que me pague la recompensa.
—¿Qué recompensa?
—La recompensa de treinta y cinco mil dólares que su compañía va a desembolsar por el cuadro que tiene asegurado. Le entrego el cuadro en presencia de testigos y le reclamo la recompensa.
—Debe usted de haber perdido el juicio —le espetó Widener—. ¿Cree que voy a pagarle ese dinero por una falsificación que no vale nada?
—Es una falsificación, de acuerdo, pero no es cierto que no valga nada. Más vale que me pague treinta y cinco mil de los grandes y que de paso me lo agradezca, porque de lo contrario tendrá que soltarle diez veces más al primo de Calgary.
—Eso es un disparate —dijo Widener—. No tenemos que pagarle nada a nadie. Este cuadro es una falsificación.
—Da igual —dijo Wally Hemphill, con una mano sobre su rodilla herida—. Onderdonk pagó las primas y ustedes las aceptaron. El hecho de que el cuadro sea una falsificación y de que se pagara una póliza excesiva por él no le exime de su responsabilidad. El asegurado actuó de buena fe: es indudable que creía que era auténtico y que pagó un precio proporcional a la póliza que firmó para asegurarlo. Tendrán que devolver el cuadro asegurado a mi cliente de Calgary, o de lo contrario tendrán que abonarle trescientos cincuenta mil dólares por la pérdida.
—Habrá que ver qué dicen nuestros asesores legales al respecto.
—Le dirán lo que acabo de decirle —dijo Wally—. No sé por qué se irrita usted. Este asunto les va a salir barato. Si no fuera por el detective Kirschmann aquí presente, tendrían que pagar el total del valor asegurado.
—Entonces el detective Kirschmann va a costarle dinero a su cliente, ¿no es así, señor abogado?
—Creo que no —dijo Wally—, porque necesitamos la falsificación como prueba en nuestra demanda contra Barlow. Barlow posee dinero, parte del cual obtenido del difunto primo de mi cliente, y tengo intención de demandarle para recuperar el dinero que le cobró por el Mondrian falso. También represento al detective Kirschmann, de modo que no crea que van a poder escurrirse y evitar el pago de su recompensa.
—Somos una compañía de toda confianza. Me ofende que utilice la palabra «escurrirse».
—Vamos, por favor… —exclamó Wally—. Pero si fueron ustedes quienes inventaron esa palabra.
Barnett Reeves carraspeó.
—Quisiera hacer una pregunta —dijo—. ¿Qué me dicen del cuadro auténtico?
—¿Qué? —exclamó alguien. O probablemente varias personas, a decir verdad.
—El cuadro auténtico —dijo Reeves, señalando el lienzo que Lloyd Lewes había autenticado antes de que se hicieran varias de las revelaciones que se habían hecho—. Si no hay inconveniente, desearía llevármelo a la galería Hewlett, que es donde debe estar.
—Espere un momento —dijo Widener—. Si mi compañía va a pagar treinta y cinco mil dólares…
—Ese dinero es por eso de ahí —dijo Reeves—. Yo quiero mi cuadro.
—Y ese es el que se va a llevar —dije señalando el acrílico que colgaba sobre la chimenea—. Ese es el cuadro que estaba expuesto en su galería, señor Reeves, y ese es el que se va a llevar.
—Nunca deberíamos haberlo expuesto. El señor Barlow nos donó un Mondrian auténtico…
—Pues no —dije—. Les donó una falsificación, y ni siquiera les engañó al hacerlo, ya que no les costó ni un dólar. El señor Barlow defraudó a Hacienda, y es probable que tenga que hablar con ellos al respecto. Sin embargo, a ustedes no les defraudó, a menos que consideren que dejarles en ridículo sea un fraude, pero esto no tiene importancia. Ustedes no tienen ningún derecho sobre el cuadro.
—Entonces ¿quién lo tiene?
—Yo —dijo la señora Barlow—. Los agentes lo han cogido de mi piso, pero eso no significa que mi marido y yo hayamos perdido su derecho de propiedad.
—El derecho de propiedad no es suyo —dijo Reeves—, porque se lo entregaron al museo.
—Eso no es cierto —dijo Wally—. Es a mi cliente de Calgary a quien le pertenece el cuadro. El cuadro debería ser entregado a Onderdonk, de manera que ahora será entregado a sus herederos.
—¡Todo esto es un disparate! —gritó Elspeth Peters—. Ese ladrón de Barlow nunca ha tenido el título de propiedad del cuadro. El cuadro me pertenece a mí. Me lo prometió mi abuelo Haig Petrosian, y alguien lo robó antes de que pudieran cumplirse sus deseos. Me da igual cuánto pagó Barlow por él y a quién se lo vendió o dejó de vendérselo. Nunca trató con el legítimo propietario del cuadro. Ese cuadro es mío.
Ray Kirschmann se acercó al cuadro y apoyó una mano en él.
—A partir de ahora este cuadro es una prueba —dijo—, y por tanto lo confisco. Ustedes tendrán todas las reivindicaciones y teorías que quieran, pero el cuadro permanecerá en la comisaría mientras ustedes se dedican a llevarse a juicio los unos a los otros, lo cual es posible que les tenga entretenidos durante mucho tiempo una vez los abogados pongan manos a la obra. —Entonces se volvió hacia Reeves y le dijo—: Yo de usted, cogería el otro cuadro, me lo llevaría al museo y lo colgaría donde estaba. Para cuando la prensa se haga eco de este asunto, la mitad de la ciudad querrá verlo, tanto si es una falsificación como si no lo es. Puede perder el tiempo preocupándose por que le hayan dejado en ridículo, pero de esa manera sólo conseguirá quedar en un ridículo todavía mayor, dado que, haga lo que haga, el público va a rodear la manzana haciendo cola para mirar esto. Ya me dirá usted qué tiene eso de malo.