—Ah, estupendo —dije—. Todo el mundo está aquí.
Y, en efecto, así era. Ray Kirschmann había sido el primero en aparecer, flanqueado por tres muchachos vestidos de azul y de buen color en la cara. Habló con alguien abajo, y un par de empleados del edificio subieron al piso de Onderdonk y trajeron unas cuantas sillas plegables como suplemento de las piezas estilo Luis XV que ya teníamos a nuestra disposición. Luego los tres guardas uniformados se distribuyeron: uno se quedó arriba y los otros dos fueron abajo a esperar a la gente y escoltarla conforme fuera llegando al tiempo que Ray iba a recoger a algunas de las otras personas que había en la lista.
Mientras ocurría todo esto, yo estuve en el dormitorio del fondo con un libro y un termo de café. Estaba leyendo El coronel Jack, de Defoe. Defoe vivió setenta años sin escribir una sola frase aburrida, pese a lo cual tuve alguna dificultad para concentrarme en su narración. Aun así esperé a que llegara el momento propicio. A todo el mundo le gusta hacer una entrada espectacular.
Que fue lo que finalmente hice, diciendo: «Ah, estupendo, todo el mundo está aquí». Fue alentador ver cómo todos volvían la cabeza al oír mis palabras y me seguían con la mirada mientras rodeaba el semicírculo de sillas y me sentaba en una butaca orejera de cuero de frente a ellos. Observé aquel pequeño mar de caras. Bueno, digamos que era un lago de caras. Estaban mirándome, o al menos la mayoría de ellas. Unas cuantas se volvieron para fijarse en lo que había encima de la chimenea; al cabo de un momento yo también lo hice.
¿Y por qué no? Allí estaba la Composición con color de Mondrian, colocado en el mismo lugar donde lo había visto la primera vez que había entrado en el Carlomagno y realmente resplandeciente con sus vivos colores primarios y sus sólidas líneas horizontales y verticales.
—Es un cuadro realmente impactante, ¿verdad? —Eché el cuerpo hacia atrás, crucé la piernas y me puse cómodo—. Naturalmente es el motivo por el que nos hemos reunido aquí. El interés común en la pintura de Mondrian es lo que nos une a todos.
Volví a mirarlos, no como grupo sino como individuos. Allí estaba Ray Kirschmann, por supuesto, sentado en la silla más cómoda y mirándome con un ojo a mí y con el otro a los demás. Aunque uno puede acabar estrábico de esa manera, a Ray le prestaba un gran servicio hacerlo.
No muy lejos de él, ocupando un par de sillas plegables, se encontraban mi compañera de fatigas y su compañera de lascivia. Carolyn llevaba una chaqueta verde y un pantalón de franela gris y Alison un pantalón color caqui y una camisa de Brooks Brothers a rayas con el cuello abotonado a la pechera y las mangas recogidas. Hacían una pareja atractiva.
No muy lejos de ellas, sentado junto a su esposa, estaba el señor J. McLendon Barlow. Era un hombre delgado, apuesto y casi elegante con el pelo gris pulcramente peinado y porte militar; en la postura en que se había puesto habría estado igual de cómodo sentado en una de las sillas plegables, y podría haber dejado que ocupara el sofá alguien que lo necesitara. Su esposa, que hubiera podido pasar por hija suya, era una criatura delgada de estatura media y ojos grandes que llevaba su largo y oscuro pelo recogido en un moño.
Detrás de los Barlow, a su derecha, había un hombre fornido que tenía la clase de cara que Mondrian habría pintado si se hubiera dedicado a pintar retratos. Todos sus rasgos eran ángulos rectos. Tenía papada, los ojos caídos, un bigote canoso y un pelo rizado tan negro como la tinta china, y se llamaba Mordecai Danforth. A primera vista, cualquiera hubiera dicho que el hombre que estaba sentado a su lado tenía ochenta años. Sin embargo, si uno lo miraba con detenimiento, podía doblar la cantidad. Era muy pálido, llevaba gafas sin montura y se llamaba Lloyd Lewes.
A unos metros de Lewes, a la derecha, estaba sentada Elspeth Petrosian con las manos cruzadas sobre el regazo, los labios prietos formando una fina línea, la cabeza ladeada y expresión de furia contenida. Iba impecablemente vestida con un vaquero Faded Glory, una blusa a juego y unos zapatos Earth con el tacón más bajo que la puntera. Estos zapatos estuvieron de moda hace unos años, cuando en los anuncios se sugería que si todo el mundo los llevara, el hambre y la peste desaparecerían de la faz de la tierra. Ya no se suelen ver, y sigue habiendo muchísima hambre y peste.
Detrás de Elspeth, y a su derecha, sentado en otra silla plegable, había un joven vestido con un traje oscuro que parecía el de los domingos. Nada que objetar, dado que ese era precisamente el día que era. Tenía los ojos castaños y húmedos y la barbilla un tanto hendida, y se llamaba Eduardo Meléndez.
A la derecha de Eduardo había otro joven, también vestido con traje, pero que calzaba un par de New Balance 730 en lugar de los sencillos zapatos negros de cordones que llevaba Eduardo. Yo podía ver el empeine de una de las zapatillas y la suela de la otra porque estaba sentado en una silla tapizada con la pierna derecha apoyada sobre una de las sillas plegables. Era Wally Hemphill, por supuesto. Me figuré que el punto sensible de su rodilla había pasado a ser un punto doloroso.
Denise Raphaelson estaba sentada a un par de metros de Wally. Aunque había manchas de pintura en el mono que llevaba y su camisa a cuadros empezaba a clarear en los codos, a mí me parecía que tenía buen aspecto. Evidentemente a Wally tampoco le parecía que tuviera mal aspecto, y el sentimiento era al parecer mutuo, a juzgar por las asiduas miradas que se lanzaban el uno al otro. Bueno, ¿por qué no?
El público estaba compuesto por cuatro hombres más. Uno tenía la cara ovalada, la frente despejada y apariencia de banquero de provincias en un anuncio de televisión, deseoso de prestarte dinero para que puedas arreglar tu casa y convertirla en un bien para la comunidad. Se llamaba Barnett Reeves. El segundo hombre tenía barba, botas y aspecto desaliñado, y cabía imaginárselo acercándose a un banquero y pidiéndole un préstamo para asistir a la universidad, y también recibiendo una respuesta negativa. Se llamaba Richard Jacobi. El tercero era un hombre de aspecto desvaído que llevaba un traje tan gris como su tez. Por lo que yo podía ver, carecía de labios, cejas y pestañas. Parecía un banquero auténtico, la clase de banquero que aprueba una hipoteca con la esperanza de embargar más adelante los bienes hipotecados. Se llamaba Orville Widener. El cuarto hombre era policía y llevaba uniforme, una pistola enfundada, una porra, un bloc de notas, esposas y toda la parafernalia de macho que suelen llevar los polis. Se llamaba Francis Rockland, y casualmente yo sabía que le faltaba un dedo del pie, aunque así de improviso no sabría decirte cuál.
Los miré y ellos me miraron a mí, y Ray Kirschmann, quien a veces creo que existe sólo para restar tensión a los momentos de gran dramatismo, dijo:
—No te entretengas más, Bernie.
Y dejé de entretenerme.
Dije:
—Supongo que estarán preguntándose por qué les he reunido a todos ustedes aquí, cabría decir, pero ese no es el caso. Ustedes ya saben por qué les he reunido aquí. Por tanto, como ya estamos reunidos, les diré…
—Ve al grano —sugirió Ray.
—Iré al grano —dije, asintiendo—. El caso es que un hombre llamado Piet Mondrian pintó un cuadro, y cuatro décadas más tarde un par de hombres fueron asesinados. Un hombre llamado Gordon Onderdonk fue asesinado en este mismo piso y otro hombre llamado Edwin Turnquist lo fue en una librería del Village. Mi librería del Village, da la casualidad. Al parecer yo soy, junto con Mondrian, el común denominador de esta historia. Salí de este piso minutos antes de que Onderdonk fuera asesinado y entré en mi propia tienda minutos después de que Turnquist fuera asesinado, y la policía sospechó que yo había cometido ambos crímenes.
—Quizá tuvieran buenos motivos para sospecharlo —sugirió Elspeth Petrosian.
—Tenían todos los motivos del mundo para hacerlo —dije—, pero yo tenía un punto a mi favor: sabía que no había matado a nadie. Es más, sabía que me habían tendido una trampa. Me habían hecho venir a este piso con el pretexto de que su dueño quería que tasara su biblioteca. Pasé un par de horas examinándola, calculé un precio y acepté unos honorarios por mi trabajo. Me marché tras haber dejado mis huellas dactilares por todo el piso. ¿Y por qué no había de hacerlo? No había hecho nada malo. Me daba igual dejar mis huellas dactilares en la mesita para el café o decirle mi nombre al conserje. Pero para mí estaba claro que me habían invitado a venir aquí con el único propósito de que quedara constancia de mi presencia en el piso y en consecuencia tuviera que cargar con un robo y un homicidio: el hurto de un cuadro y el brutal asesinato de su legítimo dueño.
Respiré.
—Alcanzaba a comprender todo esto —proseguí—, pero no le hallaba sentido, ya que quien me había tendido la trampa no era el asesino, sino la víctima. ¿Y qué sentido tiene eso? ¿Por qué habría de ir Onderdonk a mi tienda y contarme un cuento chino, inducirme a que viniera aquí, conseguir que dejara mis huellas dactilares en toda superficie plana donde pudieran quedar marcadas y luego meterse en otra habitación para que le aplastaran la cabeza?
—Quizá el asesino aprovechó la oportunidad —dijo Denise—, de la misma manera que ayer por la tarde un ladrón sagaz y oportunista aprovechó la ocasión para robar un cuadro.
—Eso pensé yo —dije—, pero seguía sin entender la postura de Onderdonk. Me había traído aquí para que cargara con la culpa de un delito. ¿Pero qué podía ser ese delito aparte de su asesinato? ¿El robo de su cuadro? Bien, esto parecía posible. Supongamos que Onderdonk decide simular un robo con el propósito de que la compañía le pague el seguro. ¿Por qué no darle más verosimilitud poniendo las huellas de un ladrón reformado allí donde los investigadores puedan encontrarlas con facilidad? No tenía mucho sentido, ya que yo podía justificar mi presencia en su piso, por lo que tenderme una trampa no suponía más que una complicación innecesaria. Pero muchísimas personas hacen estupideces, sobre todo los aficionados que se dedican a la delincuencia como si fuera un juego. De modo que cabía la posibilidad de que hubiera hecho eso y de que su cómplice en el plan le hubiese engañado y asesinado para luego dejar que el ladrón reformado cargara con el robo y el asesinato.
—Ladrón reformado… —masculló Ray—. Una vez pase, pero dos ya es demasiado. ¡Reformado!
Hice caso omiso y continué:
—Pero seguía sin hallarle sentido. ¿Por qué el asesino había atado a Onderdonk y lo había metido en un armario? ¿Por qué no se había limitado a matarlo y dejarlo donde hubiera caído? ¿Y por qué había cortado el Mondrian del bastidor? Eso es algo que hacen los ladrones en los museos, donde cada segundo cuenta. Sin embargo, este asesino disponía de todo el tiempo del mundo, según parece, por lo que pudo arrancar las grapas y quitar el cuadro del bastidor sin dañarlo. Es más, pudo envolverlo en papel de embalaje y llevárselo sin necesidad de tocar el bastidor.
—Usted ha dicho que era un aficionado —dijo Mordecai Danforth— y que los aficionados hacen cosas ilógicas.
—He dicho estupideces, aunque viene a ser prácticamente lo mismo. De todos modos, ¿cuántas estupideces puede cometer la misma persona? Seguía tropezándome con la misma contradicción. Gordon se tomó muchas molestias para tenderme una trampa y a cambio obtuvo que lo mataran. Pues bien, había algo que no acertaba a ver, pero ya saben lo que suele decirse en estos casos: los árboles me impedían ver el bosque. Estaba fijándome en los árboles, pero no podía ver el bosque. Sin embargo, poco a poco empecé a vislumbrarlo y luego se me hizo evidente. El hombre que me había tendido la trampa y la víctima del asesinato eran dos personas diferentes.
—Ve más despacio, Bern —dijo Carolyn—. El tipo que te trajo aquí y el que acabó con la cabeza aplastada…
—No eran el mismo tipo.
—No irás a decirme que el hombre que hay en el depósito no es Onderdonk —dijo Ray Kirschmann—. Lo han identificado de manera concluyente tres personas distintas. El tipo del que hablas es él: Gordon Kyle Onderdonk.
—En efecto. Pero fue otra persona la que vino a mi librería, se presentó diciendo que era Onderdonk, me invitó a venir aquí, me abrió la puerta, me pagó doscientos dólares por mirar unos libros y luego, en cuanto salí por la puerta, le machacó la cabeza al verdadero Onderdonk.
—¿Onderdonk estuvo aquí en todo momento? —dijo Barnett Reeves, el banquero alegre.
—Sí —respondí—. En el armario, atado como un pollo y con el suficiente hidrato cloral en la sangre como para hacer el mismo ruido que una bisagra bien lubricada. Por eso lo habían escondido: para evitar que yo lo encontrara si me equivocaba de camino al ir al cuarto de baño. El asesino no quería arriesgarse a matar a Onderdonk mientras no me hubiera tendido la trampa. Además, de ese modo se aseguraba de que la hora de la muerte coincidía puntualmente con mi salida del edificio. Los forenses no pueden determinar el momento preciso en que ocurren las cosas, tal exactitud no es posible. Aun así, elegir el momento más oportuno para hacerlo todo no podía ser contraproducente para el asesino.
—Todo lo que está diciendo no son más que conjeturas, ¿verdad? —preguntó inesperadamente Lloyd Lewes. Tenía voz aflautada y vacilante, lo cual se correspondía con la palidez de su cara y lo estrecho de su corbata—. Está simplemente concibiendo una teoría que le permita explicar ciertas inconsistencias. ¿O acaso dispone de algún dato más?
—Dispongo de dos datos bastante significativos —respondí—, pero no son una prueba especialmente importante para nadie excepto para mí. El primer dato es que he estado en el depósito de cadáveres y que el cadáver que hay en el cajón 328 B… —¿cómo demonios me acordaba de aquel número?— no es el del hombre que entró a curiosear en mi librería un día. El segundo dato es que el hombre que se me presentó como Gordon Onderdonk se encuentra aquí ahora mismo, en esta habitación.
Cuando todas las personas que hay en una habitación contienen la respiración, el silencio que se produce es impresionante.
Orville Widener rompió el silencio.
—No tiene pruebas para demostrar eso —dijo—. Sólo tenemos su palabra.
—Es cierto. Eso es lo que acabo de decir. En lo que a mí respecta, supongo que debería haber adivinado antes que el hombre que conocí en mi librería no era Gordon Onderdonk. Dispuse de pistas casi desde el primer momento. El hombre que me dejó entrar en este piso (no puedo seguir llamándole Onderdonk, de modo que voy a llamarle el asesino) abrió la puerta uno o dos centímetros antes de hacerme pasar. No quitó la cadena hasta que el ascensorista supo que no había ningún problema. Me llamó por mi nombre, sin duda para que lo oyera el ascensorista, pero estuvo manipulando la cadena hasta que el ascensor hubo desaparecido.
—Es cierto —dijo Eduardo Meléndez—. El señor Onderdonk siempre sale al vestíbulo a recibir a sus invitados. Pero esta vez no lo vi. Entonces no le di importancia, pero es cierto.
—Yo tampoco le di importancia —dije—, aunque me extrañó que un hombre que se preocupaba tanto por la seguridad como para abrir la puerta sin quitar la cadena al recibir a alguien a quien había invitado y cuya llegada le había sido anunciada no tuviera más que una cerradura de cerrojo Segal en la puerta. También debería haberme extrañado que el asesino me dejara solo para esperar al ascensor y volviera apresuradamente a su piso para responder a un teléfono que yo no había oído sonar. —No había dudado de esta reacción porque había sido la respuesta a una ferviente plegaria y me había permitido bajar por las escaleras a toda prisa en lugar de tener que entrar de nuevo en el ascensor. Pero esto no tenía por qué contarlo.
»Había otro detalle que me pasaba inadvertido una y otra vez —añadí rápidamente—. Ray, siempre que hablabas de Onderdonk decías que era todo un hombretón, y tal como te expresabas parecía como si darle un mamporro en la cabeza fuera algo semejante a derribar a un buey de un solo golpe. Sin embargo el hombre que decía llamarse Onderdonk no respondía a la idea de hombretón. En todo caso era más bien pequeño. Debí haberme percatado de ello, pero supongo que no presté atención. Hay que tener en cuenta que la primera vez que oí hablar de Onderdonk fue cuando el asesino entró en mi librería y me dijo quién era. Di por supuesto que me decía la verdad y tardé mucho tiempo en dudar de dicha suposición.
Richard Jacobi se rascó su barbudo mentón.
—No nos mantenga en la incertidumbre —dijo con tono apremiante—. Si uno de nosotros mató a Onderdonk, ¿por qué no nos dice quién es?
—Porque antes hay que responder a una pregunta más interesante.
—¿Qué pregunta?
—¿Por qué cortó el asesino Composición con color de su marco?
—Ah, el cuadro… —dijo Mordecai Danforth—. Me agrada la idea de que hablemos del cuadro, sobre todo en vista de que, según parece, ha sido devuelto de forma milagrosa. Allí descansa, en la pared: un ejemplo perfecto del estilo de Mondrian en su etapa de madurez. Nadie diría que un desalmado lo ha cortado de su bastidor.
—Nadie, ¿verdad?
—Díganos. ¿Por qué el asesino cortó la pintura? —preguntó Danforth.
—Porque de ese modo todo el mundo pensaría que había sido robado.
—No le entiendo.
Ni tampoco, por la cara que pusieron, la mayoría de las personas presentes.
—El asesino no sólo quería robar el cuadro —expliqué—. Quería que todo el mundo supiera que había desaparecido. Si simplemente se lo llevaba, ¿quién iba a darse cuenta de que había desaparecido? Onderdonk vivía solo. Supongo que haría testamento y que sus bienes terrenales serán para alguien, pero…
—Su heredero es un primo segundo que vive en Calgary, Alberta —indicó Orville Widener—. Hemos llegado a la parte que me corresponde a mí. Fue mi compañía la que concertó el seguro de Onderdonk. Ahora tenemos que pagar trescientos cincuenta mil dólares; como supongo que el cuadro fue robado, tenemos que abonar la indemnización. De todos modos, en situaciones como esta nos preguntamos: Cui bono? Estoy seguro de que saben lo que significa.
—Cooey Bono… —dijo Carolyn—. Fue la primera esposa de Sonny, antes de que este se casara con Cher, ¿no?
Widener le hizo caso omiso, con lo cual demostró que era un hombre de carácter.
—¿A beneficio de quién? —dijo, traduciendo del latín él mismo—. Es decir, ¿quién sale ganando? La póliza es pagadera a Onderdonk, y en caso de defunción, pasa a formar parte de sus bienes, los cuales son heredados por una persona que se encuentra en el oeste de Canadá. —Entornó los ojos y luego se volvió hacia Richard Jacobi—. ¿O acaso dicho familiar canadiense se encuentra en realidad entre los presentes?
—Se encuentra en Canadá —dijo Wally Hemphill—, porque he hablado con él a una hora que es igual de inoportuna en cualquiera de los husos horarios. Me ha dado poderes para velar por sus intereses en este asunto.
—¿De veras? —dijo Widener.
Ahora me tocaba a mí.
—El primo no ha salido de Calgary en ningún momento —dije—. El cuadro no fue robado por la indemnización del seguro, por cuantiosa que esta pueda ser. El cuadro fue robado por la misma razón por la que su dueño fue asesinado. Ambos delitos fueron cometidos para ocultar un crimen.
—¿Y qué crimen es ese?
—Bueno, es una historia larga de contar —dije—, por lo que sugiero que se pongan cómodos y tomen una taza de café. ¿Cuántos lo quieren con leche y azúcar? ¿Y sólo con leche? ¿Y sólo con azúcar? Los demás lo querrán solo, ¿verdad? Muy bien.
No creo que realmente quisieran café, pero yo necesitaba un poco de tiempo para respirar. Cuando Carolyn y Alison hubieron servido aquel asqueroso brebaje a todos los presentes, yo bebí un trago de mi taza, hice una mueca y me puse manos a la obra.
—Érase una vez —dije— un hombre que se llamaba Haig Petrosian y que tenía un cuadro en el comedor de su casa. Más tarde el cuadro sería llamado Composición con color, aunque es probable que Petrosian, al referirse a él, dijera simplemente «El cuadro de mi amigo Piet», o algo parecido. Lo llamara como lo llamase, el caso es que el cuadro desapareció aproximadamente en el momento de su muerte. Puede que un miembro de la familia se lo llevara a hurtadillas. Puede que una sirviente se fuera con él, impulsada tal vez por el convencimiento de que el anciano quería que se lo quedara.
—Puede que lo robara William, el hijo de Haig Petrosian —dijo Elspeth Petrosian, lanzando una penetrante mirada a su derecha y luego otra a mí.
—Puede —dije afablemente—. Lo cogiera quien lo cogiese, el caso es que acabó en poder de un hombre que conocía una forma estupenda de ganar dinero. Compraba cuadros y los regalaba.
—¿Esa es una forma de ganar dinero? —preguntó Carolyn.
—Es la forma en que lo hacía esta persona. Compraba un cuadro de un pintor importante, un cuadro auténtico, y lo prestaba a una o dos exposiciones para dejar constancia de su procedencia y de su historia durante el tiempo que él había sido su dueño. Luego un pintor de talento aunque excéntrico se ocupaba de hacer una copia del cuadro. El dueño se dejaba persuadir de que donara el cuadro a un museo, pero entre una cosa y otra era la copia la que acababa donándose. Pasado un tiempo donaba el cuadro en otra parte del país y una vez más era una copia la que cambiaba de manos. De vez en cuando modificaba su estrategia y vendía el cuadro a un coleccionista, alguno que difícilmente fuera a enseñarlo. En el curso de una década podía llegar a vender o donar el mismo cuadro cinco o seis veces, y si se limitaba a artistas abstractos como Mondrian y le pedía a su estrafalario pintor que variara un poquitín la línea del original de un lienzo a otro, conseguiría que no le descubrieran jamás.
»Cuanto más rico seas al principio, más lucrativo resultará el negocio. Dona un cuadro valorado en un cuarto de millón de dólares y puedes ahorrarte más de cien mil dólares en impuestos. Hazlo un par de veces y habrás pagado el cuadro sobradamente, y además seguirás teniendo el original. Sólo hay un problema.
—¿Cuál? —preguntó Alison.
—Que te cojan. Nuestro asesino se enteró de que el señor Danforth iba a organizar una exposición retrospectiva de la obra de Piet Mondrian, lo cual, en sí, no era motivo de alarma. Al fin y al cabo, sus cuadros falsos ya habían superado antes la prueba de ser expuestos al público. Pero al parecer Danforth sabía que había más mondrianes en circulación que los que Mondrian había llegado a pintar. ¿Qué suele decirse de Rembrandt? Pintó doscientos retratos, de los cuales trescientos están en Europa y quinientos en Estados Unidos.
—Mondrian no ha sido falsificado en una escala tan grande —precisó Danforth—, pero en los últimos años se han oído rumores desconcertantes. Decidí combinar la retrospectiva con una investigación exhaustiva para demostrar la autenticidad o la falsedad de todos los mondrianes que pudiese encontrar.
—Y con ese propósito buscó la ayuda del señor Lewes.
—En efecto —respondió Danforth, y Lewes hizo un gesto de asentimiento.
—Nuestro asesino se enteró de todo esto —dije—, y se asustó. Sabía que Onderdonk tenía intención de prestar su cuadro a la exposición, pero no pudo disuadirle de que lo hiciera. No podía revelar que el cuadro era falso, ya que se lo había vendido él mismo, y cabía la posibilidad de que Onderdonk comenzara a sospechar. Esto era una suposición. Lo que estaba claro era que Onderdonk tenía que morir, que el cuadro tenía que desaparecer y que tenía que quedar constancia de que la maldita copia había desaparecido. Lo único que debía hacer a fin de quedar libre era tenderme una trampa para que yo cargara con el robo y el asesinato. Daba igual si había motivos para acusarme como si no los había. Si yo hacía lo previsto, bien, y si no también. La policía no iba a buscar a alguien que tuviera motivos personales para matar a Onderdonk, sino que decidiría que el culpable era yo incluso si no hallaban motivos para acusarme, y luego cerraría el caso.
—Y nosotros pagaríamos al primo de Calgary trescientos cincuenta mil dólares por un cuadro falso —añadió Orville.
—Lo cual no afectaría de ninguna manera al asesino. Su interés era salvarse a sí mismo, es decir, salir bien parado fueran cuales fuesen las circunstancias.
—¿Quién lo hizo? —preguntó Ray.
—¿Qué?
—¿Quién vendió los cuadros falsos y mató a Onderdonk? ¿Quién lo hizo?
—Bueno, en realidad sólo pudo hacerlo una persona —dije volviéndome hacia el pequeño sofá—. Usted, ¿verdad, señor Barlow?
Se produjo otro de esos largos silencios. Luego J. McLendon Barlow, que en todo momento había permanecido sentado con gran rigidez en el sofá, se irguió todavía más si cabe.
—Eso es un disparate, por supuesto —dijo.
—No sé por qué, pero supuse que lo negaría.
—Un disparate manifiesto. Usted y yo no nos conocemos de nada, señor Rhodenbarr. Jamás he vendido un cuadro a Gordon Onderdonk. Era un buen amigo y lamento su muerte, pero jamás le vendí un cuadro. Le desafío a que lo pruebe.
—Ah… —exclamé.
—Y jamás he visitado su librería ni me he hecho pasar por Gordon Onderdonk ante usted ni ante nadie. Puedo comprender su confusión, ya que hay constancia de que he donado un cuadro de Mondrian a la galería Hewlett. No se me ocurriría negarlo: hay una placa en una pared de la galería que da fe del hecho.
—Por desgracia —murmuré—, el cuadro ha desaparecido del Hewlett.
—Es evidente que usted ha hecho que desapareciera mientras preparaba esta farsa. Desde luego yo no tengo nada que ver con ello, y puedo demostrar dónde me encontraba ayer a cualquier hora. Es más, la desaparición del cuadro redunda en mi perjuicio, ya que era auténtico.
Negué con la cabeza.
—Me temo que no es así —dije.
—Un momento. —Barnett Reeves, el alegre banquero, había reaccionado como si yo le hubiera ofrecido una rata muerta como garantía—. Soy el director del Hewlett y estoy completamente seguro de que nuestro cuadro es auténtico.
Señalé la chimenea con la cabeza.
—Ese es su cuadro —dije—. ¿Hasta qué punto está usted seguro de lo que dice?
—Ese no es el Mondrian del Hewlett.
—Sí lo es.
—No sea estúpido. El nuestro lo cortó del bastidor un maldito vándalo. Ese cuadro está intacto. Puede que sea una falsificación, pero desde luego nunca ha estado colgado en nuestras paredes.
—Pues sí lo ha estado —repuse—. El hombre que lo robó ayer, cuya identidad preferiría que permaneciera en el anonimato, no era un vándalo en absoluto. Ni se le habría pasado por la cabeza rasgar su cuadro, tanto si es falso como auténtico. El ladrón fue al Hewlett con parte de un bastidor roto en el que había un par de centímetros de lienzo pertenecientes a un Mondrian falso de fabricación casera. Desarmó el bastidor de nuestro ejemplar, quitó las grapas y escondió el lienzo bajo su ropa. Se metió los pedazos de bastidor en las perneras de su pantalón y dejó unos indicios para que ustedes supusieran que había cortado la pintura de su soporte.
—Y el cuadro que hay colgado encima de la chimenea…
—Es su cuadro, señor Reeves. Con el bastidor montado y el lienzo en su sitio. Señor Lewes, ¿le importaría examinarlo?
Lewes se había puesto en camino antes de que yo acabara la frase. Sacó una lupa, echó un vistazo y apartó la cabeza casi de inmediato.
—¡Pero bueno! ¡Esto está pintado con acrílicos! —exclamó como si acabara de encontrar una cagada de ratón en su plato—. Mondrian jamás empleó acrílicos. Mondrian empleaba óleos.
—Por supuesto —dijo Reeves—. Ya he dicho que ese cuadro no es nuestro.
—¿Señor Reeves? Examine el cuadro.
Se acercó y lo miró.
—Acrílicos —dijo, asintiendo—. No es el nuestro. ¿Qué le he dicho…?
—Descuélguelo y mírelo, señor Reeves. —Así lo hizo, y fue doloroso ver el cambio de expresión que se produjo en su rostro. Parecía un banquero que acababa de enterarse de que el terreno hipotecado que había embargado era una marisma—. Dios santo —exclamó.
—Exacto.
—Nuestro bastidor —dijo—. Nuestro sello está grabado en la madera. Este cuadro ha estado colgado en el Hewlett y ha sido visto por miles de personas cada día, y nadie se ha dado cuenta de que es una jodida copia hecha con acrílicos. —Se volvió y lanzó una mirada furiosa a Barlow—. Maldito sinvergüenza —exclamó—. Es usted un granuja asesino. Un jodido mentiroso…
—Es un truco —objetó Barlow—. Este ladrón saca conejos falsos de sombreros falsos y ustedes se dejan impresionar como unos estúpidos. ¿Pero qué le ocurre, Reeves? ¿No ve que le están estafando?
—Es usted quien me ha estafado —replicó Reeves, encolerizado—. Hijo de perra.
Reeves dio un paso hacia Barlow, pero de pronto Ray Kirschmann se levantó y puso una mano sobre el antebrazo del director de museo.
—Calma —dijo.
—Cuando todo esto acabe —dijo Barlow—, voy a demandarle, Rhodenbarr. Creo que cualquier tribunal llamaría a esto difamación.
—Una perspectiva aterradora —dije— para una persona a la que actualmente buscan por dos asesinatos. De todos modos lo tendré en cuenta, pese a que usted no va a hacer ninguna acusación, señor Barlow. Lo que va a hacer es trasladarse al norte del estado a fabricar matrículas de coches.
—No tiene pruebas de nada.
—Usted tenía facilidad para entrar en este piso. Usted y su esposa viven en el quinto piso. Para usted no suponía ningún problema entrar y salir de un edificio dotado de estrictas medidas de seguridad.
—Aquí viven muchas personas, pero eso no nos convierte en un asesino.
—En efecto —dije, asintiendo—, pero facilita el registro de su piso. —Hice una señal con la cabeza a Ray, quien a su vez hizo una señal al agente Rockland.
Este fue hasta la puerta y la abrió. Un par de agentes uniformados entraron resueltamente en el piso con otro Mondrian más. Se parecía en todo al que Lloyd Lewes acababa de condenar como falsificación hecha con acrílicos.
—Este es el auténtico —dije—. Casi salta a la vista cuando está en la misma habitación que una copia, ¿verdad? Podría haber cosido a cuchilladas el cuadro que le encajó a Onderdonk, pero este lo ha cuidado bien, ¿eh, Barlow? Este es el verdadero cuadro, el que Piet Mondrian regaló a su amigo Haig Petrosian.
—Y por si tienen alguna duda, traemos un mandamiento judicial. ¿Dónde habéis encontrado esto, chicos?
—En un armario del piso de la quinta planta que nos ha indicado.
Lloyd Lewes ya había acercado su lupa al lienzo.
—Bueno, esto ya es otra cosa —dijo—. No está pintado con acrílicos. Es un óleo. Y, cierto, parece auténtico. No tiene nada que ver con ese ejemplar de ahí.
—Se ha cometido un error —dijo Barlow—. Escuchen. Se ha cometido un error.
—También hemos encontrado esto —añadió el policía—. Estaba en el botiquín. No tiene etiqueta, pero lo he probado, y si no es hidrato cloral, está mejor falsificado que el cuadro.
—Eso es imposible —dijo Barlow—. Imposible.
Por un momento pensé que iba a explicar que era imposible porque había tirado todo el hidrato cloral por el retrete. Pero se contuvo a tiempo. Qué remedio: no se puede aspirar a que todo salga redondo.
—Tiene derecho a permanecer en silencio… —le dijo Ray Kirschmann, pero no voy a repetir esto de nuevo.
Los derechos del detenido están bien o mal dependiendo de si eres policía o no, pero a nadie le gusta escribirlos siempre de principio a fin.