22

Después lo más difícil fue aguantar despierto hasta que se quedó dormida. Daba un respingo cada vez que empezaba a cabecear y mi mente comenzaba a seguir el hilo de un pensamiento abstruso por la maraña de senderos que conducen al país de los sueños. Recuperaba la conciencia siempre de golpe, y siempre tenía la sensación de que me había escapado de milagro.

Cuando su respiración cambió, permanecí inmóvil durante uno o dos minutos, luego salí suavemente de entre las sábanas y bajé de la tarima de dormir al suelo. La alfombra era gruesa. Avancé por ella silenciosamente, recogí mi ropa y me la puse en el salón. Cuando estaba a punto de llegar a la puerta, me acordé de mi tubo de metro y medio de largo y volví por él. «Seguro que eres arquitecto y que llevas proyectos ahí dentro», me había dicho Eva. Yo le había preguntado cómo lo había adivinado. «Con ese sombrero y esas gafas y esos zapatos tan funcionales… Qué demonios, Donald, tienes pinta de arquitecto».

Miré por la mirilla, entreabrí la puerta y me asomé al vestíbulo. Una vez fuera, pensé en cerrar la puerta con mis ganzúas, pero al final decidí no hacerlo. Eva tenía un estilo de vida tal que probablemente tenía la costumbre de dormir sin cerrar la puerta con llave. Además no era inconcebible que a menudo los invitados le registraran el bolso antes de irse o que ella considerara semejante acto un pago en lugar de un hurto. Hay quien dice que un intercambio justo no constituye un robo.

Bajé por la escalera de incendios para ir al undécimo piso. Por un momento no pude acordarme de cuál era la puerta de los Appling, pero luego reparé en el revelador ojo del sistema de alarma, el que estaba conectado a un sistema de alarma inexistente. Tenía la anilla de las ganzúas en una mano y una delgada pieza de acero metida en las entrañas de la cerradura Poulard cuando algo me detuvo.

Menos mal que así fue, porque había gente dentro del piso. Debí de oír algo que me hizo acercar el oído a la puerta; cuando lo hice, oí las risas de la banda sonora de una comedia televisiva. Acerqué un ojo al lugar donde había metido la ganzúa y, ¡sorpresa!, vi luz por la cerradura.

Los Appling estaban en casa. En ese instante, justo cuando estaba a punto de entrar en su piso como si fuera un lemming, el señor Appling podía estar hojeando ociosamente su saqueada colección de sellos. En cualquier momento podía proferir un espantoso grito, que sin duda sobresaltaría a su esposa y le borraría inmediatamente de la cabeza todas las reposiciones de Mary Tyler Moore, tras lo cual podía precipitarse hacia la puerta, abrirla de golpe y encontrar… ¿Qué?

Un vestíbulo vacío, puesto que para cuando mi imaginación llegó a este punto, yo ya había salido por la puerta de incendios y me encontraba de nuevo en la escalera. Subí tres pisos, es decir, llegué al decimoquinto, que era donde había dejado a Eva DeGrasse, vacilé un segundo delante de la puerta de incendios y luego subí al piso de arriba y abrí la puerta con mis ganzúas.

Se oía una discusión detrás de una puerta cerrada, pero no era la de Onderdonk. Esta tenía un papel pegado en el que se informaba que el lugar estaba precintado por orden del departamento de policía de Nueva York. El precinto era simbólico más que literal; la cerradura de Onderdonk era la única barrera tangible para entrar en el piso. Se trataba de una cerradura de cerrojo basculante Segal, una cerradura bastante buena, si no fuera porque ya la había abierto en una ocasión y no entrañaba ningún secreto para mí.

Pero no la abrí de inmediato. Antes escuché, con el oído contra la puerta, luego miré por el ojo de la cerradura y me agaché todavía más para ver si salía algo de luz por debajo. Nada, ni luz, ni sonido ni nada.

Entré.

Aparte del mío, en el piso de Onderdonk no había ningún cuerpo, ni muerto ni de ninguna otra manera. Miré en todas partes, incluso en los armarios de la cocina, para comprobarlo. Luego dejé que corriera el agua de un grifo hasta que estuvo lo bastante caliente como para preparar café instantáneo con ella. La bebida resultante no hubiera agradado a una persona mínimamente exigente, y tampoco iba a despejarme, pero al menos sería un borracho completamente despierto en lugar de uno tambaleante.

La bebí, estremeciéndome, y luego me puse al teléfono.

—Bernie, gracias a Dios. No podía más de la preocupación. Temía que hubiera pasado algo. No estás llamando de la cárcel, ¿verdad?

—No.

—¿Dónde estás?

—En la cárcel no. Estoy bien. No habéis tenido ningún problema para salir tú y Alison, ¿verdad?

—No, ninguno. ¡Vaya escena! Si no fuera porque está en el Louvre, creo que ya de paso podríamos habernos llevado la Mona Lisa. Pero tengo que darte una gran noticia: el gato está en casa.

—¿Archie?

Archie. Hemos ido a beber una copa, luego hemos bebido otra y hemos vuelto a casa, y Ubi ha salido corriendo a que lo acariciáramos, algo extraño en él. Entonces, cuando estaba acariciándolo, levanté la vista y allí estaba Ubi, al fondo de la habitación. De modo que miré al gato que estaba acariciando y va y resulta que era el mismísimo Archie Goodwin. La misma persona que entró para llevárselo ha vuelto a entrar para devolverlo y ha dejado las cerraduras tal como las había dejado yo, al igual que la otra vez.

—Asombroso. La nazi ha mantenido su palabra.

—¿Que ha mantenido su palabra?

—Le he dado el cuadro y ella ha devuelto el gato.

—¿Cómo la has encontrado?

—Es demasiado largo de explicar ahora mismo. Lo importante es que lo ha devuelto. ¿Cómo tiene el bigote?

—Le falta en un lado. Tiene el sentido del equilibrio un tanto trastornado; aparenta falta de seguridad cuando tiene que dar un brinco o saltar sobre algo. No sé si cortárselo todo o esperar a que le crezca de nuevo.

—Bueno, espera para tomar la decisión. No tienes por qué hacer nada esta noche.

—Es cierto. Alison se ha quedado asombrada de verlo. Creo que tan asombrada como yo.

—No me extraña.

—Bernie, ¿qué te propones? ¿Coleccionar Muundreins? Según tengo entendido, tienen un par en el Guggenheim. ¿Vas a dar ahí tu próximo golpe?

—Es siempre un placer hablar contigo, Ray.

—El placer es mío. ¿Estás loco o qué? Y no me digas que no has sido tú porque te he visto por la televisión. Ese debe de ser el sombrero más estúpido que habré visto en toda mi vida. Creo que me ha sido más fácil reconocer el sombrero que reconocerte a ti.

—Es un buen disfraz, ¿eh?

—Pero no llevabas nada, Bern. ¿Qué has hecho con el Muundrein?

—Doblarlo muchas veces y meterlo dentro del sombrero.

—Lo que imaginaba. ¿Dónde estás?

—En la barriga de la bestia. Escucha, tengo un trabajo para ti, Ray.

—Ya tengo un trabajo, ¿recuerdas? Soy policía.

—Eso no es un trabajo, es un permiso para robar. ¿Cómo era esa frase de Casablanca?

—«Tócala de nuevo, Sam».

—En realidad no la dice exactamente de esa manera en ningún momento. Dice «Tócala, Sam» o «Toca esa canción, Sam» o algo parecido. Pero en ningún momento dice «Tócala de nuevo, Sam».

—Eso es fascinante, Bern.

—Pero no me refería a esa frase. «Coged a los sospechosos habituales». Esa es la frase a que me refiero y eso es lo que quiero que hagas.

—No entiendo.

—Lo entenderás cuando te lo explique.

—Bernie, esto se ha convertido en un manicomio. Ahora están empezando a calmarse las cosas. Bueno, ¿qué opinas de mi hijo?

—Que es todo un actor.

—Me ha llamado el imbécil de su padre. Que cómo he podido permitir que ocurriera una cosa así, que está pensando seriamente en llevarme a juicio para conseguir la custodia, a menos, claro está, que acceda a reducir la pensión para la manutención, etcétera, etcétera… Jared dice que prefiere vivir en el Hewlett a vivir con su viejo. ¿Crees que tiene posibilidades?

—Creo que ni él piensa que tiene posibilidades, aunque no soy abogado. ¿Qué tal está aguantando Jared el interrogatorio?

—Convierte sus respuestas en discursos políticos.

—¿Y sus colegas?

—¿Te refieres a los otros miembros de su tropa? No podrían mencionarte ni aunque quisieran. Jared es el único que sabe que lo de esta tarde no ha sido más que un acto político de las Jóvenes Panteras.

—¿Así se llaman a sí mismos?

—Creo que es una invención de los medios de comunicación. Uno de los amigos de Jared, Shaheen Vladewicz, había sugerido Cachorros de Pantera, pero otro amigo, Adam, les informó que las panteras no tenían cachorros, sino crías, y Crías de Pantera fue rechazado porque no era lo suficientemente agresivo. De todos modos nadie va a revelar nuestro secreto. Creo que Jared empieza a creerse que ha sido él quien ha concebido todo el asunto y que tú te has metido en el último momento.

—Un ladrón sagaz y oportunista.

—Bueno, si tú lo dices. A todo esto, te has dejado esa caja aquí. La jaula para el gato o como se llame.

—Pues dásela a alguien que tenga gato. No va a hacerme falta. Carolyn ya ha recuperado su gato.

—¡No jodas!

—No si puedo evitarlo.

—¿En serio ha recuperado su gato?

—Eso me ha dicho.

—¿Y el Hewlett? ¿Va a recuperar su Mondrian?

—¿Qué Mondrian?

—Bernie…

—No te preocupes, Denise. Todo va a salir bien.

—Todo va a salir bien.

—Espero que tengas razón, Bernie. Aunque no sé qué decirte. He salido esta mañana con idea de correr veinticinco kilómetros y, cuando iba por los quince, he empezado a sentir una cosa extraña en la rodilla. No era dolor, sino una sensación, como si tuviera un punto sensible, ¿sabes a lo que me refiero? Ya sabes que dicen que uno ha de correr no para sentir dolor, sino para superarlo. ¿Pero qué hace uno si tiene un punto sensible? He decidido que me detendría en cuanto se convirtiera en dolor, pero seguía siendo un punto sensible y luego se me ha vuelto un poco más sensible. He corrido mis veinticinco kilómetros y luego cinco más, es decir, treinta kilómetros en total. Luego he venido a casa, me he duchado y me he tumbado, y ahora siento en la rodilla unas pulsaciones de narices.

—¿Puedes caminar?

—Probablemente podría correr otros treinta kilómetros. Tengo palpitaciones de sensibilidad, no de dolor. Que venga alguien y me lo explique.

—Bueno, ya verás como te pones bien. Wally, esta tarde se ha producido un incidente en un museo.

—Dios santo, casi se me olvida. No sé ni si debería estar hablando contigo. ¿Estás involucrado en ese asunto?

—Claro que no. Pero el cabecilla de la protesta de los chavales es el hijo de una amiga mía y…

—Oh, no. Ya estamos con lo mismo de siempre.

—Wally, ¿no te gustaría hacerte famoso representando a las Jóvenes Panteras? No creo que nadie vaya a presentar una denuncia contra ellos, pero habrá periodistas que querrán hacer entrevistas e incluso cabe la posibilidad de que escriban un libro o hagan una película sobre el asunto, de modo que Jared va a necesitar a alguien que vele por sus intereses. Además su padre está hablando de ir a juicio para conseguir su custodia, de modo que la madre de Jared va a necesitar a alguien que vele por sus intereses y…

—¿Tienes interés en la madre?

—Sólo somos buenos amigos. A decir verdad, Wally, creo que podría gustarte. Se llama Denise.

—Denise…

—¿Tienes un lápiz? Denise Raphaelson, 741 5374.

—¿Y su hijo se llama Jason?

—Jared.

—Viene a ser lo mismo. ¿Cuándo debería llamarle?

—Por la mañana.

—Ya es por la mañana, por amor de Dios. ¿Sabes qué hora es?

—No llamo a mi abogado para que me diga qué hora es. Llamo a mi abogado cuando quiero que haga algo por mí.

—¿Quieres que haga algo por ti?

—Creía que no lo ibas a preguntar.

—¿Señorita Petrosian? «Canto a la desgracia, / canto al llanto, / no siento desgracia. / Sólo pido prestado…».

—¿Quién es?

—«Sólo pido prestado / al día de mañana / donde duerme tumbado / la suficiente desgracia / para cantar al llanto». Es de Mary Carolyn Davies, señorita Petrosian. Su favorita de toda la vida.

—No comprendo.

—No hay nada que comprender. Es un poema sencillo, o al menos así me lo parece. La poetisa dice que se vale del dolor del futuro para escribir sobre la hondura de una emoción que todavía no ha experimentado.

—¿Señor Rhodenbarr?

—El mismo. Tengo su cuadro, señorita Petrosian. Sólo tiene que venir a recogerlo.

—¿Que tiene…?

—El Mondrian. Es suyo por mil dólares. Ya sé que eso no es dinero, que es una cantidad ridícula, pero he de marcharme de la ciudad rápidamente y necesito todo el dinero que pueda reunir.

—No puedo ir al banco hasta el lunes y…

—Traiga todo el dinero en metálico que tenga y un cheque por valor de la diferencia. Coja un lápiz y apunte la dirección y la hora. Y no llegue ni pronto ni tarde, señorita Petrosian; de lo contrario ya puede olvidarse del cuadro.

—De acuerdo. ¿Señor Rhodenbarr? ¿Cómo me ha localizado?

—Me dio su nombre y número de teléfono. ¿No se acuerda?

—Pero el número…

—Resultó el de una frutería coreana de Ámsterdam Avenue. Me sentí decepcionado, señorita Petrosian, pero no sorprendido.

—Pero…

—Pero su nombre figura en la guía telefónica de Manhattan. No creo que sea la primera persona que le llama la atención sobre este hecho.

—No, pero… pero no le di mi verdadero nombre.

—Me dijo que se llamaba Elspeth Peters.

—Sí, pero…

—Pues bien, con todo respeto, señorita Petrosian, no consiguió engañarme. La forma en que titubeó cuando me dio su nombre y luego el número incorrecto fue totalmente reveladora.

—¿Pero cómo demonios ha podido averiguar mi verdadero nombre?

—Deduciendo un poco. Cuando los aficionados eligen un alias, casi siempre conservan las iniciales. Y con mucha frecuencia escogen un apellido que sea una variante de su nombre de pila: Jackson, Richards, Johnson… O Peters. Supongo que su verdadero nombre comienza por P, y es muy probable que tenga la misma raíz que Peters. Luego vi algo en sus facciones que me sugirió que podía tener antepasados armenios. Cogí la guía por la página de «Pet» y busqué un apellido que sonara armenio y tuviera la inicial E.

—Es extraordinario…

—Lo extraordinario, señorita Petrosian, no es más que lo ordinario y algo extra. Esto no me lo he inventado yo, que conste. Solía decirlo una maestra del colegio al que fui de pequeño. Se llamaba Isabel Josephson, y que yo sepa no usaba alias.

—Sólo soy armenia en un veinticinco por ciento. Y me han dicho que me parezco a la familia de mi madre.

—Yo diría que en su fisonomía hay algo marcadamente armenio. Pero quizá haya tenido simplemente una de esas intuiciones psicológicas que la gente tiene de vez en cuando. Quiere el cuadro, ¿no?

—Claro que lo quiero.

—Entonces anote…

—¿Señor Danforth? Me llamo Rhodenbarr, Bernard Grimes Rhodenbarr. Le ruego me perdone por llamar tan tarde, pero creo que disculpará la molestia cuando oiga lo que tengo que decirle. Tengo que contarle un par de cosas, hacerle una o dos preguntas y cursarle una invitación…

Llamadas, llamadas, llamadas… Cuando terminé de hacerlas, las orejas me dolían de tanto turnarse para servir de apoyo al auricular. Si Gordon Onderdonk hubiera sabido lo que estaba haciendo con su teléfono, se habría revuelto en su cajón.

Cuando acabé, me preparé otra taza de café, encontré una tableta de Milky Way en el frigorífico y un paquete de galletas saladas en un armario. Una comida de lo más curiosa, pero me la zampé.

Volví al salón e hice un poco de tiempo. Era tarde, pero no lo suficiente. Finalmente fue lo bastante tarde, por lo que salí del piso de Onderdonk, dejando la puerta cerrada pero sin llave. Bajé andando al quinto piso, sonriendo al pasar por el decimoquinto, donde dormía la señora DeGrasse, suspirando al pasar por el undécimo, donde vivían los Appling y meneando la cabeza al pasar por el noveno, donde vivía Leona Tremaine. Tuve dificultades para abrir la puerta de incendios del quinto. No sé por qué. Era la misma tarea que había tenido que llevar a cabo en todas las demás puertas de incendio, pero quizá tenía los dedos entumecidos de tanto marcar números de teléfono. Abrí la puerta y crucé el vestíbulo en dirección a otra. Tras mirar y escuchar atentamente, la abrí. Guardé silencio absoluto. Había personas dormidas dentro y no quería despertarlas. Y tenía muchas cosas que hacer.

Por fin terminé de hacerlas todas. Salí más silenciosamente que nunca del quinto piso, cerré con llave y volví a subir por las escaleras al decimoquinto.

¿Sabes qué? Creo que esto fue lo peor de todo. Subir por unas escaleras cuesta trabajo, y subir diez pisos (seguía sin existir el decimotercer piso, gracias a Dios) me costó muchísimo. El Club de Correcaminos de Nueva York organiza una carrera todos los años en la que hay que subir los ochenta y seis pisos del Empire State Building, y siempre la gana algún chulito de piernas delgadas. Que le aproveche. Con diez pisos yo ya tuve suficiente.

Entré en el piso de Onderdonk una vez más, cerré la puerta, eché la llave y me detuve para recuperar el aliento.