—¿Qué tiene ahí? —quiso saber el niño—. ¿Cañas para pecar?
¿Cañas para pecar?
—Andrew, no molestes a ese señor —dijo su madre, mirándome con una sonrisa encantadora—. Está en la edad —me explicó—. Ha aprendido a hablar y no ha aprendido a callar.
—El hombre va a pescar —dijo Andrew.
Ah, cañas de pescar…
Andrew, su madre y yo estábamos junto con cuatro personas más resguardándonos tras un tabique transparente concebido para proteger de los elementos a los pasajeros de autobús, pese a que su construcción había enriquecido a varios cargos públicos hacía unos cuantos escándalos. Yo rodeaba con un brazo un tubo cilíndrico de cartón que medía metro y medio de alto y unos diez centímetros de diámetro. Me abstuve de informarle a Andrew que no contenía cañas de pescar. Contenía… ¿Qué? ¿Un cebo?
Algo parecido.
Llegaron dos autobuses. Son como policías en un barrio conflictivo. Hacen el recorrido en parejas. Andrew y su madre subieron a uno de ellos junto con nuestros compañeros de refugio. Yo me quedé donde estaba, lo cual no tenía nada de extraordinario. Por la Quinta Avenida pasan diversos autobuses en dirección sur que tienen destinos igualmente diversos, de manera que pareció simplemente que estaba esperando otro autobús.
No sé que estaba esperando. Una intervención divina, quizá.
Al otro lado de la calle, a mi izquierda y a poca distancia, se erguía la enorme mole del Carlomagno, tan imponente e inexpugnable como siempre. Había abierto brecha en sus portaladas tres veces, una a invitación de Onderdonk, y dos llevando flores. En los cuentos de hadas el conjuro surte efecto a la tercera, y yo en cambio tenía que entrar a la cuarta. Además era imposible entrar en aquel jodido edificio incluso si no te conocían ni en tu casa, y ya no había ningún miembro del personal que no me conociera.
Siempre hay una manera, me dije. ¿Qué embuste le había contado a Andrea? Algo relacionado con un helicóptero que me había dejado en el tejado. Bueno, era una historia bastante fantástica, por supuesto, pero ¿había que descartarla definitivamente? Existían servicios de helicópteros privados. Te ofrecían un viaje de un par de horas sobre la ciudad por cierto precio. Por un precio considerablemente más alto, un empresario audaz no dudaría en dejarte en un tejado concreto, sobre todo si no se requería que se quedara esperándote.
Sin embargo no era tan sencillo. Si no tenía el dinero para alquilar una limusina, ¿cómo iba a tenerlo para alquilar un helicóptero? Además no tenía la menor idea de dónde podía encontrar un piloto de helicóptero avaricioso, y tenía la ligera sospecha de que no trabajaban por la noche.
Mierda.
Los edificios contiguos al Carlomagno tampoco me ofrecían ninguna solución. Tenían todos un mínimo de cuatro pisos menos que su vecino, por lo que eran considerablemente más bajos. Teóricamente cabía la posibilidad de pertrecharse con un equipo de montañismo Alpine, iniciar la escalada en el tejado de uno de los edificios, hincar las clavijas en el hormigón que había entre los ladrillos del Carlomagno, trepar, subiendo una mano y luego otra, hasta lo alto de su tejado y entrar de ese modo en el edificio. También era teóricamente posible dominar el olvidado arte de la levitación y ponerse a flotar rumbo a las alturas. Esto me parecía algo más fácil que pretender que el Carlomagno era el Cervino, sobre todo cuando no tenía motivos para pensar que fuera a poder burlar el sistema de seguridad de los edificios vecinos. En ellos también habría porteros y conserjes encargados de la seguridad del inmueble.
Las flores no surtirían efecto, ni en el caso de Leona Tremaine ni en el de cualquier otra persona. En los edificios también se entregaban otras cosas (bebidas alcohólicas, hielo, pizzas de anchoa…), pero ya había hecho el numerito del repartidor y estaba seguro de que no me valdría una segunda vez. Se me ocurrieron varios disfraces. Podía hacerme pasar por ciego. Ya tenía las gafas oscuras; todo lo que necesitaba era un bastón blanco. También podía hacerme pasar por sacerdote o por médico. Los sacerdotes y los médicos consiguen entrar en cualquier parte. Un estetoscopio o un alzacuellos te permiten el acceso a lugares infranqueables.
Pero no a este. Llamarían arriba, a la persona que supuestamente fuera a visitar.
Un coche patrulla azul y blanco pasó lentamente por la avenida. Me volví ligeramente hacia un lado, poniendo la cara a la sombra. El coche dejó atrás un semáforo en rojo y siguió su camino.
No podía quedarme allí sin hacer nada. Además, estaría más cómodo dentro que fuera, sentado que de pie. Por otra parte, como no parecía que fuera a trabajar aquella noche de ninguna de las maneras, no había ningún motivo por el que tuviera que abstenerme de beber una copa.
Crucé la calle, di la vuelta a la esquina y fui al Big Charlie.
Era un establecimiento más opulento de lo que su nombre puede hacer suponer. Moqueta gruesa, luces empotradas, asientos tapizados y mesas bajas en esquinas tenuemente iluminadas; un bar con piano y taburetes con respaldo mullido; camareras con uniformes almidonados de color blanco y negro y un barman con esmoquin. Me alegré de llevar traje y me avergoncé de mis zapatillas deportivas y mi sombrero.
Me quité este y escondí aquellas debajo de una de las mesas bajas. Pedí un escocés sin mezclar con una gota de soda y una peladura de limón, y me lo sirvieron en un tubo bastante alto de cristal tallado que parecía, por su aspecto y su calidad, de Waterford. Y quizá lo era. En una tienda medio litro de whisky costaba lo que en aquel establecimiento te cobraban por una copa, de manera que Big Charlie seguramente podría gastarse una considerable cantidad de dinero en vasos. Eso sí, que conste que no pagué de mala gana ni un centavo.
Bebí un trago y pensé; bebí otro trago y seguí pensando. Mientras un pianista que tocaba como un masajista y cantaba con una voz que parecía mantequilla derretida desgranaba una canción de Cole Porter, yo mandé mi imaginación a la vuelta de la esquina para que buscara una manera de entrar en el Carlomagno.
Siempre hay una manera de entrar. Mientras me bebía la segunda copa se me ocurrió llamar y dar un aviso de bomba. Haría que evacuaran el edificio. Luego podría confundirme con la multitud y regresar con ella al interior. Si llevaba un pijama y una bata en el momento de confundirme con ella, ¿quién iba a pensar que yo no vivía allí?
¿Pero dónde iba a conseguir un pijama y una bata? Encontré varias respuestas interesantes a esta pregunta, la más singular de las cuales comportaba cometer un audaz robo en Brooks Brothers. Cuando estaba acabando la tercera copa, una mujer se acercó a mi mesa y dijo:
—Dígame en qué situación se encuentra usted. ¿Perdido, robado o extraviado?
—A. A. Milne[3] —recordé.
—¡Exacto! —exclamó ella—. Seguramente se preguntará cómo he adivinado que usted sabría la respuesta. Quizá porque tiene aspecto de persona sensible. O solitaria. Alguien dijo que la soledad llama a la soledad. No sé quién, aunque no creo que fuera Milne.
—Probablemente no.
Entonces se produjo un silencio, durante el cual debería haberla invitado a que se sentara conmigo. No lo hice, pero dio igual. Se sentó a mi lado de todos modos, demostrando que era una mujer sumamente confiada. Llevaba un vestido negro escotado y un collar de perlas y olía a perfume caro y a whisky de la misma clase, lo cual no es de extrañar, ya que esta era la única calidad que se servía en Big Charlie.
—Me llamo Eva —dijo—. Eva DeGrasse. Y tú…
Estuve a punto de decir Adán.
—Donald Brown —dije.
—¿De qué signo eres, Donald?
—Géminis. ¿Y tú?
—Yo tengo varios —dijo. Me cogió la mano, le dio media vuelta y trazó las líneas de la palma con un dedo índice de uña escarlata.
—«Ceda el paso» es uno de ellos. «Terreno resbaladizo cuando está mojado».
—Vaya…
La camarera, sin que nadie se lo pidiera, nos trajo un par de copas. Me pregunté cuántas me harían falta beber para que aquella mujer me resultase agradable. El problema no era exactamente que no fuese atractiva, sino que me llevaba el número suficiente de años como para que yo no deseara verla cerca de mí. Era corpulenta e iba repeinada, y supongo que le habían estirado la piel de la cara y quitado los michelines, pero era lo bastante mayor como para ser… bueno, mi madre no, pero sí la hermana menor de mi madre. Con esto no quiero decir que mi madre tuviera realmente una hermana menor, pero…
—¿Vives cerca de aquí, Donald?
—No.
—Ya decía yo. No eres de por aquí, ¿verdad?
—¿Cómo lo has adivinado?
—A veces estas cosas se intuyen. —Dejó caer la mano sobre mi muslo y le dio un pequeño apretón—. Estás totalmente solo en la gran ciudad.
—Eso es.
—Y te alojas en un triste hotel. Tendrás una habitación cómoda, estoy segura, pero desangelada y anónima. Y tan solitaria…
—Tan solitaria… —repetí, y bebí otro trago de escocés.
Un par de copas más, pensé, y ya no tendría mucha importancia dónde me encontraba o con quién. Si aquella mujer tenía una cama, del tipo que fuera, podría permanecer sin conocimiento en ella hasta el amanecer. Quizá no ganara muchos puntos en galantería de aquel modo, pero al menos estaría seguro, y Dios sabe que no me encontraba en condiciones de recorrer las calles de Nueva York estando la mitad de la policía de la ciudad buscándome como estaba.
—No tienes por qué ir a dormir a esa habitación de hotel —me ronroneó Eva.
—¿Vives cerca de aquí?
—No podría vivir más cerca. Vivo en el Big Charlie.
—¿En el Big Charlie?
—Eso es.
—¿Aquí? —dije estúpidamente—. ¿Vives aquí, en este bar?
—Aquí no, tontín —respondió, dándome en el muslo otro amigable apretón—. Vivo en el verdadero Big Charlie. El gran Big Charlie. Pero claro, Donald, si no eres de aquí… no sabes de qué estoy hablando, ¿verdad?
—Me temo que no.
—Carlomagno significa Carlos el Grande, que a su vez significa Big Charlie. Ese es el nombre de mi casa, porque los propietarios son un par de maricones llamados Maurie y Les, por lo que podrían haberlo llamado el María Luisa, sólo que no lo hicieron. Pero como no eres de aquí no sabes que hay un edificio de viviendas a la vuelta de la esquina llamado Carlomagno.
—Carlomagno —repetí.
—Exacto.
—Un edificio de viviendas.
—Exacto.
—Y está a la vuelta de la esquina y tú vives en él.
—Vuelves a acertar, Donald Brown.
—Pues bien —dije, dejando el vaso en la mesa sin acabar—. ¿A qué estamos esperando?
Reconocí al portero, al conserje y a Eduardo, el amable ascensorista. Ninguno de ellos me reconoció. Ni siquiera se pararon a mirarme, quizá porque ni siquiera se fijaron en mí. Aunque hubiese llevado un disfraz de gorila, ellos habrían puesto el mismo cuidado en apartar la mirada. Al fin y al cabo, la señora DeGrasse era una inquilina, y no creo que yo fuera el primer joven que sacaba del Big Charlie y llevaba a casa. Sin duda el personal del edificio recibiría una buena propina por hacer la vista gorda.
Subimos en el ascensor directamente al decimoquinto piso. Yo había tragado aire frenéticamente durante el trayecto del bar al Carlomagno, pero hace falta más que unas bocanadas del contaminado aire de Nueva York para contrarrestar los efectos de tres o cuatro whiskies dobles, y en el ascensor me sentí un tanto indispuesto. La luz que tenía, implacable como era para mi acompañante, tampoco contribuyó a despejarme. Fuimos andando hasta su puerta, y Eva tuvo más problemas para abrirla con la llave que los que yo suelo tener para forzar una cerradura. Aun así, le dejé que hiciera los honores y consiguió abrirla.
Una vez dentro, exclamó: «¡Oh Donald!» y me apretó súbitamente entre sus brazos. Medía casi lo mismo que yo y era un tanto excesiva. No estaba gorda, ni se le iban las manos ni nada por el estilo. Simplemente era excesiva, eso es todo.
—¿Sabes qué? Creo que a los dos nos vendría bien una copa —dije.
Nos vino tan bien que nos bebimos tres. Ella se bebió las suyas y yo vertí las mías en un tiesto que tenía pinta de estar en las últimas.
Puede que se sintiera intimidada por el entorno. El piso parecía una fotografía a doble página de Revista de Arquitectura, ya que tenía pocos muebles y muchas tarimas enmoquetadas y cosas por el estilo. La única pintura que había en la pared era un mural todo hélices y espirales y carente de ángulos rectos. A Mondrian le habría parecido detestable, y yo hubiera tenido que llevarme toda la pared para robarlo.
—Ah, Donald…
Esperaba que todo el whisky que se había bebido la aturdiera, pero no parecía afectarla. Y aunque el tiempo pasaba yo no conseguía despejarme mucho. Qué demonios, pensé, y exclamé: «¡Eva!», y nos fundimos en un abrazo.
No había cama en el dormitorio, sino otra tarima enmoquetada con un colchón encima. Hizo su papel. Y cuál no sería mi sorpresa cuando vi que yo también hacía el mío. Fue algo extraño. En un primer momento me limité a concentrarme para no pensar en la hermana menor de mi madre, lo cual debería haber sido pan comido dado que mi madre no tuvo una hermana menor. Luego traté de imaginar una situación fantástica que tuviera que ver con nuestra diferencia de edad y pensé que yo era un ansioso joven de diecisiete años y Eva una mujer madura y experta de treinta y seis. Esto no funcionó muy bien, porque me vi a mí mismo sufriendo la torpeza y la turbación que se derivan del ímpetu adolescente.
Al final me di por vencido y me olvidé de quiénes éramos, lo cual funcionó. No sé si el whisky facilitó o dificultó las cosas, pero, en cualquier caso, decidí no pensar en lo que estaba sucediendo y dejé que ocurriera.
Que me cuelguen si no ocurrió. Puedes imaginártelo, querido lector.