Era la hora de comer cuando llegué al distrito financiero del centro. Las estrechas calles estaban llenas de gente. Los empleados de bolsa y las oficinistas, esos dientes vitales de las ruedas de la libre empresa, se pasaban finos cigarrillos unos a otros y llenaban de humo sus pequeños cerebros de capitalista. Hombres de más edad ataviados con ternos meneaban la cabeza en señal de desaprobación ante semejante espectáculo y buscaban refugio y consuelo en bares.
Hice una llamada telefónica. Como no respondieron, me puse en la cola formada delante de un establecimiento donde servían comidas para llevar y salí con dos sándwiches y un recipiente lleno de café en una bolsa de papel marrón. La llevé al vestíbulo de un edificio de oficinas de diez pisos de Maiden Lane. Todavía llevaba el sombrero, las gafas con montura de concha y la caja para animales domésticos que Jared había encontrado decepcionantemente vacía. Antes de llegar al ascensor, me detuve a firmar «Donald Brown» en el libro de registro, y añadí mi destino («habitación 702») y la hora a la que había llegado («12.18»). Subí en el ascensor hasta el séptimo piso y luego subí andando un piso más, lo cual significa que había faltado a la verdad en todo excepto en la hora. Encontré la oficina que estaba buscando. La cerradura de la puerta constituía para mis habilidades un reto bastante menor que el cubo de Rubik. Dejé en el suelo la caja, pero sostuve la bolsa de la comida con una mano mientras abría la puerta con la otra.
Dentro de la oficina me senté detrás de uno de esos escritorios de metal que tienen superficie de madera de imitación y saqué la comida. Abrí un sándwich, quité las lonchas de embutido y pavo, las corté en pedacitos e hice con ellas un montón sobre el escritorio. Me comí el otro sándwich y bebí el café, consulté algo en la guía telefónica de Manhattan y marqué un número. Respondió una mujer. La voz era conocida, pero quería estar absolutamente seguro, por lo que pregunté por Nathaniel. La voz me dijo que me equivocaba de número.
Hice un par de llamadas más y hablé con unas cuantas personas. Luego marqué el cero y dije: «Soy el agente de policía Donald Brown, el número de mi placa es el 23094 y necesito que me busque un número que no figura en la guía». Dije el nombre a la operadora y le leí el número del teléfono desde el que estaba llamando. No había pasado ni un minuto cuando me llamó. Apunté el número que me facilitó y dije: «Gracias. A todo esto, ¿qué dirección es la de este número?», y ella me dio la dirección. No tuve que apuntarla.
Marqué el número. Respondió una mujer.
—Soy Bernie —dije—. No te haces una idea de cuánto te he echado de menos.
—No sé de qué está usted hablando —dijo ella.
—Ah, querida —dije—. No puedo comer, ni dormir…
Un chasquido me anunció que había colgado.
Suspiré y marqué otro número. Me pasaron a varias extensiones y luego oí que alguien con una voz conocida se ponía al teléfono.
—A ver, desembucha. ¿Cómo es que lo sabías? —me preguntó.
—¿Han encontrado Seconal?
—Hidrato de cloral o, lo que es lo mismo, la «copa del sueño», que nunca se pasa de moda. ¿Cómo es posible que con sólo echar un vistazo a un cadáver con la cabeza machacada puedas adivinar que le han narcotizado? Incluso en las series de televisión tienen que hacer pruebas y utilizar microscopios.
—Estoy preparando una nueva serie: Bernie Rhodenbarr, el forense con poderes psíquicos.
Tras decirnos el uno al otro unas cuantas cosas más relativamente graciosas, colgué e hice un par de llamadas más, rebusqué en el interior de los cajones del escritorio y registré un archivo sin muchos miramientos. Dejé el contenido de los cajones y el archivo tal como lo había encontrado. Luego tiré la bolsa de la comida y los envoltorios al cubo de la basura junto con el pan del sándwich de embutido y pavo y el recipiente vacío del café. Abrí la caja y al cabo de unos minutos la cerré y eché los pasadores.
—Hora de irse —dije.
Antes de salir del edificio, miré mi reloj y escribí «12.51» en la columna de la hora de salida.
Había salido el sol, de modo que cambié de gafas y cogí un taxi. Le di al taxista una dirección de West Village. Había llegado recientemente de Irán, hablaba un inglés un tanto deficiente y tenía una idea muy vaga de la geografía de Manhattan, así que le indiqué el camino y nos perdimos. Aun así fuimos a parar a una calle conocida. Le pagué y le dejé que siguiera su camino.
Entré en un edificio en el que nunca había estado. Para ello tuve que abrir la puerta del vestíbulo y coger una tarjeta. Recorrí el edificio de un lado a otro hasta que llegué a otra puerta cerrada, la cual conducía a un patio trasero. La cerradura no me planteó problemas, y dejé parte de un palillo metido en el pestillo para que me planteara aún menos problemas al volver.
En el patio había unos cuantos cubos de basura y un jardín abandonado. Lo crucé, trepé un muro de bloques de hormigón y pasé a otro patio. Me asomé a una ventana, la abrí y la cerré. Volví sobre mis pasos caja en mano, escalé el muro de hormigón, recuperé mi palillo roto, volví a entrar en el edificio y salí finalmente a la calle, donde recorrí varias manzanas y cogí otro taxi.
Volví a la galería El Estrecho. Jared me dejó pasar y miró con suspicacia la caja que llevaba.
—Todavía la tienes —dijo.
—Estás en lo cierto.
—¿Está ahora llena de pasta?
—Compruébalo por ti mismo.
—Sigue vacía.
—Ajá.
—¿Qué vas a hacer con ella?
—Nada —respondí.
—¿Nada?
—Nada. Quédatela. Estoy harto de cargar con este maldito trasto. —Me acerqué a su madre, que estaba observando un lienzo—. Tiene buena pinta —dije.
—Por supuesto. Es una suerte que Mondrian no tuviera acrílicos con los que jugar. Hubiera podido pintar quinientos cuadros al año.
—¿Quieres decir que no lo hizo?
—No exactamente.
Extendí un dedo y toqué la pintura.
—Seco —dije.
—Y más preparado de lo que pueda llegar a estarlo nunca. —Suspiró y cogió un instrumento de aspecto amenazador que tenía una hoja curva. Creo que era una cuchilla para linóleo. Yo no estoy hecho de linóleo, pero puedo asegurarte que no me gustaría irritar a alguien que tuviera una cuchilla de esas en la mano. O en la de Denise, si vamos a eso.
—Se me hace cuesta arriba —dijo Denise—. ¿Estás seguro de esto?
—Totalmente.
—¿Un par de centímetros? ¿Así más o menos?
—Me parece bien.
—Bueno, allá va —dijo, y empezó a cortar el lienzo del bastidor.
Observé cómo lo hacía. Era desasosegante. Le había visto pintar el cuadro, y yo mismo había pintado una parte de él, le había pegado cinta indicadora al lienzo imprimado, había pintado las líneas y había quitado la cinta cuando la pintura de secado rápido había estado lista. De modo que sabía que Mondrian había tenido tan poco que ver con aquel cuadro como Rembrandt, por ejemplo. Aun así, sentí un escalofrío en el estómago cuando la cuchilla lo rajó como si fuera… no sé, linóleo. Di media vuelta y fui a donde se encontraba Jared, que estaba tumbado en el suelo escribiendo «¡INJUSTO!» en un gran cuadrado de cartón con un rotulador marca Marko. Contra una mesa de metal había apoyados varios carteles acabados, grapados con esmero a unos listones.
—Buen trabajo —le dije.
—Llamarán la atención —dijo—. Los medios de comunicación ya han sido avisados.
—Estupendo.
—Arte performativo —estaba diciendo Denise—. Primero pintas un cuadro y luego lo destruyes. Ahora sólo nos hace falta que venga Christo a envolverlo con papel de aluminio. ¿Lo envuelvo o se lo va a comer aquí?
—Ni una cosa ni otra —dije, y empecé a desnudarme.
Llegué a la galería Hewlett pasadas las tres, vestido con mi traje y con aire un tanto envarado. Llevaba el sombrero y las gafas de montura de concha y lentes claras, las cuales habían empezado a causarme dolor de cabeza hacía una hora. Entregué sin chistar los dos dólares y medio de contribución que se sugería pagar en la entrada, pasé por el torniquete y subí al primer piso de mi galería favorita.
Había acabado poniéndome nervioso pensando en la posibilidad de que el Mondrian hubiera sido movido de lugar o incluso prestado a la exposición que estaban organizando, pero Composición con color se encontraba exactamente donde debía estar. Lo primero que pensé fue que no se parecía en absoluto al apaño que habíamos hecho en la buhardilla de Denise, que las proporciones y los colores estaban totalmente mal y que lo que habíamos llevado a cabo era equiparable a una copia de la Mona Lisa pintada por un niño con lápices de colores. Volví a mirar y llegué a la conclusión de que la autenticidad, al igual que la belleza, se halla en buena medida en el ojo del observador. El cuadro de la pared estaba bien porque se hallaba en la pared y tenía a su lado una pequeña placa de latón que daba fe de su noble procedencia.
Lo examiné durante un rato. Luego eché a andar sin rumbo fijo.
Regresé a la planta baja y entré en una sala llena de pinturas francesas del siglo XVIII, Boucher y Fragonard, escenas bucólicas idealizadas de faunos, ninfas, pastores y mirones. Un cuadro mostraba a un par de aldeanos con los pies descalzos que estaban merendando en el claro de un bosque; las personas que lo contemplaban bajo la atenta mirada de un guarda uniformado eran Carolyn y Alison.
—Fíjense —les dije en voz baja— en que esos dos inocentes tienen el pie de Morton.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que tienen el segundo dedo del pie más largo que el dedo gordo —respondí— y que necesitarán unos complementos ortopédicos si están pensando en correr el maratón.
—No tienen pinta de aficionados a correr —dijo Carolyn—. En realidad tienen pinta de cachondos como un gato en celo y el único maratón en que es probable que participen es…
—Jared y sus amigos han ocupado sus posiciones fuera —le interrumpí—. Empezarán dentro de cinco minutos, ¿vale?
—Vale.
En uno de los reservados del servicio de caballeros me quité la chaqueta y la camisa, luego volví a ponérmelas y regresé algo menos envarado a la sala del Mondrian. Nadie me prestó atención porque delante del edificio se estaba produciendo mucho alboroto y confusión y la gente se acercaba a la entrada para ver qué sucedía.
El sonido de unas consignas entonadas rítmicamente llegaron a mis oídos.
—¡El gusto por el arte no tiene edad! ¡El gusto por el arte no tiene edad!
Me acerqué al Mondrian. El tiempo pasaba lentamente y los chicos seguían lanzando consignas. Yo consulté mi reloj por enésima vez y, cuando empezaba a preguntarme a qué estaban esperando, se armó la gorda.
Se produjo un ruido como el de un trueno, el tubo de escape de un camión, la explosión de una bomba o, más bien, el de un petardo «cereza» de los que se dejan abandonados el Cuatro de Julio. Luego, de otra dirección salió una gran cantidad de humo y se oyeron gritos: «¡Fuego! ¡Fuego! ¡Sálvese quien pueda!».
El humo formaba una nube y la gente corría como enloquecida. ¿Qué hice yo entonces? Cogí el Mondrian de la pared y fui corriendo al servicio de caballeros. En ese preciso momento salía un hombre gordo y calvo de uno de los reservados. Le di un empujón para que se fuera y le grité:
—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Sálvese quien pueda!
—¡Caramba! —dijo, y se marchó.
Al cabo de unos minutos, yo también me marché. Abandoné el servicio de caballeros, bajé apresuradamente a la primera planta y salí por la puerta principal. Los coches de bomberos ya habían llegado, había policías por todas partes y Jared y su tropa empuñaban sus carteles, esquivaban a la policía y se lanzaban delante de las cámaras de televisión. En todo momento el personal de seguridad del Hewlett tuvo la situación bajo control y se aseguró de que nadie se fuera de allí con una obra maestra bajo el brazo.
Disimulando el sudor y los parpadeos tras el sombrero y las gafas, pasé entre todo aquel jaleo y me alejé.
Entré en un barucho oscuro y sucio de la Tercera Avenida justo a tiempo para ver las noticias de las seis. Allí estaba el joven Jared Raphaelson, reivindicando airadamente el derecho de la juventud a tener acceso a las grandes colecciones públicas de arte y rechazando cualquier responsabilidad en el ataque terrorista que había sufrido el Hewlett y en la misteriosa desaparición de la obra maestra de Piet Mondrian, Composición con color.
«No creemos que los chicos estén involucrados directamente —dijo un portavoz de la policía a la cámara—. Es un poco pronto para afirmar nada todavía, pero parece que un ladrón muy sagaz ha aprovechado la oportunidad para cortar el cuadro del marco. Hemos encontrado el marco, hecho pedazos y con jirones de lienzo adheridos, en los servicios de la primera planta. Todo apunta a que los chicos son los responsables del incendio, aunque ellos lo niegan. Lo que ha ocurrido es que alguien ha arrojado un artefacto explosivo denominado petardo “cereza”, del tipo que se utilizan para celebrar el día de la Independencia, el cual ha explotado por casualidad en un cubo de basura en el que evidentemente había desechos de plástico, de manera que lo que debería haber sido una gran explosión ha resultado un incendio a gran escala en un cubo de basura. El incendio en sí no ha causado ningún daño. Ha producido mucho humo y ha asustado a la gente, pero no ha servido más que para amparar al ladrón».
Bien, pensé, son cosas que ocurren. Seguí mirando la pantalla, buscando alguna señal de aquel ladrón tan sagaz y oportunista. Pero no lo vi.
Un directivo del museo expresó su pesar por la desaparición de la pintura. Habló sobre su importancia artística y tasó su valor en un cuarto de millón de dólares. El locutor mencionó el robo con homicidio que se había cometido recientemente en el Carlomagno, el cual había supuesto la desaparición de otra obra de Mondrian, y se preguntó si la cobertura informativa de ese robo no podría haber inducido a este ladrón a llevarse el Mondrian en lugar de otra obra maestra.
El directivo del museo opinaba que era muy posible: «Podría haberse llevado un Van Gogh o un Turner, incluso un Rembrandt —dijo—. Tenemos pinturas que valen diez veces o más de lo que podría pagarse por el Mondrian. Esta es la razón por la que considero que el robo ha sido algo impulsivo, el resultado de un arranque. El ladrón sabía que el Mondrian era valioso, había oído en cuánto estaba valorado el Mondrian de Onderdonk y, al presentársele la oportunidad, ha actuado con rapidez y resolución».
Hicieron una pausa publicitaria. En el bar y asador Carney, un tipo impulsivo que se dejaba llevar por los arranques y que llevaba unas gafas de montura de concha y un sombrero de fieltro estilo fedora cogió su vaso de cerveza y se lo bebió con rapidez y resolución.