19

Me detuve en un portal de West End Avenue y vi a un par de corredores que se dirigían al parque a buen paso. Cuando se hubieron alejado lo suficiente, asomé un poco la cabeza y clavé la mirada en la puerta de mi edificio. Seguí mirándola, y al cabo de unos minutos salió por ella una persona de aspecto conocido. Avanzó hasta la acera con el omnipresente cigarrillo colgado de la comisura de los labios. En un primer momento giró hacia el norte, y yo me eché a temblar, luego giró hacia el sur, recorrió media manzana, cruzó la calle y se dirigió hacia mí.

Era la señora Hesch, la vecina que vivía enfrente de mi piso, una fuente continua de café y consuelo.

—Señor Rhodenbarr —dijo—. Menos mal que me ha llamado. Estaba preocupada. No va a creerse las cosas que esos malnacidos están diciendo sobre usted.

—Me da igual mientras usted no las crea.

—¿Yo? Que Dios no lo permita. Yo le conozco bien, señor Rhodenbarr. Usted se dedica a sus negocios; una persona tiene que ganarse la vida. Y, en lo que se refiere a los vecinos, no hay nadie como usted. Es un joven muy simpático. Sería incapaz de matar a nadie.

—Por supuesto.

—Y bien, ¿qué puedo hacer por usted?

Le di las llaves de mi piso, le expliqué qué cerradura abría cada una y le dije lo que necesitaba. Volvió al cabo de un cuarto de hora con una bolsa de la compra.

—Hay un hombre en el vestíbulo —me dijo—. Lleva ropa de calle, no uniforme, pero creo que es irlandés y tiene pinta de poli.

—Probablemente sea las dos cosas.

—Y hay dos hombres, también con pinta de polis, en el coche verde que hay allí.

—Ya me he fijado en ellos.

—Le traigo el traje que me ha dicho y una camisa limpia; también le he cogido una bonita corbata a juego, y unos calcetines y ropa interior, que son cosas que no me ha pedido, pero he pensado que no le vendrían mal. Aquí tiene las otras cosas, las que no tengo que saber qué son. Tampoco quiero saber cómo las utiliza usted cuando fuerza cerraduras, pero permítame que le diga que las tiene escondidas en un lugar muy ingenioso: un enchufe falso. ¿Podría hacerme uno igual para guardar en él mis cosas?

—Será lo primero que haga la semana que viene, si es que consigo evitar que me metan en la cárcel.

—Es que de un tiempo a esta parte los robos han sido algo espantoso. Tengo esa cerradura tan buena que usted me instaló, pero aun así…

—Le haré un escondrijo en cuanto pueda, señora Hesch.

—Que conste que no tengo el diamante Hope ahí arriba, pero prefiero no correr riesgos. ¿Tiene todo lo que desea, señor Rhodenbarr?

—Creo que sí.

Me cambié de ropa en el servicio de una cafetería, metí mis herramientas de ladrón en varios bolsillos y dejé la ropa sucia en el cubo de la basura. O papelera, como dirían en inglés. ¿Quién me había dicho eso hacía poco? Turnquist… Turnquist, que ahora estaba muerto, con un picahielos en el corazón.

Compré una maquinilla de usar y tirar en una tienda de comestibles, la usé rápidamente en el servicio de otra cafetería y la tiré acto seguido. En la misma tienda de comestibles me vendieron unas gafas de sol bastante parecidas a las que Turnquist había llevado cuando le habíamos hecho cruzar la ciudad en silla de ruedas. Yo me las había puesto para regresar a la librería y ahora se encontraban en un estante de la trastienda. Me pareció curioso que en dos días hubiera comprado dos gafas de sol de esas baratas que venden en las tiendas de comestibles. De ordinario, pueden pasar años para que yo compre unas gafas de sol.

El cielo estaba nublado y vacilé en llevarlas. Quizá me ocultaran los ojos, pero al mismo tiempo llamaban un poco la atención. Decidí llevarlas de momento. Cogí el metro y fui a la calle Catorce. Entre la Quinta y la Séptima Avenida hay tienduchas de todo tipo en las que venden trastos a precios muy baratos y cuyos productos desbordan las aceras. Una tenía una mesa rebosante de gafas con lentes de color claro. La gente que quiere ahorrarse la factura del óptico puede probarse varias hasta que encuentra aquellas que parecen servirle.

Me probé varias hasta que encontré unas con montura de concha que no parecían distorsionar las cosas en absoluto. Las gafas que se pueden comprar sin consultar al óptico parecen siempre sacadas del attrezzo de un teatro debido a los reflejos que la luz produce sobre ellas. Estas sin embargo disfrazarían mi aspecto bastante bien sin parecer necesariamente un disfraz. Las compré, y un poco más adelante me probé sombreros hasta que encontré uno de fieltro gris oscuro estilo fedora que tenía buen aspecto y me pareció cómodo.

Compré un knish y una coca-cola en un puesto de la calle, intenté convencerme de que estaba desayunando e hice un par de llamadas. Me encontraba en la esquina de la Tercera Avenida con la calle Veintitrés cuando un Chevrolet bastante destartalado se detuvo a mi lado. Con todo lo que roba este hombre, lo lógico sería que pudiera permitirse un coche más aparente.

—He estado mirándote con atención y no te he reconocido —dijo cuando me senté a su lado—. Deberías ponerte traje más a menudo. Te queda bien. Claro que fastidias todo el efecto con esas zapatillas de deporte que llevas.

—Mucha gente lleva traje con zapatillas de deporte hoy en día, Ray.

—Mucha gente come guisantes con cuchillo, y el que sea mucha no significa que esté bien lo que hace. Con el sombrero y las gafas, pareces uno de esos pronosticadores que van a las carreras de caballos para vender información a los apostadores. Lo que debería hacer, Bern, es detenerte. Así tú estarás fuera de peligro y yo recibiré una mención.

—¿No preferirías recibir una recompensa?

—Tú lo llamas recompensa y yo lo llamo ciento volando. —Soltó la clase de suspiro que sueltan las personas resignadas y añadió—: Lo que me estás pidiendo es un disparate.

—Lo sé.

—Pero ya te he hecho el juego en el pasado, y he de reconocer que en general he salido más beneficiado que perjudicado. —Me miró el sombrero, las gafas y las zapatillas y meneó la cabeza—. Preferiría que tuvieras más aspecto de policía —dijo.

—De este modo parezco un policía disfrazado.

—Pues es un disfraz estupendo —dijo—. Engañaría a cualquiera.

Dejó el coche en un sitio donde estaba prohibido aparcar, subimos un piso y avanzamos por un pasillo. De tanto en tanto Ray sacaba su placa, se la enseñaba a una persona y esta nos dejaba pasar. Luego tomamos un ascensor y bajamos al sótano. Cuando eres un particular y vas a identificar un cadáver, esperas en la planta baja y te traen en el ascensor a la difunta y llorada persona en cuestión. Cuando eres un policía, ahorran tiempo y te dejan bajar al sótano, donde sacan un cajón y te permiten echarle un vistazo. El encargado, un hombrecillo pálido que no había visto la luz del sol en años, sacó una tarjeta de un archivo, nos condujo por una habitación grande y silenciosa y abrió un cajón. Eché un vistazo y dije:

—No es este.

—Tiene que serlo —dijo el encargado.

—¿Entonces por qué pone «Vélez, Concepción» en la etiqueta?

El encargado examinó la etiqueta y se rascó la cabeza.

—No lo entiendo —dijo—. Este es el 228-B y aquí, en la tarjeta, pone… —nos miró acusadoramente— pone 328-B.

—¿Y qué?

—¡Pues nada! —exclamó.

Nos indicó que le siguiéramos y sacó otro cajón.

Esta vez en la etiqueta del pie ponía «Onderdonk, Gordon K.». Ray y yo lo miramos en amigable silencio. Luego él me preguntó si ya había visto suficiente, yo le dije que sí, y él se volvió hacia el encargado y le dijo que cerrara el cajón.

Mientras volvíamos a la planta baja, dije:

—¿Puedes averiguar si le drogaron?

—¿Si le drogaron?

—Con Seconal o algo así. ¿No aparecería en la autopsia?

—Sólo si alguien lo buscara a propósito. Si te encuentras con un tipo al que le han machacado la cabeza, lo examinas y llegas a la conclusión de que esa es la causa de su muerte, no vas e investigas si también tenía diabetes.

—Haz que investiguen si le drogaron.

—¿Por qué?

—Tengo una corazonada.

—¿Una corazonada? Me fiaría de tus corazonadas si no parecieras un pronosticador de carreras de caballos. Conque Seconal, ¿eh?

—Cualquier tipo de sedante.

—Pediré que investiguen. ¿Y ahora qué hacemos, Bernie?

—Ahora se va cada uno por su camino —dije.

Llamé a Carolyn y dejé que se desahogara durante unos minutos, hasta que se le pasó el pánico.

—Me va a hacer falta tu ayuda —dije—. Vas a tener que hacer una cosa para despistar.

—Esa es mi especialidad —dijo—. ¿Qué quieres que haga?

Se lo dije y se lo repetí un par de veces, y ella me dijo que parecía algo de lo que podía hacerse cargo.

—Sería mejor que buscaras ayuda —le dije—. ¿Crees que Alison podría echarte una mano?

—Quizá. ¿Cuánto puedo contarle?

—Lo menos posible. Si es necesario, dile que voy a intentar robar un cuadro de un museo.

—¿Puedo decirle eso?

—Sólo si es necesario. Entretanto, no sé… Tal vez deberías cerrar la Casa del Caniche e ir a su casa. ¿Dónde vive, a todo esto?

—En Brooklyn Heights. ¿Por qué debería ir allí, Bern?

—Para estar en un sitio donde la poli no vaya a darte la lata. ¿Está Alison contigo ahora?

—No.

—¿Dónde está? ¿En casa?

—Está en su oficina. ¿Por qué?

—Por nada. No sabrás su dirección de Brooklyn Heights, ¿verdad?

—No me acuerdo pero sé qué edificio es. Está en Pineapple Street.

—Pero no sabes el número.

—¿Qué más da? Ah, claro… estás buscando un sitio donde esconderte, ¿verdad?

—Bingo.

—Bueno, su piso está muy bien. Anoche estuve allí.

—¿De modo que era allí donde estabas? Te he llamado a primera hora de la mañana, pero no te he localizado. Un momento… ¿Anoche estuviste en casa de Alison?

—¿Y qué? ¿Quién te crees que eres, Bern? ¿La madre superiora?

—No; me sorprende, eso es todo. Era la primera vez que ibas, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y dices que está bien?

—Está muy bien. ¿Qué tiene eso de sorprendente? Las personas que se dedican a hacer planes fiscales no se ganan la vida nada mal. Sus clientes suelen tener dinero; de lo contrario no tendrían que preocuparse por los impuestos.

—Pues yo creo que todo el mundo tiene que preocuparse por los impuestos… ¿Viste todo el piso? ¿El… el dormitorio y todo?

—¿Qué diablos significa eso? No tiene dormitorio. Su piso es un estudio gigante. Mide unos setenta y cinco metros cuadrados, pero tiene una única habitación. ¿Por qué?

—Por nada.

—¿Es esta una manera indirecta de preguntarme si hemos dormido juntas? Porque no es asunto tuyo.

—Lo sé.

—¿Entonces?

—Bueno, tienes razón al decir que no es asunto mío —respondí—, pero eres mi mejor amiga y no quiero que te hagan daño.

—No estoy enamorada de ella, Bern.

—Bien.

—Y sí, dormimos juntas. Pensé que estaba acostumbrada a que los hombres le den la lata, la embauquen y traten de explotarla, de modo que empleé una estrategia acorde.

—¿Qué hiciste?

—Le dije que sólo metería la puntita.

—Y ahora estás en la Casa del Caniche.

—Sí.

—Y ella en su oficina.

—Sí.

—Y yo estoy perdiendo el tiempo preocupándome por ti.

—¿Sabes qué? —dijo ella—. Estoy conmovida. En serio.

Fui a la galería El Estrecho en taxi con las gafas de sol puestas para que el taxista no viera nada reconocible en el espejo retrovisor. Cuando salí me puse las otras gafas para llamar menos la atención. Todavía llevaba el sombrero puesto.

Abrió la puerta Jared, se fijó en las gafas y el sombrero y luego miró lo que llevaba en la mano.

—Eso es muy ingenioso —dijo—. Puedes meter cualquier cosa dentro y la gente piensa que es un animal. ¿Qué llevas? ¿Tus herramientas de ladrón?

—No.

—Entonces seguro que es pasta.

—¿Qué?

—Pasta, guita, plata… ¿Puedo mirar?

—Claro —respondí. Corrí los pasadores y levanté la tapa.

—Está vacío —dijo.

—Decepcionado, ¿eh?

—Mucho. —Entramos en la buhardilla, donde Denise estaba retocando un lienzo. Examiné lo que había hecho en mi ausencia y le dije que estaba impresionado.

—Más vale —dijo—, porque hemos estado los dos trabajando toda la noche. No creo que hayamos dormido más de una hora. ¿Qué has estado haciendo mientras tanto?

—Evitar ir a la cárcel.

—Bien, sigue así, porque cuando este asunto sea agua pasada espero recibir una cuantiosa gratificación. No me conformaré con una buena cena y una noche de copas.

—Descuida.

—Puedes incluir la cena y la noche de copas como prima, pero si al final vas a sacarte una buena tajada, quiero mi parte.

—La tendrás —le aseguré—. ¿Cuándo estará listo esto?

—Dentro de un rato.

—¿En dos horas, por ejemplo?

—Debería.

—Bien —dije. Llamé a Jared y le expliqué lo que había planeado que hiciera. En su rostro se reflejaron expresiones encontradas.

—No sé… —dijo.

—Podrías organizarlo, ¿no? ¿No puedes reunir a unos cuantos amigos?

—Lionel se apuntaría —sugirió Denise—. ¿Y qué me dices de Pegeen?

—Quizá —dijo él—. No lo sé. ¿Qué obtendría a cambio?

—¿Qué quieres? ¿Los libros de ciencia ficción que prefieras entre los que lleguen a la tienda durante…? ¿Cuánto tiempo? ¿Un año?

—No sé… —respondió. Por el entusiasmo que mostró, cualquiera hubiera dicho que le había ofrecido un surtido de coliflores para toda la vida.

—Asegúrate de que haces un buen trato —le dijo su madre—, porque vas a tener que ocuparte de muchas cosas. No me sorprendería que apareciera algún equipo de televisión. Si eres el cabecilla, será a ti a quien entrevisten.

—¿En serio?

—Claro.

Pensó en ello por un momento. Empecé a decir algo, pero Denise me indicó que me callara.

—Si alguien hiciera un par de llamadas —dijo Jared—, sabrían que han de mandar cámaras de televisión.

—Bien pensado.

—Voy a llamar a Lionel —dijo—. Y a Jason Stone y Shaheen y a Sean Glick y a Adam. Pegeen ha ido a casa de su padre a pasar el fin de semana, pero puedo llamar… Ya sé a quién puedo llamar.

—Muy bien.

—También necesitaremos carteles —dijo—. ¿Bernie? ¿A qué hora?

—A las cuatro y media.

—No saldremos en las noticias de las seis.

—Pero sí en las de las once.

—Es cierto. Además, los sábados la gente no suele ver las noticias de las seis.

Salió disparado escaleras abajo.

—Has estado estupenda —le dije a Denise.

—He estado magnífica. Mira, si no puedes manipular a tu propio hijo, ¿qué clase de madre eres? —Se acercó a uno de los lienzos y frunció el entrecejo—. ¿Qué opinas?

—Perfecto.

—Bueno, perfecto no —dijo—, pero no tiene mala pinta, ¿verdad?